Editorial 37

Es hora de hacernos las preguntas. Hay una palabra que de la mano de algunas cartas escritas por personas en estos ámbitos alzó la alarma: “ética”.

Editorial 37

Es hora de hacernos las preguntas. Hay una palabra que de la mano de algunas cartas escritas por personas en estos ámbitos alzó la alarma: “ética”.

Pensarnos, alzar la voz

La noticia sonó potente como un trueno. La última versión del “robot conversacional” Chat GPT, desarrollado por la empresa Open AI, está dotada de un poder de “hablar” tan sofisticado que se asemeja al de un humano.

A este respecto hay que destacar que lo que de entrada llamó la atención es que estos robots escriben textos cuya calidad sintáctica y coherencia permitirían que los estudiantes puedan usarlos para producir sus trabajos y los medios de comunicación con el propósito de producir artículos, entre otras muchas situaciones.

Sin embargo, estas perspectivas, al movilizar nuestros afectos, nos han llevado a ocultar el hecho principal. Es decir, mucho más que escribir textos por encargo, estos programas empiezan a dirigirnos la palabra de forma autónoma y natural. Y esto con vistas a un gran objetivo industrial: guiarnos por el camino correcto.

Pensemos en una aplicación que usa IA y todos usamos, lo usaré como metáfora: Waze. Desde 2010, los avances de estos conocimientos nos permiten sistemas capaces de evaluar, a velocidades infinitamente superiores a nuestras capacidades cognitivas, situaciones de todo tipo.

Esta arquitectura ha hecho que surja un nuevo modelo económico, con fuentes inagotables de riqueza: la interpretación y la orientación de nuestro comportamiento. Desde hace quince años, las tecnologías se conciben para guiar nuestros gestos con sus luces cada vez más omniscientes, principalmente con fines comerciales.

Se establece un lazo umbilical al que la voz de la máquina da ahora una forma fluida y familiar. Porque, a la larga, todo empezará a hablar.

Debería llamarnos la atención una cuestión; la desincronización entre, por un lado, la sociedad que se encuentra ante un hecho consumado y que, al final, lo único que hace es reaccionar y por el otro, una poderosa industria que desde hace dos décadas se esfuerza constantemente por hacer que nuestras vidas dependan de sus logros.

 

Es hora de hacernos las preguntas. Hay una palabra que de la mano de algunas cartas escritas por personas en estos ámbitos alzó la alarma: “ética”.

No se trata, creo de pensar en cortafuegos normativos o legislativos, sino en tener  en cuenta el alcance civilizador y antropológico de los cambios que ya están en marcha. A saber, un destierro progresivo de nuestras facultades impulsado por la creciente automatización de los asuntos humanos.

Aquí es donde conviene subir de nivel las apuestas y pasar de la ética –tal como se emplea, bastante vulgarmente, hoy– a una dimensión que se consideraría superior: la moral.

La primera se deriva de la aplicación de algunas reglas de supuesta buen conducta a casos concretos. La segunda se entiende como el respeto incondicional a nuestros principios fundamentales.

Entre ellos, aquel que no ha dejado de verse erosionado por la digitalización de nuestras vidas y que, como tal, debe ser defendido más que nunca: la mejor expresión de nuestras capacidades, de lo que depende el buen desarrollo de cada uno de nosotros.

Porque, después de haber experimentado un debilitamiento de nuestra autonomía de juicio debido a la generalización de los sistemas que orientan con diversos fines el curso de nuestra vida cotidiana, lo que ahora se presagia es una renuncia a nuestra facultad de expresarnos.

Por eso, nos corresponde a nosotros oponernos a un ethos que, en realidad, proviene del odio al género humano y que solo pretende reemplazar nuestros cuerpos y nuestras mentes, de facto incompletas, con tecnologías concebidas para garantizar una organización supuestamente perfecta del funcionamiento general y particular del mundo.

Ha llegado el momento de alzar la voz –nuestra propia voz– y retomar la fórmula de Albert Camus en El hombre rebelde y afirmar que “las cosas han durado demasiado (…), ustedes van demasiado lejos (…), hay un límite que no franquearán”.

Eso sería un verdadero humanismo de nuestro tiempo. No clamar en todo momento, corazón en mano y de forma siempre muy vaga –como los gurús de Silicon Valley o las hordas de ingenieros–, queriendo poner “al hombre en el centro”, sino establecer la manifestación adecuada de nuestra riqueza sensible e intelectual como la condición imprescindible para unas sociedades plenamente libres y plurales.

 

Daniela Gutierrez

Gerenta General


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