Editorial 14
Editorial 14
Es este el editorial de un otoño, un texto más introspectivo, uno que quería escribir en algún momento después de tantos meses de darnos aliento y contarnos cosas para que el bienestar amortigüe un poco la difícil realidad. Ahí voy.
El horizonte es un reclamo obligatorio para los sentidos. Ante él la mirada se desliza sin más tutela que la del aire, como si lo peinara con el cuidado de quien peina un niño. A veces el viento empuja sus perfiles y el diminuto espacio de universo que envuelve el horizonte parece moverse hacia nosotros como un saludo de bienvenida. En otras ocasiones, sin embargo, el desabrigo de la luz deja al horizonte fundido con la noche. Entonces, como nos pasó durante algunos meses, la mirada se retrae, consciente de su dificultad para captar las huellas digitales de los paisajes nocturnos.
La fragilidad de esa línea última en el espacio es, también, su fortaleza. Nunca podemos atraparla del todo, siempre se nos escurre, siempre -además- oculta algo al otro lado, más allá del alcance de nuestros ávidos ojos. Y solo el tiempo y la paciencia consiguen descifrar sus códigos secretos, el habla invisible con la que la naturaleza elimina las distancias y ofrece belleza donde la contemplamos.
Hay horizontes abiertos y otros aparentemente cerrados. Pero aún en estos últimos, siempre podemos otear la presencia del aire, del sol o tal vez de algún pedazo de cielo que aunque ínfimo testimonie la necesidad de consuelo que tenemos los humanos al escudriñar algo del mundo que solíamos llamar “naturaleza”, en nuestro entorno.
Por no hablar de las muchas ocasiones en las que lo humano se convierte en nuestro horizonte cotidiano. Ni por debajo, ni por encima de nuestras potencialidades sino al lado, tomando la forma de una compañía con la que nos acogemos lxs unxs a lxs otrxs desde la antesala de la soledad. Si estamos en paz entre nosotrxs y con el planeta -aunque lo pensemos utópicamente pero que sea por un rato-, ese encuentro se convierte en un regalo de tiempo y espacio en el que hay algo del orden de lo bueno que puede fluir, algo que circula en ambos sentidos, desde la conciencia de nuestros límites y el arrebatamiento de nuestra capacidad para compartir. En esos instantes cierta calma puede abrirse paso.
No quiero parecer una optimista boba: sé que todo está muy difícil. Pero en la incertidumbre, vislumbro un horizonte capaz de hacer lo que siempre hace: albergar sueños. Ese es el lugar en que imaginamos el futuro como un ámbito que acoge nuestro destino como especie y le da oportunidad de mejorar, que alberga alguna esperanza de que pueda existir una sociedad más justa. El horizonte es indispensable como metáfora, nutre de energía simbólica una caminata que si no sería en medio de la oscuridad, puede ayudar a entender las estaciones de la vida humana, los rigores de distintos tipos de inviernos y las sequías que muchas veces sentimos. Cuando lo pienso como metáfora es cuando creo que tiene sentido.
Espero que en poco tiempo podamos visitar todxs la muestra Simbiología: prácticas artísticas de un planeta en emergencia que Fundación Medifé apoya en el Centro Cultural Kirchner. Hasta tanto eso sea posible, los invito a asomarse a la lectura de algunos textos que acompañan las piezas artísticas con la reflexión sobre este momento planetario exigente y exigido.
Leyendo es cuando pensé “horizonte” como si fuese una obra de arte que conjugue equilibrio con tensión, la rigidez de lo impuesto con la flexibilidad reconfortante de sabernos resistentes, capaces de descubrir todavía algo de magia y belleza en la vida en medio de lo que también vemos de destrucción. Quizás como humanidad, nuestro lugar en el mundo no está exilado del infinito, de ese ámbito abierto en el que podemos seguir vislumbrando y practicando formas siempre nuevas de habitar la Tierra en la que la vida no se sienta amenazada.