Porvenir. La cultura en la post pandemia

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Atuor

PORVENIR

La cultura en la post pandemia

Tomas Borovinsky | José Emilio Burucúa | Maximiliano Fiquepron Paula Hernández | Laura Malosetti Costa | Martín Kohan Luciana Peker | Ángeles Salvador | Alejandro Tantanian | Hernán Vanoli


Porvenir : la cultura en la post pandemia / Tomas Borovinsky ... [et al.] ; compilado por Juan Martín Méndez. - 1a ed . - Ciudad Autónoma de Buenos Aires : Fundación Medifé Edita ; Ministerio de Cultura, 2020. Libro digital, PDF

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Archivo Digital: descarga y online ISBN 978-987-47641-1-9 1. Ensayo Sociológico. 2. Ensayo Filosófico. 3. Ensayo Literario. I. Borovinsky, Tomas. II. Méndez, Juan Martín, comp. CDD 306.4

con el apoyo de


Tapa: Luis Terán Espiral, 2013 Madera de pino saligna 320 x 750 cm Colección Museo de Arte Moderno de Buenos Aires. Donación del artista. Crédito fotográfico: Viviana Gil


Índice

Prólogos 4

Enrique Avogadro | Ministro de Cultura del GCBA

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Daniela Gutierrez | Gerenta General de la Fundación Medifé

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Laura Malosetti Costa | El desorden de los sentidos

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Martín Kohan | ¿Qué va a pasar?

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Luciana Peker | Remar en dulce de leche para salir del naufragio

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José Emilio Burucúa | Pintar y mirar un cuadro para conocer, humanimalismo para regresar a la vida en tiempos catastróficos

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Tomas Borovinsky |Tierra en trance

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Ángeles Salvador | Los problemas de la escritura en la post pandemia

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Maximiliano Fiquepron | ¿Recordaremos el Covid-19?: reflexiones sobre memoria, historia y epidemias

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Paula Hernández | Érase una vez...

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Hernán Vanoli | El aire y la moneda

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Alejandro Tantanian | Un árbol de voces

Epílogo 105 Jorge Telerman | Presidente del Consejo Cultural


Prólogos


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Enrique Avogadro Ministro de Cultura del Gobierno de la Ciudad de Buenos Aires Tiempos pandémicos

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l 12 de marzo de 2020 anunciamos como medida preventiva y extraordinaria la cancelación de recitales y eventos masivos. El día anterior, la Organización Mundial de la Salud había declarado al coronavirus como pandemia. En ese momento, sostuvimos que podían continuar abiertos los cines y los teatros, pero con nuevos cuidados como mantener un asiento vacío de por medio entre los espectadores y limitar la cantidad de personas por audiencia. A los pocos días y con medidas que tenían su correlato en todas las provincias a lo largo del país, también íbamos a tener que anunciar el cierre preventivo de esos espacios. Junto a las fábricas, las pymes y las escuelas, cerraron sus puertas las bibliotecas, los centros culturales, los teatros, las galerías, los museos y las librerías, entre muchos otros espacios. Las calles se vaciaron de golpe al igual que las ferias y los paseos turísticos. Desde los museos y los grandes festivales hasta los espacios fundamentales de la cultura independiente, todos frenaron su actividad. Empezaba la cuarentena y con ella, el distanciamiento social. Hábitos tan arraigados y que son parte de nuestra identidad como juntarnos, abrazarnos, charlar en un café o emocionarnos en la oscuridad de una sala de teatro, tuvieron que ser interrumpidos. La enorme diversidad cultural y creativa que desborda en esta ciudad y tiene expresiones originales en cada barrio, quedó paralizada como nunca antes. Pero como siempre, en los momentos de crisis el sector cultural dice presente y deja su marca. Lo hizo en el ’83, con una explosión expresiva en todas las disciplinas que contribuyó a fortalecer la democracia, recomponer la memoria y expandir las libertades individuales y colectivas. Lo hizo en 2001, ocupando un rol central en la reconstrucción del entramado social y económico, generando espacios de encuentro, de autogestión y de


Enrique Avogadro

formación como los centros culturales y las bibliotecas populares, y abriendo lugares para que nuevos artistas independientes pudieran trabajar y llegar a más personas. Y lo está haciendo ahora también. En los primeros días de la cuarentena las imágenes de músicos tocando en vivo para sus vecinos comenzaron a llenar las redes sociales. Eso solo fue el principio. Todos los días veíamos que eran cada vez más los artistas, creadores, autores, trabajadoras y trabajadores de la cultura, que compartían su talento. Escritores leyendo sus textos o de sus colegas. Actores interpretando pasajes de obras, recomendando contenidos. Directores compartiendo sus películas. Cantantes y músicos tocando en vivo desde su habitación, su living, su cocina. Espacios culturales compartiendo valiosísimas obras de sus archivos. Y así con cada disciplina. En el momento en que tuvimos que cerrar las puertas de nuestras casas culturales, los artistas nos abrieron las puertas de las suyas. Y todo esto en un contexto particularmente complejo para un sector ferozmente golpeado por la parálisis de la actividad y la consecuente imposibilidad para generar ingresos. ¿Qué pasaba? ¿El sector cultural podía abstraerse mejor que el resto de la ansiedad y la incertidumbre por la parálisis? Por supuesto que no. El miedo a lo que estamos enfrentando y la conciencia de nuestra propia vulnerabilidad que deja esta experiencia nos atraviesa a todos. Pero incluso en un escenario tan adverso, el sector cultural da el ejemplo. Las bibliotecas públicas volvieron a abrirse para funcionar transitoriamente como centros vacunatorios. Nuestros teatros más importantes y emblemas de la ciudad, como el Colón y el San Martín, comenzaron a funcionar con sus trabajadores produciendo tapabocas para garantizar el cuidado de las miles de personas que acompañan en los trabajos de contención. El sector cultural fue de los primeros en frenar su actividad pero sigue en movimiento y preparándose para los nuevos desafíos que plantea esta crisis.

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6 Prólogo

El futuro inmediato Desde el principio de la cuarentena, vertiginosamente y sin mediar mucho tiempo, diversos pensadores se lanzaron a la carrera de interpretar, organizar y conceptualizar los diferentes problemas directos e indirectos que traería la irrupción del covid-19. “Es un cisne negro”. “No es un cisne negro porque se había alertado de los peligros de un virus así en un mundo hiper conectado”. “Cambia el mundo para siempre”. “No cambia el mundo para nada, pero acelera los procesos que estaban modificando nuestro día a día”. Y así muchas versiones más. Uno de los pensadores que compartió su visión al respecto fue el historiador israelí Yuval Noah Harari que planteaba dos escenarios posibles después de la pandemia. Por un lado, un escenario “distópico”, con un mundo más cerrado, autoritario y conservador, en el que los gobiernos utilizan la tecnología como un instrumento de persecución y vigilancia. Por el otro, uno “utópico”, con un mundo donde la ciencia es más escuchada, tenemos países más cooperativos, colaborativos y con fronteras más abiertas, y la tarea de reconstruir nuestros vínculos la emprendemos desde la solidaridad. Ninguno de los dos escenarios es un destino inexorable. Depende del camino que tomemos. Personalmente, suscribo al segundo escenario y estoy convencido de que la cultura es una herramienta central para avanzar en ese sentido. Para eso tenemos que entender en toda su magnitud cómo esta crisis en particular, distinta a todas las anteriores, afecta al sector cultural en su diversidad. Todavía no está claro cuáles son los desafíos concretos que tendremos que enfrentar pero sí hay ejes y tendencias sobre los que podemos ir reflexionando. El primer eje es el entender a la cultura como una red social. Para construir una sociedad más unida y resistente frente a las amenazas sanitarias y ambientales, las políticas y las producciones culturales tienen un rol central. Contribuyen a liberar nuestra creatividad, nuestra imaginación y nuestra


Enrique Avogadro

capacidad para inventar un futuro distinto. La cultura es mucho más que entretenimiento: la cultura construye ciudadanía. Para eso, es fundamental continuar ampliando el acceso a la cultura. Y eso se traduce en que sigamos avanzando en lograr que más personas puedan elegir entre diversas alternativas culturales públicas de calidad, pero también que haya opciones para todas las edades y trabajemos para garantizar que cada vez más chicos y chicas estén socializados en la cultura. Como un segundo punto está el pasaje de lo masivo a lo sostenible. Lo que estamos viviendo en término sanitarios modifica las características de las demandas culturales. Vamos a convivir con medidas de distanciamiento social que van a afectar a todos los sectores cuyo sostén estructural eran el consumo en vivo y las audiencias masivas. Como lo señalaba Bill Gates, hasta no encontrar una cura permanente al virus y de alcance global, es imposible pensar en espacios con grandes concentraciones de gente como estábamos acostumbrados. Eso va a implicar una adaptación, en la que tenemos el desafío de comenzar a migrar de un consumo masivo hacia uno más sostenible. Por eso, lanzamos líneas de apoyo económico a la cultura independiente para acompañar al sector en esta etapa de tanta incertidumbre. Y en paralelo pusimos en marcha mesas de diálogo con las entidades que representan a las diferentes disciplinas artísticas para pensar en conjunto el futuro de la actividad de mediano plazo en el que probablemente debamos convivir con diferentes medidas de distanciamiento físico. Como un tercer eje están los cambios en los modos de producción y distribución de la cultura. Hoy mismo estamos viendo un uso de los dispositivos diferente al que teníamos antes. En este sentido, desde el Ministerio comenzamos a articular nuestros esfuerzos para que como las personas no podían ir a la cultura, la cultura fuera a ellas. Creamos “BA Cultura en casa”, un espacio digital en el que compartimos obras de teatro, películas, recitales, charlas y talleres de forma gratuita.

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8 Prólogo del autor

De a poco fuimos viendo que alrededor de cada pantalla, de cada persona o familia que accedía a uno de esos contenidos se iba generando una red que nos unía entre nosotros, nos sostenía en estos momentos de preocupación y nos transmitía un poco de esperanza, de compañía y de fuerza. La programación se renueva todos los días y tiene opciones para todas las audiencias, incluyendo una sección especial para los más chicos. La tecnología que nos permitía realizar todo esto ya estaba entre nosotros pero no nos estábamos conectando de esta manera. Como nos pasó con nuestras propias casas, descubriendo nuevos rincones y, sobre todo, profundizando vínculos en el marco de la convivencia, estamos encontrando nuevas funciones para la tecnología y tratando de explotar al máximo lo que nos ofrece. Además, en estas semanas realizamos acuerdos con ciudades como México y Bogotá o países como Italia y Francia para tender puentes de intercambio y compartir lo mejor de nuestra cultura con todo el mundo, buscando también generar nuevas alternativas para los artistas. Por último, está el crecimiento de lo local y la relevancia que va ganando el entramado barrial en las ciudades. La cultura tiene la oportunidad -la responsabilidad- de recrear los vínculos comunitarios hacia dentro de nuestras ciudades. A medida que las restricciones se vayan levantando pero con el distanciamiento físico rigiendo nuestras vidas durante un tiempo, vamos a convivir con muchas ciudades en una. Nuestro radio de acción estará limitado a las cuadras circundantes, a los trayectos posibles de ser realizados a pie o en bicicleta, por lo que se resignificará nuestro vínculo con la cuadra o el barrio, con “nuestra” ciudad. Un dato interesante, en ese sentido, es que en el mundo entero las producciones más elegidas en los distintos dispositivos digitales tienden a ser locales. Esta crisis planetaria nos interpela y nos lleva a querer conectar con lo propio y lo que tiene que ver con nuestra identidad.


Enrique Avogadro

No podemos encontrarnos físicamente pero la cultura es un puente que nos mantiene unidos.

Pensar colectivamente Parte del desafío que nos queda por delante es comenzar a definir cómo vamos a volver. La realidad como la conocíamos cambió y es fundamental pensar colectivamente qué queremos para el día después y qué rol imaginamos para la cultura. Nos parece fundamental abrir espacios de reflexión y debate sobre el porvenir de tal manera de ser protagonistas activos en su construcción. Para eso y con la colaboración de la Fundación Medifé, convocamos a autores locales de distintas disciplinas y edades. Los invitamos a tener un diálogo abierto, en el que nos pudieran compartir qué piensan sobre lo que estamos viviendo, cómo va a ser la sociedad del futuro y qué rol va a tener la cultura en ella. El resultado son estos textos que pueden leer a continuación, cada uno de ellos con su singularidad. Laura Malosetti Costa abre múltiples interrogantes para interpelarnos sobre cómo la pandemia está cambiando el vínculo entre nuestros cuerpos y el arte. Martín Kohan indaga sobre el desconcierto y lo novedoso que resulta para nuestro tiempo el reconocer que estamos frente a algo para lo que aun no tenemos respuestas. Luciana Peker resalta la potencia liberadora que tiene la cultura cuando nos invita a viajar por lugares desconocidos y descubrir nuevos saberes. José Emilio Burucúa construye un universo de imágenes nuevas y clásicas, realistas y maravillosas, que además de proponer una reflexión sensible y cargada de esperanza, nos llama a pensar en la importancia del cuidado del medio ambiente y la naturaleza.

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10 Prólogo

Tomas Borovinsky traza un recorrido filosófico que nos permite ver la influencia de este tipo de experiencias en la configuración de nuevas formas de organización y la necesidad de atender al desafío ambiental en los años por venir. Ángeles Salvador narra con una prosa contundente y única los modos en los que la pandemia modifica los procesos creativos y las historias que pueden nacer a partir de este momento. Maximiliano Fiquepron crea desde una perspectiva histórica claves para reflexionar sobre esta pandemia y nos permite pensar en la cultura como una narración esencial para construir un sentido de comunidad. Paula Hernández introduce los cambios venideros en el modo de hacer y disfrutar del cine, mientras nos invita a pensar en la impresión y el efecto que puede tener una película en nuestra vida. Hernán Vanoli profundiza en los recorridos que han trazado las distintas plataformas digitales a las que nos hemos acostumbrado en esta pandemia y señala la oportunidad que ofrece este tiempo liminal para cambiar de rumbo. Alejandro Tantanian explora la dificultad de pensar en lo que viene con conceptos del pasado para indagar en la posibilidad de construir un futuro con nuevas herramientas y de forma colectiva. La cooperación y la solidaridad son valores que se hicieron más fuertes en este tiempo de pandemia. Quedó claro que nadie se salva solo. Esta publicación, en la que reunimos las voces y las miradas más diversas, desde el Estado y con el apoyo de la sociedad civil, es un testimonio de lo que viene. Como sociedad, necesitamos de una red que nos una, nos contenga y que nos permita expandir nuestra potencialidad colectiva. Sin ninguna duda la cultura tiene un rol central en esa construcción. ◆


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Daniela Gutierrez Gerenta General de la Fundación Medifé

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ienso estas líneas sobre el porvenir en el cruce entre cultura y salud, como lugar que me es familiar, propio. Sin embargo, termino de escribir la palabra “porvenir” e intuyo que ni ella ni yo seremos las mismas para cuando este libro esté circulando. O después, o nunca. Sospecho que cuando todo pase, el antropoceno postpandémico habrá también acuñado su propio repertorio lexical y palabras olvidadas reaparecerán, se inventarán otras y nuevos sentidos vestirán como convenientes sayos a nombres y verbos que solíamos pronunciar hasta ahora. Estoy trabajando en mi casa, no en mi oficina. Soy gerenta de la Fundación de una empresa de salud y este tiempo me interpela de muchas maneras. Decía más arriba cosas sobre la lengua que viene, la nuestra –la propia y la comúnpero todas las demás. Y me aferro a las preguntas porque son caminos que, aunque no sepamos dónde nos llevan, tienen la fuerza de un motor. Martín Kohan dice en su artículo: “no se sabe nada”, y elige decirlo de manera taxativa. Lo celebro porque es valiente y honesto. José Emilio Burucúa acerca a mi oído la humanalidad, y creo que por ahí irá algo del porvenir. Pequeñas miguitas de pan en el sendero de la lectura. Mi trabajo en los últimos años ha sido pensar desde mi responsabilidad en la organización que gerencio, la mejor articulación posible y deseable entre salud y cultura: ningún blablablá, sino acciones. Una tangencia visible que busca expandir el concepto “salud” más allá del mero cuerpo, su vida biológica y sanitaria; dilatar su sentido hacia otros modos de estar en el mundo, hacia múltiples experiencias de ideas y belleza que lo liberen de su destino de herramienta y de máquina.


Daniela Gutierrez Atuor 13

Este libro es una producción polifónica, de voces, sus registros y escrituras. Hay también imágenes para pensar, y autores citados en casi todos los trabajos. Que hayamos podido reunir estos textos en estos días reafirma para mí una idea obvia y vieja pero que hoy se me antoja potente: la cultura lo ha hecho desde siempre; profetiza lo que ya ocurrió. En La guerra de los mundos un ejército de conquista, artefacto destructivo global, muere sencilla y silenciosamente porque no tiene sistema inmunológico para vivir en la tierra. En la atroz película de Emmerich El día de la Independencia el asunto es similar. Una oscura y gigantesca máquina de guerra alienígena invade la tierra. Enormes y silenciosas naves ingrávidas cubren ciudades enteras, con armas de destrucción masiva, campos de fuerza inexpugnables y navecitas de caza que salen de la matriz y logran velocidades hipersónicas y escupen sus rayos letales. Y así podría seguir con tantísimos ejemplos: lo hemos visto todo. Regreso al punto en que esa idea de cultura se pueda encontrar con la idea más abarcadora y rica de “salud”; pasará la Pandemia como ya otras tantas veces. Dejará un mundo que “no sé”, pero pienso y deseo y trabajo para que el porvenir sea narrar lo que fue, descubrir lo que ya no tiene que ser y abrir preguntas y recorridos hacia un mundo más humanalizado, más justo, más reparador. Para Fundación Medifé ese es un proyecto. Por último, celebro que todos los autores convocados hayan aceptado participar en este libro digital, cada uno de ellos enriquece la producción colectiva. Asimismo, Fundación Medifé agradece a todo el equipo del Ministerio de Cultura de la Ciudad Autónoma de Buenos Aires por la invitación a trabajar juntos y a Enrique Avogadro por liderar la iniciativa. ◆


14 Título del autor

Laura Malosetti Costa

Nació en Montevideo, Uruguay. Doctora en Historia del Arte por la Universidad de Buenos Aires, es Académica de Número de la Academia Nacional de Bellas Artes de la Argentina, Investigadora Principal del Consejo Nacional de Investigación Científica y Tecnológica – Decana del Instituto de Artes Mauricio Kagel y del Instituto de Investigaciones sobre el Patrimonio Cultural (IIPC-TAREA) de la Universidad Nacional de San Martín. Es autora de varios libros y numerosos artículos sobre arte argentino y latinoamericano y curadora de exposiciones en Museos nacionales e internacionales. Entre ellas: Primeros modernos en Buenos Aires (MNBA, Buenos Aires 2007), Pampa, ciudad y suburbio (Fundación OSDE Buenos Aires 2007), Entresiglos. El impulso cosmopolita en Rosario (Museo Castagnino Rosario 2012) Collivadino. Buenos Aires en construcción (MNBA Buenos Aires 2013), La seducción fatal. Imaginarios eróticos del siglo XIX (MNBA, Buenos Aires 2014), La Protesta (Hospicio Cabañas, Guadalajara, México 2015), Ernesto de la Cárcova (MNBA Buenos Aires 2017), Tabaré Cosmopolita (Museo Zorrilla, Montevideo Uruguay, 2018) y Pintores en tiempos de la Independencia (Museo Nacional de Colombia 2019).


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título El desorden de los sentidos

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e cuesta mucho escribir en estos días de vértigo, asombro e incertidumbre.

En primer lugar porque estoy leyendo mucho en un panorama que cambia día a día y lo que creí muy acertado un día pierde significación al día siguiente. Todo el mundo se ha puesto a pensar desde diferentes perspectivas y me he cansado de leer predicciones, consejos, reflexiones de grandes pensadores que se apuran a hacer oír su voz autorizada y no alcanzo a percibir si tienen sentido al día siguiente. En segundo lugar, porque siempre procuré evitar la autorreferencialidad en las cosas que escribo (por pudor o por rigor académico) y en estos días no encuentro otro lugar desde donde escribir algo. Sin duda esto es consecuencia del encierro… De modo que este texto tiene un carácter autorreferencial (y tal vez muy poco útil): compartir algunas reflexiones sobre lo que percibo como un gran desorden. Me parece que estos tiempos de confinamiento y desconcierto están alterando el orden de los sentidos.

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16 El desorden de los sentidos

El sentido de la vista Como historiadora del arte me he dedicado siempre a interpretar aquello que nos dice el sentido de la vista y a reflexionar sobre imágenes en unos tiempos que han sido caracterizados muchas veces como “la era de la imagen”: el avance inexorable de las imágenes en la cultura, el deseo de imágenes más y más veloces, verosímiles, ilusiones cautivantes y síntesis de pensamientos complejos. La historia del arte saltó fuera de sus límites tradicionales y empezamos a pensar en los poderes de las imágenes, su persistencia en la memoria, su vida más allá del mundo del arte.

El encierro ha obligado al rey de los sentidos, el de la vista, a quedar atrapado en el brillo de las pantallas. No se puede mirar lejos, no percibimos las texturas ni la atmósfera desdibujando la nitidez de los contornos. No vemos los colores ni los volúmenes sino su transposición plana en dispositivos de formatos arbitrarios. No se puede visitar museos ni parques ni teatros, no se puede ver a los seres queridos más que a través de pixeles que se desdibujan y dependen de las conexiones electrónicas. Las relaciones entre palabras e imágenes también se transforman de un modo tan vertiginoso que revelan la arbitrariedad de los sentidos que les solíamos atribuir: circulan en la web las mismas imágenes con tantas asociaciones, atribuciones y significados diferentes que su polisemia ha pasado a primer plano, sus innumerables sentidos posibles. Un autorretrato de Juan Travnik, que formó parte de la serie “Cuarentratos” –la exposición virtual que organizó la AMIA a comienzos de abril de 2020 con obras de conocidos


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fotógrafos–, me capturó y quedó viva en mi memoria, en estos tiempos de tanto estímulo visual. Es un plano muy cercano. Un paño negro que llega a confundirse con el fondo, como un barbijo fúnebre tapa la boca, la nariz y deja en sombras un ojo. Solo un ojo de Juan interpela al espectador sin mirarlo, y tal vez su mayor atractivo es su expresión indescifrable. Algo de tristeza, de miedo, de introspección veo en esa mirada. Pero me parece más significativa aún la ausencia del otro ojo de Juan: la mirada binocular nos permite percibir las distancias, la profundidad, el volumen y las proporciones relativas. Ese ojo solitario me parece una metáfora de todas esas cosas que la vista hoy no puede advertir, sumida en la luz plana y fría de las pantallas.

El oído Se agudiza el sentido del oído en el silencio de la ciudad desierta. Está alerta. Se ha vuelto, el oído, el sentido de la pertenencia a una comunidad cuando se escuchan a lo lejos aplausos, o cantos, o protestas. También se ha vuelto el sentido espía, está atento a los movimientos de los vecinos, controla lo que ocurre alrededor, donde la vista no alcanza: si ellos pelean, se aman o se maltratan, si salieron o recibieron visitas. Percibe el silencio de la ciudad, el canto de pájaros desconocidos, el vuelo de los helicópteros y el aullido de las sirenas. En ese silencio sobrecogedor de la ciudad inmóvil el oído percibe más detalles, se afina.

El olfato y el gusto Leí hace poco un artículo de Ana Longoni en la revista Anfibia sobre su propia experiencia con el virus, que me produjo un profundo impacto. No solo por mi cercanía y afecto con Ana, sino por su peculiar y sensible manera de reflexionar sobre la pérdida del sentido del olfato y del gusto, una de las manifestaciones de la pandemia. Ana narra una experiencia aterradora: el olfato y el gusto ausentes no solo se vuelven indicios de la presencia de un


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enemigo invisible en el propio cuerpo sino que genera un vértigo sensorial indescriptible. He pasado días tratando de imaginarlo, atenta a esos sentidos sobre los que, confieso, no había reflexionado nunca. En ese contexto vi la película coreana Parasite, en la que el sentido del olfato tiene un rol central, acerca del cual nunca me había detenido a pensar tampoco: es la percepción del olor de los otros un instrumento terrible de discriminación social, étnica, de distinción de clases y culturas. Disparador de fobias, odios y violencia. El olfato también se ha vuelto instrumento de control: el olor de los cadáveres encerrados en las casas, en camiones y contenedores, en bolsas abandonadas en las esquinas alerta a los vecinos y denuncia la incompetencia y el descuido de algunos gobiernos respecto del cuidado de la salud de sus gobernados y la falta de respeto por los muertos que ese descuido ha hecho proliferar.

El tacto No es tiempo de tocarse: ni de abrazar, ni de besar, ni de dar las manos. No tocar a otros ni las superficies que otros hayan tocado es la más importante de las medidas de supervivencia que señalan los virólogos el mundo. Tal vez esto perdure mucho tiempo y es algo más entre todo lo que me hace sufrir. Hace unos días mi amiga y colega Marta Penhos publicó un breve texto en su cuenta de Facebook que me resultó una síntesis extraordinaria del sentido que tal vez sea el más afectado por el aislamiento que nos toca vivir en estos días. “No me toques” (Noli me tangere) es el motivo iconográfico evocado por esta historiadora del arte para ayudarse y ayudarnos a pensar las implicancias del tacto entre los seres humanos. Desde la sensualidad y el erotismo hasta “el ansia de abrazar, de buscar contención y consuelo en el calor del otrx”, comparando diferentes versiones de distintos artistas y épocas de un asunto bíblico trascendente, Marta evoca el regreso del mundo de los muertos, el impulso de tocar guiado por la devoción, el amor o la incredulidad.


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El sentido del tiempo y el espacio Esta es tal vez la parte más autorreferencial de estas reflexiones. El tiempo pasa de un modo extraño en estos días, semanas, meses de confinamiento. Se ha dicho innumerables veces: los días unos iguales a otros, la dificultad para organizarse y para dormir, la sensación de encierro y las estrategias para sobrellevarlo procurando recuperar y abrir horizontes humanos merced a las conexiones digitales. Ni un día pasa sin que desde nuestro patio de Almagro piense en mi privilegio. Muchos millones de personas viven hacinadas en espacios pequeños, insalubres, oscuros y sin conexiones digitales. Y eso también es una de las cosas que me hacen sufrir más. Pero además, el sentido del tiempo me parece alterado de otros modos. La sobrecogedora presencia cotidiana de la muerte invita a la memoria y al balance. El tiempo transcurre sin las urgencias de la vida cotidiana en las calles y aun quienes hacemos trabajo a distancia encontramos muchas horas en las que ponemos una fila de cosas “pendientes” para atender, terminar, ordenar. Y sobreviene la sensación desalentadora de que el tiempo se escurre entre las manos sin lograr ninguno de los objetivos que nos hemos propuesto, ni el más grande ni el más pequeño. Y a la sensación de frustración propongo contraponer una idea: el tiempo de la introspección no es tiempo perdido. Es tiempo ganado para hacernos un poco más lentos, un poco menos eficientes y más reflexivos. El sentido del tiempo se ha alterado: tal vez sea el tiempo de recuperar algo de lo humano que se nos había perdido. ◆


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Martín Kohan

Martín Kohan nació en Buenos Aires en enero de 1967. Enseña teoría literaria en la Universidad de Buenos Aires. Publicó siete libros de ensayo: Imágenes de vida, relatos de muerte. Eva Perón, cuerpo y política, Zona urbana. Ensayo de lectura sobre Walter Benjamin (2004), Narrar a San Martín (2005), Fuga de materiales (2013), El país de la guerra (2014), Ojos brujos (2015) y 1917 (2017). Tres libros de cuentos: Muero contento (1994), Una pena extraordinaria (1998) y Cuerpo a tierra (2015. También es autor de las siguientes novelas: La pérdida de Laura (1993), El informe (1997), Los cautivos (2000), Dos veces junio (2002), Segundos afuera (2005), Museo de la Revolución (2006), Ciencias morales (2007), Cuentas pendientes (2010), Bahía Blanca (2012), Fuera de lugar (2016) y Confesión (2020); y una versión de Me acuerdo (2020).


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¿Qué va a pasar?

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e pregunto si será la angustia lo que dispone tan fuertemente a la asertividad. La angustia o la arrogancia, que es a veces su complemento. La urgencia por saber y la pretensión de ya saber (urgencia de saber al menos algo, pretensión de ya saberlo todo) puede que se toquen en algún punto. O puede que se estimulen en un juego de mutua reproducción. En definitiva, por lo uno o por lo otro, y de una manera por demás notoria, los tonos rotundos de la asertividad imperan. Todo tiende a enunciarse en el registro firme de la aserción: los plazos, los pronósticos, los conteos, los datos, los métodos preventivos, los métodos evaluativos, los diagnósticos, lo que pasó (y sus motivos) o lo que pasará (y sus consecuencias), lo que hay que hacer (lavarse las manos) y lo que no hay que hacer (estornudar escupiendo). Algunos sacan a relucir al científico que quisieron ser o creen que son, otros sacan a relucir al policía que sin dudas llevaban dentro, otros se entregan fervorosos a la pasión de los sermones; y entre todos, en los medios o fuera de ellos, van componiendo, como efecto de conjunto, un coro de aserción generalizada: palabras categóricas, taxativas, imperiosas, concluyentes, palabras de alta resolución, palabras de alta definición.

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Títulova delaautor 22 ¿Qué pasar?

Cosa extraña porque, si algo define el estado de situación en el que nos encontramos, es que, como nunca y más que nunca, no se sabe. Lo cual no sería algo inédito de por sí, porque desde Sócrates en adelante, y pasando sin ir más lejos por Descartes, asumir lo que no se sabe es el punto de partida (y más que eso, la condición de posibilidad) para alcanzar algún saber. Es lo primero que hay que saber: que no sabemos. Y así la duda pasa a ser lo único con lo que en principio contamos, tanto como para dotarla del carácter sostenido de un método. Pero en esas formas de dar lugar a lo que no se sabe, no deja de primar la firmeza de un saber: en definitiva hay un saber que funciona como anfitrión, de ahí que se pueda ser completamente hospitalario al alojar lo que no se sabe. Si sabemos lo que no sabemos (en qué consiste, qué alcances tiene), no hay motivos de inquietud. Saber lo que no se sabe, o no saber para poder así saber, son variantes que en verdad nos confirman. Pero ahora, con la pandemia, nos sucede algo distinto: no sabemos ni lo que no se sabe. Ni de esto estamos pudiendo, hoy por hoy, sentirnos seguros; lo que sabemos y lo que no sabemos no guardan una relación estable, y no son pocas las cosas que creíamos que se sabían y que luego resultó que no: que los niños no se contagian, que el virus muere a 27°C, que los barbijos no sirven, que las bebidas calientes son un antídoto recomendable, que los animales tampoco se contagian, que el virus hasta acá no llega, etc., etc., etc. No es preciso sucumbir al oscurantismo irracional de los que reniegan de la ciencia; solo que la ciencia, en el exceso enceguecedor de un iluminismo a ultranza, produjo con el positivismo del XIX su propia oscuridad, su propio encandilamiento. De hecho, y no por nada, suele ser en los discursos de los científicos donde tienden a alojarse actualmente la vacilación, la incertidumbre, la zozobra, la posibilidad de la duda. Las certezas sólidamente establecidas provienen, no del apresuramiento asertivo, sino del permitirse dudar. Podría decirse que es por su propia vocación de saberes duros que ahora pueden permitirse, aunque no sin inquietud, esa precariedad conjetural que en otros casos no se soporta.


Martín Kohan Atuor 23

Porque en otros casos, visiblemente, no se soporta. Y se impone en consecuencia el impulso desesperado de fabricar certezas a cualquier costo, no importa qué tan volátiles puedan resultar esas certezas en realidad. No importa que caigan, a fuerza de inconsistencia, pues apenas caen se las reemplaza inmediatamente con otras certezas no menos enfáticas. Su contenido no es lo decisivo, y de hecho se las puede suplir sin mayor problema con alguna certeza de contenido inverso. Lo decisivo es el tono, lo decisivo es la forma; por eso lo asertivo se practica con tanta vehemencia. La afirmación tajante alivia, así diga que a un metro de distancia no hay contagio o así diga que el virus se pega a la ropa y puede entrar hasta por los ojos; así diga que el pico de muertes se alcanzará a mediados de mayo o así diga que la cuarentena es una maquinación de control gubernamental. Si lo asertivo consuela, es porque no hay evidencia mayor que la del estado general de incertidumbre. No sabemos. Como nunca, más que nunca: no sabemos. La Asociación del Fútbol Argentino anuncia reprogramaciones de ascensos y descensos y clasificaciones a las copas, para dar la impresión (y para hacerse la ilusión) de que se sabe. Pero la verdad es que no se sabe. La Universidad de Buenos Aires anuncia una modalidad de cursada semipresencial, con reinicio de clases en las aulas a partir del 1° de junio, para dar la impresión (y para hacerse la ilusión) de que se sabe. Pero la verdad es que no se sabe (elijo la AFA y elijo la UBA porque son las instituciones que mayor incidencia tienen en mi vida personal cotidiana). Unos cuantos pensadores de los más relevantes, a varios de los cuales ya leíamos y a algunos de los cuales incluso admiramos, echan mano con presteza (¿qué clase de presteza? Diría que la del reflejo defensivo) a sus categorías previamente patentadas, esas con las que venían pensando; recurren a lo ya pensado, es decir a lo que ya sabían, para dar la impresión (y para hacerse la ilusión) de que se sabe. Pero la verdad es que no se sabe. ¿Cómo imaginar, entonces, ya que se trataría por ende de especular y de suponer, porque se trataría, en fin, de imaginar, el mundo que vendrá después de la pandemia? Las señales que hoy existen (se imagina necesariamente a


Títulova delaautor 24 ¿Qué pasar?

partir de lo que se percibe; lo inexistente, a partir de lo que existe) habilitan las ilusiones no menos que los pesimismos, los sueños de un mundo mejor no menos que las pesadillas de algún apocalipsis. La situación singular que vivimos, la de estar “separados pero juntos”, promueve tanto la idea del fortalecimiento de ciertos lazos comunitarios de solidaridad, como la idea opuesta, la de su desintegración (la fórmula así se invertiría: “juntos pero separados”). Juntos estamos, en tanto que el poder unificador de la pandemia nos vincula de hecho, y nadie en ninguna parte del mundo está hoy por hoy fuera del asunto. Pero estamos a la vez muy separados, recluidos cada cual en su casa, metido cada uno en su adentro, desligados hasta de los afectos más próximos y de los compañeros de rutina más habituales. Lo mismo que nos conecta, que es el riesgo de contagio, es lo que a la vez nos distancia: a metro y medio uno de otro, sin tocarse ni arrimarse. Por eso es dable imaginar, para el después de la pandemia, tanto un mundo más cordial, más generoso, más de tener en cuenta a los otros, como un mundo de carácter opuesto, un mundo de malestar y recelos mutuos, un mundo de control y vigilancia generalizada, un mundo en el que los demás serán sentidos como una amenaza. Y es que esos rasgos en disyuntiva se advierten incluso hoy, durando todavía la pandemia. Hay discursos orientados al cuidado de los otros y a las prácticas de la solidaridad social; y hay discursos que, en su reivindicación del arrebato de salir como sea, disfrazan de liberalismo lo que no es sino el gusto individualista de cagarse en los demás (ahí donde salir, así sin más, porque se sienten ganas, implica no solamente el riesgo eventual de contagiarse, sino además el riesgo, bastante más problemático por cierto, de ser portador asintomático y contagiar eventualmente a otros). Esos dos imaginarios de futuro, por ende, tienen su sustento en el presente; se puede imaginar, desde lo actual, un mundo de generosidad o un mundo de egoísmos, un mundo como el de los enfermeros o un mundo como el de la señora que aprovechó que los demás no podían salir y se fue al parque a tomar su solcito, a ejercer esa “libertad” tan suya, que solo la privación de la de los otros hacía posible. La falacia de una libertad


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que “empieza” donde termina la de los demás, y solo porque la de los demás está en suspenso: un gesto más despótico que libertario. Lo que es yo, no imagino nada. Me he propuesto dejar de hacerlo, y no es que no me cueste un esfuerzo. No imagino lo que vendrá después, he preferido abstenerme. Decidí mantenerme así, en este estado de incertidumbre; decidí no salir de la incógnita, como quien no sale de su casa, ni siquiera para suponer, para fantasear, para hipotetizar. Me incliné por esto otro: situarme en mi no saber y habitarlo por completo. Porque presiento que la imaginación actuaría para mí como un placebo. Y encuentro más interesante extremar esta experiencia, la de no saber, hasta un punto radical, tanto como me sea posible. ¿Cómo será el mundo después de la pandemia? Lo ignoro, no tengo idea. Me concentro en eso mismo, en cómo es esto de no saber. Porque pocas veces, o acaso nunca, tuvimos del no-saber una vivencia tan acabada. Pienso cosas, claro que pienso. Pero no son exactamente ejercicios imaginarios de lo que puede llegar a pasar en el porvenir, sino expectativas (o más aún, exigencias) de carácter político formuladas desde la situación actual. Entiendo que esta pandemia acarreó circunstancias nuevas, incluso inéditas, realmente sin parangón. Pero advierto que también potenció calamidades que existían previamente, que las agravó pero por eso mismo las expuso con más evidencia. Sabíamos que el mero maquillamiento de las villas miseria, tan superficial como cambiarles el nombre por “barrio”, no alteraba en lo sustancial las condiciones de hacinamiento y precariedad sanitaria. El virus prosperó con más daño en esos “barrios” porque son, siguen siendo, villas miseria. Las cárceles sirven para la venganza, más que para la reclusión o la rehabilitación; y de hecho hay incluso dirigentes y comunicadores que hablan de “pudrirse en la cárcel”, como si no fuera una aberración jurídica eso que con tanto desparpajo pronuncian. El virus se filtró en las celdas para exponerlas como lo que son: verdaderos pudrideros humanos y no sitios de privación de la libertad por medio de la justicia. En cuanto al ámbito de la cultura, bien sabemos del des-


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trato que ha estado padeciendo; desde el desaliento riguroso de los planes de lectura y las bibliotecas populares, aplicado por años, hasta el asfixiamiento impiadoso de la industria editorial, pasando por la discontinuación o la efectivización errática de los premios nacionales o municipales o los subsidios para el cine y otras artes. No por nada un ministerio se contrajo a secretaría. Con la pandemia, por supuesto, el panorama empeoró. Daños agregados y daños agravados presumo que requerirán una misma disposición a ampliar y fortalecer, en vez de reducir y desalentar. La altísima contagiosidad del coronavirus puso en riesgo de colapso los sistemas de salud en todas partes, porque el ritmo de su escalada es desbordante. Pero al hacerlo, dejó de manifiesto hasta qué punto en muchísimos países se viene largamente debilitando, perforando o directamente vaciando las políticas de salud pública (en muchísimos países, y en el nuestro también, con otro rebajamiento alarmante de ministerio a secretaría). ¿Aplaudir cada noche, antes de empezar la cena, a los médicos y a los enfermeros que trabajan en condiciones tan precarias, en lugar de preguntarse en concreto el porqué de esas condiciones tan precarias? ¿Aplaudir su sacerdocio, en lugar de preguntarse en concreto qué abandono de la salud por parte de las políticas públicas los condenó al sacerdocio? Me pregunto, porque no sé, si algo de todo esto podrá cambiar en el después de la pandemia. He leídos algunos enfoques que de hecho van en sentido contrario, posturas que desestiman la importancia de las políticas públicas y dirigen en cambio sus esperanzas hacia la filantropía de los ricos, con la idea de que ellos, porque son buenos, nos salvarán. Yo no tengo tan buena opinión de los ricos. Y no lo digo por Bill Gates, que también me resulta macanudo. Yo voy más en la línea de Evita: los ricos no ayudan motu proprio, no les surge, no les nace, antes se fijan si hay conveniencia, son renuentes si no la hay. Por lo pronto, mientras tales gentilezas se encomendaban a los millonarios bienhechores, aquí mismo los partidos conservadores, guardianes por convicción de los intereses de los verdugos, cerraban filas compactamente para velar por el bolsillo inclaudicable de los magnates: de ahí no caería un centavo, ni a


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manera de excepción (¿excepción? ¡No se admite ninguna excepción! Tan solo los impuestos de siempre, de los que son, por otra parte, expertos consumados para evadir). Por eso, de todo lo que se ha dicho y se dice, de tanto que se ha dicho y se dice, habría quizá que detenerse en las declaraciones formuladas a fines de abril por la buena de Carolyn Goodman, la alcaldesa de Las Vegas. Con fondo de miles de muertos y enterradores trabajando a destajo, Carolyn Goodman declaró: “Abramos los casinos y dejemos que el libre mercado decida quién vive o muere” (Clarín, viernes 24 de abril, página 19, sección “Temas del día”). Conocemos, por extendido, este recurso a la personificación del mercado; que no tarda en derivar, potenciado, en un endiosamiento. Lo interesante en este caso es la superposición expresa de libre mercado y casinos, ¿o acaso no se habla de la “timba financiera”? “La libre competencia”, especificó Goodman, “va a destruir el comercio en donde se haga evidente que circula el virus. Es así de simple”. El virus corre entonces por la sociedad así como corre la bola en la ruleta. Donde caiga, cuando caiga, habrá vida o habrá muerte. “Así de simple” (las burlas cada vez más frecuentes a la expresión “es más complejo” indican la tendencia a suponer que en efecto las cosas son siempre simples, es decir, elementales, y que la complejidad es una trampa de quien la invoca). Que abran los casinos, que corran el dinero y el virus, que reinen el azar y el mercado, y los que mueran, que se mueran. La alcaldesa es de Las Vegas, y responde a Donald Trump. La ruleta que propone, sin embargo, es claramente una ruleta rusa. ◆


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Luciana Peker

Periodista especializada en género. Desde hace 20 años escribe en el suplemento Las 12, de Página 12. También es columnista en The New York Times, El País, La Marea, Yo Donna y Anfibia, entre otros medios. Da talleres de narración de género en distintas universidades, diarios y sindicatos de todo el país. En radio es columnista en Radio Nacional y FM Rock Nacional. Es autora de los libros Putita Golosa, por un feminsmo del goce; La revolución de las mujeres no era solo una píldora”y Mujeres ferroviarias, experiencias de vida sobre rieles. Escribió en las revistas y diarios Luna, Para Ti, Veintitrés y Crítica. Recibió el premio “La mujer destacada de la década”, por el Instituto Federal de Políticas Públicas, el Premio Lola Mora a la trayectoria de la Dirección de la Mujer de la Ciudad de Buenos Aires, el Premio de Prensa Escrita “Por la vida de las mujeres, ni una muerte más”, entregado por ISIS Internacional y auspiciado por UNIFEM. En el ámbito internacional obtuvo la beca “Jóvenes periodistas latinoamericanos”, otorgada por Alemania y dirigida por el Instituto Goethe.


Atuor

Remar en dulce de leche para salir del naufragio

L

e mando una caja de cuadraditos de chocolate, dulce de leche y copitos de merengue –que la pastelería bautizó con el nombre de una marca de alfajores– a mi hermana. Antes, los alfajores se comían en la costa y la frase “traé alfajores” para el o la viajante era una forma de pedido para que el placer se socializara con la familia y los compañeros de oficina. La globalización también es federal (la identidad regional se evapora, aunque la comida sigue siendo una de las principales razones para que con el viaje estallen los sentidos) y el placer multiplicado le quita placer a la posibilidad de ir a la costa y comer solo lo que existe en un único lugar. Ahora (casi) todo es conseguible en todos lados. Y, por eso mismo, casi todo pierde valor. No solo de mercado. Estas son épocas de crisis para ver qué es lo que vale mientras solo gana el botón de las series que se pueden ver en pantuflas y amenizar la sobremesa que se extiende de la cama al sillón como el lugar en donde la cultura no está para ponernos de pie sino para anestesiar el tiempo en soledad. La forma en la que se exhibe cultura no es ajena al efecto de la cultura.

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30 Título Remardel enautor dulce de leche para salir del naufragio

Hace 18 años tuve a mi primer hijo. Pedí un vaso de agua en un videoclub antes de llegar al parto. ¿Cómo le explico a él mientras miramos qué serie mirar juntos de qué se trataban esos lugares en donde una siempre quería sacar películas y siempre estaba en deuda porque tardaba en devolverlas? La cultura consumida en casa y no en la calle –como forma de encerrar el efecto de lo que se ve, más que el producto de lo que se muestra– empezó de a poco y ahora totalizó la posibilidad de entretener. Los aislamientos obligatorios (que no parecen, ni siquiera, finalizar en la cuarentena sino extenderse con la virulencia del covid-19) generan un distanciamiento social que se traduce en distanciamiento cultural. La cultura es más accesible que nunca. Pero los discos son vintage y los CD un elemento ridículo, si no hay compacteras en las casas. Marie Kondo nos recomendaría tirar a la intemperie la música con la que bailamos en el secundario, nos enseñó nuestro padre o trajimos de un viaje a Brasil o Nueva Orleans. Tal vez no soportamos esa idea del orden y bajamos los CD a la baulera. Pero se trata solo de esconder donde no la vemos una desaparición preexistente, pero latente: cuanto menos compramos la música de los artistas, los libros de las escritoras, pagamos una entrada de cine y vamos a ver teatro (porque las redes reemplazan la cultura que queda apenas como un recuerdo o una limosna para funcionar a cuentagotas), las grandes empresas tecnológicas (HBO, Amazon, Netflix, Facebook, Instagram) son las únicas ganadoras. El monopolio de la información hace que nos enteremos de qué se habla en Twitter, debatamos las notas de los diarios en Facebook con nuestros compañeros de la primaria o los primos de los primos que debaten nuestras ideas políticas, nos encontremos adivinando noticias por storys de influencers en Instagram y nos lleguen listas de temas que después olvidamos en Spotify o busquemos recetas en Youtube cuando, simplemente, queremos cocinar y recordar qué escuchábamos cuando todavía no éramos tan predecibles como influenciables.


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Nuestras ideas políticas, sociales y culturales son tan adivinables como la inteligencia artificial que anticipa qué queremos decir antes que lo digamos. No es inteligencia, es usar el periodismo, la literatura, la moda, la fotografía, la pintura, el cine y la música como forma de reconfirmar nuestras ideas y nuestros gustos. Es volvernos más artificiales y menos inteligentes. La cultura no es un vacío que se llena con la que ya sabíamos, sino un lugar que se abre azarosamente sobre lo que no sabemos o lo que no nos imaginamos que podíamos saber, saborear, vestir, pensar, imaginar, escuchar, mirar, gozar y sufrir. ¿Qué es el viaje como forma de deseo sublime? Probar otros sabores, escuchar otras lenguas, perdernos en otras calles, mirar otras vidrieras, caminar otros empedrados, sentirnos diferentes porque el escenario nos permite dejar de ser quienes sabemos. Aunque sea una ficción momentánea. Estamos viviendo lo que solo en la ficción podía suceder: un mundo de fronteras cerradas, de ciudades cerradas, de cuerpos cerrados; un mundo que se acaba en la piel y donde los otros cuerpos, los otros mundos, las otras provincias, los otros barrios y los otros países, no solo quedan lejos, quedan en un mundo donde el riesgo se volvió la más infranqueable de las fronteras. La cultura tiene la potencia de abrir puertas, mentes, cuerpos y caminos ahora que todo se cierra. Y el ahora no es solo según las medidas que se adopten en cada lugar frente a una enfermedad, sino una pandemia que llegó para cambiar el mundo. El desafío es que el cambio no sea encerrar también la cultura en la puerta de las casas. El trabajo no puede ser gratis como forma de precarización, sino, en todo caso, como respaldo público a la distribución (pero no a la producción) cultural. El acceso gratuito es un valor cultural de la democracia como puente para llegar a los sectores populares –en donde se necesita la intervención del Estado como democratizador de acceso a los saberes– pero también a la garantía de pan y techo para los/las trabajadores/as de la cultura.


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Tal vez lo peor de los viajes sea tenerlos planeados en un Excel y saber antes de volver a dónde ir y no perderse de nada. Todavía no sabemos cómo volver a viajar. ¿Podemos perdernos entonces en el mapa global y pensar esta crisis como una oportunidad que no cuente el cuento de hadas del capitalismo que chasquea los dedos y se reconstruye sin llagas más que las de su propio heroísmo? Los talleres virtuales y las entrevistas en redes sociales son apenas la fantasía de que seguimos vivos. La cultura necesita pensarse fuera del monopolio de la tecnología (pero no aislada de la conexión virtual); no puede poner en peligro, pero no puede peligrar y para eso requiere de apoyo público, privado, comunitario y ciudadano. Y debe tener perspectiva de género, racial, latinoamericana, federal, etaria, popular, de clase. Si solo lo que conviene sucede, la cultura que sale a flote es la que manejan menos y en la que llegan los sobrevivientes de un exterminio cultural. La cultura a la que interpela el Coronavirus no es la de quedarnos en casa para no mirar, no interactuar, demandar gracias como si se contrataran payasos para un cumpleaños sin nada a cambio. No se puede creer que el virus no plantea desigualdades, sino que exacerba las desigualdades existentes. Por eso, el peligro global requiere de unidad y tramas sociales y diferenciar las necesidades para proteger a quienes son más vulnerables. Si la cultura tuvo a los varones como protagonistas de premios, novelas, editoriales ensayos, talleres, cursos, historietas, museos, manuales, festivales musicales, no es porque eran los únicos, sino porque irrumpían como protagonistas mientras en el camino se quedaban las mujeres a las que usaban de inspiradoras o dejaban en la cocina de la creación sin poder aspirar a la fiesta del reconocimiento o a la fábrica de la producción.


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El efecto del coronavirus no puede hacer retroceder las voces que, con tanto esfuerzo, sacrificio y discriminaciones múltiples, hemos construido las mujeres y las disidencias sexuales. Ahora somos leídas, escuchadas, cantadas, vistas y nombradas. No es al virus al que le tenemos miedo, sino al pasado como forma de autoritarismo desvestido de libertad pero nombrado libre como forma monopólica de manejar un mundo en donde ya no somos musas, sino actoras globales, solidarias, colectivas y rebeldes; de un mundo en donde no queremos ni un dueño –pero tampoco una dueña– sino el reparto de la creación y el gusto de reconocernos en una cultura que estaba sumergida, justamente, en el sometimiento doméstico. Salimos hace poco –en perspectiva histórica– y no queremos que volver a escribir entre la lavandina que echamos hasta en las llaves y la satinización de las verduras; mientras retorcemos el trapo del piso, quitamos el moho del baño y nos levantamos y acostamos entre la comida y los trapos nos guarden en un closet que ya no tenía llave ni para las mujeres, ni para la población LGTTB. Volvimos al cuarto propio recargadas de trabajo, interrumpidas en la inspiración por la urgencia de la ayuda en las tareas escolares y la olla de la supervivencia que hay que resolver. No podemos decir que no volvemos al armario de donde sacamos la ropa que lavamos mientras escribimos y guardamos mientras cantamos. Volvimos porque el cuidado nos pidió que el hogar fuera un refugio. Pero cuidar no puede volver a ser una actividad subestimada. Y cuidar tiene que rimar con una cultura cuidada para que las mujeres, trans, queer, no binaries, pobres, originarias, villeras, afro, jóvenes y más –siempre más– podamos seguir viajando, contando, viviendo sin mendigar y sin dejar de hacer algo más que revolver la olla para encontrar el fondo en donde vivir.


Título del 34 Remar enautor dulce de leche para salir del naufragio

El monopolio de las ganancias no es una novedad, pero en la crisis del siglo XXI, cuando el confinamiento se volvió una forma de vivir, tenemos que desacostumbrarnos a la normalidad para pensar no en volver a la normalidad sino en cómo adaptarnos a una excepción necesaria. Ahora no existen los videoclubes, los cines están cerrados y la emoción de presentar libros entre lágrimas, preguntas y abrazos los cerraron de lo mejor de las fiestas federales. Hay algo que no es nuevo, pero que los libros feministas de la Argentina del siglo XXI rearmaron de una manera maravillosa: los libros se volvieron pancartas en las calles y conversación multiplicada. Se venden menos pero llegan más. Y ese valor de hilvanación multiplicada en cada lugar del país y de América Latina no se puede perder, se debe multiplicar, sin negar el retroceso, sin dejar de pensar en el impulso hacia adelante. La lectura viva, alzada, de pie, de hacer que lo mejor no sea lo que está contado sino lo que te cuentan mientras contas algo que siempre se queda chico mientras la voz se multiplica en los libros que, es cierto, están en crisis como en Mamushkas que pasan de ser crisis chicas a crecer en tamaño, pero que también han encontrado en los mensajes de Instagram y en las charlas federales en todo el país una forma nueva de encuadernarse sin ser anilladas. Hoy trabajo mientras mis hijos hacen sus clases por zoom e irrumpen para preguntar por química e historia, freno para aderezar la ensalada y parpadeo con cada parpadear de mi hija a la que siento tan cerca como si estuviéramos en el mismo recreo o en el mismo examen. La cuarentena parece excepcional pero se parece tanto al puerperio. Y justamente a la singularidad de cómo lo viven las madres: nunca igual. Hace muy poco que el puerperio empezó a ser contado en libros, películas e historias como nunca antes en donde todo desvelo maternal –que no sea el deber


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ser como imposición social– era negado. Nosotras escribimos para contar una historia que nos silenciaba. Podemos volver a cuidar, a guardarnos, a desvelarnos de noche. Pero no a callarnos. Las noches de aislamiento social, pero también de aislamiento cultural, son, como cuando un bebé duerme en las horas que quiere y el cuerpo acuna y canta lo que le viene a la mente que puede ser un perreo o el himno nacional, son horas insomnio, tan parecidas a la cuarentena, donde el afuera y el tiempo dejan de existir, donde el miedo lleva a sentir la respiración para comprobar que la vida no se detuvo y hasta comer un sándwich es un malabar frente al que nunca se pueden bajar los brazos. Estamos en tiempo de remar en dulce de leche repostero. Y así vamos. Pero también disfrutamos del viaje. Cocinamos. Traficamos repostería. Compartimos recetas. Hacemos del lugar de encierro y la domesticación un refugio para la asfixia de perder las fronteras no geográficas –sino vitales– de mirar más allá. En un viaje en barco, mi hija, pequeña en ese entonces, me preguntó en el medio del mar: “¿Dónde hay un país?”. No se avizoraba tierra, sino agua. Y ahora el mundo se encuentra así. El problema no es lo que sabemos, sino la incertidumbre. No es lo que vemos, sino lo que no vemos. No queremos ser adivinas, pero tampoco volver a dejar el pronóstico de la humanidad a los señores que parecen tener mentes como telescopios al futuro. Por eso, nosotras también queremos escribir sobre lo que viene – incluso la equivocación es un derecho a ganar–, sí queremos mirar para adelante sin que el único camino sea mirar para atrás. Cocinar, escribir, cuidar, cantar son formas de cuidado. Pero no deben ser formas de seguir dando sin disfrutar, ni recibir. La generosidad no puede confundirse con formas de opresión que ponen en manos de las mujeres la desvalorización de los saberes y el tiempo de creación.


Título del 36 Remar enautor dulce de leche para salir del naufragio

Eso sí, podemos chupetear el viaje y hacer de la estadía interior un tiempo de disfrute con menos exigencias de producción y más viaje sin mapas y check out fechado para cumplir con la exigencia moderna de siempre tener un scanner por el que pasar. Con el amor pasa lo mismo que con los alfajores. Es tan fácil de conseguir alguien con quien pasar un buen rato que la gente se desencuentra, desecha o posterga. Los kioscos están llenos de posibilidades y los ojos se pierden en la oferta que expulsa más de lo que llama. La llama de la pasión se apaga de tanto ver señores haciendo deportes y paseando perros, y señoras con filtros que disimulan su edad y sus ansias. Una cosa es mostrar nuestra mejor versión y otra hacer de la versión de nosotros mismos una forma de vernos tan solo en ese verso sin poética de la seducción desencontrada. ¿En qué se parecen los alfajores y el amor cuando desaparecen de la vista o de la posibilidad de ir a buscarlo? Justo cuando comíamos demasiado por tenerlos a mano o ya no queríamos ninguno porque nos mareaba la oferta o porque ya no implicaba la originalidad envuelta en papel dorado, azul o plateado, cuando no eran un signo de volver del mar y –ni siquiera– de un sello nacional, volvimos a suspirar por morder de a poco esa tinta dulce que nos recobra nuestra infancia como una lengua en donde no perder la sangre por la que vivimos. Ahora ansiamos más que nunca vernos, amarnos, comernos, viajarnos. El deseo enciende. Y esta es una oportunidad para el amor y la cultura. No solo dejar de aburrirnos, sino volver a querer salir de casa más que tirarnos en el sofá a pasar el tiempo.


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En el amor, la sociedad apuesta por parejas clásicas –un alfajor simple pero cumplidor que no trae inconvenientes; tampoco, zozobra. Algunos de los que apostaron a ese formato ganaron con la compañía puertas para adentro, las horas de guiso y los batallones para limpiar y pasar el rato con alguien a quien comentar las noticias sin tener que apretar un botón para ser mirado y para escuchar hablar. Traigamos de este viaje de cuarentena alfajores. Disfrutemos del mordisco. Entendamos que la comida local es única sin tanto franchising y deseemos probar lo desconocido. No nos quedemos en lo único que conocemos ni dejemos de probar lo nuevo. No nos durmamos con las persianas bajas, ni nos apuremos hacia una vorágine en donde nos perdemos. Valoremos el dulce y vayamos por lo picante. Con nosotras, con lo nuestro, y hagamos colectivo el trabajo de crear las formas de contar en donde la hermandad se multiplique para salir adelante. Hagamos de la dulzura una botella en el naufragio. ◆


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José Emilio Burucúa

Nació en Buenos Aires en 1946. Estudió historia del arte e historia de la ciencia con Héctor Schenone, Carlo Del Bravo y Paolo Rossi. Obtuvo el título de Doctor en Filosofía y Letras en la Universidad de Buenos Aires (1985). Allí mismo fue nombrado profesor titular de historia moderna y, más tarde, vicedecano de su Facultad de Filosofía y Letras para el período 19941998. Fue Profesor Titular de Problemas de Historia Cultural en la Escuela de Humanidades de la Universidad Nacional de General San Martín (2004-2016). Sus libros más importantes son: Corderos y elefantes. Nuevos aportes acerca del problema de la modernidad clásica (2001); Historia, arte, cultura: De Aby Warburg a Carlo Ginzburg (2003); Historia y ambivalencia: Ensayos sobre arte (2006); Cartas Norteamericanas (2008); El mito de Ulises en el mundo moderno (2013); en colaboración con Nicolás Kwiatkowski, Cómo sucedieron estas cosas. Representar masacres y genocidios (2014); luego Cartas de Berlín I y II (2015-2017), Excesos lectores, austeridades iconográficas (2017); y nuevamente en colaboración con Nicolás Kwiatkowski, Historia Natural y Mítica de los Elefantes (2019); Enciclopedia B-S. Un experimento de historiografía satírica (20192020) Ha sido profesor visitante en las universidades de Oviedo y Cagliari, Directeur d’Études en la École des Hautes Études en Sciences Sociales de París, Visiting Scholar en el Instituto Getty (Los Angeles, California) en 2006, Gastwissenschaftler en el Kunsthistorisches Institut in Florenz en 2007, Fellow en el Wissenschaftskolleg de Berlín en 2012-2013, Associated Fellow del Institut d’Études Avancées de Nantes en 2015-1016, 2017, 2018 y 2019. Es miembro de número de la Academia Nacional de Bellas Artes y de la Academia Nacional de la Historia.


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Pintar y mirar un cuadro para conocer, humanimalismo para regresar a la vida en tiempos catastróficos "Los seres humanos dejaban la dulzura de sus vidas o arrastraban sus cuerpos enfermos."

Virgilio, Eneida, III, vv. 140-141.

I

E

l hecho de escribir acerca de esta calamidad planetaria por la que atravesamos me saca de las casillas. ¡Se suman tantos factores que confluyen en ese estado de ánimo! Mi especial ignorancia sobre los orígenes de la enfermedad, mi miopía para comprender las etapas de su decurso, la oscuridad contradictoria del presente que nos exigiría continuar la cuarentena con el fin de evitar más muertes y, a la vez, desplegar cierto coraje a la hora de regresar a la vida (no uso la palabra “normalidad” y mucho menos “nueva normalidad”, uno de los mayores sofismas vacíos de contenido de los muchos que circulan y eclipsan la explotación de la “normalidad” pasada así como el mantenimiento enmascarado del statu quo social previsible en el futuro), la opacidad radical del porvenir a cuya disipación la memoria histórica poco ha contribuido: he aquí los hilos principales que tejen mi desasosiego. Podría decir, como historiador, que la humanidad siempre resistió las epidemias y que sobrevivieron tanto ella cuanto sus obras e instituciones, adaptadas y reformadas (aunque no siempre) a las heridas lacerantes que el contagio de la enfermedad y la muerte generalizada produjeron en el cuerpo de las sociedades. Así fue, hasta ahora, desde los tiempos de la peste bubónica de Asdod y de otras ciudades filisteas, narrada en el primer libro de Samuel (5-6), hasta la gripe española, los estallidos de la poliomielitis en los años cincuenta y la matanza espantosa, lenta, persistente que produce el sida desde 1981. Si a semejante


Pintardel y mirar autorun cuadro para conocer, 40 Título

humanimalismo para regresar a la vida en tiempos catastróficos

resiliencia humana agregamos la fuerza pura y práctica de la ciencia médica, la esperanza –no solo de un alivio, sino de una solución a la crisis sanitaria mundial que nos aqueja– no parece ilusoria. El impacto de la propagación del Covid-19 sobre la economía mundial es un tema tanto o más complejo que el biológico, pero también existen señales de que el Ragnarök tan anunciado, en cuya descripción solemos regodearnos los intelectuales, posee altas probabilidades de ser evitado. Ni la mortandad de seres humanos (devastadora, por cierto, para el ánimo de cualquier habitante honesto de la Tierra) se anuncia tan alta como en los casos del siglo xx citados hasta ahora, ni el aparato productivo sufre una destrucción como las características de una guerra o de un desastre natural, por tanto no es absurdo imaginar que una intervención equilibrada de los estados en el proceso de capitalización pública y privada será capaz de reconstruir la economía de las naciones y los pueblos. Si y solo si algo de sabiduría despierta en la mayoría de la población del planeta el marasmo y vemos en este drama la ocasión de limitar y regular el crecimiento productivo para iniciar la reversión del cambio climático, al mismo tiempo que recreamos el Estado-providencia con el doble propósito de garantizar: 1) el cuidado universal de la salud humana y de las especies vivas con que compartimos la biosfera; 2) una distribución del ingreso y un reparto de la riqueza que permita impulsar las organizaciones políticas hacia el cumplimiento de los desiderata de la igualdad, la libertad y la solidaridad. Ahora bien, lejos de mí no distinguir entre lo real, lo posible y lo deseable. Hay un factor básico, de la psique individual y de cualquier proyecto colectivo que apunte a una expansión fraterna de la actividad humana, que se encuentra bastante ausente de la escena en estas circunstancias, salvo quizás entre nuestros semejantes que ocupan las primeras líneas de la lucha contra la pandemia, esto es, enfermeros, médicos, paramédicos, y en un puñado, bastante exiguo, de mujeres y hombres de Estado que establecen los marcos legales y políticos de la emergencia sociosanitaria. Me refiero a lo que Stephen Crane llamó “el rojo emblema del coraje”, título de una célebre novela suya,


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publicada en 1896 cuando tenía 25 años (Crane moriría de tuberculosis antes de cumplir los 30, en 1900). Entre la torpeza, los melindres y el cinismo, me temo que la generación en el poder y tal vez la que le sigue no estén a la altura de los desafíos que plantea nuestro devenir. ¿Acaso exhibimos y practicamos la valentía, la convicción respecto de algún valor que nos entusiasme al punto de entregar la vida, la resolución audaz de nuestros antepasados, muy cerca de nosotros, que derrotaron a Hitler, el mayor satán de la historia? Me atrevería a decir que no, cuando hasta decir lo que se piensa y no pensar lo que se dice provoca en nosotros un extraño temor, el de la corrección política asimilable a la “barbarie de la reflexión” que Giambattista Vico colocó al final de la curva evolutiva de las civilizaciones. No obstante, reconozco que, en varios espíritus de la hora (los que acabo de enumerar en el combate a la enfermedad), el coraje ha regresado por sus fueros y ha comenzado a erigirse en modelo de conducta. Ojalá se repita el proceso en el futuro inmediato, cuando la humanidad total deba enfrentar la cuestión de la naturaleza y del ambiente en la Tierra. Perdonen, desocupados lectores, que parafrasee a Horacio, el poeta latino del siglo I a.C., y me describa como un puerquito en el jardín de los empíricos. En los parágrafos anteriores, hay demasiada teoría, excesivas generalidades y expresiones de anhelos. Quisiera remitirme a fenómenos, a hechos escuetos que pertenecen a los campos de mi experiencia reconocida, aunque ridículamente estrecha, de la historia del arte y de los estudios culturales. Me concentraré ahora en dos casos: el primero es el de una obra de arte concreta, producida en las últimas semanas en nuestro país; el segundo es el del despertar de la vida animal, súbito, inesperado, reconfortante, que han disparado la cuarentena, la inmovilización y el confinamiento de casi cuatro mil millones de seres humanos en nuestras madrigueras. En el primer ejemplo, procuraré detectar el núcleo duro del mal y la tristeza que nos afectan; en el segundo, pensar que el contenido de una expectativa racional donde anudar nuestros proyectos, respecto de la naturaleza a la cual pertenecemos, sería algo radicalmente nuevo, único y enaltecedor en la historia.


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humanimalismo para regresar a la vida en tiempos catastróficos

Gentileza de Diana Dowek Pandemia

II Diana Dowek ha pintado estos días un cuadro conmovedor, hasta cierto punto desesperante, Pandemia; siete personajes en uniforme médico que no deja ver ni un milímetro de la piel. Es probable que la figura del primer plano a la derecha y la del segundo plano a la izquierda sean mujeres; tal vez lo sea también la que asoma la parte superior de la cabeza entre dos hombros. Adivinamos las formas de los torsos y las piernas, vislumbramos apenas algunas facciones a través de las máscaras translúcidas, los cartílagos de las narices, los arcos superciliares, los cuencos de los ojos. Las manos enguantadas, negras, podrían ser simulacros robóticos de manos verdaderas, pinzas articuladas. El objeto visto de frente, quizás una autoclave o el monitor de un respirador, se combina con el objeto misterioso visto en perspectiva, por delante y a la izquierda del grupo de seres humanos o autómatas en marcha hacia nosotros, para darnos una sensación del espacio que de ellos nos separa. La imagen despierta la memoria visual y recordamos varias cosas del archivo iconográfico que nuestra civilización acumuló, de modo capilar y subliminal, en nuestra mente: los llorones de la Cartuja de Champmol en Dijon, atribuidos a Claus Sluter; los dolientes de la tumba de Philippe Pot, tallada en piedra y policromada a finales del siglo xv (las capuchas ocultan las caras de los portadores del cadáver, visible solo si nos tiramos al suelo); la joven que alegoriza el pudor y el Cristo muerto, esculturas en mármol cuyas cabezas se muestran veladas (un caso de tamaña destreza técnica que


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Llorones de la Cartuja de Champmol en Dijon. Cristo velado. Capilla napolitana del príncipe de San Severo. El entierro de Ornans, pintura de Courbet.

Dolientes de la tumba de Philippe Pot. Carnaval veneciano en los cuadros de Pietro Longhi y Giandomenico Tiepolo.


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humanimalismo para regresar a la vida en tiempos catastróficos

Soldados gaseados, Primera Guerra Mundial, John Singer Sargent. Militares norteamericanos en Europa con máscaras antigás.


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refuerza la impresión de lo numinoso) en la capilla napolitana del príncipe de San Severo alrededor de 1750; las máscaras perturbadoras y ambiguas del carnaval veneciano en los cuadros de Pietro Longhi y Giandomenico Tiepolo durante el siglo xviii; los dolientes modernos portadores del ataúd en El entierro de Ornans, pintura de Courbet de 1849-50; los soldados gaseados de la Primera Guerra Mundial que retrató John Singer Sargent en 1918 y los militares norteamericanos en Europa con máscaras antigás, fotografiados en septiembre del mismo año. En toda esta constelación, la mayor parte de los elementos tienen una relación directa con el dolor, el duelo y la muerte salvo, por supuesto, las representaciones carnavalescas que tocan la cuerda de la alegría y, sin embargo… Sin embargo, sus protagonistas poseen una ligereza, despliegan un efecto de movimiento inestable, efímero y de apariencia transitoria (falta poco para que caigan las máscaras, cese la danza, se desvanezca la seducción) que nos empujan a pensar y sentir la caducidad del mundo. A primera vista, la inserción del cuadro de Dowek en el breve atlas de la fórmula no debería presentar dificultades. Pero no es así, porque los enmascarados de Pandemia no habrían de ser los dolientes que llevan el muerto al sepulcro, ni los velados que auscultan o pertenecen al territorio de ultratumba, ni los alegres falsarios que, mediante risas y burlas, celebran lo evanescente, ni las víctimas de la crueldad técnica y científica de sus enemigos. Suponemos que los enmascarados de Pandemia llegan hasta nosotros con el fin de salvarnos la vida. Mas deberíamos aceptar que, para quienes los vemos y esperamos, las emociones nos traicionan pues nos resulta complicado, sino imposible, sustraernos a la idea falsa de que son portadores del horror y la muerte. ¿Seremos capaces de desarmar e invertir significados y pasiones que, al menos en Occidente, hicieron de los uniformes, las capuchas, las máscaras o los velos imágenes estremecedoras de la nada final? Ignoro si acaso Diana Dowek se propuso poner en el escenario semejante efecto. Más bien creo que su arte fue vector involuntario del estallido de los significados seculares de una civilización que, tal vez, ha llegado a su hora final.


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humanimalismo para regresar a la vida en tiempos catastróficos

III Hace poco más de un mes que circulan filmes y fotos espléndidas, en las que vemos ciervos de paseo en París, lobos marinos repantigados en el puerto de Mar del Plata, cisnes y cardúmenes multicolores en los canales de Venecia, pumas en Santiago de Chile, miles de gaviotas en las playas cercanas a Lima, monos en las ciudades de Tailandia y, maravilla de maravillas, elefantes salvajes en las plantaciones de té de Yunnan, China. Según se dice, se trata de animales que, liberados del miedo a los seres humanos, transforman nuestras aldeas y espacios urbanos en campos de sus correrías, al socaire del retroceso espectacular de la contaminación que ha provocado la parálisis de la gran industria y del transporte, y que revelan las tomas satelitales de enormes áreas del globo, donde regresaron los azules claros de la atmósfera limpia en reemplazo de los pardos indicadores de altas cotas de polución. Los trabajos de Jane Goodall y Jeffrey Masson, entre otros biólogos, nos permiten adscribir esas reacciones de los animales a la intensa vida emocional que poseen, un aspecto de la psique que hemos reservado a la humanidad y negado ciegamente a estos otros seres vivos. Hoy, la zoología reconoce la existencia de sentimientos no instintivos sino consecuentes de un aprendizaje, de una volición y de una experiencia propia de cada individuo que, al ser compartida junto a otros miembros de la especie, hemos considerado hasta ahora como automatismos absolutamente pre-determinados por la genética. Parecería que no es así y que los animales poseen también una historia entretejida con la historia proteica de la humanidad. Es más, en 1979, Claude Lévi-Strauss dijo: “Al arrogarse el derecho de separar radicalmente la humanidad de la animalidad (a partir de un pensamiento centrado en lo propio del hombre), el humano occidental abrió un ciclo maldito […], en el que se separó a ciertos hombres de otros hombres y se reivindicó en provecho de minorías cada vez más restringidas, el privilegio de un humanismo que nació ya corrompido [...]”. De allí que sería muy bueno comenzar el proceso de nuestra reconciliación con la naturaleza postulando un humanimalismo


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Elefante compuesto con simio C. 1730. India, Rajasthan, Kota.

que considere los orígenes y el destino comunes que los animales humanos tenemos con los demás seres se-movientes, sentientes y pensantes con quienes heredamos las tierras, las aguas y el aire. Paradójicamente, es probable que esta nueva cercanía respetuosa y no posesiva nos resguarde del salto letal de los virus entre especies. Murciélagos, pangolines y antropoides conviviríamos sin grandes riesgos para nuestras identidades biológicas en la misma nave que, sin remos ni velas, boga alrededor del sol. ¿Por qué no proponer, a modo de nueva insignia de nuestro coraje la imagen del elefante compuesto, formado por la yuxtaposición de decenas de seres humanos y otros animales, que inventaron los miniaturistas del Gran Mogol en la India de los siglos xvii y xviii? El más adecuado sería uno fechado en 1730, montado por un simio y con su trompa erguida. Se diría que está feliz de darnos ánimos. ◆ "Hay lágrimas en las cosas y los asuntos de los mortales tocan nuestro espíritu. Abandona tu miedo." Virgilio, Eneida, I, vv. 462-463.


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Tomas Borovinsky

Tomas Borovinsky es doctor en Ciencias Sociales (UBA), investigador del CONICET, profesor de Teoría Política y Social en el IDAES-UNSAM y en la UB. También forma parte del Grupo de Estudios en Teoría Política de la UB y es profesor invitado en el Programa de Artistas 2020 de la UTDT. Anteriormente ha sido profesor invitado en la UdeSA y la UCA y a dictado clases en la UBA y en la UNTREF. Publicó en co-autoría los libros Posteridades del hegelianismo (Teseo), Distancias políticas. Soberanía, Estado, gobierno (Miño y Dávila) y Estética, política, dialéctica (Prometeo). Tiene en preparación el libro colectivo Richard Rorty. El arte de leer (Katz) y una investigación sobre el problema del nuevo nomos de la Tierra. También fue co-editor de la revista digital Panamá y ha publicado artículos en Le Monde, Playboy, Crisis, Los Inrockuptibles y en el diario La Nación.


Atuor

Tierra en trance

N

unca estuvimos más conectados y sin embargo el mundo vive, a distinta velocidad, múltiples grados de enclaustramiento. ¿Es paradójico? De ninguna forma. Es lógico. Gracias al desarrollo técnico-económico, el coronavirus se esparció por el mundo a velocidad máxima. Es el bumerán de la modernización asiática y el precio del mundo hiperconectado y de la integración de cientos de millones de personas a un mismo sistema económico. Y sin embargo, hay enclaustramientos familiares, económicos y sociales. Porque es gracias a la tecnología que estamos más cerca y eso nos permite, cuando se puede, mantenernos lejos. Distancia social para defender la sociedad. Sacrificar el contacto para salvar a la humanidad. El impacto es y será heterogéneo porque el planeta y las sociedades que lo habitan lo son. Por eso los efectos en el mundo de la pospandemia van a ser diversos. El mundo va a ser otro porque siempre que hay historia, el mundo cambia. El grado del cambio y las formas que adquirirán las sociedades y los Estados todavía están por verse.

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Cómo va a ser la nueva normalidad? “Demasiado pronto para opinar”, diría el viejo dirigente del Partido Comunista Chino Zhou Enlai. Pero podemos aventurar –en principio, hay consenso al respecto–un fortalecimiento simbólico y material de los Estados y un aumento de la pobreza, al menos en el corto plazo, como producto del hundimiento de la economía mundial. Estamos asistiendo al que quizá sea el parate más importante de los últimos cien años debido a una crisis autoinfligida en la medida que el capitalismo se apaga por voluntad propia. Parafraseando a Karl Polanyi: experimentamos la gran contracción. Thomas Hobbes, uno de los grandes teóricos del Estado moderno, además de autor del libro Leviatán, tradujo en su tiempo la obra clásica de Tucídides Historia de la guerra del Peloponeso. En este texto griego hay un pasaje célebre que habría influido de forma capital en Hobbes para que pensara el orden político en general y el Leviatán y el Estado moderno, en particular. En el parágrafo 53, en el que Tucídides relata una peste que azota la ciudad, afirma: “La peste, sobre todo, marcó también en la ciudad el comienzo del desorden”. Y continúa diciendo que nadie estaba dispuesto a pasar penurias, a esperar ni a respetar las leyes de los hombres y los dioses. Era normal buscar el goce de la vida antes de que la muerte les cayera encima. La peste, como acontecimiento histórico, o caso hipotético extremo y futuro, anarquiza el orden de la ciudad y nos fuerza a pensar el orden. Por eso es tan fundamental considerar los efectos que tendrá esta nueva “peste” sobre los ordenes políticos contemporáneos. Somos partícipes de un experimento social a cielo abierto todavía en curso. Vivimos un acontecimiento traumático y desconocemos con precisión los efectos que tendrá sobre nuestras vidas por venir. Pero podemos especular partiendo de la situación previa a la pandemia. Ya estábamos viviendo acechados por al menos dos grandes fuerzas que forjaban la nueva normalidad (un concepto muy popularizado con la pandemia pero que hace unos años ya venía difundiéndose entre la academia y el público especializado). Hablamos de la disrupción digital y la irrupción climática. Para pensar el mundo pospandemia puede ser interesante partir en principio de estos dos grandes factores. En este sentido, podemos imaginar una aceleración de la digitalización y un ascenso de la conciencia ecológica.


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Aspectos que eran previos a la pandemia de distinto modo pero que, quizá como efecto colateral, pueden verse potenciados. Las ciencias sociales modernas nacen hace poco más de 200 años para pensar el mundo en crisis y/o transformación, para dar respuesta a un tiempo fuera de quicio. De Auguste Comte a Emile Durkheim, de Georg Simmel a Theodor W. Adorno; y autores como Peter Sloterdijk o Bruno Latour más recientemente. Es decir: no es tan novedoso vivir un mundo en cambio/crisis. Tampoco es original pensar la crisis o la disrupción. Cada generación tiene el derecho a pensar el apocalipsis que le toca. Pasan los gobiernos y quedan los analistas. Ahí vamos.

Entre la disrupción técnica y la irrupción climática La disrupción digital –la crisis generada por las innovaciones técnicas en la vida social– y la irrupción climática –el asalto de la crisis climática y su toma de conciencia, a veces expresada bajo el concepto de Gaia o Antropoceno– no dejan de estar conectadas entre sí. La crisis ecológica contemporánea es también producto del progreso técnico. Sobre estas cuestiones es preciso recordar, por ejemplo, la importancia que tuvo el informe preparado por Alain Minc y Simon Nora en 1977, La informatización de la sociedad, para el presidente Varéry Giscard d’Estaing, así como el impacto de la cuestión climática plasmada en la Laudato SI’, por el papa Francisco en 2015. En el primero, Minc y Nora imaginaban un futuro en el que la soberanía estatal entraría en decadencia por causa de la innovación técnica. En el libro del papa Francisco, este llamaría la atención sobre el problema climático articulando una tradición cristiana sobre la cuestión climática y también tecnológica. Como sostiene el teórico político y social estadounidense Benjamin Bratton: “Las plataformas no son solo arquitecturas técnicas: son también formas institucionales”. Las plataformas de nubes y la AI están desplazando funciones centrales de los Estados y demostrando nuevos modelos espaciales y temporales de la política y de lo público al mismo tiempo que, en determinados casos, empoderan indirectamente a estos mismos Estados.


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Este auge técnico tiene implicancias fundamentales para el problema de la vida contemporánea y para el día después de la pandemia. En este contexto, en su libro The Stack.On software and Sovereignty Benjamin Bratton va a desarrollar el concepto de la pila (The Stack). ¿Qué es The Stack? Una “megaestructura accidental” de software y hardware que compone nuevas gubernamentalidades y nuevas soberanías que deforman y distorsionan los modos westphalianos de la geopolítica tradicional, la jurisdicción, la soberanía y produce nuevos territorios. Antes de la pandemia veníamos asistiendo a un tiempo en el que las contemporary Cloud platforms (plataformas de nube contemporáneas) presionaban sobre distintos aspectos de la soberanía estatal, creando y destruyendo trabajos a distinta velocidad y transformando la vida de principios del siglo XXI. Provisión de comida, energía, logística, infraestructura, cartografía, transporte, correo, la moneda. Las polémicas tecnologías del reconocimiento facial también constituyen un interesante caso de desarrollo técnico que impacta en la vida de las sociedades. El desarrollo técnico generó crisis y disrupción social, eso lo sabemos desde hace muchos años, pero cada vez somos más conscientes que también es un vector del calentamiento global. De allí la irrupción del “problema climático”. No es casualidad que la era de la revolución industrial coincida con lo que algunos especialistas denominan el Antropoceno. ¿Qué sería el Antropoceno? Una era que, según diversos autores, se habría iniciado con el fin del Holoceno en 1774, con la creación de la máquina a vapor que habría a su vez dado un salto técnico a mediados del siglo XX de la mano de la “gran aceleración” tecnológica del siglo pasado. Como sostiene Paul Crutzen, principal difusor del concepto “Antropoceno”, es una era geológica en la que la presencia humana adopta un rol que deja su huella en la Tierra. La energía liberada por el humano en su impulso modernizador y de desarrollo, habría sido tal, que terminó modificando equilibrios fundamentales de la Tierra y destruyendo la biodiversidad del planeta. Como agrega muy precisamente sobre esta cuestión la socióloga Maristela Svampa en el libro Futuro Presente compilado por Graciela


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Speranza: el concepto “Antropoceno” plantea un cuestionamiento del paradigma cultural de la modernidad. Y dice, en línea con lo señalado anteriormente, que “el giro antropocénico obliga a replantear el vínculo entre sociedad y naturaleza, entre humano y no humano”. En las últimas décadas, la batalla cultural medioambiental fue avanzando a diferente velocidad en distintas partes del mundo generando nuevos partidos políticos y movimientos, agendas y costumbres. Y aunque, como es obvio, la pandemia no es un producto directo del calentamiento global, lo cierto es que constituye un caso extremo de irrupción de lo no-humano sobre lo humano que pone, una vez más, en crisis la relación del hombre moderno con la naturaleza como dos universos supuestamente separados. Porque algo huele mal en nuestra relación con la naturaleza. En este sentido, producto de este encuentro brutal con lo no-humano bajo las formas de un virus, es posible que la conciencia ecológica crezca todavía más después de la pandemia. La reacción a esta toma de conciencia también.

Nueva normalidad “La historia debe comenzar con el imperio chino” decía Hegel en sus célebres Lecciones sobre la filosofía de la historia universal. Porque China no participa de la historia universal, continuaba el filósofo desde una mirada que no podía ser más eurocéntrica. Y sin embargo, hoy China es un verdadero motor de la globalización. En tiempos de Hegel, China estaba tan lejos de su viejo esplendor como de la centralidad que tiene hoy en la economía mundial. Si París fue la capital del siglo XIX y Nueva York fue la del siglo XX: ¿es Beijing la capital del siglo XXI? Como sostiene el teórico chino Jiang Shiong, seguido con mucha atención por los altos dirigentes del Partico Comunista de su país: “China se puso de pie con Mao, se hizo rica con Deng y se hace poderosa con Xi”. ¿Es el tratamiento chino de la pandemia un acontecimiento asimilable al lanzamiento soviético del Sputnik, como afirma Branko Milanovic en la revista Foreign Affairs?


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Sostiene Milanovic que en el mundo solo hay capitalismo, pero que a grandes rasgos podemos encontrar, con todos sus matices, dos grandes polos. Capitalismo político y capitalismo liberal con China y Estados Unidos como grandes líderes de cada tendencia. Venimos hace ya algunas décadas asistiendo a un choque entre estos dos modelos donde el capitalismo político (China) viene recortando distancia y demostrando su “efectividad”. ¿Es la pospandemia la oportunidad de terminar de prestigiarse? Los defensores del capitalismo político, como Jiang Shiong, que desde antes de la pandemia planteaban las bondades del modelo, quizás vean en esta coyuntura la razón de sus ideas. ¿Mantiene Alemania, de la mano de Angela Merkel, la llama del capitalismo liberal eficiente y respetuoso de las libertades? ¿Puede el capitalismo liberal hacerse cargo de una situación como esta pandemia con la misma efectividad que el capitalismo político? ¿Tienen ambos modelos capitalistas las mismas chances de recuperarse rápidamente en la pospandemia? Porque desde la perspectiva China, la era contemporánea pone a su país en el lugar del que nunca debió irse. En la cima. Y esta crisis quizá sea una relegitimación de esta idea. Esa es la sensación del filósofo coreano radicado en Alemania, Byun Chul Han. Desde esta lectura, el tratamiento de la pandemia demostraría la supremacía asiática por sobre Europa y sus excolonias. Escribió Han en un artículo, que dio la vuelta al mundo, que “Europa está fracasando” y que el viejo continente cierra sus fronteras en “un acto totalmente absurdo en vista del hecho que Europa es precisamente adonde nadie quiere venir”. Mientras que los “Estados asiáticos” tienen “una mentalidad autoritaria” que les permite apostar “fuertemente a la vigilancia digital”. Porque, según Han, en China no hay ningún momento de la vida cotidiana que no esté sometido a observación. Cuarentena forzada, drones, big data. Una distopía que salva vidas. Europa está fracasando y Asia pone a prueba su vigilancia digital con suma eficacia, dice Han.


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Pero el prestigio de la sociedad de vigilancia no necesita la importación del modelo asiático. Sus gérmenes se encuentran sanos y salvos en todos los rincones de Occidente. Porque los contenidos de los ordenamientos políticos están siempre en disputa. Y el tipo de desarrollo técnico también. Por ejemplo, la digitalización y la tecnología molecular ahorran espacio y energía mientras que las criptomonedas derrochan. ¿Qué dirección ideológica tomará este “capitalipsis” del que habla en el último libro, ¿Por qué el capitalismo puede soñar y nosotros no? del historiador futurista Alejandro Galliano? ¿La aceleración nos empujará hacia un poscapitalismo poslaboral? La –falsa– dicotomía economía/salud, ¿implica, como se pregunta el teórico político Martín Plot, una potencial radicalización del carácter superfluo de enormes poblaciones humanas en el marco del “horizonte neoliberal”? ¿Habrá más cooperación o menos cooperación? ¿Afectaría un alza nacionalista la cooperación internacional? Estaríamos asistiendo, dijimos, a un fortalecimiento de los Estados donde los gobiernos toman, y tomarán, medidas extraordinarias. Vivimos un momento de excepción. ¿Es la pandemia la coartada para implantar un estado de excepción permanente, como teme el filósofo italiano Giorgio Agamben? ¿Estas medidas son transitorias o qué queda de ellas en la normalidad que viene? Supongamos que hay un aumento de la digitalización y un incremento de la conciencia ecológica en contextos de Estados empoderados y con aumento de pobreza. ¿Vamos hacia un nuevo tribalismo tecnológico luego de la pandemia, como sostiene el filósofo chino Yuk Hui? ¿Esto se dará con más control de arriba hacia abajo, como teme el historiador futurista israelí Yuval Noah Harari, pensador favorito de Silicon Valley, o de abajo hacia arriba? Es decir, ¿la nueva normalidad será acompañada de mayores controles de la ciudadanía hacia los Estados o de los Estados hacia las poblaciones? ¿Qué pasará con las guerras digitales entre grandes empresas tecnológicas y Estados? ¿La AI (inteligencia artificial) estará al servicio de los ciudadanos o será una herramienta de control de los Estados? ¿Ganará China la carrera por la AI contra Occidente?


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La pandemia revela qué puede cada Estado y cada sociedad. Visibiliza fortalezas y debilidades. Así es que diferentes gobiernos hicieron uso de las tecnologías digitales, para trackear personas, de forma inquietante, especialmente en sociedades que no cuestionan el uso de las tecnologías sobre la privacidad o las libertades individuales. El coronavirus nos encuentra, en mayor o menor medida dependiendo del país, en un momento en el que hay un fuerte desfasaje entre desarrollo digital y buenas prácticas ,y hasta sin “casos exitosos” de regulación. La disrupción digital se da, un poco lógicamente, en el marco de viejos paradigmas en que los países, con todas las diferencias del caso, van haciendo pruebas piloto y “van probando”. Europa, Estados Unidos, China, Rusia, etc. Cada uno busca imponer su modelo, poniendo al descubierto las propias incompatibilidades, pero mostrando al mismo tiempo la fortaleza del capitalismo de plataformas, hasta en términos económicos, frente a la pandemia. De ahí que este sea un momento tan experimental. Las revolución digital debilita y potencia en distinta medida los Estados. Por eso, más allá de todos los interrogantes que podemos tener, si vamos hacia una aceleración de la digitalización, es preciso avanzar también hacia los nuevos checks and balances (controles y contrapesos) de la era digital. Si Montesquieu planteó una forma de la división de poderes en el siglo XVIII, entonces hoy es preciso repensar la división del poder a partir de la nueva era digital y climática. Si la peste de la que escribió Tucídides fue tan importante como para que Hobbes pensara su modelo de Estado moderno, entonces esta nueva peste contemporánea debe forzarnos a pensar un nuevo orden para el siglo XXI. El hombre vive en el mundo y el virus vive en el hombre. Estamos entrelazados. Ya sabemos lo que puede una irrupción de lo no-humano. En realidad ya lo sabíamos, como lo muestra el texto de Tucídides, pero el evento covid-19 nos lo viene a recordar. Esta no es ni la primera ni la última crisis que tiene como elemento disparador la irrupción de lo no-humano. Y si asumimos esta irrupción y el calentamiento global sobre nuestras vidas entonces podemos tomar nota, como señala Bruno Latour, que cuando los gobiernos toman cartas en el asunto son capaces de mover el horizonte de lo posible.


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La combinación de distinto modo de estos aspectos mencionados más arriba marcará diferentes modelos de Estado y configuraciones sociales en un mundo que seguirá siendo heterogéneo pero que luego de la pandemia será inevitablemente otro. Pase lo que pasara después del virus, queda el calentamiento global y la digitalización, pero de otro modo. Porque el mundo, todavía en cuarentena parcial, ya no es el mismo. Como dice el escritor Kim Stanley Robinson, en su trilogía sobre la terraformación marciana: “ponerle nombre a las cosas era el poder que convertía a todo humano en una especie de científico”. En este sentido, creemos que poner el foco aquí, en estas disrupciones que nos atraviesan, nos ayudará a aprender, una vez más, a ponerle nombre a las cosas en la Tierra en trance que viene. ◆


58 Título del autor

Ángeles Salvador

Es escritora. Nació en Buenos Aires en 1972. Fue actriz. Publicó cuentos en diversas antologías y en revistas literarias. Publicó la novela El papel preponderante del oxígeno, (Reservoir Books, 2017) y este año saldrá su segunda novela por el sello Lumen.


Atuor

Los problemas de la escritura en la pospandemia

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n esta era de coronavirus vimos en las pantallas escenas potentes para cualquier comienzo o final de libro: una fosa abierta con ataúdes prestos a ser enterrados en Brooklyn, una desesperanzada enfermera en Bérgamo que decide ahogarse en el mar después de una guardia, una familia guayaquileña que cena con el padre muerto en el sillón del living mientras esperan que sobre algún féretro en el mercado. Buenos Aires tiene las suyas: miles de ramos de flores veraniegas a punto de ser destruidas en el mercado de Barracas porque no pudieron ser vendidas, un chico del delivery caminando como si nada por la desierta 9 de julio, una monja con barbijo abre la Catedral Metropolitana para que pasen a pulverizar santos y altares, un grupo de bailarinas del ballet del Colón basculan con mallas, medias, zapatillas de punta y barbijo n° 95, un pastelero en Palermo hornea y decora tortas con forma de papel higiénico para ironizar sobre el almacenamiento desmedido del que los supermercados fueron escenario, el yerno de una anciana muerta por coronavirus es rociado con desinfectante durante el funeral exprés en el cementerio de la Chacarita, el Barrio Chino es clausurado como un doble castigo, un viejo coleccionista de cine proyecta Gatica de Leonardo Fabio en la medianera de un edificio en San Telmo y junta fondos para los trabajadores de los cines de cadena.

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Título del autor de la escritura en la pospandemia. 60 Los problemas

El covid-19 nos dio, como en providencia, un recurso de lo más tremendista y jugoso, una autorreferencialidad que afectará el modo en que escribimos y leemos. Es un problema para la literatura porque desorganiza la forma en que contábamos la experiencia humana. Aunque puede ser una desorganización venturosa: Boccaccio escribió el Decamerón arraigado en la peste de 1348 y fundó la literatura erótica italiana. Pero bien, en estado de pandemia, la literatura podría funcionar de una manera insoportablemente encorsetada. Cualquier escritor sabe que ahora tiene problemas nuevos que serán bastante idénticos a los de sus colegas. Y cualquier lector puede imaginar lo que se exhibirá en la mesa de novedades, incluso en las mesas más selectas. Asistimos, desde que nos acecha el fastidioso virus, a un sinfín de estímulos universales y epocales que nos permiten pensar, concebir –en el sentido reproductivo– una nueva historia a la que debemos darle forma. Las categorías son rotundas y extensas a la vez. Los problemas a resolver serán un juego de habilitación y de quita. Son interrogantes que avizoramos como criaturas del bosque, problemas que se desplegaran luego, cuando todo esto pase o, quizás, cuando se hospede en nuestro futuro, no se sabe por cuánto tiempo. El rompecabezas que solíamos armar para escribir, antes de que le encastráramos la última pieza, fue comido por un perro encerrado y rabioso. El perro fue muerto por los empleados de la perrera, la perrera fue abolida y ahora desde una oficina que insufla vida a los escritores nos enviaron un nuevo rompecabezas pero con un dibujo más complejo. Porque es el mismo pero fosforescente; o el mismo pero con un corte a la mitad de cada pieza, o el mismo pero dado vuelta; o el mismo pero pintado de blanco o pintado de negro o electrificado o con virus en los bordes. O tal vez nos dieron un rompecabezas nuevo. No sabemos cuál será, pero sí que aquello que era fácil ahora es un desafío ineludible por el shock del escritor in situ, que debe trabajar con lectores in situ, en una curva mítica en ascenso que poco a poco se despega de la curva de significados del trauma colectivo. Quedará más mito en el testimonio, porque así vivimos cuando recordamos.


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Los problemas del cliché pueden agruparse a dedo en algunas categorías: lo instauracional, eso que nos hace decir –ojiabiertos– que nunca antes habíamos vivido algo semejante. Lo universal, ahí corrió mucho el asombro por lo inédito de que todo el mundo esté pasando por esto. Es en todo el planeta o en todo el globo, repetimos, para figurar la escala máxima que posee el doble poder de asustar o tranquilizar. Lo viral, que implica trabajar, por un lado, con la idea de lo invisible y de lo nano; y por otro, con la idea de la replicancia en aumento. La peste como idea del asco decrépito y mortal y, luego, la categoría de encierro o hibernación o confinamiento: la cuarentena. Y como siempre, asimismo y sin embargo, durante y entonces, la categoría máxima: el tiempo. Aquí parado, el escritor también tendrá el problema del género literario: podrá, luego de esta temporada pandémica, echar mano a cualquiera de ellos, sumado a sus remanidos y sus destrezas del arte, que ya se empalaga y confunde. Por ejemplo, la ciencia ficción en su acepción distópica, bien sea en su rama apocalíptica como en su declinación de automatización artificial. Otra variante bestseller: el diario de encierro del autor, del narrador, de la víctima. O los bien pagados: el policial catastrófico, la novela hospitalaria y, por supuesto, el retorno de la novela romántica decimonónica (hubo amantes que burlaron retenes y consorcios por un beso). No faltará un electrizante cuento de terror con fantasmas del Covid-19 que vuelven a vengar en los parientes la falta de pompa fúnebre. Y por qué no el relato erótico en el que el interdicto sea un fuerte componente enloquecedor y el onanismo sea un comodín práctico para avanzar en la trama. Asimismo, el relato de personaje, con una serie de personajes de los que podemos vislumbrar sus contornos de rol, uno tras otro, y escribir sin escribir sus imaginarios privados en pandemia como si estuviéramos en una tormenta de cerebros de guionistas para sacar una serie -ya- sobre el coronavirus. ¿Habrá que ir a buscar la singularidad en el estilo otra vez?, especulamos. ¿Todavía habrá que pasar otro cuello de botella por ese tesoro?, nos agobiamos. Si a todos nos pasó lo mismo –esto que nos pasa–, y todos vamos a escribir sobre lo mismo, y todos vamos a saber de qué se habla con múltiples conclusiones basadas en nuestra empiria emotiva y terca, ¿cómo haremos para escribir sin sentirnos una voz coral que repite el recurso?


Título del autor de la escritura en la pospandemia. 62 Los problemas

Si la próxima literatura debe ser escrita “a la luz” del coronavirus en la era del coronavirus tendremos que cambiar nuestro modo de escribir, todos a la vez. O no. O podrán nuestras mentes habitar en la vida anterior de los subtes atestados, de la espera sin razón de una mesa en el restaurante armenio, de la puerta de la escuela prestos a rumorear con madres críticas, de los halls de los teatros de Almagro reconociendo viejas celebridades del under mezclados con jóvenes perfectos y seguir novelando nuestras viejas andanzas de fin de milenio. Cuando era chica había un loco famoso en Santa Fe y Callao, era petiso como un enano, era pelado y tenía una pierna tullida. Se hacía el ido, pero cuando alguien pasaba, pegaba un grito de la nada para asustar y una vez que el desprevenido saltaba en un espasmo –me lo hizo a mí y se lo hizo a otros delante de mí– empezaba a reír frenético porque había cumplido su cometido. Sin embargo, la muchedumbre lo amansaba, la muchedumbre cuerda que seguía caminando. Ese tipo de peligro define el mundo anterior en el que yo solía vivir. Una broma de un loco. Esto es más serio. Me gustaría coquetear en estas líneas con algunos de los porvenires posibles de la literatura después de la crisis del coronavirus, lo que puede llevar a una crisis de magnitud para aquellos que vendremos con ella . Puede que haya otras urgencias luego de una pandemia con hibernación global en la que la modernidad, la ciencia, internet, las grandes urbes y sus conexiones, el viejo catálogo de ideologías de gobierno conocido y la superpoblación le dieron el halo futurista que tanto goce de espectador de catástrofe nos da. Sabemos que nos esperan la reconfiguración del mundo laboral, la pobreza, el estado de sospecha y el trauma. Sabremos más adelante cuánto se han controlado los daños. Pero no sabemos cómo se escribe sin sucumbir a un revuelto de lugares comunes y, sobre todo, simultáneos. Empiezo por el problema de lo instauracional como problema literario, que parte de la noción de que se instituye algo en la experiencia por primera vez. Algo con el rango de novedoso, impensado, un cambio de estatus del proyecto vivencial. En un mes de un año (marzo 2020, diremos, por el sur occidental) esta historia empezó a correr y tomó la fuerza de un cambio total de la


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estructura de peligro. Es decir, deberemos tratar el acontecimiento histórico como recurso nauseoso para todo lo que encaremos. El personaje había nacido durante el coronavirus. El padre del antagonista murió en el primer brote de coronavirus. Decidieron divorciarse en cuanto acabara la cuarentena del Covid-19. La muerte dudosa se dio en la guardia del hospital durante la pandemia. El remisero esperaba pasajeros en Aeroparque el día bisiesto de 2020 –ahí aludiríamos a una víspera anunciada–. El coronavirus pasará a ser una referencia cronológica muy utilizada con un peso simbólico, lleno de todos los otros problemas que desarrollaremos después. Todo lo que literariamente hagamos suceder antes de esta época estará por fuera de una conciencia mayor. Los personajes que se escriban y que se ubiquen en la historia precorónica – tendremos que inventarnos nombres de la época pero también tendremos que consensuar uno único, superlativo y doloroso, de una palabra– carecerán del hastío universal del que todos fuimos parte hasta la novedad que nos tiene sobreadaptados como nunca, carecerán de la conciencia colectiva global que pareció unirnos en un gigante dominó de suspiros humanos. Serán -porque ya lo fueron- personajes más paseanderos, tontos quizás, ingenuos. Serán, en realidad, como nos miremos a nosotros mismos los escritores y los lectores. Pero el problema más grave que abre lo instauracional en la forma es la idea del asombro versus la idea de la indiferencia. El escritor deslumbrado y perplejo que va a señalar la maquinaria en la que a todos ya nos empujaron puede resultar redundante. Un falso positivo, para parafrasear con el exacto e irremplazable léxico médico. Y, en cambio, el escritor indiferente puede que no sea creíble en tanto sujeto no habitado por la tragedia mundial. Un asintomático. Que la pandemia y sus principales efectos: tomar partido por la hipocondría o por la temeridad y todas las puntuaciones distribuidas entre ambos, el cambio en la vida ciudadana que implica el shock de aceptar nuevos reglamentos cada semana, para cada individuo, familia, trabajador, artista, empresa, institución sean una constante en este tiempo, nos deja ante el problema de lo universal que se trasladará en la escritura. Es la gracia, claro está, de la


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palabra pandemia, que parece una tintura aerosolada que envuelve nuestra esfera. Estamos, entonces, a la hora de escribir, ante un universal consolidado, viviente, rozante con el que cargamos sobre nuestros dedos tipeadores. Esto le trae al escritor el problema del sobreentendido, de la opinión comparable y constatada por la actitud reactiva de cada afectado –un todo por comprensión– ante “lo que nos pasó”. Quejarse del remanido en el universal, en sí, es tal vez un despropósito; no somos cosas ni dioses. La esencia de la escritura es un compendio de lo universal ya que somos indisolubles de esa condición. Pero qué pasará cuando universalmente se escriba literatura pandémica o corónica o el dichoso nombre que le pongamos. Temas y subtemas ya nos desaniman de antemano por obligados: el encierro, la frustración, la finitud, la ecología, el consumo, el trabajo, la automatización, la enfermedad, la discriminación, el giro dramático, el nuevo paradigma, la frivolidad. Otro tópico pululante es el de lo viral. Será la metáfora estelar. Lo viral que se hizo época. La palabra había sido resignificada con la llegada de la computación hace un par de décadas. Entraban virus a las computadoras y había que comprar antivirus, que un técnico tímido y mal vestido instalaba en un local sucio de computación. Discos duros con novelas y ponencias enteras se han esfumado para siempre en la época de los virus informáticos. Causaba risa que algo tan abstracto e incorpóreo tuviera un virus. ¿Qué analogía era esa? Las computadoras enfermas. Después supimos que los virus eran engaños y maldades. Luego, con las redes sociales, lo viral se hizo viral y se utilizó para hacer referencia a la propiedad de que algo –un contenido– se transmite por la red en una secuencia de contagio exponencial –el R0 que ahora aprendimos que mide el ritmo de reproducción–. Viralizar significaba que de boca en boca –lo que antes hacía, por ejemplo, que una obra de teatro fuera de culto– pero sin hablar, usando las plataformas y sus redes de amigos de mis amigos, un contenido se pasara a velocidad desenfrenada en internet tocando a millares de contactos que a su vez lo volvían a compartir; retuitear o hacer noticia por lo ocurrente, gracioso, insidioso, triste, patético, revolucionario o tabú que podía ser. Desde entonces hemos visto casi sin querer videos sexuales de celebridades, una convocatoria a una protesta, un tropezón de un político o el cadáver de un suicidado.


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Sin embargo, el salto que dio el coronavirus no fue solo un salto zoónico, sino también un salto inverso de la metáfora. Un salto hacia la vieja escuela vírica infecciosa. Un virus que te abomba la cabeza, te rompe las costillas en un sinfín de toses y te hace rezar tomado por una chuchemia incontrolable, bajo el peso aplastante de un pilón de frazadas, hasta la internación, la intubación y la expiación. O no tanto. Pero no es ese el problema del escritor –no es la muerte, porque para algo escribe–, el problema es cómo tratar el contagio como nueva mediación en los personajes. ¿Cómo serán esas líneas descriptivas en las que la paranoia sea la personalidad y no una pincelada kafkiana? ¿Cuán mal imitaremos a Kafka? Es gravísimo el futuro que se viene, entonces. ¿Cómo serán esos capítulos en los que la paranoia sea correspondida hasta decodificar amor? Insoportable. ¿Cómo serán esas líneas en las que todo el drama pase por una gota de estornudo cuando salpica la lata de zanahorias bebé que termina de sacar de la góndola nuestro protagonista? ¿Hasta qué hartazgo los personajes caminarán por una Buenos Aires desierta y recordarán pogos, graduaciones, zaguanes, marchas, tribunas, cines, baby showers, albergues, primeras comuniones y sótanos beat con melancolía en la piel? Peor aún, ¿cuántos personajes tendrán problemas dermatológicos para aludir a la falta de contacto físico? Personajes con picazones, ampollas, granos, escamas serán somatizados en cada golpe de tecla; hasta la carne viva no pararemos. El virus, también, nos permite asociar con lo minúsculo y lo invisible que son la materia prima y el fin, a su vez, de una novela pasable, de un cuento correcto, de un poema penetrante. Escribimos palabra tras palabra. ¿Hay algo más pequeño que las letras de molde en un libro, que los tipos en el programa de texto? Y, por lo general, tratando de desgranar minucias en un infinitesimal sentido de lo verdadero es que tal vez, si tenemos suerte, encontramos un todo literario. La cultura es lo mínimo. Un sentimiento, un gesto, una contracción sintáctica, una figura retórica de dos palabras. Cuanto más enfocado, con bordes, rugosidades, motas de aroma y un claro espiral de contradicciones, más fulgurante será la escritura. Pero habrá que huir de las ideas virológicas de lo invisible. Significar todo aquello que es un ente como virus, cualquier peligro como un virus, es una mala decisión expresiva sobre qué hacer con los materiales que nos da la pandemia. No, no todo es un virus. Renunciemos a


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esa idea esotérica, sobre todo cuando hay un virus real, tan real como el dolor que causa morderse la lengua al masticar mal. Pero el virus trajo la peste. La peste es el paisaje de la enfermedad comunitaria. Se han escrito maravillas y mediocridades. La historia del arte fue escrita con pestes. Algunos eligieron el fenómeno para crear escenarios que devinieron en una historia del urbanismo pero del progreso también: la ciudad-hospital, la ciudad-morgue, la ciudad-orfanato, la ciudad-manicomio, la ciudad-cárcel, la ciudad-refugio y la ciudad delatora. Otros, para conjurar el tánatos eligieron el erotismo, el recuerdo y la negación que nos permite la ficción. Esto nos traerá el problema de escribir personajes embarbijados y paranoicos; será una nueva referencia de aquí a, por lo menos, diez años, un siglo. El impacto que nos causa el cambio en la manera de circular, en la profilaxis extendida con instrucciones y mensuras, en el alejamiento como salvación también será un signo de los tiempos. Y hay otra categoría que desparramará más tristeza que las otras: la económica. La historia en relación con el dinero que se esfuma, el dinero que se nos niega, al fracaso económico es siempre un estructurador fenomenal. Todos o casi todos estuvimos ahí. A partir de ahora la mendicidad, la usura, la estafa, el achicamiento, la caridad serán los vectores para hablar de traición, frustración y solidaridad. La caída estrepitosa de artistas sin escenario, plató, galería, ferias ni aplausos será una nueva bohemia sin tertulias ni mozos. Biografías de artistas desgraciados con alza póstuma de su cotización. La cuarentena nos dará otro de los estereotipos de una literatura pospandémica. Ya sabemos: la torre, el altillo, el sótano, la catacumba, el cuarto matrimonial, el balcón y la mirada hacia un afuera envenenado son un buen caldo para hacer textos de descubrimiento, locura y lascivia. Textos que den cuenta del tedio como ocio y como replanteo del consumo, de una nueva vida familiar o de un nuevo yo en solitario. Las historias son miles pero la queja puede ser la misma enmarcada en un lenguaje autocomplaciente, lastimero y amargado, como una literatura del yo complaciente, quejosa y depresiva. Qué mejor que encerrar a tu personaje en una celda a torturarse.


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Tal vez, encerrarlo a soñar que es libre. Tal vez, una literatura del silencio. El confinamiento, aunque sea mental, siempre es necesario en la escritura. Partimos de ese encierro para escribir, y trasladamos en una voz narrativa la sensación acumulada. La pose es la de abrir una puerta para salir, lentamente, con algún control estilístico, estético y ético. La escritura es, también, y en simetría con el efecto del aislamiento, una añoranza del cosmopolitismo, de la bohemia, de la juventud, del coraje, de la sensualidad, de la inteligencia, del sentimiento, del sarcasmo y del humor que hubo y habrá en nuestros cuerpos y en nuestras ideas. ◆


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Maximiliano Ricardo Fiquepron

Profesor universitario en Historia por la Universidad Nacional de General Sarmiento (UNGS); doctor en Ciencias Sociales por el Posgrado en Ciencias Sociales del Instituto de Desarrollo Económico y Social (IDES) y la UNGS. Fue becario doctoral y posdoctoral del CONICET hasta el año 2017. Su campo de estudio comprende los distintos aspectos socioculturales y políticos vinculados a epidemias ocurridas en Argentina entre los siglos XIX y XX. En 2016 su tesis doctoral fue premiada con el primer premio del Concurso de Tesis de la Asociación Argentina de Investigadores en Historia (AsAIH). El premio consiste en la publicación de la tesis a través de una editorial. Actualmente se encuentra en proceso de edición a través de la editorial Siglo XXI Editores.


Atuor

¿Recordaremos el Covid-19?: reflexiones sobre memoria, historia y epidemias

Introducción

“E

l mundo ya no será el mismo”, nos dicen algunos. Para otros, todo será igual que antes, solo que un poco peor. Desde que el Covid-19 comenzó su desarrollo en Wuhan, surgieron una cantidad cada vez mayor de reflexiones de este tipo. Y también otras: ¿esta experiencia es inédita en la historia mundial?, ¿nunca antes hemos vivido un evento similar? A varios ha sorprendido descubrir que en 1918 existió una pandemia mundial de características similares, que se cobró la vida de millones de personas en todo el mundo. ¿Tenemos amnesia colectiva y olvidamos estos episodios traumáticos? ¿Por qué la llegada del Covid-19 parece hallarnos en un estado de desconcierto sobre las experiencias epidémicas pasadas? La historia, en tanto disciplina, puede ofrecernos reflexiones y reconstruir experiencias pasadas. Pero seamos honestos: sería pedirle demasiado si esperamos encontrar en ella la clave para sobrellevar esta crisis mundial. De lo que se trata, entonces, es de pensar desde la historia, atando este evento tan particular a otros, conociendo experiencias semejantes, y sobre todo, utilizando algunos de sus temas y conceptos predilectos. Uno de ellos es la memoria.

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¿Recordaremos del autor el Covid-19?: reflexiones sobre memoria, 70 Título historia y epidemias

Los caminos de la memoria Como señala Enzo Traverso, la memoria se compone de representaciones colectivas del pasado tal como se forjan en el presente, y permite estructurar identidades sociales, inscribiéndolas en una continuidad histórica y otorgándoles un sentido, una dirección. Estas memorias compartidas por una comunidad se denominan “memorias colectivas” y tienen algunas características que serán centrales en el momento de reflexionar sobre el fenómeno. En primer lugar, la memoria colectiva simplifica y tiende a ver los acontecimientos desde una perspectiva única, que rechaza la ambigüedad y hasta reduce los acontecimientos a arquetipos fijados. Incluso en ocasiones los distorsiona, selecciona y edita para lograr instalarse como una verdad esencial, indiscutible. En segundo lugar, en general la memoria adopta formas narrativas, siguiendo estructuras de otros relatos construidos y fijados. En esta conformación, las representaciones del pasado (nuestras memorias colectivas) quedan estilizadas y simplificadas. Tan importante como estas características es reconocer que la formación de una memoria colectiva se produce a través de diversos actores, que inciden y producen esas memorias. Se habla de “memorias fuertes”, mantenidas oficialmente por el Estado o diversas instituciones, o memorias “débiles”, que no consiguen calar hondo en la trama social y son susurros de minorías étnicas, sociales o de género (por mencionar algunos casos). En otras palabras, la conformación de una memoria colectiva no es un acontecimiento pasivo ni acumulativo, sino que operan diversos actores que refuerzan algunos relatos por sobre otros. Quizás un ejemplo pueda ilustrar estas valoraciones y aportes teóricos. En 1871 ocurrió en la ciudad de Buenos Aires una epidemia de fiebre amarilla que ocasionó enormes pérdidas humanas y económicas. Durante seis meses, la vida de todos los porteños cambió radicalmente producto de la muerte masiva, el desabastecimiento de alimentos, la falta de insumos para ayudar a los enfermos y el éxodo de gran parte de la población hacia las afueras de la ciudad. La cifra final de alrededor de 13.000 fallecidos (para entonces la ciudad tenía un promedio de 5000 defunciones anuales) reflejaba algo de ese drama humanitario. En ese contexto, Juan Manuel Blanes, célebre pintor


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de la época, realizó un cuadro cuyo tema era la epidemia. Un episodio de la fiebre amarilla en Buenos Aires fue expuesto en el foyer del Teatro Colón durante varios días de diciembre de 1871, y la población concurrió en forma masiva a verlo. El cuadro deviene un buen ejemplo ya que fue tomado como referencia de las epidemias de Buenos Aires una y otra vez, se volvió un testimonio no solo de lo que fue la fiebre amarilla de 1871, sino de cualquier otro fenómeno similar. Eclipsó todas las experiencias epidémicas previas (y también posteriores) y quedó así conformado un “recuerdo de la peste” que tomaba a 1871 como medida de la calamidad. Convertido en una especie de instantánea, una fotografía del drama, el cuadro de Blanes eclipsó otras experiencias, y al momento de pensar en nuestro pasado compartido, se volvió una referencia inmediata. Una memoria colectiva de la peste, podríamos afirmar. Ahora bien, es cierto que los porteños no habían atravesado una epidemia tan agresiva, pero eran continuamente asediados por la viruela, el sarampión, la tuberculosis y la escarlatina. Incluso algunos años antes, en 1868, el cólera arribó a la ciudad produciendo la muerte del vicepresidente de la nación, además de miles de muertos y una profunda crisis social. Sin embargo, no hay demasiados registros en la memoria colectiva de estos eventos. ¿Por qué? ¿Por qué no recordamos que Marcos Paz murió de cólera ejerciendo la vicepresidencia, y sin embargo reconocemos a José Roque Pérez y Manuel Argerich (los protagonistas del cuadro de Blanes)? Mi hipótesis es que la epidemia de 1871 logró adecuarse a un modelo narrativo, una manera de ordenar el caos que fue vivir durante meses entre el miedo, la desolación, el hambre y la muerte de gran parte de la comunidad, mientras que otros eventos muy similares no lo lograron. En otras palabras, no hay un cuadro del cólera de 1868, ni libros de especialistas, ni notas periodísticas que lo rememoren. Así, el cólera de 1868 fue una memoria “débil”, recordada por pocos, mientras que la fiebre amarilla de 1871 logró conformarse en una memoria “fuerte” de ese pasado. Se estilizó en una pintura, logró adquirir formas artísticas que le permitieron no solo trascender en el tiempo sino ser evocado una y otra vez, para contarnos a los que vivimos en el siglo XX (y ahora en el XXI), que allá lejos, en el siglo XIX, hubo una catástrofe llamada “la fiebre amarilla de 1871”. ¿Podrá el Covid-19 tener una modelización similar?


¿Recordaremos del autor el Covid-19?: reflexiones sobre memoria, 72 Título historia y epidemias

Recuerdos de epidemias El Covid-19 está generando una experiencia social que posiblemente deje registros en nuestra memoria colectiva al menos en el corto y mediano plazo, de eso nadie tiene dudas. El impacto económico que ya ha producido en todo el mundo dejará una serie de dolorosas experiencias colectivas, que seguramente lograrán retratarse en diferentes expresiones. Pero en cuanto a la propia epidemia, las narrativas que reconstruyen las peripecias de médicos, las entrevistas a especialistas (desde sanitaristas a antropólogos) y la interminable cantidad de imágenes y videos en las redes sociales seguramente hallarán un momento de condensación, en el cual algunos predominarán por sobre otros. ¿Recordaremos los aplausos a las nueve de la noche? ¿Las filas para entrar a los comercios? ¿Los barbijos (que ya adquieren la nueva denominación de “tapabocas”)? ¿Las interminables jornadas del confinamiento? ¿Recordaremos el silencio en las calles, las plazas vacías? No lo sabemos. Pero lo que sí es seguro es que no recordaremos todas estas experiencias, sino solo algunas. Y también considero que esta memoria colectiva estará condicionada por dos variables. La primera es la narrativa mundial del Covid-19, a la cual desde nuestro país nos conectaremos y haremos las modulaciones propias de nuestra experiencia. Me refiero a que no es lo mismo un país que realizó fosas comunes para miles de cadáveres, a otro en el que la epidemia fue un potencial peligro que nunca llegó a materializarse. Sin embargo, el peso decisivo que algunos países tienen en el momento de generar identidades culturales (Estados Unidos y Europa, sobre todo) seguramente permeará la memoria colectiva que tengamos del Covid-19. En esta línea, el Estado (nacional, provincial, municipal) es otro actor decisivo. Tanto por su accionar o por su silencio, el Estado puede ser promotor de políticas de memoria. Tenemos muchísimas experiencias a mano, quizás la más reciente sea la generación de una memoria en torno a las dictaduras del siglo XX, y la conformación de una valorización de los derechos humanos. La pregunta, un tanto disparatada quizás, que podríamos formularnos es: ¿el Estado creará alguna política de la memoria (un monumento, un día conmemorativo, por ejemplo) por esta epidemia? ¿La pandemia mundial amerita ese tipo de intervención? La segunda variable es la posibilidad concreta de desarrollar e implementar una vacuna. Los expertos no concuerdan del todo, pero en general afirman que el mejor de los pronósticos solo puede asegurar una vacuna para 2021, lo que abre un período relativamente amplio de incertidumbre, con el confinamiento y la distancia social como únicas herramientas para enfrentar al Covid-19. Es muy posible que estos meses que pasemos con la ansiedad


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de una resolución, produzcan una huella en nuestra memoria colectiva. Sin embargo, la llegada de la vacuna muy posiblemente borre mucho de lo vivido. Y aquí utilizo una vez más un ejemplo histórico. La viruela que durante siglos fue un azote de pueblos y ciudades, logró ser erradicada a través de un ambicioso programa de vacunación mundial hace apenas cuarenta años. ¿Qué recordamos colectivamente de ella? ¿Recordamos siquiera que erradicamos una de las enfermedades más mortales del pasado? Lo que intento afirmar es que desde que Louis Pasteur y Robert Koch (por citar solo dos figuras icónicas) lograron descifrar la esencia de las enfermedades infecciosas, algo cambió en nuestras representaciones sobre las enfermedades.

Cultura y covid-19 De acuerdo con Federico Kukso, las historias que nos contamos influyen en la manera en que vemos el mundo. Lo encuadran, nos ayudan a pensarlo y hacerlo posible. Eso, a grandes rasgos, es lo que podríamos denominar cultura. Solemos pensar que cultura es un libro o una escultura, y de hecho lo son. Pero además la cultura es narración, acción, creación, movimiento. Pensar el mundo, pero también habitarlo. Siguiendo al antropólogo Clifford Geertz, podemos entenderla como una red de sentidos, una trama que nos permite volver inteligible nuestra realidad. Entonces, desde esa concepción, la cultura es esencial a la hora de reconstruir el tejido social de una comunidad desgarrada por un evento como la actual pandemia mundial. Esta cultura, que busca “atar” lo caótico de la incertidumbre y el miedo, inunda las redes sociales y nuestra vida cotidiana. Solo a modo de ejemplo, comentaré la utilización de un poema titulado “Cuando la tormenta pase” o “Esperanza”. El poema es un ejemplo muy notable no solo de esta producción cultural en tiempos de pandemia, sino también de las peculiaridades del proceso. Comenzó a circular en las redes sociales a principios de abril, recitado por destacadas personalidades de la cultura, tanto de forma individual como colectiva. Incluso se afirma que el propio papa Francisco se emocionó al leerlo. Es el siguiente:


¿Recordaremos del autor el Covid-19?: reflexiones sobre memoria, 74 Título historia y epidemias

Cuando la tormenta pase y se amansen los caminos y seamos sobrevivientes de un naufragio colectivo. Con el corazón lloroso y el destino bendecido nos sentiremos dichosos tan solo por estar vivos. Y le daremos un abrazo al primer desconocido y alabaremos la suerte de conservar a un amigo. Y entonces recordaremos todo aquello que perdimos y de una vez aprenderemos todo lo que no aprendimos. Ya no tendremos envidia pues todos habrán sufrido. Ya no tendremos desidia seremos más compasivos.

Valdrá más lo que es de todos Que lo jamás conseguido Seremos más generosos Y mucho más comprometidos Entenderemos lo frágil que significa estar vivos, Sudaremos empatía por quien está y quien se ha ido. Extrañaremos al viejo que pedía un peso en el mercado, que no supimos su nombre y siempre estuvo a tu lado. Y quizás el viejo pobre era tu Dios disfrazado. Nunca preguntaste el nombre porque estabas apurado. Y todo será un milagro y todo será un legado y se respetará la vida, la vida que hemos ganado. Cuando la tormenta pase te pido Dios, apenado, que nos devuelvas mejores, como nos habías soñado.


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Algunas apreciaciones sobre este fenómeno. En primer lugar, desde su circulación en redes sociales se le dio el título de “Cuando la tormenta pase”. También se aludió la autoría a Mario Benedetti, uno de los poetas latinoamericanos más leídos en todo el mundo. Benedetti falleció en el año 2009, y algunos asociaban que fue escrito para otro contexto de crisis, posiblemente las dictaduras sudamericanas de la década del setenta. Sin embargo, surgieron comentarios que la autoría real no era de Benedetti sino de un humorista cubano, Alexis Valdez, quien reside actualmente en Estados Unidos y tiene un programa televisivo. Valdez salió en su programa a confirmar la autoría y el verdadero título: “Esperanza”. ¿Es casual que el poema haya sido adjudicado a uno de los más importantes poetas latinoamericanos? No lo creo. Creo que más que un error menor, el ejercicio de buscar enmarcar este poema en la obra de Benedetti es una forma de posicionarlo como algo digno de ser recordado. Algo así como el cuadro de Blanes, un recuerdo memorable en tiempos de peste. Por otra parte, el poema también se apoya en un tópico recurrente durante las epidemias: lacolaboración y la solidaridad. Suele ocurrir que ante eventos tan dolorosos y angustiantes se produzca un reconocimiento público hacia aquellos que se enfrentan a la crisis y ponen en peligro su vida por la de otros. En los medios de comunicación y las redes sociales son abundantes este tipo de valoraciones hacia enfermeros y médicos, como aquellos que están en la primera línea de batalla. No aparecen tanto los recolectores de residuos, el personal docente o los fabricantes de insumos básicos (alcohol en gel por ejemplo), pero es esperable, ya que el personal de salud se recorta inmediatamente como los “héroes” de esta cruzada. Al mismo tiempo, las epidemias desnudan carencias e inequidades, como el bajo sueldo de médicos y enfermeros, o los carteles de algunos vecinos que intiman al personal de salud a que se retiren del edificio para no exponerlos al Covid-19. ¿Recordaremos el poema? Quizás. ¿Y los carteles de “somos tus vecinos y queremos pedirte por el bien de todos que te busques otra vivienda mientras dura esto”?


¿Recordaremos del autor el Covid-19?: reflexiones sobre memoria, 76 Título historia y epidemias

Desmemorias ¿Qué recordaremos, entonces, de la pandemia? Sin duda quedarán las experiencias individuales, las charlas de sobremesa recordando alguna anécdota y una enorme cantidad de publicaciones editoriales (desde crónicas personales, análisis filosóficos hasta libros de autoayuda) que seguro llegarán pronto. Me atrevo a decir que algo de eso quedará en la memoria colectiva durante algunos años, que el Covid-19 dejará alguna huella. Sin embargo, no coincido con las interpretaciones que vaticinan (a veces irresponsablemente) que ya nada será igual. Se suele pensar que un fenómeno tan particular necesariamente tiene que dejar secuelas profundas en la trama social, cambiar las instituciones, modificar nuestra forma de ser y de convivir con otros. Pero lo cierto es que ninguna epidemia per se modificó una sociedad, e incluso la aparición de estos discursos extremos son recurrentes durante una epidemia. La historia puede ayudarnos con ejemplos: ni la gripe española de 1918 ni la poliomielitis (que durante décadas afectó a todo el mundo) logró realizar cambios radicales en las formas de sociabilidad. Después de esos eventos críticos (e incluso durante) no dejamos de abrazarnos ni de reunirnos. Mientras dure esta pandemia, en el corto plazo, las medidas restrictivas van a incidir en las formas de sociabilidad, van a hacer mella en nuestra vida cotidiana. Pero esos cambios no necesariamente van a dar a luz a una nueva realidad social y/o cultural. Transformaciones de esa magnitud no suelen


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ser engendradas por un episodio aislado (una guerra, una epidemia, un terremoto), sino que, en el mejor de los casos, aceleran procesos que ya se encontraban en desarrollo. En donde quizás se produzcan cambios más significativos es en otro registro, en ocasiones menos perceptible. Los estados modernos han tenido un protagonismo central al lidiar con esta pandemia y la forma de gestión, detección y tratamiento del virus fue decisivo para evitar catástrofes (o colaborar a producirlas). El lugar de los expertos en materia de epidemiología y también los descubrimientos logrados desde dependencias estatales parecen constatar que el Covid-19 instaló la necesidad de estados más presentes en el área de salud. Un país más atento a la capacidad de camas y respiradores en sus hospitales, con mejores salarios para el personal de salud, y con un sistema sanitario más organizado al momento de curar y cuidar a sus habitantes. Ojalá así sea. ◆


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Paula Hernández

Argentina 1969. Directora/ Guionista/ Productora. Es egresada de la Universidad del Cine de Buenos Aires, fue becaria del Berlinale Talent Campus, y ha recibido fondos de Visions Sud Est Fund, Global Film Initiative, Equinoxe TBC, Berlinale Co-production Market, Programa Ibermedia, Fondo Nacional de las Artes. Con su primer largometraje, Herencia (2001) obtuvo entre otros galardones el Premio Ópera Prima en el Concurso Nacional de Óperas Primas del Instituto Nacional de Cine y Artes Audiovisuales de Argentina (INCAA). Lluvia (2008) ganó el Premio Especial del Jurado y el Premio a la Mejor Actriz en el Festival de Cine Iberoamericano de Huelva y Mejor Película en Mannheim Film Festival. Los sonámbulos tuvo su premiere mundial en TIFF (Platform Competition), y fue seleccionada entre otros para el Festival de Cine de San Sebastian (HL), AFI Fest, Chicago International Film Festival, y Festival del Nuevo Cine Latinoamericano de La Habana, en donde recibió el Premio Coral a la Mejor Película, Mejor Guión y Mejor Actriz.


Atuor

Érase una vez...

“E

rase una vez, en días pasados, las personas vivían de una forma muy diferente a la actual. Ya sea mejor o peor, nadie puede decirlo. Pero luego todo cambió el día en que el hombre vio por primera vez su reflejo”.

A modo de prólogo y con esas palabras empieza Svyato, la película de Víctor Kossakovsky. Vi esas imágenes por primera vez cuando el mundo era colectivo y cercano. Fue durante un Bafici y recuerdo una sala colmada de espectadores sumergidos en la oscuridad mientras la luz de la pantalla nos iluminaba con aquella pequeña experiencia rusa. Recuerdo también que la emoción que me produjo el final de la historia, hizo que mi compañero de butaca me pasara su pañuelo (¡de tela!) para secarme las lágrimas. Hoy nada de eso sería posible. Llevamos ocho semanas de cuarentena oficial, aunque podría agregar unos días más a mi calendario pandémico desde que se suspendieron las clases. El 16 de marzo empezó mi primer aislamiento social. Encerrada en mi casa. En familia. Ocho semanas son 56 días o 1344 horas, pero los números no alcanzan para caracterizar, en este tiempo sin tiempo que a veces corre rápido y otras, lento, la emocionalidad con la que atravieso este confinamiento. Soy claustrofóbica pero para contrarrestar, también soy una persona optimista que le suele imponer voluntad a las fobias más feroces. Al inicio de todo esto, me autoconvencí de que este momento excepcional podía ser de un gran desafío personal. Como un viajero que arma su bitácora, diseñé un plan de actividades. Entre lavandinas y alcohol en gel, habría tiempo no solo para desinfectar con obsesión, sino también para pensar, leer, escribir, buscar ideas para futuras películas, ver filmes de otros, filmar mi cotidiano. Hacer yoga con regularidad, hacer gimnasia como una confinada resistente, hacer jardinería, hacer limpieza todos lo días, hacer con mi hija su tarea escolar. Ser buena madre y ser buena hija. También ser buena pareja. Ordenar libros, papeles, ropa, vajilla, juguetes… ¡Uff!

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El plan ideal de este exceso de productividad fracasó hacia a la tercera semana, o más bien fue mutando como mutan los virus. Lo única actividad que logró preservarse con continuidad fueron las películas. Una o dos por día. La cultura salva, dicen algunos. ¿Salva? Vuelvo a Svyvato. Para quienes no la han visto, el realizador interviene la intimidad familiar, retratando el momento en que un niño de dos años se reconoce a sí mismo frente a un espejo. La película concluye con esa escena, pero hasta llegar ahí, el hijo atraviesa una paleta de emociones frente a la imagen desconocida que se desdobla ante sus ojos. Kossakovsky diseña una puesta en escena de la espera y como un cazador ante la presa, resiste paciente hasta que se produce el acontecimiento. Es sabido que este es un proceso visceral por el que atravesamos todos los seres humanos ante ese instante fundante de soledad y autoconocimiento. Volví a emocionarme, pero a diferencia de aquella primera vez, el final me pareció desolador. ¿Cómo sobrevivir al desconcierto que genera un mundo nuevo? ¿Habrá otro con quien contar o será que cada uno debe ocuparse de su propia supervivencia? ¿La vida de ahora en más será gélida como ese espejo? La demanda que cargué en mis espaldas me trajo cansancio pero principalmente turbación, como a Svyvato. Dejé que apareciera el temor, la angustia, la fantasía (concreta, posible) de la finitud propia y de mis seres queridos. Abrir la puerta de salida de casa es asomarme a una vida sin abrazos, sin cuerpos. A salvo del coronavirus pero lejanos, controlados por el big data, las multas, el vecino delator y nuestro superyó al palo. Hiperconectados a través de una pantalla. O ligeramente cercanos, a dos metros rigurosos, con sonrisas bajo el barbijo y protectores que desdibujan la mirada. La aceptación de que empezamos a vivir una nueva (a)normalidad es insoslayable. Como todo mundo nuevo, es desconcertante. No hay señales que ayuden a orientarme. Vivimos el ensayo y error ante una humanidad que cae volteada como fichas de dominó. Esos que caen podemos ser nosotros, el de al lado, el de enfrente. La crisis sanitaria trajo consigo una crisis social global que deja al desnudo un sistema capitalista descarnado que pone al planeta al borde de su devastación. Vienen a mi memoria imágenes de manifestaciones culturales, especialmente las películas de ciencia ficción que miraba en la juventud, cuando toleraba mejor los apocalipsis. La cultura es una gran estructura que contiene algo más profundo que el entretenimiento que tan atrapados nos tiene en este confinamiento. Es lo que nos da identidad como seres humanos, una forma de pensar, de sentir, de hablar, de manifestarnos.


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Es lo que traemos desde los inicios, nuestro presente y futuro. Me pregunto entonces: ¿de qué sirve la cultura en este mundo enemigo de lo humano que nos lleva a colapsar? Tengo que poder reflexionar sobre todo esto pero no sé por dónde empezar. La cuarentena no deja de ser vivida para nadie como un obstáculo, ese que ahora nos arrincona y nos exige que nos preguntemos por las verdaderas necesidades. Día a día se pone en valor lo que tenemos, lo que falta y lo que sobra. Nos exige también una capacidad de reflexión que me deja exhausta y que me interpela. Ni siquiera el humor popular, los memes, los videos caseros, la infinidad de ocurrencias culturales hilarantes que atiborran las redes y los celulares nos dejan escapar de las consecuencias del virus biológico. Tampoco las bellas imágenes de los animales tomando el mundo urbano. ¿De qué hablamos cuando vemos los ciervos paseando por las calles de Japón? ¿Y la porción de cielo prístino que me permite reflexionar con mi hija sobre el universo cuando subimos a la terraza a buscar el horizonte? ¿Y las calles silenciosas, sin consumo y vacías como si fuera un feriado eterno? No puedo dejar de pensar en el horror que encierra toda esa belleza. Atrapada en esta nueva realidad. Fascinada decodificando estadísticas, pronósticos, análisis médicos, biológicos. Es de locos, pienso. Me desconozco. Me convierto en creyente de casi todo con tal de encontrar respuestas a lo que se avecina. Lo que veo ante mis ojos es el miedo a perder lo que nos hace humanos. Pero la humanidad que conocemos es la que nos llevó a este mundo distópico que nos aturde con su velocidad. Intento que el desconcierto no me haga descarrillar del todo porque la presencia de una infante de siete años hace que un hilo de cordura y salubridad me sostenga del mejor lado de la vida. La miro y pienso cómo voy a transmitirle que la vida se vive sin miedo. O en tal caso, con fortaleza para afrontarlo. La inquietud de que algo extraño ocurre afuera deja a mi hija con la misma expresión de extrañeza con la que observa su vida social/escolar por Zoom. Intento explicarle. ¿Dónde quedan mis convicciones? Quizás lo adquirido ya no sirva del todo.


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Procuro buscar concentración para dedicarme a lo que hago. Pensar en mi “hacer cultural”. Cuento historias, hago películas. Soy eso, me digo. Pienso en Los sonámbulos. Me llevó cinco años gestarla, y esa reflexión sobre una familia en la que dos mujeres buscan la emancipación dialoga con el discurso feminista y la ruptura de modelos patriarcales sin haber sido el punto de partida del guion. Pero “la cultura” está viva, dinámica, nos traspasa tanto en la vida como en todas las manifestaciones creativas. ¿Qué va a pasar con las temáticas que abordaremos de ahora en más? El virus va más allá del virus biológico y deja un manto de problemáticas estructurales a la vista. Ojalá hablemos de eso. Mi productor me pide que aproveche este tiempo y que escriba un guion. Todo lo que se me cruza por la cabeza se relaciona con la pandemia y me niego hacer una película sobre eso, sin distancia para entender nada de nada. Hay que dejar que sedimente. El hábito de “filmar” no lo pierdo, registro a mi hija casi a diario desde el día uno de la cuarentena. También hacemos entre todos un corto familiar, una excusa para entretenernos a partir de un pedido que viene de afuera. Filmar con un celular y dos veladores te hace volver a foja cero. No tengo casi nada y con eso hay que arreglarse. Me remonto a la historia del cine y hubo experiencias que surgieron de la necesidad y de la ausencia de recursos. También del encierro mismo. El equívoco, creo, es que pensemos que eso es suficiente y que nos intoxiquemos en un futuro cercano con películas que hablen todas de lo mismo. Un brote de registros surgidos de lugares íntimos más o menos similares que tiene la validez de retratar el momento que nos rodea, pero de ninguna manera esa forma circunstancial de validez, garantiza la construcción de lenguaje. El cine exige de una rigurosidad que esta inmediatez no tiene. Y la urgencia de un cineasta por filmar (y no hablo de una urgencia temporal sino del sentido de hacer cine) nada tiene que ver con mantenernos ocupados en la cuarentena. Por una semana pienso en planos y escenas y me siento lejos del coronavirus. Aprendo, pero tengo plena conciencia de que eso no es obra. Es un pasatiempo. La ansiedad con la que engullimos cultura está al alcance de la mano con solo tocar el botón ON. Saltamos de link en link, de sitios gratis a sitios promocionales. Abro las claves de mis películas –las digitalizadas porque


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también soy de la época del analógico y el celuloide– para que todos tengan acceso a ellas. Hay solidaridad y también necesidad personal de los artistas de que las obras tengan una vida por fuera de nosotros. Hay una idea generalizada (¿y democrática?) de que si la cultura no puede vivirse en las calles, puede venir a nuestros hogares. Perdón, no puedo no disgregarme, ¿a las casas de quién? El virus nos trajo el aislamiento, pero no es para todos igual. No todos tienen internet, ni plataformas, ni pantallas. Muchos ni siquiera tienen casa. Me angustia pensar en los millones de personas que se caen del mapa diariamente. Es difícil seguir pensando cuando la vida y las necesidades esenciales se ponen en primer plano. Vuelvo. La pandemia nos refugia en modalidades virtuales, pero no imagino que el futuro sea eso. La cultura es encuentro, ¿pero qué tipo de encuentro será posible? No volver al cuerpo no parece una posibilidad para nadie. El cuerpo es individual pero también es cuerpo con otros ¿O alguien imagina que el cine podrá resolverse con blue screen, con actores y actrices actuando solos/as para juntar sus cuerpos con la magia de la posproducción? ¿Nadie podrá estar a menos de dos metros, tocarse, olerse, besarse, abrazarse, pelearse? ¡No! Escucho a colegas que arriesgan nuevas formas de dirección a distancia. A través de un dispositivo, un director da indicaciones a un actor que está en una locación y que a su vez se ocupa de ejecutar el encuadre que el director le indica desde la computadora. Veo los resultados. Son experiencias, efectivas algunas, pero me generan sospechas. Dudas. Internet está plagada de experimentos en manos de nuevas generaciones que encuentran allí expresiones culturales arriesgadas, pero lo que sean, por ahora ninguna de estas reemplaza al cuerpo. ¿Cómo filmaremos? El cine, como expresión artística, da trabajo a mucha gente. La futura organización de un set quizá sea para pocas personas con muchas medidas de seguridad sanitaria. “Pocas personas” implica menos técnicos trabajando. O muchas más películas para que esos técnicos puedan desarrollar sus trabajos, pero eso es claramente una utopía en una industria rota por la crisis que acarreamos y que se agudizará sin dudas. Si hablamos de cultura, hablamos de diversidad de imaginarios pero también de esquemas de producción: filmar con dos veladores y un celular no debería ser la única herencia que nos deja la pandemia. En tal caso, que esta decisión sea una elección estética. Yo misma pienso últimamente que filmar con poca estructura es donde me siento cada vez más cómoda, pero no es un parámetro general. Apelo a esta idea, porque se corre el riesgo de que el futuro sea puro darwinismo cinematográfico.


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Las organizaciones, las instituciones públicas y privadas, las productoras culturales y los festivales que logren subsistir tendrán también grandes dificultades para reorganizarse logística y económicamente. Ni hablar de los esquemas independientes. ¿Habrá medidas de apoyo extraordinarias del Estado, presente en tiempos pandémicos? ¿Será que las plataformas de streaming y algunos medios que abultan sus bolsillos en esta cuarentena pondrán su tajada para la producción de nuevos contenidos, como debería ocurrir con o sin coronavirus? ¿O el mecenazgo se afianzará, dándole a la producción cultural el verdadero valor más allá de su rendimiento económico? ¿Y los festivales de cine que se unen bajo el lema We are one sobrevivirán como idea de cooperación permanente? La pandemia nos interpela para resolver temas de siempre que quedan al desnudo. Sumo otros: la educación audiovisual (cultural), la construcción de audiencias, la protección del patrimonio, el acercamiento de la cultura a nuevos públicos. Mientras enumero, pienso en el destino del filme que tengo a medio hacer, detenido entre las ideas del músico varado en México y el sonidista sin estudio de mezcla. Esta película, cuando pueda salir de su cuarentena, ¿cómo será exhibida? No fue gestada para que su vida transcurra en un monitor o en una pantalla de celular de 5.5 pulgadas. La plataforma implica no solo una transformación en la difusión, sino de lenguaje: un gran plano general de mis dos actrices filmado en un descampado pampeano, ¿qué sentido tiene en un teléfono móvil? Tendrán el tamaño de una miga, reflexiono. Pensar para la pantalla grande, la pantalla chica o el celular nos obliga como realizadores a narrar de forma distinta. Las siamesas tendrá que esperar a la fase 5, 6, o ¿cuál? ¿Cuando la gente supere el miedo a sentarse junto a un desconocido –y si sus finanzas lo permiten, claro– la verán quizás en algún reemplazo de un espacio cerrado? ¿Vuelven los autocines? ¿Vuelven los anfiteatros? ¿Y el resto de la cultura? ¿Vuelven los recitales al aire libre en grandes predios pero ahora para pocas personas convirtiéndose en exclusivos? ¿Y los museos? Quizás haya largas colas para entrar solo de a puñados a disfrutar las exposiciones sin tener que esquivar la cabeza de nadie. ¡Qué pavada!, me digo. En tal caso todas estas serán medidas de emergencia. Ya volverá el olor a encierro de la sala de cine, los susurros de la fila de atrás, el pochoclo nauseabundo y el aire acondicionado que te hace buscar el calor del cuerpo vecino. Cualquiera de las opciones que imaginemos, evidencian que no pueden robarle a la cultura su dimensión social, de encuentro presencial. Será


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distinto, pero colectivo. Hoy la virtualidad reemplaza la realidad del afuera pero también nos pone en evidencia su falta. SOMOS individuos con ese exterior que nos hace interactuar y nos da identidad. En la pospandemia habrá una convivencia entre ambas como viene sugiriéndose desde antes del coronavirus. No podemos adivinar el futuro ineludible. ¿De que serviría? Si lo más importante es este viaje de ahora y para adentro de nosotros mismos. Podemos capitalizar esta experiencia: la personal y la colectiva. La del cuerpo individual y social. La del recupero de la construcción solidaria, en conjunto. Todo esto va entrelazado y no disociado como piezas sueltas de un rompecabezas. El valor que le damos a la cultura hoy debería sostenerse cuando salgamos de las casas. Roguemos por que esas acciones nobles no queden desteñidas por la lavandina. Me lo repito a diario porque mi lado fatalista resuena como un susurro lúgubre: vamos a volver más o menos a lo mismo, el olvido de las experiencias traumáticas es a veces el mecanismo para sobrevivir. Me entristece alojar en mí este último pensamiento... ¡Plufff! Se me acaba la batería de la computadora y la pantalla va a negro. En mi reflejo adulto veo a Syvago. En el tiempo que me toma volver a encenderla, la incertidumbre que me atraviesa me recuerda algo conocido: la edición de una película. Juntar piezas, armar y atreverse a desarmar cuando suponemos que la película está finalizada. Es angustiante pero hay que atravesarlo. Saber perder o resignificar cada plano o escena, valiosos en sí mismos, pero que no encajan en la totalidad del relato. Es el camino para llegar a un equilibrio narrativo. Quizá desde un florecimiento individual, que incluya también el renunciamiento, podamos pensar en un nosotros, un nosotres, que forme un colectivo más equilibrado y justo. Quizás así sobrevivamos al horror que asoma en cada uno. Ojalá que al hacerlo haya progenitores, que haya Estado, que haya comunidades solidarias, que haya pares, que haya otros a quien podamos acompañar. En definitiva, que no estemos solos. Porque esta historia… continuará. ◆


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Hernán Vanoli

Hernán Vanoli, Buenos Aires. Estudió sociología, taxidermia, ciencia de datos. Fundó dos editoriales independientes, fue traducido y publicó traducciones, libros de cuentos: el último Pyongyang, (Random House, 2018), novela: la última Cataratas, (Random House, 2016) y ensayo: el último El amor por la literatura en tiempos de Algoritmos, (Siglo XXI, 2019). Recibió becas y distinciones de instituciones culturales. Es uno de los editores de la Revista Crisis.


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ropongo cuatro cuadrantes para clasificar las actitudes con respecto a los efectos de la pandemia en nuestras sociedades, y para construirlos sugiero dos ejes. El primer eje podría considerarse como el de cambio o permanencia. De un lado, aquellos que creen vislumbrar el inicio de una nueva era regida por el miedo y un consiguiente crecimiento del control biopolítico de las poblaciones. En el otro extremo, aquellos que sostienen que nada cambiará en forma sustancial y que poco a poco, más allá de algunos detalles equiparables a lo que sucedió con la seguridad aeroportuaria luego de los atentados de septiembre de 2001, la vida continuará tal como la conocíamos.

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El mapping del covid-19

Este eje longitudinal podría complementarse con otro eje transversal que cruzaría el pesimismo y el optimismo. Cierta izquierda estatista ve con optimismo el posible aumento del control biopolítico, una “toma de los medios de control –y acaso producción– de la subjetividad” por parte del Estado. Cierto oenegeismo también es optimista y cree que, aún sin grandes cambios, la pandemia generará una toma de conciencia a nivel global que producirá un cambio ecologista o una solidaridad mecánica humanitaria de nuevo tipo; del mismo modo que los keynesianos creen que, sin grandes cambios societales, sus ideas se verán revindicadas. Por el lado de los pesimistas, cierto progresismo liberal se espanta con un nuevo Big Brother medicalizado, espanto compartido por cierto nacionalismo antimoderno. También están los economicistas neoliberales que creen que nada cambiará: solo hablan de pérdida de empleos y estancamiento económico. Para correrme de estos cuadrantes elijo una tercera vía que no tiene que ver con la avenida del medio, ni con un reclamo nostálgico e imposible por un retorno a las lógicas de construcción de equilibrios propias del siglo XX, sino con pensar en una aceleración diferenciada de algunos procesos que venían sucediendo y una ralentización de otros. El cambio podría ser puntilloso en algunos aspectos, de gran escala en otros y, pese a eso, en muchos casos imperceptible.


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Un virus a la sombra del virus A la hora de hablar de la aceleración de ciertos procesos sugiero pensar primero en la tecnología. Las compañías tecnológicas –que no son otra cosa que, en términos básicos, plataformas de extracción de datos– son las principales ganadoras del coronavirus. Cuidadosas en las comunicaciones, empresas como Instagram, YouTube o Netflix saben que esta pandemia les está aportando una renta extraordinaria, quizá no tanto en términos de dinero pero sí en términos de datos, que valen más que el dinero. Imaginemos a miles de millones de personas encerradas, aisladas, aburridas del material soso de la televisión abierta y conectadas a estas plataformas. Todas ellas tienen un suero conectado a sus teléfonos. Todos realizan una transfusión permanente de datos. Las prestaciones gratuitas de Netflix o de YouTube a aquellos que más las necesitan fueron más bien insignificantes, cuando no nulas. No se vistieron de héroes. Optaron por la cautela y el silencio, y en algunos casos, por alianzas urgidas por la necesidad del inédito escenario. En el fondo, su situación es en cierta medida paradójica: tienen más audiencias que nunca, durante más tiempo que nunca, pero cada vez son menos los que pueden pagarlas ya que las empresas que sí producen cierto beneficio social y los estados nacionales están económicamente contra las cuerdas. Cualquiera que haya trabajado en una dependencia estatal sabe que la capacidad de negociación con estas plataformas de extracción de datos es casi nula. Son más poderosas que el Estado, mucho más que los gobiernos, y no están dispuestas a compartir información sino, tal es su naturaleza, a extraer la plusvalía de los datos a través de la venta de audiencias. Cuando me refiero a aceleración de algunas tendencias me refiero a esto: Amazon, Netflix, YouTube, la más casera MercadoLibre, líderes entre las plataformas de extracción de datos que se benefician día a día con la pandemia y lo hacen en forma silenciosa, no comparten casi nada y esperan por un nuevo orden mundial al que van a llevarse todo. Lo primero será los eslabones más débiles ante la pandemia. Por ejemplo, no sería raro que alguna de estas empresas comprase compañías de aviación o cadenas de retail, como Amazon ya hizo en los Estados Unidos con Whole Foods. Mientras nuestra vida se ralentiza, las plataformas de extracción de datos están acelerando.


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Los ganadores no usan Zoom Propongo ahora que, para pensar la aceleración del control de la economía y de las formas de vida por parte de las plataformas de extracción de datos, tomemos el caso de Zoom. Algunos creen que Zoom es una especie de “pyme” dentro del mundo de los tech giants. Nada más lejos de la realidad. Basta darse una vuelta por Wikipedia u hojear la revista Forbes para aprender que Zoom es una compañía fundada en 2012 por Eric Yuan, ex VP corporativo de Cisco. Cuenta la leyenda que Yuan fundó su startup junto a 40 ingenieros. Antes del coronavirus, Zoom tenía 10 millones de usuarios activos; hoy tiene alrededor de 200 millones y 300 millones de almitas se han visto reflejadas alguna vez en su pixelado espejo. Más allá de que las plataformas de extracción de datos son inauditables (y por eso creo que esta estimación se queda corta), lo cierto es que las acciones NASDAQ de Zoom pasaron de valer 70 a 160 dólares después de la cuarentena. Según Wikipedia, la “pyme” vale hoy aproximadamente 44.000 millones de dólares. Sin embargo, hay un punto en el cual Zoom sigue siendo una “pyme”. Me refiero a que sus protocolos de seguridad son tan endebles y su voracidad a la hora de extraer datos de los usuarios es tan grande que, en realidad, se ha convertido en un abastecedor de datos de Facebook. Datos que en algunos casos Facebook ya tenía y en otros no, y datos que Zoom vende a Facebook y a otras plataformas y empresas tercerizadoras en la cadena de la venta de datos, que los convierten en audiencias y los venden como servicio. Gracias a la carambola infectológica, Facebook tiene acceso a datos a los que antes no podía acceder, como por ejemplo, de no usuarios de Facebook que debieron loguearse en Zoom a través del sistema SDK, un protocolo de Facebook. Como si esto no fuera suficiente, Zoom pone un límite de 40 minutos a las reuniones, luego de lo cual cobra a los usuarios por vender sus datos. Más allá de que esta práctica sea bastante habitual para las apps y de que Google haga exactamente lo mismo con los servicios de reuniones virtuales hangouts y Google Meet, el caso de Zoom es ilustrativo porque nos habla de un ecosistema de consumo de la tecnología y de una convergencia hacia la valorización financiera de ciertas plataformas de extracción de datos. El circuito es el siguiente: un estado de excepción, una plataforma que está en el momento indicado y en el lugar soñado, una masificación del consumo de la plataforma, un nuevo volumen de datos y de mayor calidad, y un acaparamiento de datos por parte de Google o de Facebook y de los resellers, que derrama en un ecosistema de empresas y revendedores de audiencias desterritorializados y casi desregulados.


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Hablando de datos, uno interesante para conocer sería: ¿cuántas empresas quebraron por cada millón de dólares financieros de ganancias de Facebook, de Google, de Netflix o de Amazon (por solo citar las plataformas de extracción de datos más conocidas) durante la pandemia? Doctor Pangloss y Míster Hyde El historiador e intelectual global israelí Yuval Noah Harari plantea que hasta el momento, la moneda está en el aire y que el mundo podrá salir de la pandemia con mayor solidaridad o con mayor aislamiento. Urge a los votantes y a los líderes mundiales a llegar a acuerdos y cooperación para la circulación de objetos, recursos y personas vitales para la recuperación de la pandemia. Ante los problemas de la globalización, Harari pide más globalización. Además de esto, plantea una tensión entre vigilancia totalitaria y empoderamiento ciudadano. Para el pensador estamos cada vez más cerca de la pulsera o el chip biométrico que, con la excusa de monitorear centralizadamente los indicadores sanitarios de cada persona, entreguen los datos en tiempo real del estado de ánimo de la población, convirtiendo las fantasías de George Orwell en cuentos de hadas: el Estado podría detectar disconformes y las plataformas de extracción de datos podrían targetizar de una forma monstruosamente eficaz; ni hablar del ominoso score de ciudadanía que ya utiliza el Gobierno chino. Según Harari, para combatir esta amenaza es necesario “el empoderamiento ciudadano”. ¿Pero qué significa esto? ¿Una nueva tanda de ONG 2.0? El pensador ruso Alexander Dugin, por otro lado, plantea que la pandemia demuestra justamente el fracaso de la globalización liberal. Los estados socialistas o los muy centralizados han podido resolver los problemas que los estados liberales no pudieron, las instituciones supranacionales demostraron ser una puesta en escena incapaz de lidiar con el bienestar de sus poblaciones cuando realmente se las necesita, y el sistema financiero global muestra sus costuras y su imposibilidad de sostener la economía mundial cuando acontecen estas crisis. Para Dugin, vamos hacia un mundo multipolar con civilizaciones independientes, homologable a lo que acontecía antes del viaje de Cristóbal Colón. Incluso China se regionalizará, y los Estados Unidos aplicarán liberalismo hacia adentro y proteccionismo hacia afuera. Menciona la seguridad alimentaria y la nacionalización del comercio exterior como pasos que la gran mayoría de los países comenzarán a dar una vez rota la hegemonía del capitalismo financiero


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liberal. Enemigo acérrimo de los sistemas automatizados y la inteligencia artificial, Dugin omite plantear la relación entre estas “civilizaciones” y la gestión de los datos. Le echen la culpa a la mezquindad de la clase política –tal es el caso de Harari– o al sistema financiero global –como hace Dugin– por la destrucción generada por la pandemia, ambos se colocan casi en el mismo cuadrante de los planteados al inicio de este artículo: piensan que habrá consecuencias mundiales de relevancia e intentan ser optimistas con respecto a esto. Donde Harari ve aceleración de la tecnología, Dugin ve aceleración de la descomposición del consenso liberal globalizante. Mi planteo es que la esfera cultural, con su autonomía siempre relativa, sus tradiciones y sus malentendidos, podría matizar estas aceleraciones y ofrecer caminos alternativos.

Ralentización Cada vez que se escribe sobre la cultura debemos volver al principio de todo, como en El día de la marmota o en la vida cotidiana durante la pandemia. Hay tantas definiciones de cultura como intereses, formaciones, trayectorias intelectuales y perspectivas políticas. Aquí voy a proponer dos dimensiones para pensar la cultura, y una tercera que parece emerger como una alternativa viable luego de la pandemia. En primer lugar, la cultura existe como negocio. Es un conglomerado heterogéneo de grandes empresarios, empresas multinacionales que compran derechos y comercializan libros, pequeños comerciantes, grupos autogestionados que ofrecen espectáculos, en fin, una enorme variedad de productores que intentan captar audiencias y rentabilizar sus productos. Las consecuencias del coronavirus para la cultura como negocio parecen ser graves. Nadie sabe cuándo las audiencias volverán a fluir como lo hacían antes del virus. Nadie sabe si alguna vez esto volverá a suceder. Sistemas como el mecenazgo o los subsidios, en este contexto, parecen herramientas endebles que ya eran débiles en tiempos de normalidad, desde que trataban a los emprendimientos culturales o bien como organizaciones sin fines de lucro –en el caso de los subsidios–, o bien como startups –en el caso del mecenazgo–. Hoy, en cambio, se hace urgente pensar nuevos formatos para la relación entre estos productores y el Estado. Sucede que, tal como afirma Dugin, en estos casos el paradigma liberal de la gestión de la cultura se resquebraja. Y, como avisa Harari, hacen falta nuevas formas de cooperación y un nuevo diseño institucional que avente la participación.


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Nadie sabe cuánto tiempo pasará hasta que se descubra la vacuna, y mucho menos cuánto tiempo pasará hasta que de la vacuna se pase a una etapa de normalización. Lo cierto es que lo más vulnerables, el conglomerado heterogéneo de pequeños negocios y microentrepreneurs culturales deberá al mismo tiempo replantear sus lógicas de producción y sus contenidos. En muchos casos, el semiprofesionalismo perecerá. Ya está sucediendo en Instagram: los “vivos” de los emprendedores artísticos pueden convertirse en paisajes de desolación. Además de esto, y como dijo Peter Sloterdijk, creo que la gente tolerará cada vez menos la frivolidad. Quizás por eso la narración y las iniciativas de los famosos en cuarentena empiezan a resultar obscenos. Por otra parte, y continuando esta pequeña escala en la dimensión estética, luego de la pandemia tanto los artificios ficcionales barrocos como las narraciones íntimas encontrarán mucha dificultad para captar la atención. No obstante, y en la medida en que la economía no termine de pulverizarse, habrá una relativa ebullición de presencia de personas en espacios públicos o semipúblicos una vez que la pandemia morigere sus efectos. La pregunta en este punto es si los productos que se ofrezcan estarán a la altura de las subjetividades pospandemia. Sea cual fuere el escenario, el cambio en la franja de experiencias vinculadas a la cultura como negocio deberá ser puntilloso en términos de contenidos, como así también las transformaciones en la gestión estatal de estos sectores. A medio camino de esta reconfiguración, en slow motion estarán las librerías, galerías de arte y espacios que permitan una circulación moderada de audiencias. Se trata de espacios que otorgan una alta gratificación experiencial, a un precio muy accesible y con posibilidades de contagio mucho menores que las salas de cine, de teatro o los recitales, por solo dar tres ejemplos.

Auge y caída del distribucionismo lo-fi Otra forma de entender la cultura que paradójicamente fue superando y al mismo tiempo fortaleciendo la perspectiva economicista es la de pensarla como una suerte de superpíldora de nutrición ciudadana que prepara mejor a los individuos para enfrentarse a la vida en común. Desde esta perspectiva, la cultura es una fuente de valor que, en una relación simbiótica con el entretenimiento, aporta no solo las destrezas de creatividad y trabajo en equipo que requiere el mundo contemporáneo, sino que además pone en escena una serie de controversias entre estética y política cuyo saldo final es un cuestionamiento a las identidades sociales y los valores hegemónicos, permitiendo la búsqueda individual de una ética vital con mayores márgenes


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de libertad. Un ciudadano que ingiriera esta superpíldora con cierta regularidad estaría mejor equipado que aquel que no la ingiriese, y la ecuación no dicha parece rezar que, a mayor sofisticación de sus consumos, mayor volumen ético sobre la base de los valores antimercantilistas, de suspensión de las categorías de la vida cotidiana y de expansión de la imaginación colectiva que la cultura de las artes propone. Esta manera nutricionista de entender a la cultura viene acompañada, por lo general, por políticas públicas más interesantes que aquellos que la miran desde la perspectiva economicista. Ya no se trata de solo financiar emprendimientos más o menos caritativos o más o menos rentables a futuro. Se trata, más bien, de fortalecer ecosistemas de producción, entretenimiento y contención que podrían devenir en formas de vida. Por desgracia, esta perspectiva tiene una serie de obstáculos que la pandemia parece maximizar. En primer lugar, esta visión de la cultura como superpíldora confía en una articulación virtuosa e imposible entre el subsistema cultural privado y rentable –castigado por la pandemia–, el subsistema cultural semiamateur o independiente –castigadísimo por la pandemia– y el subsistema culturalcomunitario –que enfrentará los graves problemas económicos que quedarán como “pesada herencia” de la pandemia–. En segundo lugar, encuentra un límite al colocar el estado en un lugar de espónsor dinamizador de una competencia económica cuyas reglas más o menos justas se están derrumbando ante la restricción de las audiencias. Y en tercer lugar, al problema económico y social se le suma un problema político que el sector cultural siempre llevó sobre sus espaldas: los presupuestos destinados a cultura pueden ser medianamente decentes en tiempos de abundancia, pero dada la visión hegemónica sobre lo cultural como algo o bien superfluo o bien económicamente poco relevante, su capacidad de atraer un plus de recursos será más bien limitada.

La profecía Este panorama negro puede sin embargo funcionar como una oportunidad. Imagino un escenario en el cual las políticas culturales se enfocan tanto en la asistencia dineraria directa a los sectores más desprotegidos como en una inversión inteligente en infraestructura aprovechando el momento de crisis. Y sé que esto está en cierta forma sucediendo. Sé que se reparten libros casa por casa a personas mayores, que hay programas de voluntariado y asistencia, y que hay intentos virtuosos de articular al sistema de productores culturales con el sistema educativo y las redes de protección social. Pero siento que falta un


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paso vinculado a un nuevo diagrama productivo, un paso que más allá de la pandemia aproveche la crisis para imaginar un nuevo modo de gestión de los recursos y de la información. ¿No podría el Estado aprovechar la baja en las audiencias de los espectáculos presenciales para comprar o generar ciertos medios de producción y distribución que luego, en el mediano plazo, terminen funcionando como infraestructura común administrada en forma semipública, como una app de gestión pública no estatal de venta de entradas a espectáculos, para una vez que la circulación de audiencias tienda a normalizarse? ¿No se podrían distribuir bases de datos hasheadas para los diferentes emprendedores? ¿No podría comprar un sistema de imprentas de propiedad pública que funcionen “al costo” para los editores pequeños y militantes? ¿No podría exigirles a las plataformas de extracción de datos que otorguen pauta digital a bajo costo para los productores culturales que logren armar formatos de producción cultural a distancia? ¿No podría armar una red de distribución gratuita para emprendimientos culturales solidarios o al menos exigir tarifas diferenciadas para plataformas como Rappi, Glovo o PedidosYa? Construcción de tecnología, negociación con las plataformas que se valorizan financieramente y en forma millonaria sin respetar derechos laborales, puesta en valor de máquinas y de sistemas de distribución al servicio de los militantes culturales. Quizás estas ideas resulten naives y con seguridad aquellos que conocen mejor que yo los diferentes mundos de la producción cultural podrán tener otras ampliamente superadoras. Es probable que, en algunos casos, sean impracticables. Pero lo que me interesa señalar es que, ante la suspensión del estado emocional festivalero en el que sucedía la cultura en tiempos de precoronavirus, urge activar la imaginación institucional para que la cultura funcione como una “profecía ejemplar” que quizá pueda inspirar formas de capitalización social de la aceleración ajena, formas ralentizadas de impulsar nuevos horizontes de debate, formas puntillosas de la organización del trabajo. La moneda, al menos en este plano, podría seguir en el aire. ◆


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Alejandro Tantanian

Director, autor, docente, actor y cantante. Ganador de numerosos premios nacionales. Sus piezas han sido estrenadas en Argentina, Uruguay, Francia, Suiza, España, Italia, Bélgica, Austria y Alemania y han sido traducidas al inglés, francés, italiano y alemán. En 2010 fundó Panorama Sur, plataforma artística con sede en la ciudad de Buenos Aires desempeñándose como director artístico hasta el momento del cierre de la plataforma en agosto de 2019. Entre los años 2014 y 2016 fue Curador de Teatro del Museo de Arte Moderno de Buenos Aires (MAMBA). Entre enero de 2017 y enero de 2020 se desempeñó como Director General y Artístico del TNA / Teatro Nacional Argentino - Teatro Cervantes. En Argentina: Sagrado bosque de monstruos concepto de Oria Puppo y Alejandro Tantanian (Teatro Nacional Argentino – Teatro Cervantes, 2018); Todas las canciones de amor de Santiago Loza (Paseo La Plaza, 2016); Beatrix Cenci, ópera de Alberto Ginastera (Teatro Colón, 2016); Patricio Contreras dice Nicanor Parra (2015); Anything Goes de Cole Porter (2013); Nada del amor me produce envidia de Santiago Loza (2013); Los Sensuales de Alejandro Tantanian (2008); Cuchillos en gallinas de David Harrower (2006); Los Mansos de Alejandro Tantanian sobre El idiota de Dostoievski (2005); entre muchas otras. En el Nationaltheater Mannheim, (Mannheim, Alemania): Nie war der Schatten (No hubo sombra igual) de Alejandro Tantanian (2012); Die Dreigroschenoper de Kurt Weill & Bertolt Brecht (2010); Amerika adaptación de Alejandro Tantanian de la novela homónima de Franz Kafka (2009), entre muchas otras.


Atuor

Un árbol de voces El hoy

M

e invitan a escribir este texto y yo acepto. Recibo una serie de preguntas y, si bien no existe la obligación de responderlas, están ahí: observándome, interpelándome, obligándome a pensar a favor o en contra de ellas. Rápidamente me doy cuenta que no tengo las herramientas para responderlas. Las leo, una y otra vez. Poso mi vista en algunas: ¿Cómo va a ser el mundo después de la pandemia? ¿Qué rol puede ocupar la cultura en la ciudad post pandemia? ¿Cuáles creés que son las dificultades más apremiantes de esta crisis? No hay manera de poder articular un pensamiento cohesivo: alguna idea que lleve a otra. Un pensamiento motor, una iluminación, un golpe contra el suelo y ver. (Las autoridades judías le ordenan a Pablo de Tarso perseguir a todos los cristianos de la ciudad de Damasco. Camino a esa ciudad una luz celestial, un resplandor divino lo arroja del caballo al suelo y lo ciega. Una voz se deja escuchar desde el cielo: no solo Pablo la oye sino también aquellos que lo acompañan. La voz dice: «Saulo, Saulo, ¿por qué me persigues?». No está de más aclarar que Saulo era su nombre hebreo y Pablo su nombre romano. Pablo llega finalmente a Damasco donde visita a Ananías, quien, en nombre de Jesús y mediante una imposición de manos, le devuelve la vista). Si pudiera ver más allá de ver. Nada que corra el velo de esta realidad para permitirnos ver el después. La experiencia no ayuda. Lo vivido no ayuda. Sin embargo, escribo.

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del de autor 98 Título Un árbol voces

Fragmentos, entonces Nos prometieron una y mil veces que íbamos a salir de esta crisis, y de la otra, que lo peor pasará, que ya vendrán tiempos mejores, que de ésta salimos todxs juntxs, que no hay mal que por bien no venga, que estos tiempos son así porque los anteriores fueron críticos, que el Estado es de algunxs, que el Estado es de todxs, que el Estado es de pocxs, que hay Estado, que no hay Estado, que la lluvia traerá alivio a este calor sofocante, que va a granizar y que no va a granizar, que al que compró dólares se le devolverán dólares. Y así. Hoy nada de esto tiene sentido. Nadie esperaba esto. Y si alguien lo esperaba, prefirió callar. Nada de lo que nos fue dicho se parece a esto. Nada de lo que vivimos anteriormente se parece a esto. Y sin embargo nosotros, animales de costumbre, pretendemos explicar esto con las palabras de ayer: las palabras que tenemos. Las que usamos, las que nos legaron, las que están –sí, muchas de ellas– vacías. Es el lenguaje, entonces, el que nos arroja a la incertidumbre: nombramos esta experiencia con palabras que no tienen memoria de esta experiencia. O tal vez somos nosotrxs quienes no tenemos esa experiencia. El lenguaje sabe. Nosotrxs no. Poder pensar el mañana es una manera de evadir el presente. Y el teatro Sófocles hace foco en una peste en Tebas. Edipo gobierna la ciudad. Lo que se pone a prueba es la responsabilidad de quien gobierna. La tragedia no se llama Edipo incestuoso o Edipo asesino, se llama Edipo Rey: prueba suficiente de que lo que está en cuestión es el gobierno de Edipo, los límites de ese poder. La verdad sobre la peste, el lento camino hacia el origen de la verdad se construye a partir de diversos testimonios: primero el de los dioses, luego el de los reyes y finalmente el del pueblo. Los dioses se manifiestan en primer lugar a través del oráculo y a través de las palabras de Tiresias, adivino ciego y andrógino que vislumbra y mide el deseo femenino y el masculino. Tiresias es mediador entre los dioses y los hombres, su saber se inscribe en un espacio en el que el lenguaje de los dioses deviene terrenal: es él quien revela ante


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la incredulidad y la ira inmediata de Edipo que el único responsable de la peste es el mismísimo rey. La peste asola Tebas como castigo divino frente al asesinato del rey Layo, padre de Edipo, esposo de Yocasta y anterior rey en Tebas. Tiresias revela que el asesino de Layo es su propio hijo, confirmando aquel oráculo que signó el nacimiento de Edipo: aquel que decía que mataría a su padre y se casaría con su madre. La expulsión de Edipo al momento de su nacimiento pretende alejar el destino ominoso que parece cernirse sobre los reyes de Tebas. Layo, deshaciéndose de su hijo, no hace sino propiciar el cumplimiento del destino: nadie, dice Sófocles (y luego muchos otras más), es capaz de escapar de su destino. Llega el turno de los reyes en el camino hacia la verdad. Dice Yocasta: “Ves bien, Edipo, que no has sido tú quien mató a Layo, contrariamente a lo que dice el adivino. La mejor prueba de esto es que Layo fue muerto por varios hombres en la encrucijada de tres caminos”. Y Edipo dice: “Matar a un hombre en la encrucijada de tres caminos es exactamente lo que yo hice: recuerdo que al llegar a Tebas, di muerte a alguien en un sitio parecido”. El oráculo de Delfos y luego Tiresias construyen el primer acercamiento a la verdad; estas recién citadas declaraciones de Yocasta y Edipo completan el segundo círculo y tenemos ya casi resuelto el enigma. Sólo falta comprobar si es cierto aquel primer oráculo recibido por Layo al momento del nacimiento de Edipo. Para esto se hacen presentes primero un esclavo de Corinto que revela que Pólibo, a quien Edipo consideraba su padre no lo era, y luego otro esclavo que asegura haber llevado al hijo de Layo y Yocasta al Monte Citerón para deshacerse de él. Queda así cerrado el tercer círculo y la verdad aparece: desnuda y cegadora. Yocasta se ahorca en su cuarto, Edipo descubre su cuerpo, lo desanuda, lo acuesta en el piso, arranca los broches dorados de entre las ropas de Yocasta y los hunde con violencia en las cuencas de sus ojos. Luego pide a Creonte que lo destierre. Michel Foucault, en la segunda de sus conferencias agrupadas bajo el título La verdad y las formas jurídicas, plantea esta hipótesis sobre la pieza de Sófocles: para acceder a la verdad es necesario unir esos tres testimonios, el de los dioses, el de los reyes y el del pueblo. Una vez alcanzada esa verdad el castigo se retira del pueblo para posarse en el responsable del desastre.


del autor 100Título Un árbol de voces

Es posible pensar que la respuesta a todo esto que nos pasa tal vez se halle en la perfecta combinación de los saberes, responsabilidades y actos de todxs nosotrxs. Ya no la culpa o el interés de algunx sino la conciencia plena de que la forma de salir de esto en lo que estamos, que no es sino una forma más elevada de poder entender lo que nos pasa, es idear un acto comunitario de salida, una manera nueva de pensar las responsabilidades, los límites, las pertinencias y las obligaciones de cada vector de esta comunidad a la que pertenecemos. Demasiado trabajo, pienso. Imposible, me digo. Seguiremos siendo como somos, aseguro. Pero igual lo escribo, por si algún hechizo lograse activarse frente a la palabra en el papel. Está escrito. El árbol de voces “Es tanto lo que se desconoce que es fácil entender por qué una mayoría se ve obligada a hacer predicciones firmes sobre el futuro” - Judith Butler, en su entrevista con Carolina Keve para la Revista Ñ. “El lenguaje es un virus del espacio exterior” – William Burroughs. “La enfermedad es perfectamente humana, pues ser hombre es sinónimo de estar enfermo” – Thomas Mann. La epidemia mundial de influenza de 1918 – 1919 mató a cuarenta millones de personas. Incluyendo a Apollinaire. Y a Egon Schiele. Estos son algunos escritores que tuvieron tuberculosis: Rousseau, Goethe, Schiller, Walter Scott, Novalis, John Keats, Sören Kierkegaard, Charlotte Brontë, Emily Brontë, Anne Brontë, Walt Whitman, Fedor Dostoievski, Becquer, Robert Louis Stevenson, Anton Chejov, Maxim Gorki, Franz Kafka, D. H. Lawrence, Katherine Mansfield, George Orwell, Miguel Hernández. “Hay que repensar el mundo y por qué luego de un mes o dos uno rápidamente entra en bancarrota” – Milo Rau, en su entrevista con Ivanna Soto para la Revista Ñ.


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“Es un instante de enorme concentración histórica en el que hay que reconocer la catástrofe y al mismo tiempo visualizar las salidas. Conocer esas salidas es tarea poética, una salida de emergencia no es una puerta con un cartel que dice ‘salida de emergencia’. Los abogados y los poetas tenemos trabajo en esta cuarentena, tenemos que usar el tiempo para poner a punto nuestras herramientas” – Alexander Kluge, en su entrevista con Carla Imbrogno para la Revista Ñ. El mañana Poder pensar el mañana es, al menos, necesario. Descubro esta foto en las redes sociales. Es del Berliner Ensemble: el icónico teatro que a la ribera del Spree y en la ciudad de Berlín luce su emblemático cartel luminoso giratorio y que supo ser el teatro de Bertolt Brecht, de Heiner Müller, de Peter Zadek. Templo del teatro alemán que hoy presenta su platea post pandemia: filas de butacas removidas por entero, lugar para uno o dos espectadores -nunca más de dos- reduciendo su capacidad a un tercio del total. Me aferro a esta imagen, la observo de manera sostenida, la pongo como fondo de escritorio en mi computadora, me pierdo en ella como un pintor de íconos se pierde en lo que pinta, dialoga con su obra, encuentra una respiración, parte de su aire deviene aire del ícono que pinta, el pintor de íconos ora mientras crea, construye su ícono en oración, en silencio, va construyendo esa imagen que quedará habitada por ese vinculo secreto y silencioso entre el autor y su obra, así miro esta foto, tratando de entender lo que el futuro trae, lo que el futuro –parece– ya decidió por nosotros. El Berliner se prepara para abrir sus puertas en unos meses (las temporadas


del autor 102Título Un árbol de voces

en Europa se inician en septiembre u octubre). Va a iniciar su temporada 2020 – 2021, prepara su platea para esa ocasión. Nada dice de cómo deberán comportarse los actores. ¿Estarán condenados a actuar a distancia? ¿Sólo harán obras en los que los personajes se hundan en montañas de tierra o habiten tachos de basura? Distanciados socialmente, claro. Beckett parece volver a escribir sus textos. O tal vez la inmovilidad y la máscara sin expresión de los personajes tratados por Robert Wilson sean el actor del futuro, o el actor marioneta de Gordon Craig, o el teatro de objetos o las creaciones inquietantes de Susanne Kennedy que hace tiempo viene proponiendo cuerpos inertes en escena con textos pre grabados: suerte de androides replicantes confinados en espacios inmensos en obras de extensión elefantiásica. No lo sé. Pienso el futuro con las herramientas del presente y el presente de nuestro país difiere tanto de lo que será posible en el centro de Europa. No pierdo las esperanzas (el ícono sigue dándome fe) pero tampoco puedo nombrar claramente el futuro: las condiciones materiales que tendremos en la escena teatral serán inexorablemente más deficientes que las que teníamos antes de la pandemia, volver a pensar nuestra actividad será una tarea que –ojalápodamos asumir de manera conjunta (un poco a la manera de la hipótesis alrededor de Edipo Rey). Pensar en lo que viene con nuevas herramientas. Tal vez sea tiempo de cuestionar el edificio teatral (entre muchas otras cosas, claro). Y cuando nombro el edificio teatral me refiero al teatro a la italiana, a esa manera de concebir la relación platea – escenario, más allá de las dimensiones de esos espacios: grandes, inmensos, pequeños, ínfimos. Poder comenzar a diseñar los edificios del siglo XXI. Dar un paso. Ir más allá. Veía hace unos días una noticia en donde se mostraba cómo sería el verano en Italia, la posibilidad de una playa en Italia, mamparas de cristal rodeando una reposera, el mar a traves del vidrio, solo el techo de esa caja de cristal abierto para que entre el sol, la necesidad de solicitar turnos, la imposibilidad de estar junto a otras personas; en fin: la ilusión de estar igual que siempre, la certeza de que nada cambió, de que podemos tomar sol frente al mar como si nada hubiera pasado. Nada de lo que promete esa experiencia se parece a lo que conocemos como ir a la playa. Sin embargo, nos dice la noticia, ir a la playa será posible: como antes, como siempre.


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Creo que no. Que eso que prometen no es lo que solíamos hacer. Por eso se torna imperioso volver a pensar qué es el teatro, para qué sirve, de qué está hecho, para quién. Para no terminar construyendo algo parecido a esa playa italiana. El deseo Antes de cerrar este texto quisiera formular un deseo para todos aquellxs lectorxs. Va encerrado en estos versos que escribió Daniel Defoe y que cierra a su vez su maravilloso Diario del año de la peste. Mi deseo es que cada uno haga propia esta cuarteta: “Terrible peste a Londres asoló en mil seiscientos sesenta y cinco. Cien mil almas se llevó, ¡pero yo sobrevivo!”. ◆


Título del autor

Epílogo


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Jorge Telerman Presidente del Consejo Cultural

A

las siete de la tarde el hall del Teatro San Martín comienza a poblarse. Antes de las ocho ya hay alrededor de 1500 personas repartidas en cuatro largas filas -alguna recta, otras serpenteantes- que se dirigen a alguna de sus salas de teatro o a la de cine. Asomado desde el pasillo que balconea, en el primer piso, ves una multitud de gente de distintas edades y condiciones sociales, atuendos y estéticas diversas y convicciones e ideas políticas bien diferentes que han decidido compartir un mismo espacio, muy cerca uno del otro, durante un par de horas, para apreciar el trabajo de unos artistas y sus equipos. Sentís que estás en el mejor de los mundos: sos parte de una multitud que usa el espacio público como si fuera suyo -entre otras cosas porque es así- y muy probablemente vas a disfrutar durante un buen rato de una gran obra de arte que sucede ahí nomás, a pocos metros de donde estás sentado. Estás en el mejor de los mundos…ese que, por ahora, dejó de existir. Ese pequeño mundo entró en pausa obligada y su retorno será uno de los capítulos de un proceso mayor del reacomodamiento, o reordenamiento, o normalización o como finalmente llamemos a lo que sucederá con nuestra vida cotidiana, en su totalidad social, económica, productiva y cultural cuando pase el temblor. No sabemos si el virus está empezando o terminando su faena, si llegó para quedarse por un tiempo y fulminarnos…o si nos convertirá a cada uno de nosotros en un Giovanni Drogo, el Capitán de El Desierto de los Tártaros que, recluido en su fortaleza militar, espera durante años que comience esa despiadada e inminente invasión…que finalmente nunca sucede. Mientras esperamos conocer más y mejor esta calamidad, sus orígenes y su potencial destructivo, es propicio imaginar salidas y adaptaciones a la nueva realidad aún en construcción. En gran parte del planeta -incluida la nuestra- autoridades y ciudadanos prestamos comprensible y obediente atención a la palabra de los médicos antes de emitir decretos y adecuar conductas. Para saber cómo hacerle frente a esos cambios, adecuaciones y transformaciones que se avecinan ensanchamos nuestra escucha y buscamos inspiración en saberes e intuiciones que, inevitablemente, caen por fuera de la esfera del interés y conocimiento de sanitaristas y epidemiólogos. A propósito…. ¿Cómo se dice hoy la frase de Georges Clemenceau ¨La guerra es un asunto demasiado serio para dejarla en manos de los militares¨?


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Epílogo

Como era de esperar, estas semanas de asombro y confinamiento han sido fecundas en teorías sobre lo que vendrá. Reapareció en su esplendor el corte entre apocalípticos e integrados, para referirlo en términos sesentistas y recurrentes. De uno y otro lado, aunque en obvio sentido opuesto, se le otorga al virus una fuerza arrolladora, capaz de redimirnos en una sociedad justa, sustentable e igualitaria …o de arrojarnos al régimen más oscuro, controlador y autoritario. Si bien el aleteo de una mariposa en China puede sentirse en el otro lado del planeta, o desatar una tormenta en Nueva York, sigue resultando inverosímil que el estornudo de alguien que comió sopa de murciélago en un mercado en la ciudad china de Wuhan desate el fin del mundo tal como lo conocimos hasta ahora. Muchos de los debates e intercambios de ideas que circulan en los medios son, comprensiblemente, expresión de deseos -o temores- o necesidad de confirmar convicciones preexistentes. Un orden social y económico más justo es y será siempre posible además de deseable. Un oscuro y cruel panóptico que nos impida ser libres siempre acecha y puede retornar. No son horizontes imposibles, pero, si acontecieran, sería por el despliegue de procesos más extensos y complejos que la circulación del covid-19 y sus diversas mutaciones. Se nos dice que aún no hemos visto nada…corresponde preguntarnos si alguna vez vimos el futuro. En el caso de la obra y el pensamiento artístico, lo que a veces es señalado como cualidad premonitoria es, en realidad, la fabulosa capacidad de ciertas obras de arte de modelar el porvenir. Esa fuerza provocadora que nos hace desear y a veces concretar la existencia de lo que leímos, vimos o escuchamos en esa creación artística. Han sido menos los aciertos anticipatorios del arte, en cualquiera de sus formas, que sus logros para inspirar la acción política, urbanística y científica de su tiempo. ¿Fueron su astucia y lógica implacables para entender cómo se encadenan las cosas o su talento para inventar mundos y objetos sensibles y deseables los que guiaron a Philip K. Dick en su novela Sueñan los androides con ovejas eléctricas, luego Blade Runner en su adaptación para el cine? Mary Shelley escribió su obra más famosa, Frankenstein, o el Moderno Prometeo unos cincuenta años antes de que su probablemente influenciado Gregor Mendel


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nos explicara científicamente cómo y por qué se heredan los rasgos genéticos. Muchos de los experimentos sociales, formatos de sociedad y también de pensamiento científico -humanistas o racistas, verosímiles o extravagantesque se intentaron edificar durante el claroscuro siglo veinte, fueron ideados a partir de los cuentos, las novelas, las películas y las obras de teatro que, en algunos casos, aún vemos y leemos. Mientras se escriben las obras que, en pugna y entrelazadas, tratarán de modelar el futuro global y local que habitaremos, hay cuestiones operativas que podemos enfrentar para tratar de encauzar la parte que nos toca. Para eso, también, están las políticas públicas y esta publicación es parte de un gesto que intenta conocer, comprender y proponer. En línea con lo antedicho, más que consultar algún gurú para saber lo que sucederá con la producción y circulación de bienes artísticos y culturales es mucho más potente y estimulante que nos preguntemos cómo queremos nosotros que eso suceda. Para empezar, no ha habido hambruna, guerra o peste que haya acabado con la necesidad de expresión y contemplación artística. Podemos estar seguros de que tal como ha sucedido a lo largo de la historia, nuestra civilización, nuestra aldea y quienes la habitemos, seguiremos deseando y necesitando producir y consumir arte y cultura; la preocupación se sitúa en cómo garantizar tanto su producción como el acceso a esos bienes. Todo es incertidumbre, pero algunas pistas, al menos para el corto plazo, ya tenemos: una de la que más preocupan -por fuera de la letalidad que finalmente tendrá el virus- es que a escala planetaria la contracción económica es y será fenomenal. Eso significa -sin considerar otras coyunturas- que todos, naciones y personas, seremos más pobres. Y algunas naciones y personas, mucho más pobres que otras. Esto también se reflejará en los presupuestos públicos de todos los gobiernos. Eso tampoco es nuevo; siempre hay menos de lo que creemos que debería haber. Aborrecemos de los lugares comunes, pero hay que decir que las crisis son oportunidades…y esta lo es, a la fuerza. Aún los integrados y optimistas reconocen que algunos hábitos están cambiando en sentido contrario a los gestos y movimientos corporales que requiere la realización y la participación, para artistas y público, de la actividad artística y cultural general.


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¿Qué es lo inalterable, lo que va a perdurar después de que todo cambie? Otro indicio, como se dijo, es que la necesidad, o al menos la irrefrenable inclinación que tenemos los humanos a contemplar, disfrutar, poseer o realizar arte en cualquiera de sus formas nos da la pauta de lo mucho y fuerte que se organiza nuestra vida individual y colectiva alrededor del arte. Recordar esta certeza nos alivia; practicarla sigue siendo una buena guía para perplejos, es decir, para todos nosotros. Para poder cumplir con ese mandato, en casi todas las actividades artísticas -no solamente en las artes escénicas- entre otras cosas habrá que adecuar formas, soportes y técnicas para satisfacer nuestro afán de mirar, escuchar, ver, tocar, oler y sentir…acciones todas que están renovando protocolos individuales y grupales debido a las necesidades y temores que nos asisten. Tendremos que imaginar cómo compensar una de las mayores virtudes de los espacios culturales que es la de socializarnos, reunirnos y mezclarnos. Integrarnos en un mismo espacio físico que además nos pertenece a todos por igual, a viejos y jóvenes, derechas e izquierdas para decirlo a la antigua, a distintos sectores sociales y geografías urbanas.… vivamos en Lugano o Recoleta. Ya hay artistas, técnicos, artesanos, mezclando teorías, imaginación y software para crear nuevas maneras de producir y circular obras de arte. De esas cosas también se habla en el universo de las academias, las instituciones públicas y privadas y las instancias de elaboración o asesoramiento sobre políticas públicas como por ejemplo nuestro Consejo Cultural de la Ciudad de Buenos Aires cuyos integrantes, apasionados actores de la vida cultural de nuestra ciudad, inspiran con sus conversaciones muchas de las líneas de lo aquí escrito. Algo suena raro cuando expresamos nuestro anhelo de volver a la normalidad, para así poder hacer lo que estábamos haciendo antes de interrumpirlo. Porque está claro que si todo vuelve a ser como era antes lo más probable es que tengamos nuevamente que interrumpir lo que estemos haciendo…y así sin solución de continuidad. Haríamos bien en establecer y recordar que estos tiempos de temor y temblor no son la causa de nuestros males sino la consecuencia de ellos. Esa vieja normalidad produjo esta nueva anormalidad. Saldremos mejor si reparamos en que lo que nos ha traído hasta aquí han sido las catástrofes cada vez más frecuentes, tan anunciadas y tan poco escuchadas.


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Difícil de creer, caso contrario, en que habremos aprendido alguna lección. Los desastres paulatinos no enseñan mucho…ni los desastres naturales ni los desastres políticos. En todo caso, no nos enseñan de una vez y para siempre. Quizás necesitemos, como frente a determinados virus, repetir la vacuna periódicamente. Ni la mejor de las intenciones podría evitar las catastróficas consecuencias de los mandatos -sobre todo si son gubernamentales- de cómo deberían ser las formas y los contenidos de la producción artística y cultural. Desde lo público lo que se necesita es garantizar las condiciones de producción de ese palabra, trazo, movimiento, voz o sonido del arte que además de embellecer y conmover siempre tienen vocación de cuestionar, incomodar y alertar y, sobre todo, evitar que nos domine el miedo. Miedo, en este caso, a la pandemia o sus efectos colaterales De todas las afecciones tristes sabemos que el miedo es la que más envenena. Del miedo no debemos esperar nada bueno; luego vendrá la bronca, que quizás sea un poco más inspiradora…. Ojalá llegue rápido la comprensión…de allí saldrán las buenas nuevas. ¨EL 20 de diciembre de 2019, en el lejano oriente, alguien toma una sopa. Lo hace al menos una vez por mes, desde hace varios años, en ese mismo local de ese mismo mercado sin otra consecuencia que alguna salpicadura en su ropa y, en una oportunidad, un muy leve trastorno estomacal. Ese día su ropa y su digestión se mantuvieron impecables pero unas horas después estornudó y, sin darse cuenta, acabó con el mundo tal como lo conocíamos. Todo fue distinto…la vida social, la riqueza de las naciones, el equilibrio entre las potencias mundiales, el comercio internacional, los desplazamientos de personas, la relación entre el Estado, la Sociedad y el Mercado, la nocturnidad ciudadana, el apogeo de la metrópolis, los hábitos de consumo, las relaciones de pareja, la sexualidad, las instituciones familiares, la noción de intimidad…Todo, incluso la producción y circulación de bienes culturales…. ¡Basta! ¡Pésimo argumento! Ninguna de las miles de personas que se aglomeran día a día en el Hall del San Martín estarían dispuestas a ver una obra con un argumento tan inverosímil. ◆


Título del autor

Este libro es el resultado de la colaboración entre el Ministerio de Cultura de GCBA y la Fundación Medifé. El objetivo es ofrecer un espacio de reflexión sobre la sociedad post pandemia y el rol de la cultura en ella.

Los diez ensayos que lo integran son originales y cada uno ofrece una mirada particular atravesada por las diferentes disciplinas de sus autores tales como literatura, artes plásticas, cine, sociología, historia y artes dramáticas, entre otras.


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