Mujeres del alma

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Mujeres del alma

Las pioneras del psicoanálisis Isabelle Mons

El psicoanálisis es femenino desde sus comienzos, sin embargo, esa perspectiva permanece poco conocida. Este libro rastrea la historia de aquellas pioneras y abre las puertas a otro universo: la mirada que plantearon sobre el siglo xx es novedosa; sus escritos singulares y sus vidas únicas.

Contenido 1. Prefacio 2. Númenes rusas Lou Andreas-Salomé; Sabina Spielrein; Tatiana Rosenthal 3. Partidarias de la lucha Emma Eckstein; Margarethe Hilferding 4. Las de las sombras Emma Jung; Anna Freud 5. Las voces de la infancia Hermine von Hug-Hellmuth; Melanie Klein; Sophie Morgenstern; Françoise Dolto 6. Las conquistadoras Eugénie Sokolnicka; Marie Bonaparte; Helene Deutsch 7. Posfacio

COLECCIÓN LECTURAS ÉXTIMAS


Mons, Isabelle Mujeres del alma: las pioneras del psicoanálisis / Isabelle Mons. - 1a ed. - Ciudad Autónoma de Buenos Aires: Fundación Medifé Edita, 2022. Libro digital, PDF - (Lecturas éxtimas / Lic. Mariana Trocca ; 2) Archivo Digital: descarga y online Traducción de: Agustina Blanco. ISBN 978-987-8437-21-7 1. Ensayo. 2. Psicoanálisis. 3. Feminismo. I. Blanco, Agustina, trad. II. Título. CDD 150.195

C´est ouvrage, publié dans le cadre du Programme d´aide à la publication Victoria Ocampo, a bénéficié du soutien de l´Institut français d´Argentine. Esta obra, publicada en el marco del Programa de ayuda a la publicación Victoria Ocampo, cuenta con el apoyo del Institut français d´Argentine. Título del original Femmes de l’âme: les pionnières de la psychanalyse. ©Payot & Rivages. Traducción de Agustina Blanco ©2022, Fundación Medifé Edita Fundación Medifé Edita Dirección editorial Fundación Medifé Editora Daniela Gutierrez Directora de Colección Lecturas éxtimas Mariana Trocca Equipo editorial: Lorena Tenuta Catalina Pawlow Analía Marquxz Diseño colección Estudio ZkySky Diseño interior y diagramación Silvina Simondet www.fundacionmedife.com.ar info@fundacionmedife.com.ar

Hecho el depósito que establece la ley 11.723. No se permite la reproducción total o parcial de este libro, ni su transmisión en cualquier forma o por cualquier medio electrónico, mecánico, fotocopia u otros métodos, sin el permiso previo del editor.


Acerca de la colección

El nombre de esta colección incluye un neologismo inventado por Lacan (extimidad) que conlleva una paradoja: algo que sin dejar de ser exterior nombra aquello que está más próximo, lo más interior. Lo éxtimo es lo íntimo, lo más íntimo que no deja de ser extraño. Esta colección será oportunidad para lecturas que vienen de otros campos que, sin ser del psicoanálisis, guardan con él una relación de extimidad. Apostamos a lo inédito, letras de otros sin publicar. Invitamos a que otras disciplinas nos muestren sus obstáculos, sus preguntas, dejarnos llevar por el decir de otros y en su lectura adentrarnos en lo lejano para luego, al modo de la banda de Moebius, zambullirnos en lo más cercano de nuestra praxis. Es nuestro deseo volvernos un poco extranjeros a nosotros mismos y jugar con las letras de un nuevo decir para volvernos otro, por un rato. Y así, en ese juego reordenar lo propio de otra manera para finalmente recuperar el gusto de lo conocido. En la serie Papeles de trabajo se publican distinto tipo de textos producidos por integrantes de los equipos de salud mental de Medifé. Se trata tanto de trabajos presentados en jornadas y coloquios, como también de textos producidos en el interior de nuestros debates y como producto de reflexiones surgidas en reuniones de equipo. Consideramos importante poner en circulación la lectura sobre nuestro quehacer y dialogar a través de la palabra escrita, como una salida exogámica que nos confronta con otras escuchas y nos obliga a ser estrictos en la transmisión de nuestras lecturas. Mariana Trocca


Índice Prefacio__________________________________________________________13

Númenes rusas Lou Andreas-Salomé. Una mirada perspicaz sobre el mundo_________________________________27 Sabina Spielrein El gusto por el peligro_______________________________________________73 Tatiana Rosenthal En busca de una esperanza___________________________________________101

Partidarias en lucha Emma Eckstein Un error médico decisivo____________________________________________111 Margarethe Hilferding El primer sillón en clave femenina____________________________________115

Las de las sombras Emma Jung La vocación de una acompañante_____________________________________125 Anna Freud En el nombre del padre______________________________________________151

Las voces de la infancia Hermine von Hug-Hellmuth Un asesinato que molesta____________________________________________173 Melanie Klein Cómo curarse de la infancia__________________________________________183 Sophie Morgenstern La olvidada________________________________________________________207 Françoise Dolto Otra voz__________________________________________________________213


Las conquistadoras Eugénie Sokolnicka Un misterio francés_________________________________________________233 Marie Bonaparte Un encuentro inesperado____________________________________________247 Helene Deutsch La libertad a cualquier precio_________________________________________271 Posfacio_________________________________________________________ 293 Agradecimientos___________________________________________________295 Bibliografía_______________________________________________________297



A Andrée y Jean



Prefacio

Este libro surgió del siguiente hecho de la realidad: a ojos del público, el psicoanálisis sigue siendo un asunto de hombres. Las controversias que en su tiempo rodearon –y todavía rodean hoy– a la figura de Sigmund Freud también ponen en peligro la aventura de sus discípulos, involucrados, empero, en un proyecto noble y ambicioso: inaugurar la comprensión del psiquismo. Ahora bien, las mujeres también practicaron el psicoanálisis, y rastrear la historia de ellas abre las puertas a otro universo: la mirada que plantearon sobre el diagnóstico del siglo xx es novedosa; sus escritos, singulares, y sus vidas, únicas. En aquel mes de septiembre de 1920, en La Haya, se reúne un elenco soñado: Anna Freud, Melanie Klein, Sabina Spielrein, Helene Deutsch, Eugénie Sokolnicka, Karen Horney y Hermine von Hug-Hellmuth están sentadas entre los participantes del VI Congreso de la Asociación Internacional de Psicoanálisis. Europa está saliendo de la guerra, y los psicoanalistas holandeses reciben cálidamente a todos sus homólogos, afectados por el conflicto bélico. Las mujeres esparcidas entre las filas del mundillo psicoanalítico comienzan a formar un grupo de reflexión, aunque no todavía una unidad de pensamiento. Sus reticentes colaboradores tienen la sorpresa de verlas subir al estrado y la curiosidad de oír a algunas de ellas, cuya reputación ya


han tejido los rumores. Sabina Spielrein, por ejemplo, habría mantenido un tormentoso romance con Carl Gustav Jung, el discípulo rebelde que lideró la dolorosa escisión del movimiento en septiembre de 1913. Frágil pero con determinación, ella realiza una presentación sobre “La génesis de las palabras infantiles Papá y Mamá”. El padre del psicoanálisis y sus asociados toman conocimiento entonces de una nueva temática. Hermine von Hug-Hellmuth y Helene Deutsch, que habían viajado juntas en tren, discurren sobre el asunto frente a Anna Freud, quien a los veinticinco años observa a sus mayores, de quienes será la heredera contestataria. Desde el “escándalo” surgido en torno a los Tres ensayos sobre la teoría sexual en 1905, Freud concede que una nueva interpretación del niño representa un avance necesario, máxime porque el tema está ligado al de la femineidad. Conocemos las cavilaciones del pensamiento freudiano a la hora de tratar

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la pregunta “¿Qué quiere la mujer?”, que su autor habría planteado a Marie Bonaparte. Es un formidable desafío otorgar un lugar a quienes creen poder sacar provecho de su experiencia de mujeres y de madres. Sin adentrarse en una querella de géneros, bien cabe constatar que la especificidad femenina inaugura otro campo de análisis. El reconocimiento de aquellas pioneras en la escena internacional recién comienza. En los pupitres universitarios es donde sus colegas, escépticos, aprenden a contar con ellas. Doctora en medicina, Helene Deutsch propone, un día de otoño de 1920, la disertación “De la psicología de la desconfianza”, que se articula en torno al estudio clínico de cuatro casos. La cálida recepción de la asamblea es tal que la oradora se emociona y se retira a llorar de alegría en el parque aledaño. El resumen de su intervención será incluido en las Minutas del Congreso, después de un artículo de Karl Abraham, fundador del Instituto Psicoanalítico de Berlín y, a partir de 1907, fiel como ninguno entre el círculo íntimo de Freud, desde la formación de la Sociedad Psicológica de los Miércoles en 1902.1 La primera mujer que se incorporó allí fue Margarethe Hilferding, en 1910. Diez años bastaron para que sus colegas femeninas se sintieran investidas de una misión 1

En 1907 se denomina Asociación Psicoanalítica de Viena (Wiener Psychoanalytische Vereinigung).


nueva en ese congreso de La Haya: participar en la gran aventura del psicoanálisis. La palabra aparece por primera vez en 1896, en “La herencia y la etiología de las neurosis” de Freud, antes de ser reutilizada en el libro inaugural del psicoanálisis, La interpretación de los sueños. El año 1900 acompaña el inicio de un nuevo siglo y, con él, la lenta ascensión de esas teóricas del sueño que, en la vida, preparan el terreno para la libertad de las mujeres. Era hora de que el saber médico les abriera las puertas: Lou Andreas-Salomé, Sabina Spielrein y Tatiana Rosenthal no se conocieron en la Universidad de Zúrich; sin embargo, a finales del siglo xix, si alguien quería estudiar medicina, debía ir a Suiza. En 1900, le toca a Viena admitir a las estudiantes. Para esa fecha, hacía ya tres años que Emma Eckstein era psicoanalista. Paciente y profesional, partidaria de la teoría freudiana, será quien inaugurará la larga serie de mujeres que van a explorar la parte ignota del ser humano: el alma.

sobre la vida y la obra de esas pioneras a menudo desconocidas, Élisabeth Roudinesco dio una conferencia en la Universidad de Columbia el 13 de octubre de 1997 sobre “Las primeras mujeres psicoanalistas”, que fue publicada al año siguiente.3 La Asociación Internacional de Historia del Psicoanálisis le sigue los pasos, en el marco de su VII Congreso en Londres, en julio de 1998, sobre “El rol de las mujeres en la historia del psicoanálisis. Ideas, prácticas e instituciones.”4

2 Las obras críticas, los análisis y las biografías que sirvieron como fuentes están citadas en la bibliografía. 3

Élisabeth Roudinesco, “Les premières femmes psychanalystes”, Mil neuf cent, nro. 16, 1998, pp. 27-41, reproducido en Topique, nro. 71, 2000.

4

Les Femmes dans l’histoire de la psychanalyse, bajo la dirección de Sophie de Mijolla-Mellor, Le Bouscat, ed. L’Esprit du Temps, col. “Perspectives psychanalytiques”, 1999.

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El psicoanálisis es femenino desde sus comienzos, y esto no se sabe tanto como correspondería. Antes de los estudios individuales2

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La investigación francesa se inscribe a continuación del insoslayable libro de Lisa Appignanesi y John Forrester, Las mujeres de Freud, publicado en Londres en 1992, que coloca a la mujer como fuente de inspiración y sostén de Freud al inicio de la gran era del psicoanálisis, evocando a las figuras concluyentes de su familia, sus pacientes, sus colaboradoras y su temática de estudio, finalmente renovada en torno a la cuestión de lo femenino. En 1991, Janet Sayers, compatriota de ambos, ya había escrito el hermoso volumen Mothering Psychoanalysis,5 centrado en Helene Deutsch, Karen Horney, Anna Freud y Melanie Klein. En 1992, la psicóloga Elke Mühlleitner publica un estudio de suma relevancia para todos los historiadores del psicoanálisis: Léxico biográfico del psicoanálisis: los miembros de la Sociedad Psicológica del Miércoles y de la Asociación Psicoanalítica de Viena de 1902 a 1938.6 Desde entonces, Alemania ha avanzado en su investigación sobre

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el rol fundador de las mujeres en el psicoanálisis.7 Nuestra aproximación no es sociológica ni científica, tampoco encierra una preocupación por la exhaustividad. En cambio, el rigor y el placer sí fueron preciados consejeros a la hora de resolver el dilema, a veces corneliano, que suponía elegir entre las numerosas actrices del psicoanálisis del siglo

xx.

El rigor fue impuesto por una ley: para ser

pionera, debía haber innovado y descubierto una materia oculta a la espera de ser explorada. Lou Andreas-Salomé veía en Freud al inventor de un nuevo lenguaje que conjugaba la síntesis del científico con el coraje del hombre dispuesto a enfrentar lo irracional. Las mujeres también abrieron la vía a una interpretación del logos derivado de esa nueva lectura de lo humano. Todas ellas se encontraron en la encrucijada entre los nuevos campos por conquistar: el inconsciente, la mujer, el niño, el amor, el erotismo. Catorce mujeres desglosaron entonces los

5 Janet Sayers, Les Mères de la psychanalyse, traducido del inglés por Claude Rousseau-Davenet, Paris, PUF, col. “Histoire de la psychanalyse”, 1995. 6

Elke Mühlleitner, Biographisches Lexikon der Psychoanalyse. Die Mitglieder der psychologischen Mittwoch-Gesellschaft und der Wiener psychoanalytischen Vereinigung von 19021938, Tübingen, Diskord, 1992. 7 Obra colectiva bajo la dirección de Sibylle Volkmann-Raue y Helmut E. Lück, Bedeutende Psychologinnen des 20. Jahrhunderts, ed. Springer, Verlag für Sozialwissenschaften, 2011 (primera edición en 2002).


variados colores de sus existencias a discreción de una paleta de teorías nuevas que a menudo revisaron. Dado que a veces carecemos de fuentes, los capítulos que narran sus vidas no son de igual extensión. Pero cada una de ellas halla un lugar legítimo en la reconstitución del rompecabezas psicoanalítico. La escritura no puede obedecer a una ley que excluya el placer. Cada mujer es un mundo: cómo no sentirse invitado a seguir estas trayectorias, sabiendo que al final nos espera un encuentro. Un rostro, una sensibilidad, un compromiso. A finales del siglo

xix,

se sabía que el hombre estaba dotado de

un “trasfondo de lo consciente”, a lo cual ahora se agregaba la noción de que también dependía de los meandros de su inconsciente. La primera teoría freudiana del aparato psíquico se inscribe a continuación de la investigación de los médicos, psiquiatras y filósofos, para comprender los tesoros que el alma contiene: esta comandaría la vida orgánica, subordinándose a su vez a las exigencias del cuerpo. El siglo de Freud es el de Karl Marx y Friedrich Nietzsche,8 quienes se está a punto de caer en la ilusión de una modernidad de la que toma conciencia, sin poder definir aún cuál es su lugar en la sociedad. Si el ser humano está determinado en relación con su finitud, su rol obedece inevitablemente a su identidad plural, la cual se reparte entre la vida, el trabajo y un nuevo lenguaje.9 El hombre es el sujeto de un nuevo saber antropológico, al tiempo que es objeto de nuevas investigaciones, las cuales serán psicoanalíticas. La psiquis vela por lo que el hombre moderno hará de su legado. El alma, principio vital al cual este se aferra, se hace eco de las conmociones políticas que se extienden a principios del siglo xx, desde los Urales hasta Europa Occidental. El hombre expresa su miedo y su dolor de perder el alma. ¿A quién ha de venderla si la quiere salvar? A menos que intente comprenderla y

8 Según Paul Ricœur, Le Conflit des interprétations. Essais d’herméneutique, Paris, Seuil, col. “L’ordre philosophique”, 1969, p. 149. (Traducción al español: Ricoeur, P. El conflicto de las interpretaciones. Ensayos de Hermenéutica, Buenos Aires: FCE). 9 Según Michel Foucault, Les Mots et les Choses. Une archéologie des sciences humaines, Paris, Gallimard, 1966, p. 329. (Traducción al español: Foucault, M. Las palabras y las cosas. Una arqueología de las ciencias humanas. Buenos Aires: Siglo xxi editores.)

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percatan de hasta qué punto el hombre, ahora laborioso y sin Dios,

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explicarla… lo cual le evitaría celebrar un pacto faustiano que lo conduzca a su perdición. En 1902, el primer círculo de la historia del freudismo sale a la luz con el nombre de Sociedad Psicológica del Miércoles. Allí, en torno a Sigmund Freud se reúnen los fundadores Alfred Adler, Wilhelm Stekel, Isidor Sadger, Otto Rank, quien ya en 1906 deja constancia de cada mínima intervención en los encuentros. Sus notas se convertirán en las preciadas Minutas de la Sociedad Psicoanalítica de Viena, tan útiles para la comprensión del surgimiento del psicoanálisis a comienzos del siglo

xx.

El movimiento se exporta, y en el extranjero

asistimos a la formación de nuevos círculos de estudio. A la cabeza de cada sociedad se elige a Sándor Ferenczi en Hungría, Karl Abraham y Max Eitingon en Alemania, Ernest Jones en Inglaterra. Carl Gustav Jung marca con su impronta la teoría freudiana, desde su viaje

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a Viena en 1907 hasta la ruptura en 1913, la cual oficializa su anhelo de independencia en Zúrich. En 1909, Estados Unidos había rendido honores al maestro y a su discípulo. Dos años después, se funda la Asociación Americana de Psicoanálisis. La Asociación Internacional de Psicoanálisis, creada en marzo de 1910, controla el universo psicoanalítico, ofreciendo un marco legítimo e institucional a su didáctica y a su práctica. Si el psicoanálisis fue de cepa germánica, su expansión necesitaba representantes proclives a construir un puente entre las culturas y las disciplinas, desde la medicina psiquiátrica hasta el consultorio mullido del psicoanalista. En definitiva, fueron las mediadoras quienes “pasaron” el testigo del saber psicoanalítico. Discípulas directas o indirectas de la causa freudiana, pertenecientes a la primera generación por haber nacido antes de 1885, o a la segunda, por haber nacido después, contribuyeron con creces a la evolución de una ciencia controvertida, a menudo poniendo en riesgo sus reputaciones e inclusive sus vidas. Lanzaron una mirada de vanguardia: sus orígenes, sus culturas, sus modos de vida, sus intereses por temas innovadores, sus claves de interpretación, todo contribuyó, no sin dificultades ni torpezas, a que evolucionaran las teorías que trabajaban Freud en Viena,


Jung en Zúrich, Lacan en París. Es más, la Asociación Psicoanalítica de Viena acogió a la mayor cantidad de mujeres, detrás de su vecina suiza: cuarenta y tres contra ciento siete hombres entre 1902 y 1938. En tanto que la condición femenina se convertía en Europa en un tema de combate a favor de una igualdad de derechos, las pioneras del psicoanálisis avanzaron, solas, en la escena de la introspección y no de la colectividad. A su modo, trabajaron por la causa de las mujeres. Oriundas de Rusia, Sabina Spielrein y Tatiana Rosenthal se hicieron europeas y trabajaron en pos de la implantación del psicoanálisis en su patria. Su antecesora, Lou Andreas-Salomé, la magnífica amiga de Freud, arrojó una mirada nueva a las teorías de la mujer, la sexualidad y el inconsciente. Porque frente a esos enfoques subversivos que colocaban a Freud al margen de la sociedad científica, esas mujeres sí que asimilaron conceptos todavía yermos. La mujer es un ser libre con Helene Deutsch; el niño es una cría de hombre (mucho antes que Françoise Dolto) con Hermine von Hug-Hellmuth, Sophie Morgensen las sombras de su padre pero que, al igual que Emma Jung, se hizo un nombre: confirió al psicoanálisis freudiano una dimensión internacional, mientras que la segunda permitió que la teoría jungiana adquiriera plena legitimidad, respaldando a su promiscuo esposo en la polémica desatada entre las escuelas psicoanalíticas. Esas pioneras del psicoanálisis prueban la porosidad de las fronteras y el reparto multicultural de las ideas. De Viena a Zúrich, de Berlín a París, fueron viajeras europeas que apoyaron sus valijas allí donde se arriesgaron a desarrollar su práctica del análisis: Eugénie Sokolnicka y Sophie Morgenstern, polacas instaladas en París; Helene Deutsch, emigrada a Estados Unidos; Anna Freud, exiliada en Londres; todas padecieron las vicisitudes de la Historia. La muerte de algunas se debe a esa Historia también: Sabina Spielrein y Margarethe Hilferding perecieron bajo el yugo nazi, Hermine von Hug-Hellmuth fue asesinada, mientras que Tatiana Rosenthal, Eugénie Sokolnicka y Sophie Morgenstern pusieron fin a sus días. Otras mujeres respondieron a esos destinos trágicos. Por su fuerza, por su determinación, Marie Bonaparte,

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tern, Melanie Klein y Anna Freud, quien habría podido permanecer

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Melanie Klein y Françoise Dolto nunca se apartaron de su destino: la medicina del alma. Estos catorce rostros representan el caleidoscopio de una época en busca de identidad. Cuando los hombres caen en el frente bélico, las mujeres se alzan en las asambleas de médicos, aunque carentes del sésamo universitario que habría concedido a su práctica pleno reconocimiento. Todas tienen un punto común: su cosmopolitismo. A menudo se les impuso el exilio, y el uso de un nuevo idioma y la adquisición de otra cultura las convirtieron en seres nómades. Ese exilio también a veces fue interior: ser mujer no necesariamente iba de la mano del amor pleno, ni de la maternidad. Algunas la rechazaron, se sintieron vencidas por ella, al tiempo que sus escritos sobre el niño permitían avanzar en el campo de la psicología de la mujer. No obstante, más de una puso en el mismo plano el oficio de psicoanalis-

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ta y el oficio de madre, y su propia experiencia fue el cimiento de su teoría. Pero, siendo tan médicas como sus pares masculinos, fueron objeto de un escepticismo impropio. Los textos freudianos colmaron la ignorancia que apeló a semejante menosprecio. Con todo, sin las contribuciones de las pioneras del psicoanálisis, la comprensión de la mujer habría quedado incompleta, e inclusive inexacta. Desde las histéricas observadas por Jean Charcot en el hospital de la Salpêtrière, desde Bertha Pappenheim, más conocida con el nombre de Anna O., primera paciente del método catártico por la palabra, Freud concedió un sentido al discurso femenino que hizo avanzar el diagnóstico sobre los síntomas neuróticos. Porque a partir de 1905 se rinde ante la evidencia: “No conocemos los caracteres de un ‘cerebro femenino’.”10 Pese a semejante afirmación, no se puede negar el aporte de la teoría freudiana a la femineidad. Si los científicos del siglo xix establecían una diferencia entre los sexos a partir de la anatomía, el descubrimiento de la bisexualidad inherente a cada ser y del rol esencial del inconsciente instaura los nuevos criterios de investigación del psiquismo femenino: la mujer se convierte en el “continente negro” 10

Sigmund Freud, Trois essais sur la théorie sexuelle (1905), trad. de B. Reverchon-Jouve, en Œuvres complètes, Paris, PUF, 2006, vol. VI, p. 75. (Traducción al español: Freud, S. Tres ensayos de teoría sexual. Buenos Aires: Amorrortu.)


que urge explorar. Desde 1905 en los Tres ensayos, Freud sienta las bases de su concepción de la femineidad, de la niñez a la pubertad, afirmando la existencia de un monismo sexual para ambos sexos: sólo el órgano macho es reconocido, y la existencia de la vagina es ignorada hasta la pubertad. Luego se cuestiona acerca de La organización genital infantil de la libido (1923): esta es fálica antes de devenir progresivamente en genital, pero en tanto lo masculino es identificado como sujeto activo del acto sexual, lo femenino sería el objeto pasivo y, por si fuera poco, estaría castrado, desprovisto del órgano macho. Durante las dos siguientes décadas, Freud pone de relieve La disolución del complejo de Edipo (1924): mientras que el complejo de castración marca el declive del Edipo masculino, la niña quiere compensar la ausencia del órgano masculino trasladando su amor hacia su padre: el deseo de tener un hijo de él, en tanto sustituto del pene, es el motor del Edipo femenino. Esa tesis se ve confirmada en 1925 en Algunas consecuencias psíquicas de la diferencia anatómica entre los sexos, y las conferencias 1925: el abandono del amor por la madre. El problema edípico de la niña está dominado por la necesidad del cambio de objeto de amor (de la madre al padre) y del cambio de órgano (del placer clitoridiano al placer vaginal). La bisexualidad de la mujer explicaría en parte la actividad fálica de la niña, el cambio de zonas erógenas y de objetos de amor. Freud se pregunta, además de cuál es la naturaleza, cuál es el “querer” de la mujer. En ese sentido, la mujer plantea un desafío a la comunidad psicoanalítica, que se limita a definirla como un “no macho”. Por otra parte, Janet Sayers11 subraya que el psicoanálisis, primero considerado patriarcal y falocéntrico por las feministas,12 que se rebelan al ver a la mujer reducida a un Otro, contraparte “no masculino” del hombre y objeto de pasividad, se centró luego en la cuestión de la madre y su 11 12

Janet Sayers, Les Mères de la psychanalyse, op. cit., p. 7.

De Simone de Beauvoir (Le Deuxième Sexe, 1949) a Juliet Mitchell (Psychanalyse et féminisme, 1972) y a los escritos anglosajones y franceses de las décadas de 1960 y 1970, las tesis feministas contra el falocentrismo de las tesis freudianas son cuantiosas y virulentas: aquellas para quienes la realidad psíquica, la realidad sexual y la realidad anatómica no bastan para alimentar el debate se oponen, subrayando la importancia del factor de la realidad social. (Existen múltiples traducciones al español del libro de Simone de Beauvoir, El segundo sexo.)

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de los años 1930 la retoman, trayendo a colación, empero, otra tesis de

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relación con los hijos. Si lo femenino estaba identificado con lo materno, también remitía a lo masculino. De ahí la importancia de escuchar lo que la mujer tenía para decir. ¿Estaría ella en condiciones de aportar aquello que obstaculizaba la mirada del hombre? El círculo freudiano se ve obligado a recurrir a la construcción del análisis vivido en clave femenina. La teoría freudiana de la femineidad se esboza con el tema del narcisismo femenino en 1914 y recién es completada en 1931 y 1932, a partir de las conferencias de Freud sobre La sexualidad femenina y La femineidad.13 Perplejo ante “el enigma de la femineidad”, Freud remite al orden de los poetas a todo aquel que quiera comprender a la mujer. Las pioneras van a entablar un diálogo con sus homólogos masculinos y a convocar a la luz del inconsciente los temas universales de la vida. Apoyarán las tesis freudianas para aportarles poco a poco el reajuste conceptual necesario de cara a la modernidad del siglo

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xx.

¿Qué

más lógico que, ante todo, rendir homenaje a las “númenes rusas” –Lou Andreas-Salomé, Sabina Spielrein, Tatiana Rosenthal–, cuyo encanto no supone olvidar que sus destinos se realizaron a costa de consecutivas rupturas con su tierra y que sus escritos aventuraron con fuerza a la mujer por la vía del progreso? A las primeras “partidarias en lucha” –Emma Eckstein y Margarethe Hilferding– les hizo falta un terreno de aprendizaje del psicoanálisis. “Las de las sombras” no por ello se quedan atrás: en apariencia eclipsadas, Emma Jung y Anna Freud son las mujeres “de al lado”, indispensables para el hombre al que acompañan, sea este padre o esposo. Había que encontrar a una abogada de las “voces de la infancia”, y cuatro candidatas se presentaron al timón, comprometidas, sorprendentes, vindicativas y por demás visionarias: Hermine von Hug-Hellmuth, Melanie Klein, Sophie Morgenstern y Françoise Dolto. “Conquistadoras” al mismo nivel que Eugénie Sokolnicka, Marie Bonaparte y Helene Deutsch, todas ellas merecen ser conocidas en igual grado. Sus itinerarios de mujeres y la agudeza de sus miradas clínicas nos invitan a atravesar un siglo que finalmente sigue próximo, por cuanto 13

Sigmund Freud, “De la sexualité féminine” (1931), trad. de Berger, en Œuvres complètes, op. cit., vol. xix, pp. 7-28, y “La féminité”, en Nouvelle suite des leçons d’introduction à la psychanalyse (1932), trad. de A. Berman, ibid., pp. 195-219. (Traducción al español: Freud, S. “Sobre la sexualidad femenina (1931)” en Obras Completas xxi. Buenos Aires: Amorrortu.)


los desafíos conflictivos inherentes a los géneros, las culturas y las sensibilidades no han terminado de interpelarnos acerca del alma del mañana.

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Númenes rusas


Lou Andreas-Salomé a Rosa Mayreder, 30 de noviembre de 1928 (© Archivo Wienbibliothek am Rathaus)


Lou Andreas-Salomé Una mirada perspicaz sobre el mundo

Al recopilar mis recuerdos, tengo la sensación de que mi vida estaba esperando el psicoanálisis desde que salí de la infancia.14

El 25 de octubre de 1912, un tren proveniente de Göttingen ingresa en la estación de Viena. De él bajan dos mujeres. Una de ellas, la mayor, tiene un porte altivo cuya elegancia se ve subrayada por una espesa boa de piel. Su mirada luminosa, apacible, se detiene en la efervescencia de los viajeros en busca del trayecto de conexión. Lou Andreas-Salomé, es ella, sabe que en la capital austríaca va a jugarse un punto de inflexión de su vida. Cuánto esplendor en aquella arquitectura de fin de siglo, qué felicidad hallarse una vez más en la Viena habsburguesa que la había acogido en 1895… ¿Qué sería de la vida de sus amigos de la juventud? Stefan Zweig, Arthur Schnitzler, Richard Beer-Hofmann sabían que había sido recibida en la guarida de la familia Nietzsche, de quien había recibido una enseñanza fundadora, excepcional, con sus escasos veinte años. Ahora regresaba a Viena para ver a ese médico, antaño discípulo de Jean Charcot, con quien sólo se había cruzado en 1895, cuando era conocida por sus textos sobre el teatro de los naturalistas alemanes y del noruego Ibsen. El tiempo había pasado, su fama se había asentado y, acompañada por Ellen Delp, una de sus hijas de corazón, como luego será Anna Freud, Lou Andreas-Salomé se dirigía hacia el hotel Regina, cerca de la Berggasse, allí donde cada miércoles se reunían los especialistas de la 14

Lou Andreas-Salomé, “Le 6 mai 1926, soixante-dixième anniversaire de Freud” (1927), L’Amour du narcissisme. Textes psychanalytiques, trad. de Isabelle Hildenbrand, París, Gallimard, col. “Connaissance de l’inconscient”, 1980, pp. 177-185, 179.


psiquis en torno a aquel cuyos libros, ya entonces, habían provocado escándalo: el profesor Freud. Hoy, la mitología creada alrededor de Lou Andreas-Salomé tuvo su punto final. Ya era hora de poner coto a las falsas creencias que peligrosamente la inscribían en la categoría de las mujeres modernas, despreocupadas por las consecuencias de sus actos. Eso sí, fue libre: una vida de viajes la colocó en presencia de personalidades que siguen estando entre las más grandes de la historia de las letras y las ciencias. ¿Tenía algún toque de ingenio como para saber reconocerlas? Lou von Salomé, más adelante Lou Andreas-Salomé, autora de lengua alemana tras su matrimonio en 1887 con Friedrich Carl Andreas, especialista en cultura persa, dejó un legado filosófico y psicoanalítico al cual, con el tiempo, se le ha concedido un genuino crédito: sus obras completas, recientemente publicadas en Alemania, son la prueba innegable de que

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la investigación puede abocarse sin rodeos a la interpretación de una obra original, única y desconocida. Louise von Salomé nace el 12 de febrero de 1861 en San Petersburgo, ciudad de todos los posibles, cuando Alejandro II deroga una servidumbre secular. Aquella Rusia será la tierra cuya impronta conservará toda su vida, espacio de añoranza y, a su vez, de inspiración cuando, a los dieciocho años, decide abandonarla. Tuvo que sobrevenir la muerte de su padre Gustav von Salomé para que la joven pudiera hacer añicos la educación rígida a la cual la destinaba su madre, “la Generala”. Sus primas, por quienes toda su vida guardará un cariñoso afecto, encarnan ese modelo de obediencia a los principios que guiaban la evolución de las niñitas bien nacidas de la sociedad rusa. Pero ¿qué era ser rusa cuando tres lenguas orientaban el camino de aquella muchacha apodada Liolia? De su nodriza rusa atesora el recuerdo de las canciones de cuna que le cantaba las noches en que sus padres tenían alguna salida a la Corte. Sus hermanos mayores, Alexandre, Robert y Eugène, vivían en alas independientes de la casa, de modo que la presencia de su protectora era para ella una fuente de consuelo. ¿Cómo olvidar su pecho tranquilizador contra el cual se acurrucaba, cansada o temerosa de que la reprendieran ante la menor falta? Las recriminaciones en alemán son proferidas por su madre, Louise von Salomé, de soltera Wilm, nacida


el 7 de febrero de 1823. Sus abuelos maternos, fabricantes de azúcar en Hamburgo, llegaron a San Petersburgo a comienzos del siglo

xix,

y

allí hicieron prosperar su negocio. Reservada y austera, Louise Wilm fue seducida por Gustav Salomé, quien accedería al decimocuarto rango de la nobleza por haber servido con lealtad al régimen del zar Nicolás I. Militar desde los diecisiete años, Gustav prosigue una carrera por demás honorable, sin jamás superar el grado de coronel. Pero para todos seguirá siendo el General, orgulloso de proceder de una familia palatina, báltica de adopción por su padre Jean Charles Salomé, quien una vez llegado a la Rusia de Catalina II a fines del siglo

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desposa a

Katharina Öding, una alemana de Livonia. Por sus venas corre sangre provenzal, a raíz del afincamiento de los Salomé en el siglo xvi en aquella región, de la cual deberá irse una rama de la familia, judíos convertidos al protestantismo, para instalarse en el Palatinado a partir de 1621. Cosmopolitas, los Salomé cultivaron su legado identitario, frecuentaron la comunidad luterana alemana de San Petersburgo y se movieron un recuerdo pregnante. Si bien el francés perdurará en el inconsciente familiar, el alemán será el idioma de su creación literaria, y Alemania, su tierra de elección. Gustav von Salomé, complacido con el nacimiento de su hija, siente por ella un amor desmedido. Vestido en su atuendo de oro, no hay noche en que olvide besarla al regresar del palacio del zar. La pequeña espía su silueta en el vano de la puerta. Su madre se sintió defraudada al no dar a luz a un sexto varón. Dos niños muertos a temprana edad quebraron para siempre los sueños de esa mujer austera, que jamás manifestó una mínima calidez materna hacia su hija. Para ella, la cualidad de mujer era poco envidiable. “La Generala” no va a ser la madre que la joven Lou tomará como modelo, dado que, para ella, su femineidad no está lo suficientemente afirmada. De adolescente ya sueña con una vida sin ataduras, con libertad. Con casi dieciocho años, llega la hora de su confirmación, con miras a conseguir el certificado que signa la pertenencia a una comunidad, así como también permite la obtención de un pasaporte. Acude entonces a la prédica del pastor Hermann Dalton. Su formación en la escuela

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en un círculo intelectual activo, del cual la pequeña Louise conservará

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luterana de San Petersburgo la había protegido hasta entonces de todo sentimiento de coerción. Por lo demás, su infancia siempre respondió a un ideal soñado, en el que nadie la molestaba. A la hora de dormir, la niña se dirige a su Dios para encomendarle su inquietud del día. “Como bien sabes” es la frase recurrente que se atreve a pronunciar ante esa figura benevolente, que le perdona su aplomo pero que permanece trágicamente silenciosa. Qué decepción no obtener respuesta… Este es el episodio que abre las memorias de Lou Andreas-Salomé; huelga aclarar su importancia. La pérdida inconmensurable de aquel que ejerce de autoridad, inclusive más allá de sus padres, invade a la niña de un sentimiento de abandono. ¿Quién acudirá en su auxilio en los momentos de desconsuelo? Porque no todos la entienden. El amor desbordante de su padre compensa la frialdad de su madre, así como la distancia de sus hermanos, cuya complicidad tiene por cierta pero que,

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de igual modo, permanecen ajenos a su universo, donde el imaginario lanza a la realidad el desafío de transformar la vida cotidiana en una profunda recepción de la vida. Siempre le resultará difícil a la joven Louise captar la cuota inventada de lo real: está muy cerca de hacer de su vida una ficción, de creerse la protagonista de un guion cinematográfico. El General insiste en que el pastor Dalton transmita a su hija los fundamentos de la fe y le enseñe el camino de la espiritualidad indispensable para su educación. Demasiado dogmático para la muchacha descontenta, conservador si los hay para el padre fiel a la tradición de la parroquia luterana alemana, Hermann Dalton no brinda a la adolescente el marco de realización intelectual al cual ella aspira. Además, ¿qué más seductor que oponerse a las elecciones familiares? Junto a Hendrik Gillot, Lou siente que se le ofrece la libertad de ser quien ha elegido ser, de pensar según sus propias orientaciones. Conoce la reputación de aquel pastor de la Iglesia reformada holandesa; su tía Caroline le ha hablado muy bien de sus cualidades de escucha y de su bondad. Así pues, el 13 de mayo de 1878, le dirige una carta, o más bien un llamado, en el que le solicita una audiencia: ¿puede él comprender los impulsos de una muchacha de diecisiete años, dispuesta a abandonar la Iglesia hasta tanto le aporte alguna respuesta a su fe en la vida y en un Dios demasiado silencioso? Liolia reconoce su soledad en medio del círculo familiar, la


verdadera ausencia de confidente, de maestro. “¿Vendrás a mí?” le hace decir a Erik, el personaje de su novela Ruth, libremente inspirado en 1895 en su encuentro con Gillot. ¿Cuál es ese amor que nunca confesará del todo y que sin embargo abre sus Memorias? ¿Quién es ese hombre cuyo recuerdo encabezará cada una de sus empresas? Un predicador que se niega a seguir el dogma más austero de la Iglesia evangélica reformada de San Petersburgo. Da sus sermones en alemán o en neerlandés y su persona es en sí misma una invitación al viaje: historiador de las religiones, seguidor de las tesis del teólogo alemán Otto Pfleiderer, concede una mirada a la fe bastante más liberal que Dalton, mucho más seductora para la adolescente presa del deseo de novedad. Hendrik Gillot la acoge como se recibe a un niño, como se confiesa un amor: cual obviedad. Los momentos intensos de trabajo sobre los textos de los principales pensadores anuncian las grandes horas que luego pasará Lou junto a Nietzsche. La lectura de Spinoza en su idioma original, de Kant, de Schopenhauer y de los santos, a quienes cita en las prédicas de su maestro, es la Gillot le pide que escriba para él, ella presiente la necesidad de llevar una vida acorde a su pensamiento: con suma libertad. En ella, la mujer eclosiona bajo la mirada de un hombre casado, padre de familia que la desea, y a ella le da miedo. La comunión de ambos, magnífica, los impulsa a sentimientos eternos. Ella se niega a él, pero le tiene un amor idealizado, el amor que de niña le concedía al dios benévolo. A sus ojos, Hendrik Gillot es el único digno del recuerdo de su padre muerto en 1878, digno de poder escuchar la palabra destinada al Dios desaparecido de la infancia. Fue él quien le abrió “las puertas de la vida”. ¿Qué hacer en su ausencia? El cuerpo tiene su ley, y los síntomas de la hemorragia pulmonar que padece Lou de forma súbita reclaman con suma urgencia un clima más piadoso. ¿Cabe hablar de somatización por no haber sucumbido al deseo masculino, por no haberse ajustado al molde prefabricado para Louise von Salomé? El escándalo familiar en torno a la relación con Gillot es evitado mediante una inmediata partida. La madre cuida que su hija parta en las mejores condiciones, y se procure un porvenir en tierras europeas.

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primera etapa de un aprendizaje intelectual fuera de lo común. Y cuando

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La confirmación que se celebra en la pequeña capilla de Sandpoort, cerca de Leyde, sella para toda la vida ese vínculo indisoluble con el hombre-Dios, al cual Lou von Salomé, devenida en una conocida escritora, regresará inevitablemente como para hallar ante él un aval frente a una vida que sabe poco acorde con la de las mujeres de su época. Pero ¿acaso la libertad no es ante todo una cualidad íntima, que cada uno posee en su fuero interior, antes que la respuesta, una respuesta por oposición a la mirada que arroja la sociedad? Gillot lo entendió a la perfección: Louise se convierte en Lou y adquiere la identidad bajo la cual Europa va a abrirle los brazos. Alojada en casa de su padrino Emmanuel Brandt, en Riesbach, Suiza, Lou se afianza en la Universidad de Zúrich, una de las primeras en abrir sus puertas a las mujeres. Los núcleos revolucionarios rusos encontraron refugio allí, y Lou habría podido sentirse invitada. Pero la sangre

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europea corre por sus venas. Emmanuel e Ida Brandt se extrañan al verla tan cómoda con la cultura de los más destacados autores. Sabían de la calidad de la enseñanza impartida por Gillot cuando vivía en San Petersburgo. La presentan entonces a uno de los profesores más influyentes, Aloïs Biedermann, titular de la cátedra de dogmática y crítica de Otto Pfleiderer, sobre quien tanto había trabajado ella con su maestro de pensamiento. Sus clases de teología durante el semestre 1880-1881 se inscriben en una perfecta continuidad con su formación reciente. Asimismo, se siente alentada a mostrar sus poemas a aquel que va a jugar un papel determinante: Gottfried Kinkel. Profesor de arqueología y de historia del arte en la Escuela Politécnica de Zúrich, Kinkel queda seducido por ella, en quien Biedermann adivinó un “diamante”, y la incita a mostrar sus primeros escritos, recomendándola a Gartenlaube, o a Deutsche Dichterhalle, revistas en las cuales sus poemas, imbuidos de una religiosidad de novedosa expresión, tendrían posibilidades de ser publicados. Más allá de las deficiencias de estilo y composición, Kinkel detecta las bases de un pensamiento que él presiente diferente. Arrodillarse ante Dios, no concebir la vida sino a través del sufrimiento son temas inesperados en una muchacha de veinte años. Demasiado pesimista para su gusto, no por ello dejaba de ser talentosa. Lou interrumpe su semestre de estudios para partir en junio de 1881 a realizar una cura


termal en Bohemia y sobre las costas holandesas. Afligida, al ver resurgir los síntomas de la enfermedad, se vuelca a sus aspiraciones primeras: escribir se le impone, y el alemán será su idioma de expresión. También siente la necesidad de trabar nuevas relaciones, dado que su madre estaba a su lado para velar por su seguridad, mas no comprendía sino a medias sus ambiciones. Como se le aconseja fervientemente la clemencia del clima del sur, Lou solicita a Gottfried Kinkel una carta de presentación dirigida a su amiga de siempre, Malwida von Meysenbug. En la Alemania de los años 1850, habían vivido juntos los ímpetus de una revolución, abortada para ella por la obligación de exiliarse. Activa en la Universidad de Hamburgo, donde defendía el derecho de la mujer a estudiar, viaja a Londres antes de radicarse en Roma en 1863. En la capital británica, Richard Wagner le pareció el representante de un ideal heroico, el precursor de un arte único. Esa admiración la condujo con toda naturalidad a apreciar la obra de Friedrich Nietzsche, a quien conoce en mayo de 1872 en Bayreuth. Cuando este le presenta a le deja entrever una estrecha colaboración, Malwida lo acoge bajo su ala. Un invierno en Sorrento en 1876, en su chalé, prefigura un poco lo que Lou vivirá luego con esos dos hombres. Pero Malwida, rectora del trío, ya no sigue a Nietzsche en su inversión de valores, que excluye todo idealismo. Y así como la relación con el filósofo se distancia, en la misma medida se afianza la confianza que deposita en Paul Rée y, tras la separación de la tríada, Malwida le abre las puertas de su círculo de amigos en Roma, segunda residencia donde el joven hallará refugio durante sus momentos de errancia. Es tarde esa noche de marzo de 1882 cuando Lou von Salomé ve al muchacho surgir en medio de una tertulia romana. Demasiado dinero perdido en el casino de Montecarlo lo encamina hacia la morada de Malwida, quien enseguida le desliza unos billetes en el bolsillo. Lou está intrigada por el pálido rostro de ese tímido desconocido, por su torpeza, que torna su personalidad entrañable. Su amistad nace en ese instante, y la rápida solicitud de matrimonio de Paul Rée no va a opacar la sinceridad del vínculo que los unirá: Lou le da a entender con firmeza que semejante proyecto era inviable, pero que en cambio sí le

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un joven filósofo moralista, Paul Rée, cuyo parentesco de pensamiento

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gustaría la compañía de interlocutores como él. Rée había trabajado en Origen de los sentimientos morales, obra por la cual Nietzsche se había entusiasmado al momento de su publicación en 1877, a punto tal de reconocer en él a un hermano intelectual. ¿Por qué no vivir juntos, en una simple comunión de espíritus? El proyecto les hace mucho ruido a la Señora Madre y a Malwida. Cuando Hendrik Gillot recibe una carta de “la Generala” pidiéndole que hiciera entrar en razón a su hija, este no se asombra ante el ahínco de su antigua alumna: Lou quiere responder al nuevo ideal del libre pensamiento y, para ello, “no conoce más que el yo”, retruca la madre. Asunto cerrado. Y la convivencia comenzará a cobrar forma, pase lo que pasare. Solamente haría falta un tercer miembro. La presencia de Nietzsche cae entonces de maduro. Cuando Paul Rée escribe al filósofo que ha conocido a una “joven rusa” sorprendente, enseguida aviva su deseo de ir a Roma. Malwida siempre recibe

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a gente de talento, él lo sabe. Un mes después, en la Basílica de San Pedro, Lou von Salomé se anticipa a un encuentro del cual ignora hasta qué punto marcará su trayectoria intelectual. Friedrich Nietzsche es un hombre que avanza oculto, como todo solitario, como todo aquel que padece las miradas de incomprensión. Ese día de primavera, los elementos novelescos están reunidos en un rincón en penumbra: la dulzura de su voz, la fineza de sus manos, su andar encorvado, su mirada que esquiva a todo aquel que siquiera lo mira. Lejos de ser idílica, la relación entre ambos primero estará marcada por el sello de la reflexión: pone en presencia a un pensador en busca de almas superiores; en cuanto a nuestra protagonista, se siente lista para seguir junto a él la enseñanza de los grandes filósofos iniciada con Gillot. Pero para Nietzsche ese intercambio sólo tendría validez si se inscribiera dentro del marco bien establecido –aunque descabellado– del matrimonio: una unión de dos años, renovable, debía bastar para una colaboración durante la cual Lou debería acaparar la teoría de su compañero de estudios: ella es “ese terreno fértil que hay que hacer fructificar”, escribe Nietzsche a Rée. La correspondencia entre los amigos filósofos y la muchacha revela sentimientos sin cultivar, que Lou jamás querrá fomentar. Y si bien se podría creer en una vaga historia de amistad amorosa, eso sería equivocarse en cuanto a la razón de la presencia de la muchacha aquel año 1882: la


sed de conocimiento es más fuerte que nada. Las tiernas palabras de Rée, las enfáticas efusiones de Nietzsche hacen oscilar las ganas de su amiga: “caracolito” para el primero, genio insospechado para el segundo, acaso Lou desestabiliza la amistad entre ellos, pero ante todo busca su lugar, más allá del pedido de matrimonio que Rée formula en favor de su amigo. Hastiada de todas esas tentativas, les opone una negativa radical y les recuerda que no está dispuesta a dedicarse a otra cosa que la reflexión filosófica. Es así como el fotógrafo Jules Bonnet, en su taller de Lucerna, se entretiene viendo a Nietzsche poner en escena a un trío muy peculiar. Estamos a 14 de mayo de 1882. Exaltado por el instante de soledad con Lou que había conseguido la semana anterior en el lago de Orta, en el norte de Italia, y tal vez por algún que otro beso, el filósofo quiere conservar la imagen de esa complicidad inesperada con aquella a quien habría confesado el advenimiento del Eterno Retorno. Llevando en sus manos un ramillete de lilas para arrear a ambos filósofos, la muchacha en su carreta tiene toda la ligereza a la que se opone su peresperando, Nietzsche renueva en persona su pedido de matrimonio y recibe de Lou, en lugar de una respuesta positiva, la invitación a vivir en una comunidad de espíritus. Su ambición de retomar los estudios en Viena la entusiasma. La iniciación de la joven discípula está decidida, pues: la propiedad de Tautenburg va a albergar la colaboración entre el filósofo y aquella a la que él quiere formar en “filosofía a martillazos”. La precede, haciendo un rodeo por casa de sus fieles amigos, los Overbeck, mientras Lou todavía busca persuadir a su madre para que la deje sola en Europa. Su hermano Eugène incluso va a aportar su anuencia al conocer a Paul Rée en la estación de Schneidemühl, Prusia Occidental, y autorizará el viaje juntos a Stibbe por invitación de la madre de su amigo. Pero “El año de Parsifal”, que inaugura la segunda temporada musical de Bayreuth en julio, ha comenzado. Nietzsche deja a Lou al cuidado de su hermana Elisabeth en el festival del amigo perdido: Richard Wagner. Los dos hombres están distanciados desde 1878. Elisabeth arrastra con ella la presencia de ese venerado hermano, al que está muy decidida a defender y representar con toda lealtad en un entorno que se volvió hostil. Cuando conoce a

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sonalidad. Convencido de haber encontrado el alma heroica que estaba

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Lou von Salomé en casa del músico, he ahí dos personas perfectamente antagónicas que no logran entablar un diálogo. Así como la joven Lou actúa y vive con suma libertad, ávida por descubrir el universo wagneriano, Elisabeth remite a la imagen de una femineidad temerosa. Todos los acontecimientos se confabulan para que se apoderen de ella unos celos incontrolables. Comenzando por el interés que la célebre pareja Wagner demuestra por la rusa, a la que considera insoportable. Sobre todo porque Cosima Wagner, una mujer fuerte y con ambiciosos proyectos para su marido, enseguida la coloca bajo su ala y le presenta al maestro. Lou apunta en sus memorias la fuerte impresión que causó en ella por su gracia y su inteligencia. De su encuentro con Wagner conserva el recuerdo de un hombre carismático, de una gran alegría. ¿Tendría conciencia de la hora histórica que estaba viviendo junto a semejantes genios? La solemnidad de Parsifal no sofoca la liviandad de

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sus veinte años. La joven se siente en su elemento: entre letras y música, se mueve con soltura, y se atreve a pedirle a quien está a cargo del decorado de la ópera, el joven pintor ruso Iukovski, que transforme su modesto vestido en un atuendo de gala más apropiado para el estreno, que tendrá lugar el 26 de julio de 1882. Iukovski se pone manos a la obra al ras del cuerpo de su compatriota. El hecho despierta furor: la audacia del pedido es inconcebible para seres demasiado bien pensantes como Elisabeth, que se apresura a informar de la noticia a su hermano. Además, Lou lo habría criticado descaradamente. Sin olvidar que, al pasar por Iéna, durante el viaje en tren en dirección a la propiedad familiar, habría bromeado con Bernhard Förster, ignorando entonces que estaba comprometido con Elisabeth. El escándalo llega al colmo: se declaran las hostilidades entre ellas, y el encono sólo concluirá con la muerte de Lou cincuenta años más tarde. A ojos de la hermana ultrajada, ella representa un modelo femenino absolutamente inimaginable, demasiado subversivo para que Nietzsche no resultara herido. Frente a tales acusaciones, Lou habría recordado con una carcajada el pleno consentimiento que manifestó él a la hora de comprometerse en el proyecto de convivencia. No alcanza con calificar de hostil el clima que cubre la llegada de ambos a la estación de Tautenburg, el 7 de agosto de 1882.


La propiedad de los Nietzsche en Thuringe es el terruño original del filósofo. Si Elisabeth y su madre no ven con muy buenos ojos la llegada de la joven a la familia, van a tener que acomodarse a la relación exclusiva e inesperada que Friedrich establece con su discípula hasta el 26 de agosto de 1882. Los proyectos de boda fueron abandonados en provecho del plan de unión libre en una ciudad europea cuya ubicación queda aún por definir. Ambos se sienten más forzados a estudiar que a participar de los chismes que Elisabeth continúa propagando. La mayoría de los amigos del filósofo avala lo que él piensa de Lou: la joven es una meditación hacia el saber, hacia un volver a devenir en humano, al cual Nietzsche aspira con ansias, de tanto que lo agobian las dolencias físicas. Que ella lea y escriba para él ya no es su objetivo primero, Lou le resulta indispensable para hacer evolucionar su pensamiento. Esto le confiesa a su fiel amigo Peter Gast el 13 de julio de 1882: ella tiene la clarividencia de un águila y la valentía de un león, los dos animales simbólicos de Así habló Zaratustra. Y ese amigo de larga data no se equivoluz la perpetua compañía de hombres”, le responde tres días después. Tales “cosas” son los grandes ejes que confirman la psicología de las profundidades que Nietzsche le había develado tan pronto como se conocieron, al presentarle para su valoración la lectura de La gaya ciencia (1882). Ambos son pensadores libres de todo dogma cuando, sentados en ese banco que el filósofo privilegia para sus conversaciones, en un tornasolado campo estival, entablan una colaboración excepcional en el marco de una intimidad puramente intelectual. Lou dejó un testimonio capital de esas horas de trabajo: el diario de Tautenburg. Si bien este se inicia con un malentendido derivado de las intrigas cuidadosamente instigadas por Elisabeth, muy rápido las páginas giran en torno al parentesco intelectual que los liga. Su ósmosis es tal que se asemejan a “dos diablos” ajenos a la realidad que los circunda, entregándose a una auténtica antropología de la existencia: el ser humano, la mujer, Dios, la moral, el heroísmo son algunos de los tantos temas objeto de una nueva interpretación. ¿Cabe aceptar el dolor impuesto por una vida al servicio del conocimiento? ¿Será que el fiat veritas pereat vita funda una nueva religión en la que el individuo se convierte en un héroe? La

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ca: “Extraerá de usted muchas más cosas que lo que pudiera sacar a la

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verdad brota, en efecto, a costa de la vida. El hombre es víctima de conflictos interiores que amenazan su equilibrio. Su vida instintiva, si bien es dolorosa, determina su relación con la existencia, mientras que su resistencia frente al mal garantiza su grandeza. Al final del encuentro, la joven discípula le regala dos poemas: “Al dolor” y “Plegaria a la vida”, en los cuales rinde gloria al sufrimiento como fuente de vida y creación; Nietzsche se apresura en componerles una pieza musical. Por primera vez, Lou von Salomé se acerca a los meandros de la naturaleza profunda del individuo: Nietzsche –escribe– la convierte en lugar de instruirla. Poseído por su trabajo, el saber se transformó en su ley en un mundo en el que moral y fe cristiana han desaparecido. En su Libro de Stibbe, redactado durante su anterior estancia en casa de la madre de Paul Rée, Lou había plasmado aforismos que interrogaban al filósofo sobre la ausencia de Dios y la búsqueda de la verdad. Niet-

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zsche identifica allí un nuevo lenguaje y le aporta las correcciones del caso para que el estilo sea más incisivo. Reorienta así la expresión de una modernidad que les es común, los dos filósofos expresan en ella su necesidad de extraer recursos vivos a partir de una aproximación heroica de la existencia: “el guerrero” tiene esa naturaleza genuina que le permite sobrepasar los avatares de la existencia. En sus Notas de Tautenburg para Lou von Salomé, Nietzsche modifica asimismo el ensayo de Lou titulado De la mujer, donde esta es descrita según su naturaleza biológica. Él, que tenía el proyecto de escribir un estudio científico al respecto, llega a la certeza absoluta, con la lectura tanto de aquel ensayo como de los aforismos, de que ese mes de agosto en Tautenburg marcará el itinerario de su amiga: Lou no sólo concuerda profundamente con él en cuanto a los fundamentos de su libre pensamiento, sino que también revela un indudable talento de escritora. Por su lado, ella guardará el recuerdo de un Nietzsche visionario, cuyo legado honrará hasta el fin de sus días. Así y todo, Elisabeth continúa atormentándola con sus ataques y se asegura asiduamente de que nunca se genere un ápice de intimidad entre su hermano y la joven. Divulga toda suerte de rumores sobre la mala influencia de aquella que aparece como una mujer sin moralidad. El proyecto de la Trinidad sería un puro disparate, una invitación al


ejercicio de pervertidas costumbres: para ella, resulta impensable convivir con fines intelectuales. No es ese el lugar de una mujer, menos aún de la mujer de Nietzsche, a quien ella acompaña estrechamente en la evolución de su obra ¡y que no puede dejarse corromper de semejante modo! Y eso que algunas buenas almas habían propuesto enmarcar la relación: el hermano de Lou von Salomé, Eugène, en Viena, durante sus estudios de medicina; Natalie Herzen, la hija de Malwida von Meysenbug, los habría recibido en París. Lamentablemente, Elisabeth opera en las sombras y consigue convencer a todo el entorno del filósofo, comenzando por su madre Franziska, de los estragos que genera su colaboración con la muchacha. El verano de 1882 llega a su fin. Lou se reencuentra con Paul Rée en Stibbe, antes de que Nietzsche viaje a Naumburg. Octubre los reúne durante unas semanas en Leipzig, lo cual provoca la ira de Elisabeth. Sus cartas prosiguen su empresa devastadora y alientan ridículas sospechas de su hermano respecto de Rée, lo cual enturbia la relación; los proyecto abortado y, a fin de año, expresa un profundo arrepentimiento al respecto, haciéndole notar a su hermana el papel preponderante de su interlocutora en sus reflexiones. La escucha de Lou le había enseñado otra vez a creer en la existencia. Finalmente, elige regresar a Génova, con el recuerdo de una Trinidad anhelada pero jamás realizada. En esa unión intelectual se inspirará para la primera parte de Así habló Zaratustra. Su amiga es ese eterno femenino emancipado de todas las convenciones, el tipo de mujer de la cual destaca, en una carta dirigida a Malwida el 1 de enero de 1883, su carácter sumamente osado, exhibido sin ambages y desprovisto de todo escrúpulo. En resumidas cuentas, ella encarna un ideal, un libre pensamiento que desorientará a más de uno, comenzando por su propia madre. Es más, Louise von Salomé se sincera con Nietzsche: es plenamente consciente de los riesgos que corre su hija al no querer hacer sino lo que se le antoja, ser libre de actuar y pensar sin sentirse en deuda con nadie. Sus posiciones son particularmente audaces, por lo mucho que reivindica una femineidad inhabitual que puede resultar chocante. Pero ella presiente que, a pesar de las eventuales torpezas de su hija, no podrá encorsetarla dentro de

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tres amigos se distancian. Nietzsche se recupera con dificultad de ese

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los principios de las mujeres de su generación. El fracaso de la Trinidad no la hace flaquear, puesto que proyecta irse a vivir con Paul Rée a Berlín. Los años 1880-1890 sumergen a la capital alemana en un torbellino intelectual. La elección de establecerse allí es determinante: desde 1871, la ciudad es el centro cultural y económico de Alemania, así como uno de sus más importantes centros de prensa. El nombre de Nietzsche emerge de los círculos de pensamiento como garantía de una renovación filosófica, y esos espacios abrirán sus puertas a una joven lista para afirmarse como escritora. Después de la lectura de Combate por Dios, uno no puede sino quedar impactado por la gravedad y la audacia del estilo. A comienzos de 1885, la salida de esa “novela religiosa” prueba que la muchacha que se esconde detrás del seudónimo masculino Henri Lou es de una naturaleza superior. Rompiendo con la configuración de la familia tradicional

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y glorificando la presencia de Dios en la vida de cada uno, disimula detrás del personaje de Kuno –enigmático ermitaño que recobra vida gracias a la educación de su hija Marie– la figura de Nietzsche, cuya filantropía velaba por la supervivencia. Allí introduce los himnos a la vida y al dolor que habían seducido a su compañero de Tautenburg. La joven protagonista, por su parte, siente por su padre un amor no correspondido que no deja de recordarle la relación con Hendrik Gillot. Para Lou von Salomé, ese primer libro es la marca de su independencia: financiera, puesto que su objetivo es probarle a “la Generala” que puede solventar sola sus gastos en Europa; intelectual, por fin. Culmina el tiempo de las enseñanzas, y comienza el tiempo de la consumación. De esta manera, el círculo intelectual que se congrega en torno a Hermann Ebbinghaus, pionero de la psicología experimental, y de Ferdinand Tönnies, uno de los fundadores de la sociología, le abre sus puertas con la clarísima impresión de estar frente a una personalidad excepcional: única mujer del grupo de reflexión, figura dominante de esa “pareja” que forma con Paul Rée, merecedora del rango de “doncella de honor”, aquella a quien llaman “Excelencia” seduce a su entorno por su apertura a las ideas de vanguardia, convalidada por su relación con Nietzsche. Su amigo, el filósofo Paul Deussen, está allí para dar fe. Además de ser hermosa, Lou da muestras de una sagacidad que desvía


a más de uno de la seriedad de sus tareas. Desde la noche de Año Nuevo de 1882 que pasó en compañía de Ebbinghaus hasta su instalación en Tempelhof en 1887, toma parte en las discusiones sobre las corrientes de ideas influenciadas por “la era darwiniana”, en ese fin de siglo filosófico que se obliga a revisar el estudio del humano como sujeto de evolución en un medio donde la presencia de Dios se ha tornado objetable, un Dios moral que siente pena por los humanos y ya no aporta el consuelo esperado. El individuo ha de emanciparse de la tutela de lo divino: matar a Dios es volver a darle vida a través de la creación de los propios valores. Las discusiones avanzan a buen ritmo, y la muchacha es portavoz de un afilado pensamiento sobre el tema: la filosofía nietzscheana se impone ya, unos cinco años antes de que el filósofo zozobre en una larga noche de silencio. Hermann Ebbinghaus y Ferdinand Tönnies consideran mediadora de ese legado a su joven interlocutora y extraen de sus conversaciones con ella materia para la reflexión. En el umbral de las incipientes ciencias humanas, psicoanálisis y sociola renovación científica: el conocimiento del individuo queda por determinar, para el primero, por medio del estudio de la memoria, para el segundo, por medio de una aproximación al ser que, en tanto sujeto de socialización, debe aprender a repartirse en provecho de la comunidad. Ferdinand Tönnies, que admira a Lou von Salomé, se suma a la lista de los enamorados rechazados aquel invierno de 1882-1883, pero seguirá siendo su amigo toda la vida. Según Tönnies, el trabajo al cual ella se dedicó junto a Nietzsche anuncia un nuevo modo de pensamiento: toda filosofía no es más que una involuntaria confesión de su autor. Sobre la base de ese nuevo principio dictado por el propio maestro, Lou realiza una lectura inédita de la filosofía nietzscheana. La psicología se convierte en una herramienta indispensable para la comprensión del individuo, aportando una confirmación empírica a los problemas fundamentales. Tönnies está fascinado por esa novedosa mirada, por así decirlo “genial”, escribe en una carta al filósofo danés Friedrich Paulsen el 11 de julio de 1883. En la revista de la vanguardia literaria Die Freie Bühne, Lou consagra cinco artículos a Nietzsche, de 1891 a 1893, vuelo de prueba de una “biografía del dolor”, Friedrich Nietzsche a través de

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logía, cada uno de ellos deja el recuerdo de un pensador activo para

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sus obras, que tan pronto como se publicó en 1894 registra un éxito rotundo en Alemania, en Francia e interesa en los países escandinavos, donde la autora ya es reconocida por su estudio sobre las Figuras de mujeres en Ibsen, de 1892. Los años 1890 marcarán un giro en su vida. Su nombre ha cambiado, en efecto. A su patronímico familiar agregó el apellido de su marido, Friedrich Carl Andreas, a quien desposa el 14 de junio de 1887. La amistosa convivencia con Paul Rée llegó a su fin el 1 de noviembre de 1886, fecha del compromiso. De todos modos, la habitación alquilada en la otra punta de la ciudad a inicios del año ya había plasmado la necesidad del filósofo de librarse de aquella alianza intelectual no correspondida por el amor de Lou. Mientras Combate por Dios recoge buena prensa, ese éxito inmediato lo remite a sus propios fracasos. Atender a los indigentes se convertirá en el reto de sus estudios de medicina si nin-

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guna universidad le abre las puertas. Abocarse a ese proyecto junto a su amiga sigue siendo una prioridad. Gillot le pidió que velara por ella durante un fin de semana en Baviera. El patrimonio del que disponían –la Sra. von Salomé enviaba a su hija la coqueta suma de doscientos cincuenta marcos– no es tema de discordia. Él se acomoda a las condiciones de vida que le son impuestas y no consigue negarse, pues su cariño es sincero. Pero cuando ve la mirada de su amiga detenerse más de lo necesario en aquel hombre de mayor edad, sabe que eso no es un capricho de su parte. La familia de Friedrich Carl Andreas, oriunda de Java, había adoptado a Alemania, donde este realiza brillantes estudios en lenguas orientales; mientras espera un cargo en la universidad, da clases de alemán a los oficiales turcos que viven en la pensión de Lou. Paul Rée, en plena redacción de Los orígenes de la conciencia, no puede digerir semejante afrenta, de modo que decide romper el pacto de amistad eterna a comienzos de la primavera de 1887. El verano oficializa la unión de Lou von Salomé con Friedrich Carl Andreas y la instalación del matrimonio en Tempelhof, en los alrededores de Berlín. El tiempo de la indolencia había llegado a su fin. Rée se fue sin imaginarse que Lou le pediría a su marido que firmara una forma de pacto moral: el matrimonio no estaría ligado ni al amor físico ni a la maternidad. Cuando el propio Gillot celebra la unión en la iglesia de Santpoort, donde la había


confirmado dieciocho años antes de su partida a Europa, tiene la seguridad de que Lou no le otorgará a otro lo que le había negado a él. La unión carnal no puede consumarse con un consorte al que ella coloca bajo el signo del Altísimo. Andreas se percata bastante rápido de que esa decisión no es un capricho de la muchacha y se dedica a su labor de docencia en el Instituto de Lenguas Orientales de Berlín. Tras la presencia de Paul Rée en los círculos filosóficos, llega el turno de Friedrich Carl Andreas de desempeñar un papel determinante en la evolución intelectual de su joven esposa. El matrimonio con ella le abre las puertas del naturalismo literario, que en Berlín vive un auténtico triunfo. Por mediación de Andreas, ella intenta incorporarse al grupo de la revista Deutsche Rundschau como crítica teatral: el periodismo le procura un ingreso que signa su independencia económica. Publica once artículos en cuatro años, veinticuatro hasta 1919 en el órgano del naturalismo alemán, Die Freie Bühne, relacionado con el Teatro Libre. Siguiendo el modelo de André Antoine, que en París lleva ese mismo cuanto a las nuevas modalidades del texto literario: en función de una observación de lo real, la identidad del ser humano es definida según su medio y su profesión, y ya no a partir de la noción de mito o de destino que el hombre no puede dominar. Cabe buscar la verdad individual en la realidad más simple de la vida material. La novela, símbolo de una ruptura tanto social como cultural, deviene en reportaje de la vida y, así, en un instrumento de conocimiento. El autor hace obra de verdad, a imagen de Henrik Ibsen y de Gerhart Hauptmann, que se convertirá en un amigo fiel. Dentro de la bohemia de Friedrichshagen, en la que Lou Andreas-Salomé participa desde su matrimonio, el dramaturgo noruego es objeto de un auténtico frenesí. Se ve alentada a estudiar las ambigüedades del rol social de la mujer y, en 1890, publica un ensayo en Die Freie Bühne, “El pato salvaje”, en el cual el animal encerrado en una buhardilla representa cada uno de los diez destinos que se desarrollan ulteriormente en el libro. Andreas le tradujo del noruego las obras del dramaturgo. Acaso presienta que su esposa está en condiciones de transportar más lejos el legado nietzscheano, de expresar algo más profundo aún: ¿cómo representar en literatura las manifestaciones del

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nombre, los naturalistas alemanes se cuestionan, al igual que Zola, en

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malestar interior propio de cada uno? Ese ensayo revela sus predisposiciones para una lúcida comprensión del psiquismo. Al año siguiente, asistimos a la publicación de los tres artículos dedicados al “Retrato de Friedrich Nietzsche: un estudio psicológico”. El título habla por sí solo. El filósofo no quería que se viera en él únicamente al metafísico. Para ello, Lou debía adquirir la agudeza de una mirada, la pertinencia de una lectura sobre una obra que él se afanaba en hacer única, distanciándose de los sistemas poskantianos y anticipando el enfoque “psicoanalítico”. La problemática del creador sufriente se confirma poco a poco como la principal preocupación de Lou. Y el público no se equivoca. Sus ensayos sobre Nietzsche hacen olvidar provisoriamente la historia personal de cada uno, al ceder lugar a un hondo análisis de la psicología del filósofo. Se entenderá mejor, entonces, el interés de la muchacha por la existencia de un drama en clave femenina cuando el amor libre se ve ultra-

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jado, cuando el matrimonio anula la identidad en lugar de consumarla. Hablar de la relación entre los sexos prueba la modernidad literaria tan novedosa en Ibsen; criticarla a través de sus personajes femeninos, llámense Nora, Hedda Gabler o Rebecca, es fruto de la misma audacia: ¿tenía Lou que experimentar en su pareja las mismas restricciones para poder sumirse en la vida interior de aquellas protagonistas que prefiguran a la mujer moderna? Eso es certero. Al darle a conocer esos textos, Andreas seguramente le habrá transmitido un mensaje. Y la crítica tampoco se equivoca en esto. Wilhelm Bölsche, que había introducido a la pareja Andreas en la colonia de artistas, halaga la precisión con la que ella ausculta el dilema de toda mujer, dividida entre el deber y la aspiración a vivir sin ataduras. Cuando en 1892 Lou escribe Ruth, agrupa bajo ese nombre el rostro múltiple de varias mujeres. Su joven personaje ama a su profesor, veinte años mayor que ella, quien deja a su mujer e hijos para entregarse a esa pasión. Tal vez los personajes ibsenianos hallaron, a través de Ruth, una voz en su total expresión, la de una mujer, la de su autora, que busca desarrollarse plenamente lejos de toda tutela. La colonia de artistas de Friedrichshagen está fuertemente marcada por un compromiso con la socialdemocracia y, por lo mismo, recibe a anarquistas, trabajadores y a todo aquel que reclama la evolución del Estado, considerado antiliberal y demasiado autoritario bajo Guillermo II.


Bismarck instaura una ley que prohíbe los escritos, las reuniones y confederaciones de tendencia socialista. Entre los oradores más elocuentes de aquella política, se halla una personalidad de la inteligencia berlinesa, periodista de Die Freie Bühne y futuro diputado en el Reichstag, Georg Ledebour. Su encuentro con Lou Andreas-Salomé marcará para siempre el desencuentro de la pareja Andreas. El día en que, de camino al barrio de Tempelhof, él le hace notar que no lleva alianza y le confiesa su amor, Lou siente el ímpetu irrefrenable del deseo. Pero negándose a separarse de Andreas, instaura una relación a tres puntas en la que las miradas dicen más que las confesiones de una noche, en la que los celos se apoderan incluso de aquel que creía en la lealtad. A Andreas ya no le importa, no puede olvidar que Lou es su mujer, aun cuando se niegue a él. Por lo demás, Ledebour la coloca frente a sí misma, enrostrándole la realidad de la mujer casada que ha de escoger entre la fidelidad y el adulterio, entre su deseo reprobado y la revelación de su placer. Durante nueve meses, el primero calla, el segundo espera, hasta de 1892 y Andreas se desploma de ira y desconsuelo. Su mujer debe romper con sus impulsivas tentaciones, si es que se puede hablar de ruptura. Lo cierto es que debe renunciar a todo contacto con Ledebour en el marco de los encuentros de Friedrichshagen y alejarse. Esa es la decisión que tomará. Jamás olvidará a aquel político carismático, que había conocido la cárcel de Plötzensee por sus tesis radicales sobre la situación del país en mayo de 1893. Un último encuentro, el 24 de febrero de 1894, termina de convencerla de que el despertar de los sentidos puede realizarse a expensas del deseo masculino. La versión idealizada de la pareja, unida por lazos espirituales, se desmorona frente al fuerte principio de realidad de sus dos compañeros. Mientras que Ledebour desaparece de su vida, Andreas sigue siendo el garante de una integridad afectiva, pero tanto Lou como él se dan la opción de tener plena libertad de acción. Por más que sus rutas se tornen paralelas, Andreas es el puerto al cual ella regresa. Viajar para escribir, escribir para viajar, no se sabe cuál de los dos movimientos realmente nutrió las intenciones de Lou Andreas-Salomé, devenida en una indiscutible escritora de lengua alemana. A raíz

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el día en que la pareja se muda al barrio de Schmargendorf en octubre

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de su estudio biográfico sobre Nietzsche publicado en 1894, Henri Albert, uno de los pioneros del nietzscheísmo francés, desea conocerla. Está al tanto del renombre de sus críticas teatrales en Alemania y en los países escandinavos y aprueba su aproximación crítica a la filosofía nietzscheana, así como a las metamorfosis del filósofo, determinadas por la precoz desavenencia de la salud y la enfermedad. El dolor físico como instrumento de conocimiento es el leitmotiv de una vida destinada a la creación. Lou vivirá de nuevo ese desafío, con motivo de su encuentro con el poeta Rainer Maria Rilke. Enriquecida por ese saber, disfruta del recibimiento que le reservan los círculos literarios. París le abre las puertas de sus teatros: el Teatro Libre de Antoine y La Obra del belga Lugné-Poe. Igual que Rée por las calles de Roma y Berlín, el escritor Frank Wedekind la acompaña con mucha frecuencia por la capital francesa. La cantante Yvette Guilbert, Jaurès en la Cámara de

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Diputados, las personas más humildes del pueblo parisino, así como el joven médico ruso Saveli Kornhold, todos ellos son los encuentros efímeros de una viajera que se mueve con soltura en lo que ella denomina “una ciudad única”. El cronista del diario Frankfurter Zeitung, Paul Goldmann, la pone en contacto con Arthur Schnitzler, luego del frustrado idilio que le habría gustado vivir con ella, aunque fuera breve. Su senda ya está trazada: Viena será su próximo destino, tras un corto alto por San Petersburgo del 7 de marzo al 24 de abril de 1895, donde no sólo su madre y toda su familia, sino también Hendrik Gillot, tienen la dicha de descubrir a una mujer plena, que ha hecho de la escritura el objetivo de su vida. Lou Andreas-Salomé jamás escribirá con el fin de ser publicada. Escribir seguirá siendo el eco de su interioridad. En este punto, precisamente, se distingue de la amiga que la acompaña de viaje en viaje, Frieda von Bülow, quien le reclama un compromiso íntegro y activo en las asociaciones feministas. Pero Lou Andreas-Salomé no aprueba que la mujer desempeñe un papel social, ni siquiera político. Afirmarse implica para ella un saber ser, más que un saber hacer. Nuestra autora apuesta por una femineidad cuya palabra clave es la libertad, sin que ello implique pasar por alto la contraparte masculina. Sabemos cuánto contribuyeron sus compañeros de vida y de viaje a la realización de sus


proyectos. En 1899 expondrá en un ensayo fundamental, La humanidad de la mujer, el esfuerzo de complementariedad al que deben responder hombre y mujer si desean construir una vida juntos. Sus naturalezas biológicas predeterminarían toda su evolución, y en esto hallamos los cimientos darwinianos de su reflexión. Nietzsche le había hablado, en particular, del individuo como “creatura que ha dejado de ser una bestia”. También le había hecho tomar conciencia, antes que Freud, del riesgo que corre el ser humano: retornar a la animalidad, por más que su destino fuera evolucionar hacia un mayor grado de humanidad. En Berlín, Lou Andreas-Salomé se codea con los autores de las teorías biológicas. Entre 1880 y 1914, los discursos sobre la naturaleza humana incumben a varias disciplinas. Pensadores y científicos se interrogan acerca de la evolución del hombre hacia un estado consciente y civilizado. En sus Memorias, la autora cristalizará ese eje en torno a la idea del origen, tanto de la vida como del hombre. La entrada del niño en la existencia se concreta a costa de una ruptura: estando muy bien implantado en estadio prenatal, el niño se ve proyectado al universo, “fragmentado”, escribe Schopenhauer (cuya lectura Nietzsche había recomendado a su protegida), de modo tal que vive la culminación de ese estado como un auténtico traumatismo. El niño abandona el “fondo primitivo de la vida”, una unidad original que no dejará nunca de buscar. El erotismo y la creación pueden ayudarlo a paliar ese sentimiento de incompletud, a restaurar su profunda impresión en tanto sujeto indiferenciado. Esa problemática distingue a Lou Andreas-Salomé de sus contemporáneas, quienes le conceden una participación en la defensa de la causa de las mujeres, exenta de las reivindicaciones sociales. Si su aproximación es metafísica, elabora sin embargo una renovada identidad de la mujer, como ser humano con todas las letras, como digna contraparte del hombre, hacia la que este siempre regresa, como hacia sus orígenes. Y ese es el tema que motivará su desvío por Rusia. Ser una mujer plena le reclama volver a convertirse en hija de una tierra. Ese breve viaje antecede los destacados reencuentros del año 1900. El paréntesis ruso que se otorga, por el momento, es factor de equilibrio, sobre todo en compañía de Frieda, la amiga de siempre.

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el confort intrauterino, aquello a lo cual los psicoanalistas nombrarán

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Compañera del colonialista Carl Peters, a quien había seguido hasta África para supervisar la construcción de dispensarios, Frieda encuentra fuerza y consuelo junto a Lou cuando permanece separada de su amante. Esa estancia en Rusia precede su regreso a Alemania, donde va a volcarse a la causa feminista. Pero Frieda siempre será parte del viaje, tan pronto como su amiga se lo solicite, hasta su fallecimiento en 1909. Unidas por sentimientos simbióticos, Lou y Frieda forman una pareja de mujeres cuya amistad no sabemos si fue o no superada por un compromiso más potente, del cual dan fe muy pocas cartas, dado que Lou se cuidó de quemar cualquier testimonio al respecto. Berlín, París, San Petersburgo conforman las etapas de un itinerario vivido a discreción de las intenciones de la viajera, a menudo ligado a sus publicaciones. El año 1895 asiste a la publicación de Ruth y a la redacción de dos cuentos incluidos en 1899 en Hijos de hombres. Estos se inscri-

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ben en la continuidad de su crítica teatral sobre el naturalismo berlinés, antes de consagrarse a la cuestión religiosa, en la que desarrollará un pensamiento de vanguardia sobre el compromiso del creyente. Cuando el 3 de mayo de 1895 llega a Viena, vive el deslumbramiento que la capital austrohúngara es capaz de despertar. Por el recodo de las calles de Graben o de los senderos de Prater, sale al encuentro de los grandes representantes de la renovación literaria y estética de la joven ciudad: Arthur Schnitzler, Gustav Klimt, Gustav Mahler. Lou es testigo del nacimiento de sus obras magistrales, y toma conciencia del malestar provocado por el desorden amoroso y de una sensibilidad muy característica de fines de siglo. Toda una temática vinculada con el erotismo trasunta en la confusión de identidades, entre lo masculino y lo femenino, como en Otto Weininger y en los cuerpos mezclados del Beso de Gustav Klimt. Sin tomar parte en la revuelta estética de los Decadentes, Lou Andreas-Salomé se impregna de esa ligereza combinada con seriedad cuando sus días en Schönbrunn o en el campo tirolés se desenvuelven en compañía de Schnitzler y Richard Beer-Hofmann, otro de los pretendientes rechazados. Basta con leer algunos de sus textos más conocidos para comprender cómo se expresan los resortes de la vida psíquica. Un joven médico que habría asistido a los primeros cursos de Sigmund Freud en el hospital de Viena, Friedrich Pineles, se interroga acerca de


la noción de “nerviosismo” ligado a comportamientos patológicos. Freud, entonces discípulo de Charcot,15 acababa de publicar su Esbozo de una psicología científica, con miras a un nuevo método de investigación del alma humana: el psicoanálisis. Estamos a comienzos de 1896 y Broncia Pineles, al conocer a Lou Andreas-Salomé en el círculo de la gran feminista austríaca Rosa Mayreder, le presenta a su hermano. Neurólogo y endocrinólogo, Friedrich Pineles sería el primer mediador entre Lou y el mundo médico, en el cual la inicia durante las visitas al hospital general de Viena. Asimismo, sería su primer amante, el de un día de octubre de 1896, y el de toda la vida. A pesar de las lapidarias notas de su diario, todo induce a creer que Pineles está presente de modo intermitente hasta 1908 y que inclusive ella gestó un hijo suyo. Es el amigo confidente de los instantes de soledad y varias veces se declara y le pide matrimonio. Ella siempre se negará, pues Andreas le es indispensable. Personalidad de las sombras, este médico será sin embargo quien la hará cruzarse con Freud. Las lacónicas confidencias de una mujer en el fin de su vida dejan entrever aquel inesdel psicoanálisis y a su protegida. Porque no cabe duda de que la imagen que Lou Andreas-Salomé irradia y defiende con su estilo de vida es la de una mujer emancipada. Acaso se haya tomado como modelo cuando da cuerpo a Fénitchka y a Adine: la primera es la protagonista de un cuento epónimo (1896), la segunda ocupa el centro de Una larga disipación (1898). Así como Fénitchka, joven intelectual rusa exiliada en Europa, se libera de toda coerción que obstaculiza la evolución de la mujer y se desentiende de la mirada social sobre sus elecciones, así también Adine, a sabiendas, permanece sujeta a la violencia de su esposo, su primo Benno. Dos ensayos, casi contemporáneos a esos relatos, La humanidad de la mujer (1899) y Reflexiones sobre el problema del amor (1900), indagan en la cuestión de lo femenino, que había prefigurado su estudio sobre el teatro de Ibsen. Entre relatos y ensayos, Lou Andreas-Salomé quiere dar testimonio: la relación que mantienen hombres y mujeres está definida por una tradición social y ética que ya 15

Freud trabaja en el hospital de la Salpêtrière del 13 de octubre de 1885 al 23 de febrero de 1886. Tan pronto como abre su consultorio privado en Viena, el 25 de abril de 1886, se dedica a la investigación de los trastornos psíquicos.

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perado encuentro, que veinte años más tarde marcaría al padre fundador

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no responde al temperamento exigente de la mujer de los años 1890. En Alemania y en Austria, los grupos feministas no reconocen, empero, sus temas de combate en los personajes o en las tesis defendidas por su compatriota. Si bien Lou Andreas-Salomé encarna a su manera la mujer moderna que el movimiento necesita para luchar contra las desigualdades, jamás hace uso de un discurso vindicativo: su mejor reivindicación es su singularidad. Abordar los temas emparentados con el amor y la cuestión de la pareja atañe a una problemática personal: pese a su carácter excéntrico, Lou no deja de ser una personalidad de primer plano. Preservando su libertad, también sostiene una profunda búsqueda de identidad. Definirse en su humanidad se antepone a la afirmación de una identidad femenina y, en ese sentido, la mujer escritora busca remontar a las fuentes: la cuestión del origen que la agobia se plantea asimismo a través de la figura de Jesús el judío (1896). Entre 1891 y 1899, Lou

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dedica doce ensayos a la religión. Cristo desempeña un rol determinante, puesto que encarna al fiel que en su momento último, en la cruz, se sintió abandonado, al igual que ella de niña a la espera de una respuesta de Dios a sus confesiones nocturnas. Finalmente, el genio religioso es, ante todo, un hombre frágil y solitario, mas su fe lo torna capaz de perdonar a un Dios que lo ha traicionado. En toda su humildad, el hombre sigue siendo una creatura al servicio del Dios al que ha investido. El 12 de mayo de 1897 es un precioso día primaveral en el barrio Schwabing, que reúne en Múnich a una intelligentsia activa, escritores, pintores y poetas, entre los cuales un muchacho de veintiún años, René Maria Rilke, se introduce poco a poco, y con éxito. Ya ha escrito seis de las Visiones de Cristo, escenas que representan a un Cristo solitario muy próximo al genio religioso descrito en Jesús el judío. Cuando su amigo Michael Georg Conrad, pionero del naturalismo en el sur de Alemania, le recomienda la lectura del ensayo de Lou, Rilke descubre la singular interpretación de la figura del Salvador en su simplicidad de hombre. El muchacho sufre entonces un impacto, una revelación al leer bajo la pluma de otra aquello que él siente en lo más hondo de su ser: ¿cómo acceder a esa paz máxima?, ¿cómo creer en una posibilidad de vida de la cual quede excluido el dolor en provecho de la alegría? Tales son ya las preguntas del joven poeta en devenir, quien entonces declara


a la mujer quince años mayor que él un amor vasto e intemporal. Lou Andreas-Salomé será para él la confidente de todas las edades, de todos los posibles: reconoce en él al autor de los poemas anónimos que había recibido últimamente, por medio de los cuales había adivinado, según sus palabras, una “gracia viril”. El muchacho se le impone , como si de ahí en adelante el más ínfimo de sus deseos pudiera cumplirse. Él abandona a sus fieles conocidos del círculo de Schwabing, como la condesa bohemia Franziska zu Reventlow, y converge todas sus atenciones hacia aquella cuyo carisma lo deslumbra. La fotografía que Sophie Goudstikker saca en el Studio Elvira muestra hasta qué punto la mujer de treinta y seis años se ha convertido en la europea de un fin de siglo literario, con una ardiente ebullición de ideas de las cuales toma parte sin jamás dudar de su talento: la frente alta abombada remite a una inteligencia subrayada por un mentón firme, pero en la mirada clara que apela a una sonrisa apacible sólo hay dulzura… La boa de piel que nunca se quita enternece su expresión, Ese cliché, uno de los más conocidos, alude al carisma de una escritora consagrada. ¿Cómo adivinar detrás de ese pacífico rostro la expectativa de una mujer preocupada, que se cuestiona acerca de la plenitud carnal a la que todo individuo puede aspirar? Con Pineles descubrió que el amor de un hombre podía cumplir sus deseos íntimos. El erotismo dejaba libre curso a esa parte de su humanidad que la remontaba hasta las fuentes de la vida. Lo explica en La humanidad de la mujer (1899). La búsqueda de cada uno consiste en reconstituir el confort intrauterino, al cual el nacimiento pone término cuando deja que el pequeño sea fragmentado en medio del desasosiego y la aprensión del universo con el cual, unos minutos antes, formaba un todo. La totalidad de origen, he ahí la meta de toda existencia: recomponerla volviendo a encontrar los lazos con el mundo circundante. La mujer es un ser humano antes de ser la contracara del hombre, es el sexo opuesto cuyo solo objetivo es luchar por su igualdad. Si la sociedad le asigna un rol secundario a través de las actividades domésticas, la mujer es ávida de un saber sobre sí misma y sobre ese Otro, contraparte del encuentro, es la patria hacia la cual el deseo de su amante se orienta.

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una imagen que parece aprobar la lente delante del cual está posando.

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Lou Andreas-Salomé siempre se cuidó de borrar todo rastro de su intimidad. Por tanto, no conservó ninguna de las respuestas que dirigió al autor de los poemas anónimos recibidos aquella primavera de 1897. Rilke no entra en su vida por la fuerza. Es seducido por su pensamiento y finalmente quedará subyugado por su carismática belleza, cuando se encuentran en la representación de la obra Sombres Puissances [Oscuras potencias] del ruso Chevitch. Ella reconoce entonces al autor de las misivas y lo recibe en su vida, habitada por un maduro y asumido sentimiento de paz que por fin se abre al amor. La “unidad sorprendida se reconocía, temblorosa, en una unidad insondable”, escribirá ella mucho más tarde en sus Memorias. Enseguida, el 14 de junio de 1897, los amigos prefieren salir de Múnich hacia el pueblo de Wolfratshausen, donde una casita a orillas del lago de Starnberg alberga su incipiente amor. Frieda von Bülow, la ami-

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ga de todos los viajes, de todas las confidencias, nunca está muy lejos, pero sabe que esta vez se impone una soledad entre dos y se eclipsa. No le extraña que los amantes se arroguen el derecho a no reportarse. Los escritos de los primeros días quedaron durante mucho tiempo en una maleta, antes de que sus autores decidieran quemarlos, llegado el día de la ruptura. De los aproximadamente cien poemas compuestos entre 1897 y 1898, unos cuarenta documentos certifican su pasión. Sabemos por la pluma del muchacho cuán ardientes fueron sus sentimientos y que, si Lou conoció el éxtasis carnal, se debió a la sensible virilidad de su amigo. Escribirá ella más adelante, en la escuela de Freud, que su pareja representaba la inversión de lo masculino y lo femenino. Al rostro de la amante se añade el de la musa: Lou Andreas-Salomé es la inspiradora de intensos años de creación, que guiaron a Rilke en su búsqueda de una vía estética. Desde 1896, el joven es uno de los colaboradores de la revista Joven Alemania y Joven Alsacia, la cual aceptó sus poemas. También es el redactor de Wegwarten, que apunta en sus tres únicos números a tornar accesible al pueblo la literatura conocida como “moderna”. Su colaboración comienza, ergo, con dos consejos en apariencia anodinos, que sin embargo revelan el impacto de la mirada de Lou sobre la identidad del poeta en devenir: René se convierte en Rainer; su grafía adopta un aspecto menos redondeado, más masculino,


tal es el esfuerzo al que se obliga. Lo corrige por sus carencias técnicas, por su versificación un tanto melosa. Los días transcurren apacibles en Wolfratshausen, al ritmo de los estados de ánimo de Rilke. ¿Qué pensar de los paseos por el bosque que, en lugar de apaciguarlo, le hacen creer en árboles dotados de ramas animadas? Lou se asombra y no sabe cómo reaccionar. ¿Qué pensar de sus accesos de celos mientras ella se ausenta para trabajar con el crítico Volynski, o para visitar a su familia con motivo de las Pascuas rusas? La mujer se percata de que el sufrimiento participa en la superación de sí, pero también podría contribuir a la autodestrucción. Andreas, que se ha unido a la pareja, presiente el genio creador del muchacho y le aconseja que retome sus estudios. Lou, quien siente la necesidad de la separación, lo envía a Florencia y le pide que lleve un diario dirigido a ella, una bitácora de viaje en la cual tome nota de sus hechos y gestos, de sus desplazamientos por los más hermosos vestigios del Quattrocento italiano. La escritura es el nexo, la atadura que lo devuelve hacia la indispensable mirada, prisma a través arte, fuertemente impregnada por los principios del Jugendstil, plasma cada vez más el rol capital que este tiene en la vida del artista: el arte es el medio apto para reproducir el nexo inextricable con la vida que se rompe en el nacimiento. Lou y Rilke concuerdan armoniosamente en esa aproximación de la existencia, aunque el poeta encarne el doloroso influjo de la creación sobre lo viviente, sin que la sensibilidad del hombre pueda preservarse. La dificultad de crear está ligada con el menosprecio que él siente por sí mismo: el mero lugar de “discípulo” de su amiga no puede prolongarse, de manera que reivindica a su modo la identidad de un creador independiente y dueño de un potencial artístico. Lou Andreas-Salomé lo presentó con ese espíritu al sociólogo Georg Simmel, al lingüista Fritz Mauthner y a la pareja de críticos de arte Sabine y Reinhold Lepsius. Todos coinciden en validar la tesis que Rilke desarrollará en el marco de varias conferencias, bajo la influencia de Formas elementales del arte, ensayo propuesto por Lou en 1898 a la revista Pan: la creación restaura la unidad del ser y del mundo. Esa unidad a la cual Rilke aspira en la creación lo salvará de su inestabilidad, y el amor por su musa lo preservará de su personalidad disociada.

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del cual la realidad le parece metamorfoseada. Su reflexión sobre el

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Hélène Voronine, joven de San Petersburgo de veintisiete años a quien Rilke conoce en Florencia, lo alienta a ponerse en acción para concretar su proyecto ruso. El retorno del joven a Berlín-Schmargendorf, donde la pareja Andreas se ha mudado, se realiza bajo el signo del viaje. La ola eslavófila que rompe sobre Europa central no los deja impávidos. La decisión está tomada: el próximo destino los conducirá a ambos a tierras rusas. Lou presiente que la seriedad de su preparación determinará la calidad del viaje. Por tanto, vuelve a adentrarse en la lectura de los grandes autores de la edad de oro, ya que tienen prevista una visita a Tolstoi. Rilke, vestido con la túnica rusa de cuello alto, entabla una nueva vida. Su impregnación es total en compañía de Lou, de quien recibe toda el alma eslava y cuya cultura de infancia descubre con pasión. Aprender el idioma y comer los platos tradicionales forman parte de ese ímpetu, etapa tras etapa, para transformarse en ruso. Lou Andreas-Salomé produce

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en aquella época uno de los artículos más innovadores, más sensibles también sobre Literatura y cultura rusas, cuyas dos partes, muy pormenorizadas, ofrecen un panorama de lo que anuncia una nueva modernidad en el país: el mundo eslavo habría contraído una deuda con el saber occidental. Pero Lou no tiene una cabeza política; si bien se cuestiona acerca de las condiciones de vida y de pensamiento de sus compatriotas, su visión permanece en contacto con los valores del zarismo de antaño. Más de una vez, estará en condiciones de subvertir sus ideas en sus numerosos artículos y ensayos sobre el mundo ruso que propone a las revistas berlinesas y muniquesas de la preguerra, pero no lo hará. Como tampoco nunca hará un examen lúcido de la historia política de su país. La Rusia de 1900 se aleja de aquella de su infancia y, respondiendo a la nostalgia de los orígenes, sale a su encuentro por última vez. El primer viaje para festejar las Pascuas moscovitas en 1899 se desarrolla en compañía de Friedrich Carl Andreas, quien se adapta al trío. Su silencio sólo es equiparable al amor que Rilke siente por su mujer, tan frondoso y maravillado. En el corazón de una Moscú de fiesta, los viajeros experimentan intensamente la religiosidad de todo un pueblo, tan próximo al Dios que Occidente ha perdido. El segundo viaje reúne al poeta con su musa y es dos veces más largo que el primero, tanto por su duración como por la distancia recorrida.


Del 9 de mayo al 26 de agosto de 1900, un largo periplo de Moscú a Kiev, sobre el oleaje del maternal Volga, los lleva a atravesar un país al que sin embargo no desean ver en su realidad. Comenzando por la indispensable evolución del pueblo. Lou había confesado a la joven instructora Sophia Schill que quería conocer el verdadero rostro de Rusia y huir del europeísmo. Cuando visitan las escuelas nocturnas, estas dos personalidades de la intelligentsia europea se interrogan tanto sobre la motivación de los instructores como sobre la necesidad de enseñarles a los obreros: su infantil fe en Dios es inquebrantable, y sólo Él sabe ayudarlos a desentrañar lo que es justo. Iglesias y galerías de arte se suceden. Los dos viajeros idealizan la realidad rusa buscando la simpleza en lo cotidiano. La búsqueda de ambos sigue siendo personal: en la cultura rusa, Rilke se procura una fuente de creación, mientras que Lou restaura los perfumes de su pasado. Les basta con visitar a Tolstoi en Iasnaia Poliana para comprender el alma del hombre ruso. No es tanto su mal humor lo que guardarán en la memoria, tampoco su forma de despreciar bien su consejo de “devenir en algo tan simple como el pueblo”, para tener acceso a la esencia misma de la existencia. El deseo de ambos casi estaría cumplido cuando la travesía por el Volga les hace descubrir un insospechado mundo en el que el ser humano está ligado a su universo. Si bien se despiden de Tolstoi casi con indiferencia, dejan un refinado recuerdo durante su breve estancia en una isba, caseta que un campesino enseguida acondicionó para rendirles homenaje, privando a su mujer e hijos de sus catres. A pedido de Lou, el hombre les dará dos jergones en lugar del único que les había reservado. Signo de pudor o de una próxima separación, el alejamiento de los cuerpos anuncia claramente la ruptura entre los amantes. Pero Rilke no ve nada. Se hace uno con el pueblo al que ya venera. Conviviendo con los animales del establo, está fascinado, como su compañera, por la rusticidad de esa vida campesina que lo acerca a Dios. Es más, una mujer de la aldea se enorgullece de aquel joven, al que considera su compatriota: “Tú también formas parte del pueblo.” Los une la búsqueda sencilla de una armonía total del humano. Sin pompas, el poeta va al encuentro de la pureza de cada uno, extrayendo de allí la esencia misma de su discurso poético.

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la poesía, a la que les gustaría convertir en tribuna política, sino más

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De aquellos días felices, también queda la foto que los muestra en casa del poeta campesino Spiridon Drojine: Lou Andreas-Salomé aparece en plena posesión de su libertad, su largo vestido permite adivinar un cuerpo reacio al corsé que abandonó de muy joven; su rictus revela la satisfacción de haber realizado su destino, el de la mujer deseosa de adoptar la vía de un renacimiento personal. Esa nueva felicidad se opone a las caras serias del campesinado ruso. La criatura parece divertirse con la pose que hay que adoptar, al tiempo que Drojine adelanta con orgullo el libro que lo transformará en escritor, como ellos. El hombre emana una virilidad rebelde que contrasta extrañamente con la gracia de Rilke, quien con la cabeza a un lado parece titubear a la hora de entrar de plano en la realidad de sus anfitriones, una realidad en la cual Dios tranquiliza por su omnipresencia en los acontecimientos más simples. Acompañado por Lou, vuelve a ser

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el hermano, y hasta el hijo de aquella que es convocada por su pasado: primero, el de sus padres, y en particular, el de su progenitor, cuyo rostro reaparece en la claridad de una mañana finlandesa, en el centro de la propiedad familiar; luego el de su maestro de pensamiento, Hendrik Gillot. Rilke se quedó en San Petersburgo, mientras su amiga se apersonaba en la propiedad familiar de Rongas: la hora del regreso a las fuentes cobra fin con el reencuentro mágico y supremo con el origen de su destino. El 26 de febrero de 1901, Lou Andreas-Salomé realiza un “último llamado de atención” a Rilke: lo que los aleja no es tanto un desencuentro, sino más bien el sentimiento de no pertenecer a la misma realidad. Esa vez, Lou se aparta definitivamente de él. Respiró de nuevo los olores de esa tierra con la que se identifica, probó el sabor de las relaciones simples con el otro, en suma, le gustó volver a descubrir el alma rusa. Desde las iglesias hasta la ribera del Volga, desde el pintor Leonid Pasternak hasta el reencuentro con su familia, había olvidado cuánto había extrañado a su país, cuánto había sufrido esa lejanía su amor por su tierra. Pero Rusia todavía vivía en ella, y la ósmosis es total. Ya no es capaz de involucrarse en un amor otro, en un vínculo que la aleje de aquel redescubrimiento de ella misma en el que ha decidido trabajar.


Así pues, las permanentes solicitudes del poeta, su necesidad más que su deseo de ella, la inmediatez de la presencia de Lou como principio obligado, a riesgo de provocar en él una inestabilidad del humor, son una seguidilla de episodios desafortunados que la distancian de él. Llegan los tiempos sombríos de la ruptura, pero ¿es acertado hablar de separación? Desde el 27 de agosto de 1900, Rilke se ve forzado a mudarse cerca de la colonia de artistas de Worpswede y sufre una serie de crisis de angustia que ni siquiera la escritura le permite superar. La correspondencia vendrá en su auxilio, hasta su muerte, en diciembre de 1926. No obstante, durante los dos primeros años, Lou Andreas-Salomé le impone el silencio, y vive del recuerdo de su reencuentro consigo misma en suelo ruso. No es cuestión de sentirse en absoluto “deformada, distorsionada por el tormento, abrumada, [caminando] sólo como un autómata […] toda su [energía nerviosa agotada]”. En ese último llamamiento, Lou se vuelca a un auténtico diagnóstico del malestar de Rilke: pasando de la sobreexcitación a un estado de profunda depresión, defendiéndose del Otro de viarlo de ninguna de sus dolencias, a menos que asuma ella la responsabilidad por un malestar cuya causa él jamás encontrará verdaderamente. “Curarse de su infancia” le es imposible, ya que arrastra con él las imágenes de aquellos años de “suplencia” de una hermana muerta antes de su nacimiento. Cuando retoma contacto con Lou Andreas-Salomé en junio de 1903, está casado, es padre de una niña, Ruth, y ha conocido a Auguste Rodin en 1902 por medio de su mujer, la escultora Clara Westhoff, que es alumna suya. “Hacer cosas con angustia” se convierte en la meta de aquel poeta itinerante que, como secretario al servicio del maestro, aprende a trabajar. La correspondencia-terapia lo tranquiliza mas no lo alivia. “La más maternal de las mujeres” deviene en su confidente, una amiga exigente, pues Lou revive con Rilke la problemática nietzscheana. Mientras el filósofo ha conocido la apoteosis de su creación en 1888, Rilke se prepara para el período más doloroso de su arte: las Elegías. Allí donde la vida es insuperable, el arte puede ser saludable. Pero si el cuerpo se apodera de todo el potencial creador, se torna difícil modificar la relación problemática del artista con lo real. Dolores de cabeza y de dientes, trastornos en la circulación sanguínea, crispaciones paralizantes,

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sí mismo que lo hostiga, preocupa a su compañera, asustada por no ali-

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Rilke jamás se sobrepondrá realmente a los síntomas físicos de su padecimiento. “Sigo siendo un principiante de la vida y lo sufro”: ante esa confesión de fines de junio de 1903, Lou le brinda un extraño y nuevo consejo, al que coloca entre paréntesis. No obstante, no es en absoluto menor: “(Si tienes ganas, un día, de contarme algunos recuerdos de tu pasado, del más lejano, de tu infancia, hazlo, por más que al principio te desagrade.)” La “regla fundamental” del análisis se basa en la verbalización de los males: en adelante, cada carta de Rilke contiene las quejas de un hombre al que el arte viene a salvar de su ausencia de serenidad. El día en que la creación resulte inaccesible, su caída será inminente. Instalada en 1903 en Göttingen, donde su marido acaba de ser nombrado en la universidad, Lou vive en la plenitud del recuerdo de su vuelta a Rusia. Entabla la redacción de una novela, La casa (1919), la cual, al transcribir la esfera familiar de su personaje Anneliese, es depositaria

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de la emoción y de la muy novedosa madurez que la habita. Por otra parte, el ensayo que le encargó Martin Buber, El erotismo (1910), prefigura la reorientación de su discurso. La crítica es unánime: nunca la relación entre los sexos fue tratada con tanta clarividencia, profundidad e intuición. Su escrito aúna ciencia con literatura cuando desarrolla la tesis de que el impulso de amor, para nombrar al ímpetu sexual, es acorde con el impuso vital de los metafísicos, comenzando por Henri Bergson, a quien lee en su idioma original. Ese apego a la filosofía de la vida que hereda de Nietzsche, revisado por las corrientes posnietzscheanas, adopta un triple desafío: de conformidad con el monismo de Ernst Haeckel, discípulo alemán de Darwin, el erotismo es ante todo la experiencia única que ubica al individuo, en su cuerpo y en su espíritu, en el centro de la gran cadena de la vida; ese eslabón, reproducido al infinito, representa la unidad del cuerpo con el alma: como pudo leer en Spinoza, el espíritu no está encarnado ni el cuerpo espiritualizado; por último, la consumación es total, puesto que la unión física de la pareja es símbolo del retorno a la unidad. Su gusto por las profundidades de la psicología individual se intensifica a raíz del descubrimiento de los primeros textos de analistas como Hermann Swoboda: ¿acaso la periodicidad puede organizar tanto nuestra vida inconsciente como nuestra naturaleza biológica? Si


Lou Andreas-Salomé asevera luego que la idea le parece especulativa, esa primera lectura no deja de ser una etapa decisiva para introducirse dentro del mundillo psicoanalítico. Se siente atraída por este, como si revelara un patrimonio intelectual indispensable para la continuidad de su evolución, como si la comprensión de sus vivencias pasara irremediablemente, gracias al análisis, por el cuestionamiento oficial de elecciones de vida torpes, que en el momento eran inevitables. Su contacto con personalidades excepcionales hizo brotar en ella una reflexión sobre la compleja dualidad que divide al hombre del creador. No hay genio sin locura. Nietzsche y Rilke fueron únicos, sí. Lou Andreas-Salomé vivió en ellos, a su lado, e incluso examinó la correlación entre sus crecientes malestares y sus personalidades, los efectos del padecimiento sobre la identidad de escritor. La ínfima sutileza del proceso creador alimentado por un insidioso desconsuelo demanda, a principios del siglo

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otras herramientas de comprensión. Asimismo,

cuando el 29 de agosto de 1911 conoce en casa de su amiga sueca Ellen cosíntesis, este le propone que lo siga a Weimar para asistir, el 21 y 22 de septiembre, al III Congreso Internacional de Psicoanálisis, en los pagos de Elisabeth Nietzsche, que dirige el archivo de su hermano. Sigmund Freud recibe a Bjerre con todos los honores que amerita un escritor reconocido. De ello atestigua la fotografía de la reunión de psicoanalistas: la “entendedora por excelencia” se ubicó en el centro. Emma Jung y Toni Wolff también están sentadas en primer plano. Lou tiene la prestancia de una reina cuando llega, como principiante, a una tierra extranjera. Con la aureola de su renombre, sabe que su formación en psicoanálisis es una cita imperdible. Todos los analistas que la rodean van a desempeñar un papel: además de Freud, Carl Gustav Jung, Alfred Adler, Sándor Ferenczi, Karl Abraham y Max Eitingon. También se codea con Otto Rank y Ernest Jones, que aún no es el primer biógrafo de Freud. El romance iniciado en agosto de 1911 con Poul Bjerre se desmorona poco a poco, hasta su conclusión en mayo de 1912. El psicoanalista es importante por su preciada mediación. Así y todo, el impacto de su teoría sobre el símbolo, revelado por la hipnosis y el sueño, es efímero y cultiva pocos adeptos en su tiempo, inclusive en su tentativa de

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Key al psicólogo sueco Poul Bjerre, que afirma ser el fundador de la psi-

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introducir el psicoanálisis en Suecia. Sus ideas no bastan para explicar el malestar neurótico, mientras que, en 1905, con sus Tres ensayos sobre la teoría sexual, Freud aporta respuestas ciertamente chocantes para la época, pero novedosas. Quien los recibe en el congreso es Viktor von Gebsattel, psiquiatra y profesor de medicina antropológica: seducido por la personalidad de la excepcional invitada, acepta a Rilke en análisis, tema sobre el cual ambos ya se habían puesto de acuerdo, al conocerse en París durante el invierno de 1907-1908. Sobreviviendo dolorosamente a su sufrimiento, el poeta manifiesta inquietud ante su amiga en cuanto a los beneficios de una cura por la palabra. Acaso sanar sus males aboliría en él todo el potencial creador. En su respuesta del 22 de enero de 1912 –censurada al momento de editar su correspondencia–, Lou Andreas-Salomé le desaconseja vivamente el análisis, sin advertirle a Gebsattel. No podía concebir que su vida fuera revelada en

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terapia por Rilke. Las relaciones trabadas durante el congreso se delinean. Karl Abraham la introduce en el círculo berlinés, donde también oficia Max Eitingon. Estos discípulos no vieneses marcan con el sello de la independencia el avance de sus teorías: sobre la psicosis maniacodepresiva el primero, sobre el análisis didáctico de los profesionales el segundo. Así, ambos psiquiatras de formación aportan a su invitada a la Sociedad Psicoanalítica de Berlín (futuro Instituto en 1920) las claves de una aproximación distinta al malestar neurótico, para lo cual se estudia medicina pero también psicología de los pueblos, sociología e historia de la civilización. Cuando Abraham le cuenta a Freud acerca de quién sería su futura discípula, se entusiasma por su clarividencia. El 27 de septiembre de 1912, ella en persona presenta su solicitud ante el maestro: “Consagrarme a esta causa, en todos los sentidos de la palabra, es el único objeto de mi viaje”. Su acercamiento al psicoanálisis puede resultar marginal en más de un sentido: es una mujer dentro de un círculo exclusivamente masculino, en el cual parece querer entrar para responder a un capricho. Ahora bien, dedicarse al análisis es fruto de una decisión meditada con madurez. En el homenaje rendido a Freud en 1926, reconocerá “haber estado esperando al psicoanálisis desde la infancia”, y está firmemente decidida a entregarse


de lleno a ese descubrimiento de lo íntimo durante su estancia en Viena, hasta abril de 1913. Su aprendizaje se desenvuelve en varias etapas. Poco después de su llegada a la estación de Viena el 25 de octubre de 1912, ingresa en el corazón del círculo de iniciados. De modo tal que, en el número 19 de la Berggasse, o sea, el departamento de la familia Freud, asistirá a las reuniones de la congregación de los pioneros, de las cuales las mujeres están excluidas. Salvo ella. La nobleza intelectual de la huésped amerita a ojos de todos un recibimiento excepcional, en una asamblea frente a la cual ella se muestra recatada, con una actitud de perfecta escucha y transcripción de los intercambios. Hugo Heller, editor vienés de Freud, define la identidad de su invitada en su discurso de introducción: la primera tarde del miércoles recibe a “Lou Andreas-Salomé, escritora”. Cuando no teje, Lou lleva un diario donde registra los detalles de cada encuentro. En la escuela de Freud, comúnmente traducido como Diario de un año 1912-1913, es un documento científico y privado que tiene valor de testimonio. Sus apuntes cotidianos presentan, artísticos en su relación con el psicoanálisis. Freud tiene a su alrededor a los analistas pioneros, que siguen el mismo camino de reflexión desde la creación de la Sociedad Psicológica del Miércoles en 1902. Lou Andreas-Salomé ve en él, y con razón, a un innovador: plantear la cuestión sexual en el tratamiento de las neurosis escandaliza al cuerpo científico, pero sobre todo trastoca todos los enfoques de las patologías vigentes hasta entonces. El descubrimiento del inconsciente, o al menos del lenguaje que saca a la luz los procesos inconscientes, es un considerable avance para comprender los mecanismos de la naturaleza humana. Freud es el padre fundador de una ciencia que genera muchos émulos y discípulos: antes de ser considerada una de ellos con todas las de la ley, Lou Andreas-Salomé despierta numerosas reservas, comenzando por Carl Gustav Jung. El psiquiatra suizo, hijo pródigo y pronto hijo rebelde de Freud, la conoció en el marco del congreso de Weimar y, sabiéndola en plena redacción de un ensayo sobre la sublimación, emite dudas en cuanto a la fiabilidad de su reflexión. Lou sería, a sus ojos, demasiado “artista”. Su pasado nietzscheano lo seduce, más que provocarle dudas. El psicoanálisis no es un conglomerado de “charlatanerías

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bajo la forma de resúmenes, el análisis de temas filosóficos, poéticos y

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sobre el ideal”, proseguirá Freud en su respuesta a Jung el 10 de enero de 1912, dando muestras de igual suspicacia. La parte oscura del ser humano no da pie a ninguna sugestión, tampoco a ningún misticismo. Lou finalmente abandona su proyecto, aliviando a Jung de angustias acaso fundadas. En efecto, la sublimación es el primer concepto al cual ella se aboca, concediéndole una interpretación filosófica: aprendió de Nietzsche que se trata de un principio de elevación estética. Al entrar en contacto con Freud, para quien la sublimación es un desvío en relación con la meta sexual, Lou acerca efectivamente lo sexual con lo espiritual para que la sublimación aparezca como elección salvadora, cuando la neurosis surge del desajuste de ambas tendencias. Más adelante, la ampliará a la individuación que sufre el ser humano desde su nacimiento. Y ese legado filosófico es lo que distingue a Lou Andreas-Salomé de sus colegas femeninas: ella entra en escena con el advenimiento de concep-

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tos fundamentales, y está tomada por la “filosofía de la vida” del siglo xix, que glorifica en su centro el principio vital y la armonía con el universo. Así pues, sus escritos oscilarán con sabiduría entre literatura y psicoanálisis, y hasta el propio Freud se pregunta cómo puede ser ella infiel a los giros literarios y adoptar un lenguaje conceptual. Lou se abre al psicoanálisis como clave que conduce por la vía de la comprensión de los orígenes, donde el retorno a la fusión primitiva ocupa el lugar principal. Del 25 de octubre de 1912 al 6 de abril de 1913, Freud le reclama máxima lealtad. Lou ya era terreno conquistado, de todos modos, pero tuvo que demostrar sus capacidades para ser considerada en su justo valor por el círculo de analistas. Los titubeos de Jung no son legítimos. Él, que en Transformaciones y símbolos de la libido (1912), está revisando en ese mismo momento la teoría freudiana, refutando sus fundamentos sexuales y dando a los símbolos un alcance significativo. El Eros, por ejemplo, funda la psicología de la mujer a expensas de la sexualidad. Si la sexualidad tiene un sentido espiritual, ¿cómo no pensar en el ensayo Eros (1910) de Lou, que a fin de cuentas resulta ser bastante jungiano? La llegada de Lou al grupo freudiano coincide con las primeras disidencias. Alfred Adler le hace saber las razones de su ruptura, acaecida en 1911, dos años antes del corte con Jung: ni el inconsciente ni la sexualidad permitirían una mejor comprensión del psiquismo. Lou eligió


su bando, sin tener que expresarlo: sencillamente, deja de concurrir a los seminarios de Adler después del 7 de noviembre de 1912. Para Freud es un alivio; el 10 de noviembre se interroga sobre los motivos de su ausencia, mirando fijo su silla vacía. Efectivamente, ella se vio confrontada a dos concepciones divergentes de la neurosis, y más fuerte aún era la curiosidad por saber al respecto tras la lectura de la obra mayúscula de Adler, La compensación psíquica del estado de inferioridad de los órganos. Adler cree que puede ir más allá de las tesis freudianas, y no comparte la explicación de la neurosis mediante la teoría de la libido. En realidad, parte del contexto biológico –o sea, una defección de los órganos– para valorar una noción psicológica –el sentimiento de inferioridad– que explicaría una función patológica, la neurosis. Lou Andreas-Salomé no descarta a primera vista la tesis del sentimiento de inferioridad y sus consecuencias patológicas, pero, tanto respecto de Adler como de Bjerre, refuta la idea de que el psicoanálisis pueda edificarse sin ayuda del inconsciente o de la sexualidad.

sus sesiones de análisis. De origen eslovaco, recientemente divorciado, Tausk vivió su encuentro con Freud en 1908 como la revelación de conceptos que podría aplicar tanto a sí mismo como a su quehacer hospitalario: la esquizofrenia, la maníaco-depresión. Lou queda bastante impresionada por la soltura de este “hijo”, deseoso de hacer avanzar la reflexión durante los debates y apasionado por la literatura, lo cual no le desagrada en absoluto. Que hayan sido amantes es una tesis plausible, mas la relación supera con creces la anécdota biográfica. Efectivamente, en noviembre de 1918, Tausk le pide a Freud que lo tome en análisis. Este lo deriva a su propia paciente, Helene Deutsch, quien a su pesar se verá en medio de un malentendido cuyo desenlace será trágico. Tausk confiesa en terapia haber querido ser para el psicoanálisis lo que Nietzsche había sido para la filosofía y Rilke para la poesía, alrededor de una mediadora entre las disciplinas: Lou Andreas-Salomé. No es de extrañar que Helene Deutsch apreciara poco los textos de su colega, juzgados de especulativos y sin envergadura para la disciplina. Ahora bien, Lou se dedica a la práctica analítica desde su regreso a Göttingen en 1913. Cuando Helene

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Una tarde de los Miércoles de la sociedad, Lou conoce a Viktor Tausk, médico neurólogo del hospital de Viena, quien le solicita que lo asista en

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Deutsch hace saber a Freud su dificultad para analizar a Tausk, este le pide que elija: su análisis o el de su paciente. Tres meses después de su expulsión, el 3 de julio de 1919, el médico eslovaco se suicida. Para Lou Andreas-Salomé, Tausk queda como un encuentro “tras bambalinas” en su relación con Freud, mas no por eso deja de ser importante. Su sentimiento de soledad la habría emocionado. Cuando leemos Animal, hermano mío: Tú, que ella le envía a fines de agosto de 1913, justo antes de la ruptura en el congreso de Múnich. Ernst Pfeiffer, legatario por testamento de Lou, parece haber dudado del romance, con el objeto de valorar en mayor medida la posibilidad de un análisis didáctico con Tausk. Esa tesis se sostiene, pero una cosa es cierta: Freud, que poco a poco se torna intransigente sobre las indispensables sesiones necesarias para la formación de los analistas, la ayuda, bajo la forma de conversaciones libres, a regresar a las fuentes del pasado al que está tan ligada, a librarse de toda la complejidad

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a la que la vida pudo forzarla, a prepararse para recibir al paciente con suma serenidad. Se añadirá para ella una cualidad apreciable: la bondad. Cabe señalar que recibir el aval de Freud dio el puntapié inicial a una nueva “carrera”. Como Lou declara en la correspondencia que ambos mantienen, en su diario –de ahí su carácter privado–, así como en la Carta abierta que dirige a Freud para su setenta aniversario en 1926, el aprendizaje del psicoanálisis responde a sus propios interrogantes. Emite una mirada crítica sobre sí misma, así como sobre el rol que está dispuesta a desempeñar como analista. Los veinticinco años de esa colaboración no estuvieron ni un solo instante manchados por una posible discrepancia. Trescientas cartas brindan testimonio del apoyo recíproco que se brindaron desde su primer encuentro hasta la muerte de Lou Andreas-Salomé en 1937. No son tanto los apelativos, al principio formales –“Muy Honrado Profesor” en vez de “Estimada Señora”–, luego más cariñosos –“Querido Profesor” en vez de “Mi muy querida Lou”–, los que más denotan el improbable ingreso de la escritora en el psicoanálisis. Porque su papel es único entre todas las demás pioneras. Nada la predestinaba a ser aceptada así, sin tener nexo alguno con ese mundillo. Si bien es cierto que Freud enseguida ve en ella a “la poeta del psicoanálisis”, no por ello olvida referirse a sus ensayos sobre la femineidad y el narcisismo. En la época


en que se conocen, el fundador del análisis se encamina hacia dos de sus mayores textos: Tótem y tabú (1913) y Para introducir el narcisismo (1914). El interés de su discípula es absoluto, e incluso comparten lecturas: cuando en 1894 ella publica uno de sus ensayos religiosos, De la bestia al dios: del totemismo en los primeros semitas, el libro La religión de los semitas (1889) de William Robertson Smith le sirve de punto de partida a su reflexión sobre los orígenes del hombre para ilustrar los temas del animal-tótem y el nacimiento del dios en la tribu donde reina el antepasado. Veinte años más tarde, esa misma lectura inspira a Freud una mejor aproximación a las prácticas religiosas primitivas y a la simbología del padre de la horda salvaje. Lou no llegó a él virgen de referencias. El chiste y su relación con el inconsciente (1905) le había revelado qué tanto el hombre porta en sí mismo los síntomas no conscientes de su estructura psíquica. De igual modo, los Tres ensayos sobre la teoría sexual (1905) la hicieron cuestionarse aun con mayor entusiasmo por cuanto descubre ahí la dimensión psíquica de la sexualidad, duo. Al igual que ella, cuando cita la obra en su ensayo La humanidad de la mujer, Freud posee entre sus libros predilectos un best seller de la época, La vida amorosa en la naturaleza, del naturalista Wilhelm Bölsche, hoy caído en el olvido. El polo central de sus respectivos trabajos es el conflicto que escinde al individuo entre su inconsciente y la necesidad de reprimirlo en provecho de la realidad cotidiana. Si Freud y Lou Andreas-Salomé concuerdan alrededor de numerosos temas, la flamante discípula, por más obstinada y comprometida que sea, manifiesta reticencias en sus intercambios en cuanto a aquello que estará en el núcleo del cuestionamiento freudiano de la década de 1920: la pulsión de muerte, la oposición entre cultura y civilización y la barbarie que deriva del retorno de lo reprimido. Más allá del principio del placer (1920), Malestar en la civilización (1930), Moisés y la religión monoteísta (1939), libros que no leerá, marcan para ella, tanto como para su maestro, el paso a otro estadio de reflexión. Sus primeros textos son la expresión de aquella fe en la vida de la cual Freud se asombra, pues jamás la abandona: “Aun tratándose de

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cuando esta refiere a la constitución biológica y anatómica del indivi-

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las peores atrocidades, usted tiene una mirada como si fuera Navidad”. ¿Ingenuidad? ¿Ausencia de racionalidad? Muy por el contrario, ella junta, mientras Freud, que admira su “arte de la síntesis”, diseca. Ella es más racional de lo que se cree, puesto que lo que está en juego en sus tesis sigue siendo la pulsión de vida. El inconsciente freudiano emerge entonces como un eco a su creencia en esa unidad original; es la clave que le faltaba a su comprensión del desamparo psicológico de su amigo poeta: “Rainer murió desconsolado”, apunta una noche de diciembre de 1926. El análisis devela los meandros de la estructura psíquica del individuo que aspira a la felicidad, un estado real del cual este no escapa cuando los trozos disociados del espejo resquebrajado se reconstituyen para permitir que aparezca el rostro de un paciente, que es uno con el universo, y antes consigo mismo. Freud no adhiere, empero, a la tesis de la unidad de origen, a la

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que vincula con un infantilismo religioso. ¿Habrá resuelto Lou finalmente tal cuestionamiento? Tal es el objeto de su texto inicial, De un primer culto (1913): el tema de la creación y de la desaparición de Dios, que mucho más tarde relatará en sus Memorias, aquí se ve anticipado a través del interrogante sobre el origen. Entre ontogénesis y filogénesis, el individuo avanza en función del destino de sus semejantes desde los inicios de la vida. Los descubrimientos de la vida inconsciente demuestran los esfuerzos hechos por cada uno para evolucionar con la esperanza de dominar un posible malestar y recobrar una impresión de equilibrio y bienestar. Si se puede hablar de sentimiento religioso, este se asimila a una búsqueda del yo que llegará a buen puerto por medio del trabajo sobre el inconsciente. Lou había sido invitada a redactar un ensayo sobre los problemas de la vida de las mujeres. La evolución psicosexual de estas finalmente será el objeto de su segundo texto teórico, Del tipo femenino (1914), que forma con Anal y sexual (1916) un conjunto de paradigmas nuevos sobre el lenguaje del cuerpo y los desafíos de su desarrollo en el acceso de la joven a su femineidad. Al recordar cuán difícilmente el niño domina sus pulsiones, revelando así un erotismo anal, Lou camina en el mismo sentido que Freud y aporta un sostén indefectible a la tesis de la sexualidad infantil. A esto se agrega que la mujer, desde su más tierna


infancia, es un “ser de unidad”. Partir de lo sexual como condición de una mejor comprensión del psiquismo redunda en la idealización del acto psíquico, cuyo fin último es recuperar el confort del origen. Ella es aquel Glückstier (“animal de felicidad”) al que sólo el don de amor puede colmar de paz y equilibrio. Pulsión sexual y pulsión del yo se reúnen en ella, contrariamente al hombre, el cual, sometido a la agresividad de su naturaleza pulsional, se acerca a la mujer como a una “madre-patria”, para recuperar él también la unidad de su ser todo. Con la inquietud por la reciprocidad del acto erótico, el hombre debe elevarse al nivel de las cualidades del ser superior, es decir, la figura del padre, a fin de satisfacer a su compañera, un ser dotado de felicidad que asegura la profundidad de la vida y su renovación. Esta tesis del don femenino en la pasividad pulsional no recibió la aprobación ni de las feministas contemporáneas de Lou, ni de sus colegas psicoanalistas mujeres, como Helene Deutsch: atenta al rol desempeñado por la sexualidad y la función de reproducción, esta última por sí misma, en los acontecimientos maternos que también hacen a su femineidad, tales como el parto y el amamantamiento del hijo. Si bien comparten esa preocupación por la fusión, Helene Deutsch es ajena a las inquietudes metafísicas de nuestra autora. Para ella, la mujer no mantiene vida pulsional. Lo que, al contrario Lou Andreas-Salomé, denomina “pulsión narcisista” es lo que da origen a su sentimiento de unidad y la prepara para un narcisismo salvador para la humanidad. El ensayo El narcisismo como doble dirección (1921), varias veces citado por Freud como texto de referencia, es definitivamente el punto de encuentro entre ambas. Allí Lou desarrolla la idea de la nostalgia perdida: el amor de sí vivido en la unión con el mundo es el desafío de la relación con el compañero, de modo tal que este resulta secundario, ofreciendo una camino hacia un mejor descubrimiento de sí. Dicho en otros términos, la mujer pasa de una “libido del yo” a una “libido de objeto”, pero para volver a sí misma. Los tres ejes alrededor de los cuales Lou Andreas-Salomé entabló un fructuoso diálogo –el inconsciente, la cuestión sexual y el narcisismo– se inscriben, a fin de cuentas, en una reflexión personal, librada de todo

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se interesa asimismo por el hecho de que la mujer recobre la unidad

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dogma, propiciada por la amistad epistolar que la une a Freud cuando parte de Viena en la primavera de 1913. Contempla practicar el análisis en Göttingen y, en el camino de regreso, una última visita la afianza en esa idea: el psicoanalista Ferenczi la recibe en Budapest en abril de 1913. El entendimiento entre ellos enseguida es cordial: así como Freud era un hombre racional que no había comprendido el sentido de esa “fe en la vida” que Lou defendía con ardor, así también Ferenczi expuso su concepción del psiquismo, con la cual concuerda la discípula de Freud: el inconsciente ya contendría todos los elementos del consciente. Freud, en cambio, dice que el inconsciente está constituido por el material reprimido que no ha alcanzado la conciencia. Ferenczi y Lou, además, se entienden en cuanto a la pulsión de muerte, que según ella es vencida por la pulsión de vida cuando el yo asegura su superioridad: de la pulsión erótica emana el impulso vital originario. Por últi-

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mo, el homenaje a Ferenczi es total en la Carta abierta a Freud, cuando frente al término de homosexualidad este prefiere la denominación de homoerotismo, más representativa de la elección sexual de aquellos y aquellas cuyas “relaciones contra natura” aún eran condenadas a una pena de prisión desde el surgimiento del II Reich en 1871. En 1898, nuestra autora firma la petición iniciada para enmendar ese párrafo 175 del Código Penal, junto con los escritores y pensadores Thomas y Heinrich Mann, Hermann Hesse, Karl Jaspers, la amiga escultora Käthe Kollwitz y amigas feministas como la berlinesa Helene Stöcker y la vienesa Rosa Mayreder, el psiquiatra Richard von Krafft-Ebing y el político August Bebel. Será la única vez que Lou Andreas-Salomé estampará su nombre como signo de compromiso: ella, que en esa época viajó por toda Europa en compañía de Frieda von Bülow, no duda en frecuentar el Studio Elvira, dirigido por Sophie Goudstikker, que vive en pareja con Anita Augspurg, una de las feministas austríacas más militantes. Abordar la parte oscura del ser humano obligaba a exhibir los tabúes que la época prohibía revelar. De ahí los escándalos ligados a la cuestión sexual. Lou Andreas-Salomé, en tanto analista, hace alarde de un intercambio plenamente libre con el paciente y sale en busca de su itinerario de mujer. El psicoanálisis corona sus años de atención a la miseria psicológica a través de las personalidades que fueron cruzándose


en su camino. En el Congreso Internacional de Psicoanálisis de Múnich, realizado en septiembre de 1913, presenta a Rilke y a Freud, pero el poeta descarta definitivamente la idea de una cura y se entrega a la benevolencia de la correspondencia que mantiene con su amiga. Esta tiene el alcance de un análisis, no muy distinto de las sesiones que Lou concede en su casa, la Loufried (la paz de Lou). Esa práctica rápidamente es su única fuente de ingresos. Más allá del interés económico, “curar es un acto de amor”, declara en su Carta abierta a Freud. La duración del análisis, su frecuencia, su precio son criterios preestablecidos por la escuela freudiana, a los cuales ella siempre se negó. Freud la llama al orden más de una vez cuando supera la hora autorizada, o cuando no reclama ningún honorario. Analizando en su jardín u ocupando el diván en lugar del paciente, siempre consideró que el combate de la “creatura” sujeta al sufrimiento psíquico era prioritario sobre la organización pragmática. En ese homenaje rendido a Freud con motivo de su setenta y cinco aniversario, Lou se expresa en relación al papel que de síntesis científica, que la sitúa por encima de sus colegas hombres, demasiado “terapéuticos”. El problema, resalta Freud sin ironía en su carta del 10 de julio de 1931, es que su razonamiento resulta a veces incomprensible: filosofía y psicoanálisis se aúnan en favor del hombre sufriente, pero Lou está obligada a reconocer que la ciencia no puede justificar el principio de la unidad original. El aprendizaje del análisis habría podido prevalecer sobre esa creencia. Pero no. En febrero de 1925, la psicoanalista británica Alix Strachey, de paso por Göttingen, felicita la inteligencia de Lou, aunque le parece demasiado guiada por su intuición y por creencias personales irracionales. Todo ello sin contar con el trabajo del tiempo y la existencia: la hecatombe de la Primera Guerra Mundial, la muerte de los miembros de su familia, la de Rilke, que en diciembre de 1926 le escribe que se unirá “a los infiernos”, y la de su querido Andreas en 1930, cuya hija nacida de su relación con la fiel sirvienta de la pareja Lou adoptará. Freud le había advertido: el ser humano debe mantener un perfil bajo ante la crueldad de los acontecimientos cuando la muerte impone su sombra. Su cáncer se declaró en abril de 1923 y Freud envió a su “hija Anna” junto a su amiga

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desempeña el psicoanálisis. De su ensayo, Freud destaca el esfuerzo

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de siempre, a fin de que la asistiera en la realización de todo su potencial de vida y de femineidad. Lou descubre entonces el amor de una “hermana”, que la consiente al son de algunos encuentros entre 1919 y 1937, y con la cual intercambia una prolífica correspondencia, supervisada de lejos por Freud. Él es el analista preocupado por su hija; Lou sabrá ayudarlo. La relectura de la novela Heinrich Mühsam, en octubre de 1922, le hace tomar conciencia a Anna de que el psicoanálisis en el cual la inicia su padre finalmente le es más favorable que la literatura. En cambio, recibe de Lou Rodinka, una de las novelas rusas a las cuales esta dedica toda su introspección como recuerdo del regreso al país de la infancia. En paralelo a los textos teóricos, desde los ensayos de 1913 hasta los Cuadernos íntimos de los últimos años, Lou Andreas-Salomé conservó preciadamente en una maleta textos literarios y críticos que dan protagonismo a la problemática del Dios perdido, del hombre-hermano con

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el que la mujer permanece casta, de la madre, alma femenina mediadora de la vida. Hijos de hombres y La casa se insertan en una veintena de cuentos, ocho novelas y una obra de teatro inédita, El diablo y su abuela. Lou Andreas-Salomé no es conocida por su obra de ficción, cuyo fin primero no era ser publicada. Sus necesidades pecuniarias la obligaron a abocarse a ella, interesándose tanto por las costumbres de los insectos (de ahí su asombroso artículo sobre el entomólogo Jean-Henri Fabre) como por proseguir sus escritos psicoanalíticos. A partir de la década de 1930, se vuelca a la escritura autobiográfica. Muy debilitada por su cáncer de pecho, se confiesa en sus Memorias, excepcionales por su ambigüedad. Cada momento de vida es asimilado a una experiencia y, como escribía en homenaje a Freud, aunque no es sencillo hacer de la vida de uno una obra de arte, sí supo tender hilos unificadores entre los acontecimientos para relatarlos con sagacidad, pero resguardándose detrás de una filosofía de la vida propensa a defenderla de eventuales torpezas. El psicoanálisis cierra el ciclo de una existencia finalmente dedicada a la contemplación de sí y parece aunar los objetivos de una vida y una cultura filosófica, a las que enriquece en lugar de ocultar. Pese a que Freud reconoce no discernir del todo el espesor de su reflexión, su estilo traduce un pensamiento complejo con la ayuda de figuras de estilo que la distinguen de cualquier escrito científico.


Escritora antes de ser filósofa, analista no siendo médica, Lou Andreas-Salomé tenía la marginalidad del “artista”, fiel a la teoría freudiana, al tiempo que permanecía herética frente a todo aquello que pudiera entorpecer su libertad. Su libre pensamiento fue ante todo el de un ser humano prendado de los saberes emergentes: toda su obra teórica, tanto literaria como psicoanalítica, se funda en temas novedosos para la época. Revela aspectos inesperados de la identidad de la mujer: su naturaleza biológica, su destino, su psiquis. Lou Andreas-Salomé estuvo atenta a las corrientes de las ideas en boga, filosóficas y psicoanalíticas, sin nunca incorporarse a los círculos de debate. En ello radica su modernidad. En tanto mujer, esa modernidad molesta: hacerse cargo de su elección de vivir relaciones extramatrimoniales, de emanciparse de las limitaciones ligadas a la condición femenina. Reivindicando la complementariedad entre hombre y mujer, Lou Andreas-Salomé no toma posición junto a sus contemporáneas. Pero por su estilo de vida, por la arrogante libertad con que elige la esfera de Gertrud Bäumer, Anaïs Nin o Simone de Beauvoir. Su modernidad es inclasificable, y si se la acusó erradamente de entrometerse en todo fue porque tuvo la curiosidad de construir puentes entre las disciplinas para esclarecer mejor el enigma del malestar psicológico. Referirse permanentemente a las raíces metafísicas del siglo

xix,

entre el pesi-

mismo schopenhaueriano y el impulso vital que restaura el vínculo con el origen, signa su fidelidad a su juventud rusa. Su vejez la confronta con la Alemania de los años 1930, que la desestabiliza y la cuestiona sobre sus orígenes. El ensayo con el polémico título Mi adhesión a la Alemania de hoy (1934), así como sus Memorias, son el testamento de una mujer volcada hacia una infancia evaporada, que el presente se empecina en destruir. Lou, la europea, ya no reconoce esa época que se aleja de los valores de su tierra rusa, de su juventud cosmopolita, del alma de antaño a la que permaneció ligada, un pasado enriquecido por el aprendizaje del psicoanálisis. Fiel a sus compromisos íntimos, “en el silencio y la obviedad”, se sumergió en su tiempo con la inquietud de permanecer en armonía consigo misma.

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sus aprendizajes, es una “mujer moderna”, como certifican su amiga

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Sabina Spielrein El gusto por el peligro

Todo mi ser desborda de amor. Quisiera crear una buena, una gran obra. ¡Oh, ángel guardián, ayúdame! ¡Oh, Destino, ayúdame!16

Todos tenemos en la memoria la imagen anticuada de las capitales de Europa Central, con Viena la esplendorosa, cuyo crepúsculo narraron Arthur Schnitzler y Stefan Zweig. Los años 1900 todavía permiten creer en la perennidad de cierta vida apacible, y la gente elegante de los suburbios no vislumbra el día de un posible fin. Al igual que Viena, Zúrich ofrece ese marco al joven doctor Carl Gustav Jung, cuando este llega a la clínica de Burghölzli para ejercer la medicina junto al profesor Eugen Bleuler, quien está probando científicamente las hipótesis freudianas y pretende definir mejor su aplicación en el tratamiento de las neurosis. Recientemente diplomado en medicina, Jung regresa de París, donde en 1902 asistió a la formación de Pierre Janet, siguiendo casi veinte años después los pasos de Sigmund Freud. Su compromiso en Burghölzli será total y determinante para construirse una fama a la cual las mujeres contribuirán en importantísimo grado. La práctica de su oficio apenas se ha establecido cuando aquel 17 de agosto de 1904 recibe a una joven paciente que llega de Rusia. Casado desde hacía un año con Emma Rauschenbach, heredera de una familia de adinerados industriales, a Jung le agrada pensar que la vida lo trata bien. Con la aparición de Sabina Spielrein, le toma el gusto al peligro, y jamás se hastiará de experimentarlo. 16 Diario de Sabina Spielrein con fecha del 8 de diciembre de 1910, en Aldo Carotenuto, Sabina Spielrein. Entre Freud et Jung, ed. francesa de Michel Guibal y Jacques Nobécourt, trad. de Mathilde Armand, Marc B. de Launay y Pierre Rusch, París, Gallimard, 2004 (1981), p. 176.


¿Quién es esa mujer de cuerpo revoltoso que no acepta las exigencias que este le impone? La carne tiene sus limitaciones, y a la jovencísima Sabina le cuesta aceptar la impronta del deseo. ¿Qué es esa mirada que se abre a una vida demasiado bien anclada en la burguesía rusa de la cual quiere escapar? La pasión va a encadenarla a su terapeuta, pero ni uno ni otro podrán explicar el motivo de tal atracción. Jung llegará inclusive a negarla, limpiando su nombre ante Freud por sentimientos que resultan inconfesables.17 Él, el hombre sedentario, tan fiel a esa Suiza de la cual adopta todos los paisajes y todos los lenguajes de su historia, va a dejarse persuadir por una mujer del exilio, que todavía oye ruso e ídish retumbando en la casa de su infancia, en Rostov del Don. El alemán, lengua consustancial al psicoanálisis, se convertirá en la esfera común a ambos. La muchacha que llega ese día estival no tiene la venenosa seduc-

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ción de aquella en la cual Jung pudo presentir la ocasión para el pecado. Sabina está en estado de shock: una histeria a gritos que la deshumaniza, o casi. Revive hasta lo más hondo de su ser el desamparo psicológico que su padre suscitaba en ella al golpearla. Las sesiones de terapia abren un vasto campo de confidencias que Jung descubre, apunta, experimenta, por demás consciente de que tiene entre manos una pepita que explorar para una mejor comprensión del psiquismo. El método le viene del profesor Freud de Viena. Todavía no se ha reunido con él, pero cree intrínsecamente en el poder de la palabra. Concierta un turno con su paciente: Sabina necesita hablar, ser escuchada y tomar conciencia de que la presencia masculina puede no ser ni autoritaria ni tiránica. No hay palabras para describir las escenas a las cuales Jung va a exponerse al darse cuenta de que la joven presenta todos los síntomas histéricos ligados a una infancia traumática. Analista y analizante se enfrentan, se miden, adquieren automatismos de lenguaje. Y sin siquiera percatarse, Jung devendrá en un analista con todas las letras.

17 Sigmund Freud y Carl Gustav Jung, Correspondance, ed. por William McGuire, traducido del alemán y del inglés por Ruth Fivaz-Silbermann, París, Gallimard, col. “Connaissance de l’inconscient”, 1975. Véanse en particular las cartas del 7 de marzo (p. 283) y del 4 de junio de 1909 (pp. 306-307). (Traducción al español. Freud, S. y Jung, C.G. Correspondencia. Madrid: Ed. Trotta.)


Los médicos comienzan observando a esa joven de diecinueve años con tics tan pronunciados que le deforman el rostro, un rostro que además es muy bonito. Su tío materno, que la acompaña, parece ya no saber a quién ni adónde acudir. Sabina acaba de dejar el sanatorio del Dr. Heller, donde el cuerpo médico, indefenso ante sus síntomas histéricos, no supo aliviarla. Un joven doctor al que le había echado el ojo la abandonó, sin socorrerla. Por ende, toma al ya conocido centro Burghölzli como un hospital más. Permanecerá allí nueve meses. Los enfermeros no han de luchar contra su violencia, pero se hallan desvalidos ante sus reacciones desordenadas e imprevisibles. Ya el 18 de agosto, Jung ve en el cuadro algo más que histeria: esas reacciones expresarían su necesidad de protegerse. Al examinar su actitud reticente, rebelde y, al mismo tiempo, desplazada a una esfera mental que la torna ajena al menor movimiento del personal del servicio, el joven médico de veintinueve años no adopta de inmediato la técnica de la asociación de palabras que está experimentando: una palabra provoca una reacción y, según el tiempo afectividad del paciente. Sus primeros intercambios dan a la palabra de la joven toda la libertad requerida para conocer los elementos fundamentales de su futura colaboración. Porque se trata de un trabajo sobre uno mismo: el paciente es amo de su malestar, y la palabra se convierte en la herramienta que lo orientará en medio de su abandono. Así, Jung se entera de que Sabina nació en Rusia el 7 de noviembre de 1885, en la ciudad de Rostov del Don, donde muy temprano su deseo fue estudiar medicina. A los recuerdos finalmente banales de su juventud se añade la faz oscura a la que él teme pero cuya verbalización espera, como todo analista. La piedra angular de toda la evolución de Sabina será la relación con su padre Nicolai: aquel al que quiere seducir, aquel que sabe tranquilizarla pero cuyos enojos también teme. Hereda de él un apellido, Spielrein, que el hombre adopta en 1883 cuando hizo fortuna en el comercio de productos fertilizantes, lejos de sus antepasados judíos campesinos. Cercano al movimiento Haskalá, que prefería el idioma y la cultura alemanes, no era francamente practicante. Pide la mano de Eva, la madre de Sabina, futura estomatóloga, entonces seducida por un joven médico cristiano de San Petersburgo, con el cual

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que se tarde en responder, se puede elaborar y analizar un balance de la

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su religión –judaísmo jasídico– le prohibía desposarse y que terminará suicidándose. Cuando conoce al padre de Sabina, la vida de Eva iniciará un giro radical en Rostov del Don, donde dará a luz a cinco hijos. Al lado de sus hermanos Isaac, Jean y Émile, venidos al mundo tras la muerte de Emilia, la mayor de todos, Sabina ocupa un lugar aparte. La educan en los buenos modales y las bellas artes. ¿Qué puede quedar de aquella educación, mientras la joven paciente intenta salirse de sus límites carnales y extender a su entorno el delirio de la desesperación? Nueve meses: acaso fuera esa la duración necesaria para un renacimiento lejos del círculo familiar, para un reequilibrio de los valores de la existencia, en el espíritu de una muchacha que está en todo su derecho a esperar de la vida la consumación de su ser, fuera del marco que le asigna la sociedad. Si su internación en Burghölzli se inicia con la expresión del mayor de los desamparos, concluirá el 1 de junio de

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1905 con una increíble metamorfosis. A falta de reencontrarse con su madre, de restaurar el calor de su cuerpo, lo que necesita es un padre, la presencia de un hombre al que ama y teme a su vez. Esa es la imagen que cree entrever cuando el joven doctor Jung le abre la puerta del consultorio. Sentado detrás de ella, la escucha; y ella le reprocha su desatención para defenderse mejor de sus propias revelaciones inconscientes, de la confesión de esa cuota de intimidad a la cual está expuesta desde la infancia: la violencia de su padre, legitimada por el amor que enseguida debe atestiguar en su favor. Al golpearla y pedirle que bese la mano castigadora, el padre la somete a una autoridad malsana que ella tomará como modelo inconsciente del amor que un hombre siente por su mujer. ¿Será de aquel episodio que emergió una vida fantasmática tan densa? Sin embargo, nada en su infancia permitía presagiar que el malestar tomaría las riendas hasta la sinrazón. Criada en su lengua materna, el ruso, Sabina domina desde su más tierna infancia el alemán y el francés. Inteligente y estudiosa, aborda la adolescencia con el gusto por aprender (la atraen muy especialmente las ciencias naturales), pero también con la sensación de no ser comprendida. Así, sus iras a menudo son sinónimo de pulsiones suicidas. Hay que armarse de paciencia y malicia para afrontar sus excesos, y se incrementa la vigilancia a su alrededor para que no lleve a cabo ningún


gesto desafortunado. De sobresalto en crisis, Sabina expresa al personal médico su búsqueda de un amor virtual mediante la atención que reclama, haciéndole padecer en simultáneo las inconveniencias de un excesivo nerviosismo. Nunca está lejos de pasar al acto. Y ahí es cuando Jung juega un papel mayúsculo. Basta con que se ausente en una oportunidad para que a Sabina la invada el desasosiego. Al proceder de una familia acomodada, la joven se beneficia de una enfermera que vela exclusivamente por ella. Sabina mantiene con Jung una relación transferencial que irá mejorando, ya que, a sus cambios de humor el analista responderá por medio de un proyecto en común: su paciente participará en las visitas a los enfermos de Bleuler y en sus experiencias de asociación de palabras. De este modo, ocupará un lugar inesperado junto a aquel que progresivamente va adquiriendo cada vez más importancia en su vida diaria. Ella lo espera, lo acecha. ¿Será ya eso un sentimiento encubierto que contribuye a su sanación? Desde octubre de 1904, Jung habría notado que su joven paciente lo solicitaba permanennormal, un castigo de su imaginación. Sabina no teme las órdenes, pues el sufrimiento brota de allí y la colma. Y la ausencia de Jung lo refuerza, siendo que nadie la castiga. Las tres semanas durante las cuales él se aleja para cumplir con su servicio militar ofrecen a Sabina el marco para toda indisciplina. No obstante, el 12 de octubre Eugen Bleuler había anunciado al padre de la muchacha que, a la primavera siguiente, ella preveía iniciar estudios de medicina en Zúrich. Pero en aquel otoño continúa afirmándose un estado demasiado fluctuante: a los dolores imaginarios suceden instantes de una fuerte agitación, a veces de una excitación anormal asimilada a la incontrolable histeria. Sabina siembra el terror en el cuerpo médico, resistiéndose a la hora de acostarse, y en los demás pacientes, a quienes cuenta historias estrambóticas surgidas del placer de abstraerse de lo real. Físicamente presente, no por ello deja de estar mentalmente en otra parte. A menudo, sacia con vergüenza un placer masturbatorio, que revela a su analista el juego al cual se entregaba de niña: retener sus heces bloqueándose el ano con un pie plegado bajo su cuerpo, en una posición en cuclillas muy poco confortable. El autoerotismo de la

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temente por sufrir un maltrato, un apretón de manos más fuerte que lo

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infancia se agrega a la violencia de su padre y alimenta su fantasía de una sexualidad desenfrenada. Su relación con Jung es el barómetro de su sanación y de sus recaídas. La presencia de este la equilibra, su ausencia le genera preguntas, la enmudece e instala en ella la duda: ¿podrá por fin curarse un día, acaso es lo que quiere? Sus sesiones de análisis están atravesadas por anécdotas sobre las humillantes reprimendas que su padre le hacía padecer al pedirle que le agradeciera por pegarle y cuya brutalidad aún la perseguía. Durante una de sus salidas en compañía de su terapeuta, reacciona con vehemencia contra él cuando lo ve golpear su abrigo para quitarle el polvo. ¿Tomará conciencia Jung del factor crucial de sanación que representa para su joven paciente? La calma de Sabina oscila a merced de las sesiones. Sus síntomas histéricos, tan pronto como desaparecen, pueden manifestarse nuevamente según los mo-

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mentos de la vida cotidiana. Hospitalizada durante las fiestas navideñas de 1904, ¿revivirá las escenas de la mesa familiar, reunida en torno a ceremonias tensas y ofensivas a las que la muchacha buscaba escapar? Su madre, que llevaba un buen tren de vida en virtud de su matrimonio, no por ello estaba menos sometida a la brutalidad de su marido y, detrás de un gran desparpajo a la hora de gastar, sin duda escondía los mismos tormentos que su hija. En su acta de internación, los médicos clasificaron a Eva Spielrein entre las personas que adolecen un gran nerviosismo y ausencias histéricas de carácter infantil. Buena alumna, no asistió a la universidad, mientras que Sabina se elevará por su aspiración a estudiar. Frente al jefe de familia, que por su parte tendría tendencias neurasténicas, frente a su madre, que lamentará ver a su hija realizarse allí donde ella ha fracasado, a Sabina le cuesta encontrar un lugar en esa célula familiar y carga en ella un pesado legado neurótico, ensombrecido por el fallecimiento de su hermana menor a los seis años de edad, enferma de tifus. Jung y Bleuler lo entendieron: implicar a Sabina en la investigación y en el análisis, investirla con la misión de terapeuta que ellos mismos tienen, coloca a la joven en la vía de la sanación, mediante la lectura de libros especializados o a través de experiencias como aprendiz de laboratorio. Jung, quien desde su nombramiento el 19 de abril de 1905


como jefe médico adjunto y luego como catedrático en la Universidad de Zúrich adquirió cierta aura en la clínica, confía en ella. En adelante, él podrá seguir a sus pacientes por fuera del centro Burghölzli y ve con satisfacción cómo la muchacha se prepara para sus estudios de medicina. En dos oportunidades advierte a la madre de Sabina, el 23 de enero y el 13 de febrero de 1905, que su hija está curada y se toma el cuidado de manifestarle a su padre, en una carta del 23 de mayo, la necesidad para ella de desarrollarse plenamente lejos de su círculo familiar. Sus síntomas han desaparecido. “No es una enferma mental –escribe Bleuler a la administración universitaria de Zúrich que valida su inscripción–, fue tratada aquí por nerviosismo con síntomas histéricos. Ergo, debemos recomendar su matriculación”.18 Se pensó en todo: obtener los certificados faltantes para asistir a las clases del segundo semestre, prevenir a la familia manteniéndola a distancia, alquilar un departamento. Sabina está en el umbral de su vida como adulta. Discípula, colaboradora de Jung, o ya amante inconsciente de su terapeuta, está ligado al de él. El 1 de junio de 1905, sale del hospital. Fortalecida con un nuevo ímpetu, entabla sus estudios dispuesta a conquistar una comarca extranjera en la que la vida estudiantil, lejos de todo nexo familiar, deviene en símbolo de una libertad inesperada, casi imposible un año antes. Su abuelo rabino, a quien veneraba y a quien había prometido estudiar medicina, estaría orgulloso de ella. No importan los núcleos revolucionarios que supieron formarse entre la intelligentsia universitaria. El interés de ella está en otra parte: durante el primer semestre, se dedica a la anatomía y a la osteología. Sus reticencias, podría pensarse, provienen en mayor medida del temor al afuera. Pese a la desaparición de los síntomas, el malestar conserva en ella un pérfido anclaje, como si un velo filtrara la realidad. La presencia de Jung resulta entonces más que importante. Porque su ausencia hace surgir en ella sentimientos insospechados. ¿Cómo implementar una terapia por fuera de los muros de Burghölzli?

18 Citado por Alain de Mijolla, Sabina “la Juive” de Carl Gustav Jung, París, ed. Pierre-Guillaume de Roux, 2014, p. 109.

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cuyo nombre feminiza llamándolo Junga, la joven sabe que su destino

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Una hora por semana, los viernes, el terapeuta y su expaciente se abren entonces a un cara a cara que habilita todo tipo de especulaciones sobre el vínculo íntimo que casi tira por la borda al matrimonio Jung, pero que coadyuvó ampliamente a la curación de Sabina. La ausencia de diván coloca a la paciente en una posición de desafío en relación con su analista: parece convocarlo a sus sentimientos, enfrentando su palabra para dejarse convencer mejor. La vida sin Jung se organiza por fuera del encuadre médico, y la joven aprende los gestos de la vida cotidiana para controlar sus dificultades y concentrarse en sus estudios. Sus pensamientos, volcados hacia él, son la escapatoria para todas las angustias, y ella se confiesa al respecto con su madre, quien comienza a preocuparse por la naturaleza de la relación que su hija establece con un hombre que, según ella, debería mantener una actitud de médico. Jung también está turbado y expresa sus temores por medio de la más pura paradoja del

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hombre que sabe de su seducción. ¿Aprovecha esto para invitarla a uno de sus trabajos sobre las experiencias de asociación de palabras? Seguramente ya esté invadido por la íntima convicción de que la sanación de Sabina se debe sólo a la posible transferencia de los sentimientos que él representa para ella, del mismo modo que adivina en ella un excepcional potencial de análisis: “Intelectos como el vuestro hacen avanzar la ciencia, ¡debería usted ser psiquiatra sin dudarlo!”,19 la incita. Cuando Jung conoce a Freud el 3 de marzo de 1907, aquel se ha convertido en la mano derecha de Bleuler y ya tenía conocimiento de los escritos fundadores del año 1905: El chiste y sus relaciones con lo inconsciente, así como los Tres ensayos sobre la teoría sexual. Otra cosa es innegable: la presencia de Sabina sustenta el diálogo entre ambos, inclusive antes de que entren en escena. Desde el inicio, Jung se aleja de las tesis pansexuales de su maestro: es lo que los distingue, y es también lo que los distanciará. La correspondencia atestigua esa obsesiva presencia, esa tentación de lo femenino ante la cual intuimos que Jung titubea, retrocede, dispuesto a ceder ante lo que sabe que lo llevará hacia una existencia de inestabilidad entre varios objetos de amor. “La estudiante

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Frase que Sabina Spielrein recuerda en una carta del 13 de junio de 1909, en A. Carotenuto, Sabina Spielrein…, op. cit., p. 130.


rusa”, a la que menciona en una de sus primeras cartas a Freud el 23 de octubre de 1906, aparece como la figura mediante la cual prueba su obediente dominio de las teorías del maestro sobre la histeria. Solicitando su opinión, le expone los traumas infantiles que condujeron a la joven a Burghölzli. Freud interpreta el placer que le procura a Sabina asistir a la violencia de su padre y contenerse de defecar. Sería el “caso típico” de la fijación de amor sobre el padre, mientras que como niña se inicia al autoerotismo. Ese obsesivo tironeo entre deseo y placer escindirá a Sabina durante todos sus años junto a Jung; esto se adivina de la lectura del intercambio entre ambos analistas, cuando seis meses después, el 6 de julio de 1907, el “litigio” que separa a Jung de la muchacha gira en torno al deseo de niño. Como haría un hijo a su padre, un discípulo a su maestro, Jung hace de cuenta que quiere encontrar el modo de deshacerse de una mujer demasiado enamorada, sin realmente tener ganas de esa ruptura. Los acontecimientos lo probarán luego. El año 1908 es entonces decisivo. Emma Jung desempeña su rol de mundillo psicoanalítico, así como en la solidez de la pareja que conforman. Él se tomó en serio su amenaza de divorcio cuando, a comienzos de 1907, ella se hastió de los rumores que circulaban sobre su frivolidad. Pilar inquebrantable y precoz de la causa jungiana, Emma juega un papel destacado. Hay otro personaje que merece ser mencionado: Otto Gross, psiquiatra austríaco paciente de Jung en aquel momento. Sabina Spielrein relata en su diario la aparente sencillez con la que su terapeuta acepta metamorfosear la naturaleza de su vínculo con ella. La influencia de Gross lo habría liberado de la culpa de verse tentado a asumir una poligamia sin complejos, “una parte de esa fuerza que siempre quiere el mal y siempre crea el bien”. ¿Hay que amar-destruir para renacer de las cenizas? Nunca nada predice el dramático desenlace de una relación, y si bien Jung frenó durante mucho tiempo los sentimientos de su paciente, si reprimió todo impulso hacia un abrazo tan esperado, el verano de 1908 lo encuentra con ánimos de desahogo. Se permite encuentros amistosos fuera de su consultorio y cita a la joven estudiante en lugares cada vez más insólitos para un médico y su paciente. Los viernes se asemejan a una fiesta. Un paseo por el

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esposa y sostén, creyendo siempre en la misión de su marido dentro del

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lago les ofrece el marco de un inevitable discurso amoroso. Es la Belle Époque hoy desvanecida de una Europa Central que no imagina verse diezmada unos años después. Finalmente, entablan un intercambio intelectual de una rara intensidad, que deja a Jung cada vez más deseoso de reencontrarse con su inspiradora. Uno adivina la prisa de un hombre febril por continuar con más afán los capítulos de una vida que quieren escribir juntos. Aquella a quien llama en francés “el intelecto fuerte”20 súbitamente se ve adornada con cualidades que la distinguen y la transforman en una amiga inseparable. Un Jung convertido a la felicidad se muestra a su lado por las calles, se impacienta cuando Sabina tarda en responderle o cuando se preocupa por saber si, de viaje a casa de sus padres en agosto de 1908, la joven está tomando todos los recaudos para evitar la epidemia de cólera que asola en Rostov. En paralelo, la vida en Burghölzli junto a Emma y sus hijas, Agathe y Grete, discurre

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con tranquilidad; tanto es así que la calma conyugal afianza el deseo de otro hijo: un nuevo nacimiento ya se anuncia en aquel idílico verano. En Rusia, la madre de Sabina entendió. Por medio de una carta tardía, que llega cuando su hija ya se había ido, se entera de la ambivalente naturaleza de la relación entre ambos. Pero el recato que al mismo tiempo sustenta el compromiso de Jung la tranquiliza: que un terapeuta se enamore de su paciente todavía es aceptable si sabe comportarse y si cada uno se atiene a su rol. Conoce la prioridad que Jung concede a su matrimonio y a sus hijos; cree poder dar por sentado que su hija jamás inducirá a un hombre al adulterio. Sabina continúa enviándole el pago de sus honorarios, pero ¿a quién beneficia realmente esa correspondencia-terapia? Jung revela en esos intercambios su entusiasmo, su alegría de vivir, de redescubrir la vida a través del filtro del amor. Después de la visita de Freud entre el 18 y el 21 de septiembre de 1908, el 28 Jung le transmite a Sabina el beneficio de ese encuentro: tener la certeza de su intrínseco cariño por el padre del psicoanálisis. Al conocer el desenlace de aquella relación, uno se pregunta si Jung no se habrá atribuido él mismo el rol de hijo espiritual, en la posición del discente que ignora todo sobre la vida y cuyo maestro le brinda las claves de su 20

A. de Mijolla, Sabina “la Juive” de Carl Gustav Jung, op. cit., p. 159.


interpretación. La carta de ruptura en 1913 sellará su emancipación para con la figura del padre que encarna la autoridad. Su romance con Sabina signa esta vez su voluntad de acabar con una vida conyugal tradicional. El lirismo de un hombre enamorado trasluce en sus cartas, de una frescura adolescente, a las cuales faltan las respuestas de Sabina, pero cuyo fervor podemos imaginar. Aquel día de otoño en que Jung llega a casa de ella, sorprendiéndola en un momento de intimidad, habría de situarse en octubre o en noviembre de 1908. Se gira entonces hacia el fruto del pecado. Presiente que su realización personal pasa por la transgresión, incluso a costa de correr el riesgo de ofender a su mujer, que está a punto de dar a luz a su tercer hijo. Imposible huir de esa necesaria pulsión hacia la cual el hombre se siente destinado para conquistar el mundo, investido de toda intrepidez. Ya nada existe, sólo el instante del encuentro, ya nada importa a los amantes, que no se rehúyen más. Las opiniones discrepan en cuanto a la duración del romance. Tal vez algo más que unas semanas de otoño. Por otra parte, no se sabe deseo supremo sería tener un hijo mío que consumara todos sus deseos de no realización”. ¿Será cuestión de una transferencia hacia el terapeuta, o de una anormal fijación sobre aquel que ya es su amante? Dos años después de esa confesión, Jung escribe: “Al fin y al cabo, me sentí casi moralmente obligado a concederle ampliamente mi amistad”,21 so pena de verla recaer. El nacimiento de Franz Karl Jung en diciembre de 1908 da lugar al día siguiente a una carta de lo más ambigua. Al arrebato del encuentro carnal sucede la duda, y Sabina se desploma ante las reticencias de su amante para proseguir con la relación. Titubeos incrédulos y pequeñas cobardías muy legítimas en aquel que se niega a insistir en su desliz, todo en la carta de Jung anuncia “el doloroso despertar”: “Devuélvame hoy algo del amor, la paciencia y el altruismo que le di yo a usted en el momento de su enfermedad. Ahora soy yo el que está enfermo”.22 Enfermo por haber cedido a su deseo, enfermo por haber programado el fin de un romance incluso antes de haberlo

21

C. G. Jung a S. Freud, Correspondance, op. cit., carta del 4 de junio de 1909, pp. 306-307.

22

Citado por A. de Mijolla, Sabina “la Juive” de Carl Gustav Jung, op. cit., p. 172.

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cómo interpretar la queja de Jung a Freud del 6 de julio de 1907: “Su

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entablado, enfermo por no saber brindarle a su esposa otra cosa que la máscara de la mentira. Jung pasa revista de aquello que podría disuadir a su joven amante de buscar venganza. Pero ¿cómo podría ella dar testimonio de tan nobles cualidades, cuando en la actitud de su amante no pudo ver más que cobardía y egoísmo? Al médico le importa demasiado su renombre, y el rumor de su amorío con una paciente le provocaría un daño inconmensurable en la sociedad zuriquesa. Pero a ella, ¿qué le queda sino el amargo gusto de furtivos y efímeros besos? Si el lector se guardara de juzgar apresuradamente la actitud del amante, ¿podrá también reconocer el sufrimiento de la joven en cuerpo y alma? En aquel entonces, Sabina no tiene más de veintitrés años y recién hace cuatro que se siente “curada” de su neurosis. Descubre el amor carnal como un fruto prohibido, en una época que encasilla a la mujer en una sexualidad controlada. ¿Cómo hacerse cargo, tan joven, de la derro-

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ta ante el patriarcado, de la renovada humillación, desde las escenas de violencia paterna, de ver su cuerpo amasado por ardientes manos y luego rechazado? El instinto de supervivencia le dicta legitimar sus sentimientos, conferirles existencia, cuando Jung la aparta a un lado y le reclama silencio. Sabina hará todo lo contrario. La carta del 7 de marzo de 1909 que Jung dirige a Freud deja al lector atónito. El terapeuta ciertamente puede valorar “la inmensa abnegación” con la que condujo la sanación de Sabina, pero cabe oír allí su flaqueza de haberla tenido por amante… Sin embargo, al encabezar “un desagradable escándalo”, la falta corresponde a su paciente, a quien él había concedido, escribe, su confianza y amistad. Al traicionarlo en los cimientos de la relación que los une, Sabina es la mujer que provoca la ocasión del pecado. Es la mediadora de ese “diablo” cuyos poderes menciona el terapeuta: era hora de tomar conciencia de sus propios “componentes polígamos” si quería continuar ofreciéndole a su matrimonio la promesa de un porvenir común. Sabina no podía ser sino el factor de un mejor conocimiento de sí mismo, el gentleman, de intenciones tan puras, al que la vida finalmente tomó por sorpresa… Vemos a la joven mujer debatirse. Y cómo la entendemos, mientras que Jung reitera a Freud el 11 de marzo que “jamás realmente tuvo una amante,


[que es] realmente el marido más inofensivo que se pueda imaginar”.23 Freud entra entonces en escena. Están reunidos todos los protagonistas del psicodrama. En aquella época, los dos analistas están preparando el viaje a Estados Unidos, que marca la eclosión de una auténtica complicidad y, a su vez, permite que surjan las primeras divergencias. Sabina se habría jactado y habría narrado su relación secreta a Arthur Muthmann, colega de Jung: cuando el 9 de marzo de 1909 Freud narra esas declaraciones más bien incómodas para su colaborador, ¿ya estará tomando partido, o sólo lo está poniendo en alerta, conservando el derecho de reserva sobre sus posiciones en lo que poco a poco devendrá en “el caso Sabina Spielrein”? Del 25 al 30 de marzo de 1909, Jung y su esposa son recibidos por Freud en Viena. Este último había podido apreciar la elegancia y la fineza de Emma con motivo de su primer encuentro con Jung en Burghölzli. Mientras que Jung es “formalmente adoptado como primogénito, sucesor y príncipe heredero”,24 Sabina jamás es mencionada. Se desarrollará luego una inesperada corresponSabina parece transparente. Y sin embargo qué presencia… La joven se aleja de Zúrich para preparar su reacción y acaso resistir al dolor demasiado punzante del abandono. El 30 de mayo, pide conocer a Freud. Haciendo valer que es asistente en la clínica de Zúrich, restaura de entrada la falsa imagen que este pudo haberse formado de ella. Su función le concede credibilidad. A partir de ese instante, la relación entre los tres cambia de orientación: Sabina Spielrein queda en las memorias como el enlace entre los dos psicoanalistas, en una época en que esa relación aún no ha comenzado a desmoronarse. Pero su interés es ante todo personal: la traición de Jung debe ser suplida por la escucha de Freud. Cuando este le escribe a su hijo espiritual el 18 de junio que le propuso a Sabina un proceder endopsíquico, no sospechaba la ingenuidad de esta última en el asunto, la autenticidad de sus intenciones en lugar de su arrogancia, ya que la turbia imagen que queda de ella deja entrever a una muchacha endeble, de mirada sombría, pero como

23

C. G. Jung a S. Freud, Correspondance, op. cit., p. 288.

24

S. Freud a C. G. Jung, ibid., carta del 16 de abril de 1909, p. 295.

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dencia entre los tres, marco de tironeo de personalidades en el cual

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asombrada de encontrarse frente al objetivo. Un gran sombrero oculta una expresión voluntariosa, juvenil, subrayada por su larga trenza suelta sobre un hombro. Muy lejos de los clichés de la amante venida a menos, de la virago vengadora, Sabina busca reparar su dignidad. Freud le pide que primero exponga por escrito sus motivaciones, a fin de sopesar la utilidad de su viaje a Viena. Entretanto, la correspondencia de los dos hombres deja al descubierto su complicidad. En respuesta a Freud, que quiere saber más, Jung revela el deslizamiento de su relación científica hacia el terreno privado. Un terrible sentimiento de frialdad y extrañeza recorre las disimuladas confesiones del psicoanalista suizo: “la Spielrein” habría sido su “caso psicoanalítico de aprendizaje”. Por primera vez la nombra, alegando su compromiso para con ella a fin de salvarla de su malestar. Caso típico de histeria que pasa por la seducción del terapeuta: “Ella naturalmente había proyectado

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seducirme, lo cual yo consideraba inoportuno. Ahora está buscando venganza”, le escribe el 4 de junio de 1909. ¿Por qué haber “abusado” de su amistad? ¿Qué pretende insinuar Jung? Freud debe comprender todos los errores que le caben a Sabina: es la reaparición de “la judía”, una húngara de la que él se había prendado durante una estancia con Emma en Austria. Mencionar la judeidad de la muchacha recae en un campo aparentemente ajeno a la historia de ambos, pero en realidad le concede una dimensión lírica: Jung será su Sigfrido, el héroe wagneriano que ella ve en el escenario de la ópera de Zúrich en abril de 1907, un héroe con cualidades superiores, que la transportará hacia un destino inesperado, un amor a muerte. Ahora, Freud tiene todas las cartas en la mano. Su análisis de la situación es claro y, en la misiva que le remite el 7 de junio, casi estaría disculpando la actitud de su colaborador, que se habría entregado a una contratransferencia. Lo legitima a ojos de Sabina, a quien responde al día siguiente en una carta con visos de requerimiento: Jung jamás habría adoptado un comportamiento inadecuado para con ella, ella no habría sido su víctima. Un autoanálisis de la situación le haría tomar conciencia de ello de inmediato. Más de uno se sentiría abandonado ante la lectura de semejante misiva, que desea comprender la situación sin verdaderamente tomar partido. La respuesta epistolar de la joven


cobra la forma de un diario íntimo, con fecha del 10 al 20 de junio; nadie sabe si fue o no enviado a su destinatario. Las indicaciones sobre el desarrollo de la ruptura abren el campo de las interpretaciones. Sabina le hace saber a Freud que se está yendo por las ramas: para ella, sólo es una cuestión de separación, con el objeto de avanzar por el camino que se eligió con toda independencia. Ella nunca recurrió a él para que la ayudara a reconciliarse con Jung. Se compara con el personaje bíblico de Judith, quien decapitó a Holofernes, el general asirio, durante el sitio de Betulia, para salvar a su pueblo del peligro. La noche de amor entre ambos será fatal. Matar al objeto de amor da inicio a un nuevo capítulo de su vida, y es el recuerdo de Jung lo que quiere abolir Sabina, libre de todo resentimiento, al tomar a Freud como testigo. Aquel que cuatro años antes había sido su médico devino en su “poeta”, el amante tan esperado. Pero un tercero se entrometió: Emma Jung. La carta anónima que esta envió a los padres de Sabina encendió la mecha, siendo sus términos inequívocos: el Dr. Jung y Sabina Spielrein mantienen una repaciente. Sabina relata entonces la reacción displicente que Jung creyó apropiado adoptar para salvar su honor de médico y paliar el pánico que debió experimentar como hombre casado: pide ser resarcido. Nada más hiriente. Dar intervención al argumento financiero coloca la relación dentro del contexto del que jamás habría debido apartarse. Así es como los padres lo entienden, al sublevarse por haber sido engañados en cuanto a la confianza depositada en él. La actitud imparcial de Freud no impide una forma de incomprensión para con Sabina. Cuando Jung se comunica de nuevo con él el 21 de junio, exhibe el rostro contrito de aquel que retrospectivamente se percata de haber sido “culpable de las ambiciosas esperanzas de [su] antigua paciente”: le queda la impresión de haber sido víctima de un maligno rumor sobre su supuesto divorcio, tras haberle prometido un hijo que en verdad jamás quiso darle. La carta enviada a los padres es objeto de todo su remordimiento. Adentrándose a su vez en la piel del hijo, le pide a Freud que lo cubra. A partir de ese momento, este debe hacerle saber a Sabina que está al tanto de todo el asunto y convalidar así la perfect honesty de su discípulo, según sus términos.

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lación que supera los límites del vínculo que un terapeuta traba con su

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Jung experimenta la infantil necesidad de ser comprendido y perdonado, rehabilitado por su maestro de pensamiento. Asimismo, se asegura su estima, disculpándose por la “tontería” de aquel episodio, así como cierta tranquilidad de cara al futuro, si Freud acepta informar a la joven del conocimiento que tiene al respecto. Cosa que Freud hace en el acto, y Jung el 10 de julio se alegra de ese final feliz para él, al tiempo que el maestro le manifiesta, pese a todo, el malestar de Sabina Spielrein. Es más, le garantiza a la muchacha su profundo arrepentimiento por haberse equivocado respecto de sus intenciones. Hace enmienda de la situación en reemplazo de Jung, quien por el contrario no mandará ninguna nota benevolente a su expaciente, cuya compañía sin embargo supo apreciar. El 21 de agosto de 1909, ambos terapeutas se embarcan en el George Washington en dirección a Estados Unidos, en compañía del psicoanalista húngaro Sándor Ferenczi. Ese viaje abarca el extraño

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símbolo de la distancia, del paso a un lado, por no decir la inhibición de la que algunos son capaces cuando la culpa tal vez pesa demasiado. Esa facultad tan presta para dar vuelta la página deja pasmada a Sabina, sola en Zúrich. Con fecha del 27 de agosto, o sea, seis días después de la partida de Jung, se explaya en su diario sobre su aventura pasada, aunque con la más estricta reserva, con la impresión de sentirse enriquecida por un episodio único, frente al cual la amistad aparece como una continuidad por demás insípida. ¿Puede esta suceder a una relación amorosa? Acaso lo imagine cuando debe huir de Zúrich y, desde Berlín, duda en regresar. Abandonar Zúrich es abandonar a Jung. Para ella, la vida comienza al emanciparse de él, como si Jung hubiera sido su puerto de amarre. En Múnich, estudia historia del arte, pero su meta está en otra parte: mira en dirección a Viena. El viaje a Estados Unidos marcará un hito para los dos hombres, un viaje de siete semanas durante las cuales su relación se encamina con lentitud hacia el fin. Entre los estadounidenses, Freud fue “un gigante entre los pigmeos”, dirá la anarquista Emma Goldmann, quien asistió a sus cinco conferencias en la Clark University de Worcester (Massachusetts), que fueron un éxito rotundo. Pero Freud desconfiará de ese nuevo continente, como se hastiará de las furtivas interpretaciones de su homólogo suizo, que se acerca cada vez más a una desexualización


del psicoanálisis. Su libro Transformaciones y símbolos de la libido (1912) terminará de distanciarlos definitivamente. Durante aquellos años bisagra, la vida de Sabina cobra un nuevo impulso. En 1910, Freud crea con Ferenczi la Asociación Internacional de Psicoanálisis (Internationale Psychoanalytische Vereinigung, IPV) y ubica a Jung a su cabeza tras el II Congreso Internacional en Núremberg el 30 y 31 de marzo de ese año. La sede en Zúrich convierte a la capital suiza en la segunda ciudad más importante después de Viena. De ahí en adelante, el psicoanálisis ya no podrá ser asimilado a una “ciencia judía”. Jung es el garante de la extensión del movimiento. Los estudios de Sabina llegan a su fin y su tesis de doctorado en medicina Sobre el contenido psicológico de un caso de esquizofrenia (Dementia Praecox), defendida en 1910, valida un largo recorrido de lucha contra sí misma y una victoria frente a varios años de incertidumbre en cuanto al desenlace de su malestar. Sabina Spielrein no tiene el soberbio egoísmo de Lou Andreas-Salomé, ni el desasosiego de Tatiana Rosenthal. Es de las que, en aquella estudios de medicina es, en primer lugar, un eco de los deseos de su Pigmalión, que vio en ella a la discípula aguerrida de sus propias tesis y a una colaboradora de lo más selecta. En septiembre de 1910, Sabina le presenta su trabajo a Jung para una relectura, tras recibir el aliento de Eugen Bleuler. Su diario da cuenta el 11 de septiembre de una expectativa vivida con desconcierto: allí, recuerda en presente las circunstancias de su amor, fundado “en una honda comprensión espiritual y en intereses intelectuales comunes”.25 Esa pasión que ha perdido vigencia ¿acaso sigue encendida? El relato, luego en pasado, no es más que la desoladora comprobación de una soledad inteligente, la de una mujer enamorada que regresa al tema de su condición “inmoral de amante, tal vez incluso de maîtresse”,26 siendo que se arrojó a ese amor sin adivinar que simplemente sería “la mujer de al lado”, de la que él tuvo vergüenza y ocultó, por la cual no pondrá en tela de juicio los derechos adquiridos 25 26

A. Carotenuto, Sabina Spielrein…, op. cit., p. 151.

Optamos por conservar el término en francés, ya que la frase también utiliza la palabra amant (amante). Maîtresse, si bien significa amante, tiene otras acepciones que aquí le dan la connotación de “ama”, “dueña”. [N. de la T.]

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época, apoyan el compromiso de la mujer en la sociedad. Pero entablar

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para su vida. Entre una actitud esquiva y malentendidos, Jung no estuvo a la altura de ese “primer amor de juventud” por el cual ella sacrificó su honor. Así pues, imaginó que un hijo podría cambiar el curso de las circunstancias, devolverle a su vida un insospechado ímpetu. Un año después de la mediación de Freud, Sabina oscila aún entre sufrimiento y lucidez. Su alegría no tiene precio cuando Jung la invita a retocar juntos su trabajo, con miras a la publicación. “De nuevo transformada en violenta pasión”, escribe el 14 de septiembre, esa alegría trae aparejada una extraña rivalidad, puesto que él le habría reprochado el haberle robado las ideas. La colaboración, en lugar de desplazar los sentimientos al terreno del intelecto, los potencia, los deteriora y pone a Sabina a trabajar por su destino, cuyo control la excede. Cuando su maestro de pensamiento y amante de antaño la ilusiona con una publicación de su tesis en el Jahrbuch für psychoanalytische und psychopathologische Forschungen,

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el coraje se reanuda y la domina. El 20 de septiembre de 1910, Emma Jung da a luz a su cuarta hija, Marianne. Es un día que Jung no puede consagrar a su colaboración con su expaciente, y la cita en la nueva residencia de los Jung, en Küsnacht, es anulada. El diario de Sabina contiene una sucesión de confidencias, de impulsos, de confesiones desesperadas, y determinados pasajes son bastante perturbadores. Si la parte narcisista de la escritura del diario es irrefutable, no podemos sino abordar con prudencia las evocaciones de la “poesía, suave” o “fuerte” que continúa viviendo con Jung en 1910. A la espera de la publicación de su tesis en 1912, Sabina se deja llevar por consideraciones soñadas, la ilusión de una relación, una lucha contra su deseo, o acaso contra el deseo de su amante. Pero no quiere ser la de al lado, confiesa el 26 de noviembre de 1910. La escritura aparece aquí como el medio más fiable para superar el frenesí de los sentimientos. Conviene ver en ella la expresión de un combate contra sí, de una evolución intelectual, ciertamente estimulada por un amor que puede parecer ingenuo, pero cuya madurez, soltura y en algún punto coraje podría felicitarse. Sabina Spielrein es una muchacha de veintiséis años que permaneció fiel a quien la recibió, curó, amó y rechazó. Adoptar su causa es un acto de amor del cual ella sabrá librarse a tiempo, y en eso va a ayudarla el encuentro con Freud.


Sus estudios fueron intensos y si bien Jung se alegra del parentesco de pensamiento que los une, presiente que la alumna está superando al maestro. Para su tesis, se basa en la observación de una paciente paranoica, a la que somete a asociaciones verbales con miras a recoger la parte inconsciente de su personalidad. Al haber estado ella misma sujeta a ese tipo de experimentación, sabe adónde dirigir sus análisis, ligados tanto a la semántica y a la expresión de un significado traumático como a la sintaxis, según los mecanismos del pensamiento. Sabina también camina por la huella de su maestro hacia una interpretación de los símbolos, y Jung se complace: citará su trabajo en Transformaciones y símbolos de la libido en 1912, así como en 1952, a raíz de la segunda edición. Cuando la invita a seguirlo al III Congreso Internacional de Psicoanálisis, que se desarrolla en Weimar el 20 y 21 de septiembre de 1911, Sabina duda y finalmente declina. Le habrían podido reservar un lugar en primera fila, entre las otras ocho mujeres psicoanalistas. Imaginemos un breve instante a Jung rodeado de su esposa Emma, de dos y de sus colaboradoras especialmente venidas de Zúrich para la ocasión. Su nueva residencia en Küsnacht se había convertido en el futuro cuartel general del jungismo, todavía estrechamente dependiente de las teorías freudianas, pero por poco tiempo más. ¿Habrá presentido Sabina que la presencia de esas mujeres alrededor del maestro le resultaría funesta? Alega que tiene una dolencia en los pies, síntoma de su reticencia a salir de su casa, a encontrarse con “el mundo”, en el cual debe asumir la carga de su destino. Si esa cojera es una reacción al cuerpo que está sanando, no por ello deja de ser menos recurrente. Esa imposibilidad de caminar, llamada “abasia”, no es nueva en ella. Durante su internación, se había manifestado tan pronto como se negaba a acatar. Si bien Sabina se ausenta aquel día de gran consagración para el psicoanálisis mundial, desea más que nunca entregarse a esa ciencia del alma. Y para ello tiene que romper con Zúrich. Llega a Viena a principios de octubre y permanecerá allí nueve meses, el tiempo necesario para renacer. Es la segunda mujer en ser aceptada, después de Margarethe Hilferding y antes de Tatiana Rosenthal. Sus comienzos son tímidos en el seno del círculo, al que observa entre

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de sus discípulas, Sabina la antigua, Toni Wolff la última incorporación,

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el 18 y el 25 de octubre sin tomar la palabra. Una primera intervención durante la sesión del 8 de noviembre de 1911, a propósito “de la supuesta intemporalidad del inconsciente”, llama favorablemente la atención de Freud, quien le cuenta a Jung el 12 de noviembre que “en la última sesión, la Spielrein tomó la palabra en primer lugar y fue muy inteligente y ordenada”: el inconsciente dependería del factor tiempo, salvo en las capas más profundas de la psiquis. La reacción de Jung no se hace esperar: desea citar el trabajo de Sabina, como hizo en la segunda parte de Transformaciones y símbolos de la libido. La segunda intervención, el 15 de noviembre, titulada De la muerte y la sexualidad, anuncia su reflexión sobre la destrucción, que luego desarrollará el 29: su exposición sobre La transformación, fragmento de su trabajo La destrucción como causa del devenir, termina de asentar su reputación. Fundándose en la mitología y la racionalidad biológica, se identifica fielmente con las te-

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sis jungianas y, según Freud en la carta del 30 de noviembre a Jung, da muestras de una indagación vanguardista que ameritaría una inmediata publicación: la pulsión sexual, o sea, la pulsión de vida o de creación, contiene un elemento destructor; es así promesa de porvenir. La destrucción como causa del devenir es un ensayo del año 1912 caído en el olvido, si bien allí Sabina Spielrein plasma tal modernidad de pensamiento que, en 1920, Freud la cita en Más allá del principio del placer. Y eso que no le placen demasiado las resonancias jungianas: entre ocultismo y reconversión de la pulsión destructora, el terapeuta y la discípula claramente tienen un parentesco de almas. La cuestión sexual se aborda bajo un ángulo biológico. Sabina no es la primera mujer en interesarse por el tema: ya en 1899, en La humanidad de la mujer, Lou Andreas-Salomé se hacía eco del biologismo darwiniano de la época, recordando que el individuo es la unión de dos células, macho y hembra, y que esta última, esperando ser fecundada, desempeña un papel fundador en la creación del ser vivo. Las feministas alemanas se habían apoderado del argumento para convalidar sus reivindicaciones de los derechos por adquirir a expensas de los hombres. Con todo, para Sabina, el elemento femenino es modificado, trastocado (procreado, según sus términos) por la intrusión del elemento masculino. En lugar del amor, sólo el instinto sexual convoca la reunión de las dos células, de


la libido, que contiene en ella ese impulso hacia el otro, al tiempo que proclama su fin. Si el instinto sexual se ve saciado, también se acerca al instinto de muerte, puesto que todo cuerpo unido a otro se encuentra deformado en su componente primero. De esa destrucción de la “materia inicial” surge un tercer elemento. Si la pulsión sexual es sinónimo de pulsión de vida, el instinto de destrucción le está innegablemente ligado y, con él, la pulsión de muerte, ya que hay transformación del elemento, para felicidad o para desgracia del individuo… Aunque Sabina Spielrein fue acusada de misticismo, sus contemporáneos se vieron obligados a rendirse ante una obviedad: su pensamiento perturbaba por ser novedoso. Después de Freud, llega el turno de Jung de felicitar a su discípula: dos cartas se suceden, el 11 y el 23 de diciembre de 1911, confirmándole su lograda entrada en el mundo de los psicoanalistas. En la Asociación Psicoanalítica de Viena, junto con su compatriota Tatiana Rosenthal, el psiquiatra y psicoanalista Moshe Wulff, formado en Berlín, que fue el nid Droznes, su imagen de alborotadora está ahora edulcorada, y hasta borrada. Médica con todas las de la ley, toma parte en una reflexión que, en resumidas cuentas, sigue siéndole muy personal. Cuando su trabajo es publicado en Jahrbuch, anota en su diario, con fecha del 7 de enero de 1912, hasta qué punto la escritura, si bien ofrecía satisfacción a sus pares, no conseguía hacerle olvidar la soledad. Magro pero decisivo consuelo, Sabina Spielrein vuelve a Rusia, para pasar allí dos semanas durante las cuales tiene la felicidad de reencontrarse con amigos y familiares que pudieron dejar de lado el recuerdo de una adolescente desesperada. Su patria la recibe como representante de teorías nuevas, que en aquel entonces suscitan la curiosidad de los rusos. Sabina se vuelve a ir, hacia un país donde se jugará su final. Pero todavía no ha llegado el momento. Su diario atestigua su aspiración a ser feliz, en relación con las breves e indiferentes misivas del Dr. Jung. Sólo la muerte podría poner término a su sentir: por primera vez, el 5 de febrero de 1912, reconoce que el suicidio no le da pavor. Pero es imperativo destacar el desenlace de su confesión: el suicidio tiene que “trabajar”. El círculo freudiano valida la calidad con que Sabina aborda la labor de

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primero en practicar el psicoanálisis en Rusia, y el psiquiatra ruso Leo-

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analista. Freud le envía a su primera paciente, al tiempo que la alienta a proseguir su camino con independencia de Jung. En su carta del 14 de junio de 1912, le da a entender a Sabina que su relación con Jung ya no es tan cordial. El 24 de enero y el 7 de febrero ella interviene sobre el tema la masturbación, luego sobre “los sueños de robo”, resonando con la Contribución al conocimiento del alma infantil. Con ese importantísimo artículo, ingresa en un nuevo campo de investigación: el análisis de niños. En más de un sentido, precede las tesis de Anna Freud, quien publicará su primer ensayo recién en 1922. La psicología del niño se convierte en uno de sus temas privilegiados entre 1912 y 1914, con la publicación de once artículos: las reacciones por medio del lenguaje, el lugar del imaginario y del sueño en la transmisión de las disposiciones afectivas son sus nuevos centros de interés. Cabe señalar que su vida va a cambiar. El 25 de marzo, Jung la pondera por la inteligencia de su trabajo sobre

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la destrucción, que estaba a punto de publicarse, pero ella ya no quiere ser el enlace entre él y Freud: es cierto que los dos jugaron en igual grado un rol mayúsculo en su existencia, pero no la ayudaron a realizarse, a revelar en ella esa parte inabarcable de sí que hace que, de pronto, uno se encuentre en armonía con sus propias aspiraciones. Si la transferencia con Jung seguramente la sacó de su estado psicótico, también la mantuvo en un estado de deseo permanente y no saciado; en cuanto al vínculo con Freud, podría haber sido una relación de maestro a discípula, como este se aprestaba a establecer con Lou Andreas-Salomé. No cabe duda de que Freud la incorporó al círculo de los fieles de los miércoles, pero el fantasma de la joven paciente del Dr. Jung siempre rondó entre ellos. El cargoso recuerdo de sus desaciertos y del rumor que Jung hizo circular al respecto no permitió autentificar en Sabina Spielrein sus genuinos dotes para el análisis, de los que dio muestras una vez de regreso a Rusia, ni tampoco superar esa reductora imagen de la paciente enamorada de su terapeuta: lejos de la simple “maîtresse de Jung”, ella era una médica con todas las letras que apuntaba a crear una institución en su patria. Le hacía falta un sostén: en junio de 1912, se casa en Rostov con Pavel Naumovich Scheftel, según el rito judío. Su esposo es médico, pero ejerce como veterinario. Y si bien el deseo de ambos es radicarse en Rusia, se ven obligados a instalarse en Berlín, donde se conocieron, hasta 1914. Las


felicitaciones de Freud, aunque adecuadas para la ocasión, en realidad versan sobre la mitad de su personalidad “curada de su apego neurótico a Jung”. Aquel 20 de agosto de 1912, es decir, tres años después del “affaire”, Sabina continúa cargando con su cruz, obstáculo para su auténtica felicidad. Y Freud vuelve a recordarle otra vez, en enero y en mayo de 1913, que su fidelidad hacia Jung es de lo más nefasta, para ella misma tanto como para la causa psicoanalítica, respecto de la cual su examante se ha mostrado ingrato: la ruptura está consumada, y Freud la relata en términos muy severos en su carta del 8 de mayo, señal de la confianza que ha depositado en Sabina. A su vez, le advierte del peligro de verla caer nuevamente en las afrentas de una pasión infeliz que la conduciría a su perdición. Máxime porque está esperando un hijo. Activa en la escritura, publica un relato de sueño en Zentralblatt. Freud contempla entonces la posibilidad de enviarle pacientes en cuanto se presente la ocasión. Pero será difícil. La correspondencia entre ambos revela que, con la proximidad de la guerra, Freud padece tal hostilidad dicos”.27 Todo indicaría que Sabina se quejó de permanecer ociosa y que Freud se molestó por los reproches disfrazados de la joven. Critica su constante necesidad de tener un ídolo que seguir, amar y culpar en caso de un fracaso personal. Estamos en la época de la muy controvertida obra de Freud Tótem y tabú, la cual, según sus detractores, al convocar a la antropología, convierte al psicoanálisis en una ciencia especulativa. Tras haber idolatrado al “Dr. Jung”, ahora le toca a Freud encarnar la imagen del padre ideal, reemplazando al progenitor real que jamás habrá amado a Sabina por ella misma sin lazo alguno de dominación. Y Freud no sólo se queja al respecto, sino que también percibe que el hijo por nacer de Sabina sería la proyección del héroe germánico, ese Sigfrido todopoderoso que Jung le hizo amar y que se aleja de la burguesía judía en la cual ella creció sin hallar puntos de apoyo. Sabina a menudo reproduce la metáfora del personaje wagneriano, que salvó a la bella Brunilda del reino de los muertos, como Jung la salvó a ella de la enfermedad. El amor, la sexualidad y la muerte conviven en todas las páginas de su diario. El 27

Carta a Sabina Spielrein el 15 de mayo de 1914, Sabina Spielrein…, op. cit., p. 275.

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que “los neuróticos no vienen a [su] casa por ser prevenidos por los mé-

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hijo tan esperado del padre edípico, suplantado en su corazón por el hijo de su terapeuta-amante, viene al mundo con los rasgos de una niña, Irma Renata, el 27 de septiembre de 1913: ser mujer no es objeto de ninguna comparación, que esa pequeña exista por sí misma, le expresa Freud al felicitarla dos días después. Este último no le deja opción: hasta la última carta conocida, el 9 de febrero de 1923, incita a Sabina a elegir su clan. Estar tironeada entre dos hombres y dos escuelas atenta contra sus elecciones de vida, ya que si escoge ser analista le corresponde permanecer fiel a la causa freudiana, cuando lo cierto es que en 1911 aún duda en ser historiadora del arte, o tal vez música. Ahora bien, sus ensayos a menudo fueron impugnados por su influencia jungiana. Freud es el primero en intentar convencerla de que permanezca junto a los miembros de la Asociación Psicoanalítica de Viena, pero Sabina, ciertamente curada de su episodio psicótico, profesa el mismo amor a Jung. Además, se recrimina

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a sí misma serle infiel adhiriendo a la causa freudiana. En 1914, se desata la guerra, semejante al “diluvio”, a la “tempestad”, cuyos reveses tanto teme Freud. Sabina, por su parte, todavía vacila en cuanto a su puerto de amarre, Zúrich, Lozana, a veces Múnich. No consigue establecerse y se siente desorientada en su vida de pareja, que anda de capa caída. En 1915, su marido retorna a Rusia a alistarse en el regimiento de Kiev, donde se aspira a un país más libre y democrático. Viajando sola con su hija, vive en extrema indigencia; duda de sus talentos, prueba suerte con una novela, pero continúa con sus trabajos, sus escritos y sus actividades clínicas. En Ginebra conoce al psicólogo y pedagogo Eugène Claparède, fundador del Instituto Jean-Jacques Rousseau, y desarrolla “un psicoanálisis educativo y científico” en sesiones gratuitas para personas deseosas de prestarse a la experiencia. Claparède no cuenta con toda la aprobación de Freud, desde su interpretación errónea de la teoría de la libido: “diletante entre la gente de Ginebra”, mucho tenía que aprender de la “cultura analítica” de Sabina.28 En efecto, ella ha devenido en una referencia. Frecuenta al epistemólogo suizo Jean Piaget, convirtiéndose en su analista en 1921. Todas las mañanas, a las ocho, durante ocho meses, él se reúne con una futura colaboradora, 28

Carta de S. Freud a Sabina Spielrein del 12 de mayo de 1922, ibid., p. 323.


ya que Sabina desea poner freno al análisis al darse cuenta de que su analizante se mostraba interesado, pero poco convencido por su relación transferencial. En cambio, la complicidad intelectual entre ambos no plantea ninguna duda a la hora de interpretar el pensamiento infantil: este es ante todo “simbólico”, preconsciente según Sabina Spielrein (término que prefiere, en lugar de “inconsciente”), autístico para Piaget. ¿Cómo supera el niño sus angustias, acaso pone de manifiesto sus asombros a través del lenguaje? El impactante ensayo La génesis de las palabras infantiles papá y mamá intenta responder a esto, en el marco del VI Congreso Internacional de Psicoanálisis que tiene lugar en 1920 en La Haya. Ese texto, publicado en 1922, es una original teoría sobre la significación del seno materno y el amamantamiento con respecto al desarrollo del niño, en especial para el lenguaje. El pensamiento y el lenguaje están en el centro de una nueva introspección del niño, que su colega Tatiana Rosenthal y, sobre todo, Melanie Klein van a continuar. Los intersticios de la vida van a dejar que Sabina se extravíe. ¿Qué guerra no le hubieran aportado nada bueno”?29 El contacto con Jung, que nunca se interrumpió del todo, siembra la duda en cuanto al futuro de su producción. Signo de su compromiso total para con su antiguo maestro, Sabina se involucra en la traducción de sus obras. ¡Y a Freud la idea le resulta buena! Pues aquel escabroso ejercicio no tiene sentido a menos que el traductor comulgue con el pensamiento del autor que está traduciendo. Ahora bien, Sabina, al apoyar la causa freudiana, no puede sino verse perturbada por el desfase entre su actualidad intelectual y sus antiguos sentimientos. ¿Será acaso por ese motivo que retrasa su vuelta a Rusia? Su matrimonio ya no es más un sostén, su única meta en la existencia son sus artículos, junto a su hija, pero la llamada de sus orígenes pronto va a sentirse. El reencuentro con las tierras de su infancia se impone. Freud le aconseja ir a Berlín, cerca de Karl Abraham, el más fiel de sus discípulos, pero luego cambia de parecer. Sabina puede seguir enviando sus artículos a Otto Rank, su riguroso editor. Sin duda, Freud también presiente la atracción que ejercen esas tierras rusas, a las 29

Carta del 2 de agosto de 1919 citada por A. Carotenuto, ibid., pp. 321-322.

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le había confesado a Freud para que este lamentara “que esos años de

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que Lou Andreas-Salomé viajó en 1900 antes de integrarse a los círculos europeos. Sabina Spielrein, por el contrario, se identifica con su afecto por su lengua materna y, como Tatiana Rosenthal, sabe de su inevitable partida. Lo que ignora es que eso abrirá el último capítulo de su vida. Cuando Sabina se radica en Rusia, se entera por Freud de que Ivan Dimitrievich Ermakov está dispuesto a recibirla. Es febrero de 1923. Ella enseña psicoanálisis en Moscú, donde este médico, uno de los primeros freudianos rusos deseosos de adentrarse en el surco de los revolucionarios y declamar la idea de la renovación científica, acaba de crear un año antes, con Moshe Wulff, la Sociedad Psicoanalítica de Rusia. Sabina llega en el momento en que este es nombrado presidente de la Asociación Psicoanalítica rusa, la cual reúne a los grupos de Kiev, Odessa y Kazán, donde el joven neuropsicólogo Aleksandr Luria, con veinte años de edad, creó la Sociedad Psicoanalítica de Kazán, compuesta entre otros

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por siete mujeres. A partir de 1925, Sabina representa al grupo de Rostov. Asimismo, recibe el apoyo de su hermano, Isaac Spielrein, “el padre de la psicotécnica rusa”, que adquirió influencia suficiente para obtener una invitación de parte del profesor G. Rossolini, de la primera universidad de Moscú. Sabina va a enseñar entonces en el departamento conocido como “Pedagogía”, dedicado a una “ciencia de la infancia”, alrededor de la cual se enfrentan antifreudianos y freudomarxistas. Se encuentra con un país que preconiza la defensa de lo colectivo contra lo individual y el patriarcado. Los psicoanalistas buscan el aval de los fundadores de Viena y, a través de ellos, el de la Asociación Psicoanalítica Internacional. Sin embargo, esta no apoya la Casa Experimental de Niños de Moscú, proyecto de Tatiana Rosenthal y de otra gran pionera del psicoanálisis ruso, Vera Schmidt. Portador de un ideal pedagógico que concilia marxismo y psicoanálisis, el centro debe cerrar su puertas en 1925, simbolizando así el declive del psicoanálisis ruso, prohibido en 1936 en la URSS de Stalin. En 1924, Sabina Spielrein regresa a Rostov del Don, donde da nacimiento a su segunda hija, Eva. Dos últimos artículos la muestran activa mientras se encuentra en Moscú.30 Hasta 1937, su nombre aparece en

30 Sabina Spielrein, “Rêve et vision des étoiles filantes” y “L’automobile, symbole de la puissance mâle”, The International Journal of Psycho-Analysis, 1923, nro. 4, pp. 128, 129-132.


las listas de los psicoanalistas rusos. Si bien sus padres murieron, se reencuentra con su marido. Psicoanalista de jóvenes delincuentes, ejerce como médica clínica para la vigilancia estalinista, pero en verdad continúa dando forma al psicoanálisis, poniendo al servicio de esos niños todo lo que Europa le ha brindado, todo lo que Jung le ha transmitido como creencia en la vida. La prohibición del psicoanálisis por el sistema estalinista es una afrenta a su juventud, signa el fin de una vida sellada más por el sufrimiento que por la felicidad. Ahora Sabina puede morir. Aunque siempre siguió su estrella, el sino se empecinó: en 1937, sus hermanos son arrestados y fusilados tras haber sido deportados al gulag; Pavel Scheftel, su marido, muere de un paro cardíaco. A él le debe haber cumplido con su destino, por más que su fin sea trágico. Incomprendido, Scheftel la distrajo de una pasión destructiva y dio el impulso que le faltaba a su ambición de ejercer como especialista: al casarse con él, al convertirse en madre, Sabina se alejaba un poco más de Jung para aproximarse a su recuerdo. Y si el último intercambio entre ambos reraíz de ello: “A veces cabe mostrarse indigno para sencillamente lograr vivir”, escribe Jung a Sabina Spielrein en su última carta conocida, el 1 de septiembre de 1919. Los nazis ocupan Rostov en dos oportunidades, primero en 1941. El invierno ruso los hace retroceder. Así y todo, el objetivo sigue siendo invadir el Cáucaso y saben que aquella ciudad es un paso ineludible hacia la victoria en el frente del Este. El verano de 1942 es determinante. El 9 de agosto es la fecha en que Sabina, Renata y Eva habrían sido asesinadas durante la masacre de Zmiovskaia Balka, que provocó veintiocho mil víctimas. Con Sabina, mataron a una Madre Coraje que ahondó en la desesperación para obtener una fuerza de vida por demás caprichosa, que hizo frente a los múltiples caos de su existencia, con la voluntad siempre vivaz de establecer un nuevo conocimiento del ser humano. Habrá muerto con el sentimiento de haberle dado mucho a la vida. Si bien fue una gran fundadora del psicoanálisis, sin jamás redactar ningún libro, la figura del niño fue lo que al fin y al cabo le dio el espacio más propicio para el desarrollo de un pensamiento original, del cual van a inspirarse Melanie Klein y Donald Winnicott, al leer unas treinta

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sulta esencialmente científico, el lector siente un dejo de melancolía a

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contribuciones científicas publicadas en las revistas de psicoanálisis, primero en alemán, luego en francés y, en el último tiempo, en ruso, su idioma materno. Tres idiomas dicen mucho acerca de la riqueza del bagaje de aquella muchacha que llegó un día de verano para comenzar a analizarse con el joven doctor Jung. Su trayectoria de dolencias sigue los caminos de la infancia olvidada: escribir sobre el niño era un poco recuperar en ella a la chiquilla que muy pronto la había abandonado. Finalmente, Sabina Spielrein nunca abandonó la búsqueda de la felicidad. ¿No es acaso de lo trágico que se nutre la vida? Ella lo había escrito… Un día después de la muerte de Pavel Scheftel, la visitó una mujer, Olga Snitkowa, para comunicarle que, de su romance con él, había nacido una niña, Nina. Ante la cercanía de las tropas nazis, ambas se prometen salvar a los hijos de la otra. Sin embargo, aquel día estival de 1942 Sabina elige morir con sus hijas, declinando el ofrecimiento de aquella que se

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había convertido en su amiga.


Tatiana Rosenthal En busca de una esperanza

¡Qué armonía podría nacer de la acción conjugada de Freud y Marx!31

¿Qué es lo que mueve a Tatiana Rosenthal? De esta mujer que, al igual que Sabina Spielrein, participó activamente en la implantación del psicoanálisis en Rusia, se ignora hasta su nombre exacto. Rusas, judías, doctoras en medicina, oyentes de Jung y alumnas de Freud, ambas representan a aquellas combatientes a favor del saber. ¿Cómo contemplar la bella Rusia si nos falta su mirada? ¿Cómo entenderla cuando decidió poner fin a sus días en 1921? La escritura nos acercaría a Tatiana Rosenthal como si se tratara casi de una parienta a la que no tuvimos la suerte de entender, y frente a la cual el tiempo fracasó en su obra de reconciliación consigo misma. La elección del suicidio de esa madre de un niño pequeño deja huérfanos a todos aquellos que, un siglo más tarde, aún intentan poner en palabras el gesto fatal de una mujer fuera de lo común, que abarcó la historia de su país y quiso modificar sus contornos. ¿Qué habría podido destacar ella de la Rusia zarista? Tatiana tiene una naturaleza íntegra, el deseo de permanecer como es, de jamás renegar de aquello a lo que pertenece y en lo que cree.

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Frase que declara a Sara Neidisch, narrada por Anna Maria Accerboni, “Tatiana Rosenthal (1885-1921): Une brève saison analytique”, Revue internationale de psychanalyse, nro. 5, 1992, pp. 95-109.


Tatiana y Sabina habrían podido tener destinos gemelos, puesto que ambas nacen en 1885. Petersburguesa de alma, la primera morirá allí donde vio la luz; la segunda, tras elegir ejercer su profesión en Europa, regresará para morir también en condiciones atroces. Ese mismo año, Lou Andreas-Salomé, quien las antecedió, exhibe prudencia al no inmiscuirse en las lides revolucionarias con las que se codea en la Universidad de Zúrich. En aquella fecha, ya ha frecuentado a Friedrich Nietzsche y publicado su primera novela que signa su independencia en Europa. Artista, Lou viaja para escribir. Tatiana y Sabina eligen ser médicas. Es cierto que también viajan, pero no tienen, como ella, un apego narcisista a su patria. Quieren cambiar su destino, tomando parte en la gran ola de descubrimientos psicoanalíticos. Cambiar a los hombres, ¿acaso no es cambiar la Historia, si son ellos quienes la forjan? Nacen, pues, bajo la autoridad de una Rusia todavía marcada por el asesinato

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del zar Alejandro II el 13 de marzo de 1881, y por las progresivas reacciones del pueblo a las contrarreformas autoritariamente implementadas por su hijo, el zar Alejandro III. De revolución en revolución, Tatiana pertenece a todas las causas. En 1905 tiene veinte años y se vuelca hacia el mundo obrero que se subleva. Se involucra a la cabeza de las asociaciones estudiantiles inscritas en las escuelas superiores de Moscú. Ser mujer tiene un sentido, un alcance social que el nuevo siglo no puede desdeñar. Fortalecida por sus convicciones políticas, se afirma en sus compromisos en una Rusia indecisa. Europa tal vez sepa emancipar a las mujeres de varios siglos de silencio. ¿Hubo en Tatiana la aspiración de ver nacer al hombre justo, para quien el reparto supone el más bello de los ideales pero que aún no sospecha, o no del todo, las trágicas consecuencias que acarrea? Cuando Rusia da un vuelco hacia los años sanguinarios, Tatiana se va. Porque, para cambiar a los hombres, primero hay que comprenderlos. También en este caso, Zúrich acoge a aquellas y aquellos que han oído hablar de un volumen inédito, La interpretación de los sueños, de un tal Sigmund Freud. Es una revelación. Mientras Karl Marx aparecía a sus ojos como el iniciador de un nuevo modo de vida que ofrecía un margen de acción suficiente y


no restringía ninguna libertad, ninguna voluntad de hacer surgir un mundo nuevo, el psicoanalista austríaco revoluciona las mentalidades. Sabina aún no ha llegado a Zúrich, y Tatiana ya está abocada a sus estudios: será médica. Y la universidad va a abrirle las puertas del saber: la obra de Freud, que descubre en 1906 durante su formación en la clínica de Burghölzli, la predestina a la psiquiatría, y obtiene su diploma en 1910. El derecho la habría tentado en su aspiración por inscribir su sed de justicia e igualdad dentro de un marco riguroso. Marx y Freud todavía no encarnan la sospecha de Paul Ricœur; a sus ojos, son los hombres del mañana. ¿Habrá que ser oriundo de un país con una historia indignada para alimentar semejante esperanza? Seguramente haya algo de eso. Esos hombres pueden cambiar la faz del mundo, y esto perturba a Tatiana. Su compatriota Sabina da testimonio de ello en su diario: un día de gran “hastío de la vida”32 necesita hablar de sus sueños, de su tierra, de sus ideales quizá ya defraudados. Ningún rastro, empero, del más ínfimo contacto con los de Vera Zasúlich y Alexandra Kollontái. Al tiempo que se prepara una imperceptible revuelta, Tatiana, con su diploma de doctora en psiquiatría bajo el brazo, sueña con descubrir la ciudad que vio nacer esa novedosa ciencia del alma. Figura entre los cuatro rusos miembros de la Asociación Psicoanalítica de Viena, junto con Sabina Spielrein, Leonid Droznes y Moshe Wulff. Su presencia en la Sociedad de los Miércoles no se asemeja en nada a la de Sabina. Tatiana no huye. Karl Abraham es el primero que advierte su trabajo, a raíz del ensayo sobre la obra del escritor danés Karin Michaelis, La edad peligrosa. Su análisis se inscribe fielmente dentro del linaje de la escuela freudiana: la infancia posee las claves de la edad adulta y sus conflictos. A partir de su discurso pronunciado en el Instituto Psicoanalítico de Berlín el 5 de enero de 1911, Abraham recomienda a Freud su publicación, tras haber transcrito su sensibilidad rusa “en un alemán legible”. Formada en Zúrich, luego en Berlín, Tatiana Rosenthal da

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Según Anna Maria Accerboni, ibid., p. 100. El diario de Sabina Spielrein efectivamente menciona a una “colega” y “amiga judía”. Véase A. Carotenuto, Sabina Spielrein…, op. cit., pp. 138-140, 167-171.

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núcleos revolucionarios de la universidad, que saben de la presencia

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muestras de una “excelente” madurez intelectual.33 Diez años después de la creación de la Asociación, treinta y cuatro miembros están presentes aquella tarde de febrero de 1912, entre ellos, dos mujeres: Tatiana Rosenthal y Sabina Spielrein. El debate versa sobre el onanismo: ¿es este la expresión de un fantasma incestuoso, o bien simplemente una etapa obligada del desarrollo de la sexualidad infantil? Las intervenciones de Tatiana son certeras, atinadas y demuestran un saber clínico preciso: la masturbación no distraerá al niño de una sexualidad normal durante el pasaje al amor de objeto, siempre y cuando no la prolongue. En 1905, las tesis de Freud sobre el autoerotismo infantil recibían una fuerte oposición. Con la llegada de las mujeres psicoanalistas, resulta natural tratar la cuestión del niño. Y sólo es el comienzo. Tatiana Rosenthal será recordada como una muchacha con una agudeza de pensamiento notoria, con una energía dispensada a menudo a expensas

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propias. La defensa de la causa psicoanalítica, asociada a la felicidad del individuo, se convierte en su compromiso primero. Con ella, Rusia se beneficia con una especialista formada junto a los fundadores vieneses y zuriqueses: transporta su saber de una frontera a la otra y convence a Vladimir Bekhterev de contratarla en el Instituto de Investigación para la Patología Cerebral. Director de la cátedra de enfermedades mentales, se interroga sobre el sentido que el psicoanálisis aporta a la interpretación del malestar individual, en particular tratándose de los más jóvenes. Los niños que sufren, sean huérfanos o ilegítimos, son los nuevos pacientes de su nueva colaboradora, la cual, lejos de la hipnosis privilegiada por el neurólogo, introduce con éxito el psicoanálisis con fines de prevención. El proyecto de crear un instituto dedicado a los menores cae de maduro: la Rusia posrevolucionaria no puede abandonarlos. En 1919, Tatiana es colocada a la cabeza de la policlínica para el tratamiento de las psiconeurosis, bajo la órbita de ese instituto, mientras que al año siguiente dirige la clínica para niños discapacitados mentales. 33 Véase la correspondencia de Karl Abraham con Sigmund Freud del 11 de enero al 17 de febrero de 1911, Correspondance complète, 1907-1925, trad. F. Chambon, París, Gallimard, 2006, pp. 166-172. (En español puede leerse en, Correspondencia de Sigmund Freud (t. V): 1926-1939. El Ocaso de una época, los últimos años. Bogotá: Biblioteca Nueva.)


Por último, en el marco del Primer Congreso Panruso sobre la Infancia en Moscú, defiende la idea de introducir el psicoanálisis y la pedagogía dentro del encuadre médico e intenta someterla a los votos de los miembros presentes. Es un fracaso. ¿Será en ese contexto que ya no vislumbra un porvenir para sus ambiciones, innegablemente ligadas a las de su país? Rusia, donde había surgido la esperanza de que el psicoanálisis ascendiera en las narices de los revolucionarios, es un país dividido que padece una guerra civil. En ese contexto, en 1921, Tatiana pone fin a sus días, a los treinta y seis años. Sin embargo, Freud es desde muy temprano, ya en 1909, un gran centro de interés. La revista Psychotherapia congrega a las personalidades más comprometidas con el descubrimiento de la teoría freudiana, como Nicolai J. Ossipov, formado en Suiza en el centro Burghölzli. Los primeros textos fundadores del maestro son traducidos: Tres ensayos sobre la teoría sexual y Del sueño, luego las Cinco conferencias en 1911, en la colección moscovita creada por Ossipov y dedicada a la psicoterapia. rostro: la represión de Cronstadt en marzo de 1921 sume a Rusia en un baño de sangre, cuando las tropas del Ejército Rojo se oponen a los marinos revolucionarios que reclamaban una libertad de palabra y de organización prohibida hasta entonces por los sóviets. También estallan protestas populares contra el poder del partido bolchevique tanto en las zonas rurales como en las ciudades. La lucha de los psicoanalistas rusos para que se reconozca su mirada inédita sobre el hombre finalmente es paralela a la lucha de todo un país que busca renacer de sus cenizas; esa lucha es el eco de un pueblo en busca de su identidad. La escasez de fuentes es lamentable: honrar la memoria de Tatiana hoy implica mostrar hasta qué punto Rusia no logró cumplir con todas las esperanzas de su época, ni recibir a los representantes de una renovación científica que buscaba una armonía entre los derechos y las oportunidades de los individuos. Formada en el núcleo de los mejores círculos, Tatiana Rosenthal pertenece a esa rama de intelectuales que creyeron en una resurrección de la Rusia cultural de la edad de oro, la de los poetas y los artistas que sabían expresar

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Pero el bolchevismo, después de sus grandiosos ideales, revela otro

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la esencia misma de lo humano: el siglo

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es pródigo en obras ma-

gistrales sobre la locura de los hombres. Tatiana Rosenthal elige a Dostoievski mucho antes de que Freud elabore su propia interpretación de él en 1927, en Dostoievski y el parricidio. Si bien Freud no cita a Tatiana, no desconoce que le debe el eje de interpretación que ella introduce primero en Sufrimiento y creación en Dostoievski. Estudio psicogenético, en 1920. Ensayo singular por su novedoso estilo, el único publicado de una obra tan prometedora, el texto anuncia la gran problemática freudiana de la creación literaria: ¿existe en el escritor un guion inconsciente que preexiste a la escritura? Esta afianza allí sus raíces, mientras que la inspiración se divide entre sufrimiento e inhibición. Basándose en Dostoievski, Tatiana Rosenthal indaga en el desconsuelo psíquico como emblema de sus novelas, sin el cual su obra no habría existido. Asimismo, son interesantes dos ensayos

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inéditos, cuyos títulos demuestran qué tan resueltamente moderna era la mirada que la joven arrojaba sobre su tiempo: La angustia en las neurosis de guerra y La psicología individual de Adler. Trátese de la apreciación de la historia colectiva, o de las posiciones del disidente a la escuela freudiana Alfred Adler, tenemos derecho a lamentar, incluso un siglo después, el no haber asistido al desarrollo de un pensamiento original y comprometido sobre los grandes sucesos del siglo

xx,

un pensamiento frenado en su ímpetu cual cometa en pleno

cielo. Al abandonar este mundo a los treinta y seis años, sin dejarse contener por la existencia de su hijo, Tatiana marcó su discrepancia con una sociedad que no promovía la justicia para todos los hombres. En tanto mujer comprometida, parece haber sufrido las mismas exigencias que Dostoievski frente al doble Goliadkin. ¿Confundió el desamparo del otro con aquello que ella no podía realizar para alivianar su sufrimiento? ¿Anticipó los conflictos mundiales, sabiendo que el psicoanálisis acabaría siendo proscrito en su país? Por último, ¿se percató, como mujer, de las dificultades venideras para quienes intentaran emanciparse, las médicas, por ejemplo, en un régimen que había prometido igualdad y que a fin de cuentas defendía la opresión del prójimo? Freudismo, marxismo y feminismo, los tres grandes


combates de la modernidad, se unieron bajo los rasgos de un fulgurante destino, el de Tatiana Rosenthal.

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Partidarias en lucha



Emma Eckstein Un error médico decisivo

Su historia continúa dilucidándose.34

Hospital de Viena, febrero de 1895: cuando la joven Emma se despierta de una operación de los senos nasales a cargo de Wilhelm Fliess, médico y primer colaborador de Freud, enseguida siente una pérdida de sangre que dificulta su respiración. El profesor Rosanes se encarga de volver a operarla de urgencia y descubre, estupefacto, que el Dr. Fliess había olvidado una gasa de cincuenta centímetros de largo en una cavidad. Freud casi se desvanece, y Emma Eckstein quedará marcada para siempre por las secuelas de ese incidente que habría podido costarle la vida. Está desfigurada. La anécdota es descabellada y hoy parece irrisoria. Pero revela los rudimentarios recursos de la época puestos a disposición de la cirugía. Wilhelm Fliess es el amigo y confidente epistolar con quien Freud plantea las etapas de El nacimiento del psicoanálisis35 entre 1887 y 1902. Su tesis de que los reflejos masturbatorios se explicarían a partir de una correlación entre los órganos genitales y la nariz encuentra en Freud tal apoyo que, al escuchar este los males de su joven paciente Emma Eckstein, de veintisiete años de edad en 1892, le recomienda operarse. Ella dice padecer dolores abdominales y dismenorrea, él cree que a causa de un autoerotismo culpable. Síntoma de histeria o malestar femenino, sea 34

Sigmund Freud, Lettres à W. Fliess (1887-1904), edición completa establecida por Jeffrey Moussaieff Masson, trad. de F. Kahn y F. Robert, París, PUF, 2006. Carta de Freud a Fliess el 4 de junio de 1896, p. 246. (Traducción al español. Freud, S. Cartas a WIlhelm Fliess (1887-1904), Buenos Aires: Amorrortu. 35 Sigmund Freud, La Naissance de la psychanalyse. Lettres à Wilhelm Fliess, ed. incompleta establecida por M. Bonaparte, A. Freud y D. Kris, trad. por A. Berman, París, PUF, 1956.


cual fuere el diagnóstico, el análisis con Freud no basta. Pero la operación tampoco proporcionará consuelo suficiente a Emma, que sigue siendo tratada por histeria, esa “neurosis femenina” revelada a través del trabajo que realizó el joven médico en 1885 junto a Jean Charcot. Los dos buscan, tantean, intentan explicar qué hace sufrir a una mujer. Emma Eckstein es la mujer de otro siglo de la que casi no quedan rastros. Volcada hacia el análisis, es una de las primeras partidarias de la teoría freudiana, aunque a costa de un desacuerdo con el maestro. Su destino también resulta un avance en pos de los derechos de la mujer. Nacida el 28 de enero de 1865 en Viena, en el seno de una familia amiga de los Freud, Emma Eckstein sigue las huellas de su hermano Gustav, miembro del partido socialista austríaco de Karl Kautsky. Cuando en 1892 decide iniciar una terapia, está decidiendo la orientación de su vida. Luego de la trágica operación, reanuda el análisis. Al tomar la palabra, al

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comunicar sus tormentos, ¿acaso no está dando, ante todo, verdadero crédito al malestar psíquico, que es humano antes de ser específicamente femenino? Entre realidad psíquica y realidad anatómica, ¿habrá divergencia o correlación? La experiencia que vive a su lado introduce a Freud en el cuestionamiento acerca de la mujer. En 1897, al analizarla, habría abandonado la teoría de la seducción, según la cual el sujeto analizado se dice víctima de una escena sexual, física o imaginaria. Convencido por Fliess y su teoría biológica de la bisexualidad, por la sexualidad fundada en la “traza real”, reemplaza la seducción por el fantasma, dejando mayor espacio a una teoría psíquica fundada en el inconsciente. ¿Emma habría entonces construido su malestar únicamente en base a una escena inventada? La joven le cuenta que a los trece años dos empleados de una tienda la habían burlado. Ese recuerdo la retrotrae a la agresión sexual de la cual sí fue víctima a los ocho, por parte del almacenero que debía venderle golosinas. Gracias a ella, Freud comprende mejor los síntomas del après-coup, el despertar de un trauma reprimido. Y cuando en 1900 confiesa haber soñado el 24 de julio de 1895 con la inyección de Irma,36 que devendrá en 36

Sigmund Freud, Le Rêve de l’injection faite à Irma, traducido del alemán por Olivier Mannoni, París, Payot, col. “Petite Bibliothèque Payot”, 2011. (En español este texto puede leerse en Freud, S. “La interpretación de los sueños” en Obras completas tomo IV. Buenos Aires: Amorrortu.)


el prototipo de la interpretación de los sueños, Emma es quien se halla bajo los rasgos de aquella mujer que padecía unas manchas grisáceas dentro de la boca. Entretanto, quien fuera su paciente pasa a ocupar el sillón del analista y ayuda a una muchacha a comprender el poder de seducción que su padre pudo ejercer en ella, apuntalando la teoría que Freud ese mismo año encontró discutible. En 1897, Emma Eckstein se convierte en la primera mujer psicoanalista. Paciente, partidaria de Freud y terapeuta, camina tras la huella del maestro, aceptando ser controlada por él. Encarna a su modo la reivindicación de una voz femenina, pese al olvido en el que cayó más adelante. Pero hay quienes dirán, entre las feministas de la década de 1970, que su palabra estaba sujeta a la dominación patriarcal. La escritura le permite emanciparse de la tutela del maestro, y es en ese sentido que el nombre de Emma Eckstein merece ser rehabilitado. Sus escritos, también olvidados, cargan con los estigmas de una época: La sirvienta como madre (1899), Una importante cuestión educativa (1899-1900), Un La cuestión sexual en la educación del niño. La recurrencia de la figura de la madre y de su responsabilidad con respecto a los hijos sorprende. Su primer artículo, publicado en Dokumente der frauen, anuncia posiciones claras en cuanto a la condición de las jóvenes criadas seducidas y luego abandonadas por su empleador. Ese discurso social convierte a Emma en una autora de afilada pluma contra la dominación masculina. Procedente de una familia burguesa, mantuvo una relación sin incidentes con su madre, Amalia, y con su hermana menor, Therese, que será una de las primeras mujeres electas en el Parlamento. ¿Hay que educar a las madres, a fin de que sean responsables de sus hijos y les eviten todo padecimiento neurótico? Tal es la tesis que Emma defiende en sus obras sobre la educación: la mujer es a su vez madre y esposa. Albert Hirst, el hijo de su hermana mayor, que también será paciente de Freud, confesará en su autobiografía que su tía profesaba un desmesurado amor a un arquitecto vienés, el cual se casó sin dejarle entrever la más mínima esperanza. Emma había hallado en el ejercicio del análisis y en la escritura la fuerza de vivir y cumplir con un rol social, encarnando a una mujer anclada en los combates de su tiempo, a pesar de sus sentimientos no

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deber materno. Contribución a la pedagogía sexual, y sobre todo, en 1904,

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correspondidos. En 1904, Freud aún no ha publicado sus Tres ensayos sobre la teoría sexual (1905), pero La cuestión sexual de Emma Eckstein ya plantea la importancia de la educación sexual de los niños: responder a sus preguntas, explicarles la masturbación, la amenaza que representan los adultos torpes e incluso criminales, el placer que la succión procura al lactante. Se cree que Emma Eckstein tuvo un hijo, pero carecemos de pruebas. Se entendería mejor entonces su empatía con el tema. Por otra parte, Freud busca publicar en Die Neue Freie Presse, aunque sin éxito, un informe sobre su obra. En 1909, “olvida” reconocer a la muchacha en el marco de un encuentro de la Asociación de Psicoanalistas sobre el onanismo. Emma debió interrumpir su análisis tras sufrir una histerectomía. Mujer abandonada, acude a Freud para retomar las sesiones, pero se topa con su negativa. Análisis con fin, análisis sin fin (1937) mencionará su caso, del cual Freud se acordará dos años antes

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de su muerte, esa pionera que, de cierta manera, se adelantó a sus tesis sobre la sexualidad. No obstante, le cuesta muy caro haber querido comprender de qué estaba hecho el psiquismo humano: muere sola, de una apoplejía cerebral, el 30 de julio de 1924. Sujeto enfermo, Emma Eckstein se elige inconscientemente como caso de estudio. Deja el recuerdo de un personaje aislado y victimario, pero gracias a la lucha que llevó a cabo en nombre de las mujeres amerita un lugar entre los pioneros que salieron al cruce de los muros que había que derribar. Freud no habría podido apoderarse de ese proyecto sin sus primeras pacientes. Y al convertirse luego en analista, Emma Eckstein indicó a las mujeres del siglo xx el camino a seguir.


Margarethe Hilferding El primer sillón en clave femenina

No hay amor materno nato.37

Campo de Maly Trostinec, cerca de Minsk, septiembre de 1942: una mujer entre miles de otros deportados se coloca a un costado, allí donde la empujó un soldado nazi de un culatazo. Acaba de recorrer cientos de kilómetros desde Theresienstadt, adonde fue deportada el 28 de junio. Esa noche, no sobrevive al viaje y sucumbe al horror. Tenía setenta y un años. Se llamaba Margarethe Hilferding. Su nombre se desvaneció, como su imagen, cuyas huellas nos cuesta encontrar. Partidaria de Freud sin haber sido paciente suya, fue la primera mujer electa como miembro38 del muy cerrado círculo, exclusivamente masculino, de la Asociación Psicoanalítica de Viena. Su nombre comenzó a resonar el 23 de diciembre de 1903 en los pasillos de la Universidad de Viena, donde nos enteramos de que una mujer está defendiendo su tesis de doctorado en medicina. Es una de las primeras en acceder a un diploma por lo general otorgado a los hombres. Tiene treinta y dos años y, detrás de sí, la trayectoria tradicional de las jóvenes que obtuvieron el certificado habilitante para enseñar y para quienes todavía el bachillerato les está vedado. Margarethe Hilferding, que aún lleva el apellido Hönigsberg, encarna lo que ya es para muchas mujeres el desafío de una elección personal y el meollo de las discordias políticas: el derecho a los estudios. Dos años de docencia le bastaron para entender que su destino estaba en otra parte. 37 Les Premiers Psychanalystes. Minutes de la Société psychanalytique de Vienne. 1910-1911, prólogo de J. Pontalis, trad. de N. Schwab-Bakman, París, Gallimard, 1979, t. III, p. 121. 38

La primera mujer en ser incorporada fue la psicóloga polaca Luise von Karpinska, invitada ella también en 1910 para una serie de cuatro encuentros; pero no será miembro de la Asociación. Véase Elke Mühlleitner, “Les femmes et le mouvement psychanalytique à Vienne”, Les Femmes dans l’histoire de la psychanalyse, op. cit., pp. 33-50.


Su padre recorrió los alrededores de Viena y se instaló en Ottakring, donde nacieron sus hijos: Margarethe, el 20 de junio de 1871, un año después que Otto, luego Adele y Clara, en 1873 y 1879. La educación de las tres niñas sigue el ritmo dictado por los imperativos profesionales de Paul Hönigsberg: médico a los veintitrés años y cirujano a los treinta y dos, se desempeña en los barrios populares de la capital, testigo privilegiado de las dificultades de la condición obrera. Su lectura del diario marxista Die Neue Zeit, así como de la publicación obrera Die Arbeiterzeiung, lo sitúa entre los “médicos sociales” cuyo compromiso marcará profundamente a Margarethe. En verano, la familia conoce los placeres que ofrece el sur de Austria, en Gleichenberg, región de Estiria conocida por sus curas termales, y en Merano, donde Margarethe se comunica en italiano y francés. La joven descubre la obra de Dante y la lee en su idioma original, haciendo de la lectura los cimientos de un aprendizaje intelectual a la altura de las

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ambiciones parentales. En efecto, tiene por modelo a su madre, Emma Breuer, quien vela por la buena gestión del establecimiento termal adquirido por su esposo en 1886. Emma es una mujer inteligente, que cría a sus hijos según la tradición judía de sus ancestros praguenses, convertidos a comienzos del siglo xix en súbditos del imperio austrohúngaro. Sólo tiene dos años cuando pierde a su padre y recibe una educación impartida por preceptores, como se estilaba en las familias de la gran burguesía austríaca. Casada a los veinte años, le resulta natural ocuparse de llevar adelante la casa y seguir a su marido, cuyo ideal socialdemócrata comparte. Mujer liberada, Emma frecuenta a una de las principales feministas austríacas, Rosa Mayreder, amiga de Lou Andreas-Salomé. Esta pintora y escritora, vicepresidenta de la Asociación General de Mujeres Austríacas, militará por la paz durante la Primera Guerra Mundial y justo después, en 1919, será miembro de la Liga Internacional de Mujeres por la Paz y la Libertad. Margarethe se beneficia de un legado ideal para encarar los estudios con los que sueña, el problema es que le están prohibidos. En efecto, más vale no optar por la medicina. Su madre, aunque en sintonía con su pedido de estudiar, la envía en 1889 a Viena a casa de su hermana Caroline y luego a un internado, de donde egresa en 1893 con su diploma de maestra. Habilitada para la docencia en 1897, tras una experiencia en las escuelas de Gleichenberg que no la satisface, Margarethe da libre curso a


sus inclinaciones vanguardistas, sin embargo, escribir a su antojo poemas y ficciones no le basta, se compromete y crea la Asociación de Mujeres y Jóvenes Socialdemócratas. Cuando la Facultad de Filosofía abre sus anfiteatros a las estudiantes, el camino de Margarethe queda delineado: ingresa allí el 8 de marzo de 1898, luego de obtener la Matura (bachillerato), que la habilita a entablar estudios superiores. Su energía, su sed de conocimiento y de evolución la impulsarán a alzarse contra las interdicciones: como oyente libre durante cuatro semestres, asiste a clases de matemáticas y ciencias naturales, anatomía y química, que será autorizada a validar cuando se permita el acceso de las mujeres a la Facultad de Medicina. Será la primera médica de la universidad vienesa.39 Cuando conoce a Rudolph Hilferding,40 también médico desde el año anterior, Margarethe y él deciden abandonar la religión y unirse civilmente en 1904. La Viena antisemita de aquella época no será la tierra que elijan para instalarse. La pareja viaja a Berlín para desarrollar allí su compromiso político: Rudolph Hilferding escribe para Die Neue Zeit y se acerca a Rosa amistad. De regreso a Viena, la joven da a luz a su hijo Karl-Emil el 12 de septiembre de 1905 y comienza a ejercer como doctora Margarethe Hilferding-Hönigsberg: tanto en su consultorio privado como en el servicio ginecológico del hospital Rothschild, es una figura de vanguardia en el mundillo médico. Pero será frenada en su progresión cuando, de vuelta en Berlín, se restringe la práctica de la medicina a un cupo determinado, del que quedan excluidos los especialistas extranjeros y judíos. Rudolf es entonces profesor de economía en la escuela del partido socialdemócrata. Se aleja de la medicina tanto como Margarethe se acerca a ella, y el

39

Según Françoise Wilder (Margarethe Hilferding. Une femme chez les premiers psychanalystes, París, Epel, Essais, 2015, p. 37), quien retoma la tesis de la biógrafa austríaca Eveline List (Mutterliebe und Geburtenkontrolle – Zwischen Psychoanalyse und Sozialismus. Die Geschichte der Margarethe Hilferding-Hönigsberg, Vienne, Mandelbaum Verlag, 2006). 40

Rudolph Hilferding, socialista alemán, nacido en 1877 en Viena, termina sus días en París en 1941. Periodista y profesor de economía cercano al SPD [Partido Socialdemócrata], ministro de Finanzas en tiempos de la República de Weimar en 1923, y luego en 1928-1929, defenderá durante toda su vida el proyecto de reformar la economía alemana, hasta que la llegada de Hitler al poder lo obliga a huir a Suiza, y luego a París, de 1938 a 1940. Es arrestado por la Gestapo en Arles y encarcelado en la prisión de la Santé. Su obra mayor Das Finanzcapital, de 1910, lo acerca a las tesis marxistas.

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Luxemburgo, así como a la pareja Kautsky, con la cual Margarethe trabará

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vínculo entre ambos flaquea. Al no poder ejercer, Margarethe regresa a Viena con el pequeño Karl y Peter Friedrich, nacido en 1908. La demanda de divorcio la afectará duramente en 1923, pero hacía mucho ya que su vida había adquirido otro rumbo, nuevo y sorprendente para la época. Leyó los Estudios sobre la histeria y los Tres ensayos sobre la teoría sexual. La interpretación de los sueños la inicia en una novedosa terminología de la que habla con Paul Federn, médico generalista cercano a los círculos socialistas y sobre todo a Freud, a quien conoce bien desde su ingreso en la Asociación Psicoanalítica de Viena.41 El 6 de abril de 1910, Federn propone la candidatura de Margarethe a los pioneros del análisis, quienes no están dispuestos a aceptar a una mujer en su cenáculo. Tras madura reflexión, exactamente tres semanas de negociaciones y varias votaciones, doce escaños contra dos la eligen miembro el 4 de mayo de 1910: en adelante, las Minutas de la Sociedad incluyen

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su nombre en cada encuentro. Durante un año y medio, será el ojo femenino que vela, participa, debate y contradice. Asimismo, decide probarles a sus colegas que tuvieron razón en aceptarla, asistiendo como oyente libre a las conferencias de Freud en la Universidad de Medicina. Su formación será completa, pero jamás se analizará. El recuerdo que se tiene de ella se relaciona ante todo con su oposición al psicoanalista austríaco Wilhelm Stekel: en noviembre de 1910, lo contradice abiertamente en cuanto al uso aplicado del psicoanálisis a la elección de la profesión. Cosa imposible: ¿cómo concebir una carrera para expresar y aliviar allí los síntomas neuróticos? Margarethe Hilferding interviene una sola vez en el círculo, en enero de 1911, para sentar Las bases del amor materno. Lejos de ser innato, ese vínculo procede de la relación de la madre con su hijo. Madre no se nace, se hace: así podríamos resumirlo, por lo cual Freud la felicita. Pero más intrigante es su tesis que postula al bebé “como objeto sexual natural de la madre”: la fuente del Edipo sería ese momento privilegiado de la lactancia, que da lugar por ambas partes a una excitación sexual. Margarethe Hilferding se topa con una incomprensión del grupo, que descarta el componente fisiológico del amor materno, siendo que ese aspecto, junto con el componente psíquico, es lo que abre, en particular, 41

La Sociedad Psicológica del Miércoles es bautizada así desde 1907.


la vía a la investigación sobre la maternidad. Uno no puede evitar pensar en la interpretación kleiniana de la relación exclusiva que el lactante reclama de su madre, como retorno a la fuente arcaica de la vida. El apoyo de quien preside la reunión no evita que Margarethe se retire, por más que mantenga su inscripción al grupo freudiano. Sobre todo, tomará posición a favor de Alfred Adler, uno de los grandes disidentes del freudismo, antes de Carl Gustav Jung. El enfoque que este plantea se orienta hacia el uso que él hace del psicoanálisis en los barrios carenciados. Su “psicología individual” está en el centro de la discordia: sin inconsciente ni determinación por la sexualidad, el análisis practicado por Adler se opone radicalmente a las tesis freudianas. La neurosis resultaría de una coyuntura sociopolítica en la cual el individuo padece la injusticia y la desigualdad; sus angustias estarían causadas por los problemas sociales que influyen de modo inevitable en las relaciones interpersonales. Tampoco el individuo puede ser aprehendido de forma aislada, sino únicamente en relación con las reacciones de la colectividad. La propensión marxista de tal interpretacuentas, concuerda con los objetivos políticos de Margarethe Hilferding. El 11 de octubre de 1911, prohibiendo reivindicar una doble pertenencia, freudiana y adleriana, Freud somete a votación la exclusión de seis disidentes, “seis hombres”, escribe a Jung al día siguiente, quienes finalmente renuncian. Margarethe se había pronunciado a favor de la admisión de Sabina Spielrein, quien es electa esa misma tarde y sin dificultad. Una mujer desplaza a la otra. Si su salida de la Asociación pudo desguarnecerla, no por ello se encuentra ociosa ante una situación de la cual sale fortalecida. Comienza a frecuentar entonces a la pedagoga austríaca Eugenie Schwarzwald, conocida por haber creado, junto con su marido Hermann, un liceo en el que las muchachas son formadas para preparar la Matura. Una pedagogía más libre, que reivindica tanto los derechos de la mujer como el derecho a la educación, convence a Margarethe de enseñar cuestiones relativas a la salud. Entre 1927 y 1934, es consejera distrital en tanto miembro socialdemócrata. Afectada por la crisis política del país desde la salida de la guerra, que no hará sino empeorar con el Anschluss en 1938, produce algunos escritos que colocan en el centro de los debates el rol de la

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ción explica por qué Adler desatiende el inconsciente freudiano y, a fin de

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madre cuando el contexto social no favorece su evolución. “Experiencias de médica en la guerra” es un artículo que sólo en apariencia se aleja de la problemática común de su obra: el amor materno. Ya en 1906 se preguntaba acerca de Los deberes de la madre antes del nacimiento. Años después del polémico texto de Franz Wittels, La Détresse sexuelle (1909), uno de cuyos capítulos menciona a “la mujer masculina, las asesinas, las médicas”, Margarethe Hilferding hace su experiencia de campo, en contra de todo prejuicio, ejerciendo como médica asesora para padres, educadores y mujeres que visitan los institutos fundados por el grupo adleriano o el hospital de día del Mariahilfer Ambulatorium. Tras la Primera Guerra Mundial, la cuestión de la educación y la mujer es debatida por la Asociación de Psicología Individual, a la que ella sostiene con una energía equivalente a todo lo que emprende: el aprendizaje del derecho a vivir dignamente concierne en prioridad a las mujeres, por las cuales cabe

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proseguir el combate político. Madre de dos hijos de quienes se ocupa con amor, separada de su marido pero afín a sus posiciones marxistas, se manifiesta a favor de La regulación de los nacimientos, título de su libro principal, con posfacio de Alfred Adler, como para delimitar mejor su pertenencia intelectual. En 1926, se cuestiona acerca de los medios para legalizar el aborto, con el fin de permitir que las mujeres vivan su maternidad a conciencia, sin verse forzadas a una mera función materna. A esos discursos de asombrosa modernidad, la época contesta mediante una amenaza. Viena está desgarrada entre las fuerzas de izquierda y la escalada de la extrema derecha, entre antisemitismo y nacionalismo. Entre el 16 y el 23 de septiembre de 1930, se celebra el congreso de la Liga Mundial para la Reforma Sexual. Margarethe Hilferding participa junto al sexólogo Havelock Ellis y defiende la tesis de la sexualidad plena, a la cual la mujer también tiene derecho en la pareja. No hay palabras para describir la potencia de su compromiso cuando subraya la desigualdad salarial en un ensayo, “El trabajo femenino y la salud de las mujeres”.42 Su trayectoria está fuertemente influenciada por los campos en los que desempeña un papel innovador, médico y político.

42

Realizado para la socialista Käthe Leichter (1895-1942), directora del departamento de mujeres en la cámara de trabajo de Viena. Véase Françoise Wilder, Margarethe Hilferding…, op. cit., p. 114.


Muy pronto no podrá dedicarse más a salvar a viudas y huérfanos en los barrios humildes de la capital austríaca. El día que añaden el nombre “Sara” a su documento de identidad signa la cuenta regresiva. Margarethe lleva su judeidad a la vista de todos. En 1938, se le prohíbe ejercer la medicina. El visado que Rudolph le hace llegar queda sin efecto, se niega a irse de Viena. Su primer hijo, Karl, quien se había convertido al catolicismo y dudaba entre la Iglesia y los estudios de filosofía, huye a Lieja. Será arrestado y deportado en 1942. Su segundo hijo, Peter, arrestado junto con ella el 11 de noviembre de 1934, conseguirá escapar después de años de persecución. Una vez liberada de la cárcel en 1938, Margarethe Hilferding queda en una situación de extrema indigencia y halla refugio en un asilo de ancianos. Aquella mujer que toda su vida irradió un gran coraje intelectual y una fuerza política certera va a conocer un fin trágico. El diploma que obtiene en el otoño de 1939, ¿sería el último sobresalto de lucha y esperanza? Prepara una bolsa con vendas y medicamentos. Su partida hacia el campo de concentración está anunciada. Las hermanas de Freud e Isidor Sadger comes uno de los analistas que había votado en contra de su admisión a la Asociación Psicoanalítica de Viena; finalmente la acompañará en su muerte. Para Margarethe Hilferding, el psicoanálisis representó el punto relevante en una vida dedicada al otro: organizó el diálogo de este con la medicina, en torno a la cuestión inesperada de la madre y su hijo, y dirigió una mirada más analítica que no ocultaba ningún factor social necesario para el diagnóstico. Ni discípula ni disidente de la teoría freudiana, tuvo una forma audaz de dejar huellas tras su paso y de convertirse en una de aquellas pioneras que merecen ser conocidas. Tuvo el destino común de las mujeres que defendían la vanguardia, sembrando duda e inquietud en cuanto a la validez de sus posiciones. Empujando las puertas allí donde ninguna había entrado aún, sufrió la afrenta de que se le recordara que era mujer. Mas lo que hizo de su propia femineidad abrió el campo de trabajo a los debates sobre el género y sobre la educación, temas que podrían ser específicos al compromiso de las feministas y que, bajo el foco psicoanalítico, cuestionan esencialmente el lugar de lo sexual en la evolución de cada una. Su combate, emblemático de la mujer en la sociedad, anunció el mundo de hoy.

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parten el mismo convoy que ella. Curiosa coincidencia del destino. Sadger

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Las de las sombras



Emma Jung La vocación de una acompañante

Tornarse consciente de la propia responsabilidad de ser otra cosa que un objeto o sujeto de encanto para el hombre y una madre para sus hijos obliga a trabajar esa función inconsciente que exige estar atenta.43

¿Cómo recordar la vida de una acompañante? ¿Emma Jung estaba destinada a ser un mero accesorio de su célebre esposo, Carl Gustav, uno de los principales psicoanalistas del siglo

xx?

Ni siquiera pudo ser la

única mujer de un hombre. Pero, pionera en su reflexión psicoanalítica, sostén de los primeros esfuerzos de Jung, ahí la tenemos, sentada en primera fila durante el III Congreso Internacional de Psicoanálisis en Weimar, el 21 de septiembre de 1911. De aspecto noble y discreto, destila un halo luminoso. Está sentada cerca de Toni Wolff, exestudiante, paciente y futura amante del psiquiatra fundador de la escuela de Zúrich. ¿Cómo explicar entonces que el nombre de Emma Jung brille por su ausencia en numerosos libros de historia del psicoanálisis? ¿Carecerá acaso de credibilidad? Su reflexión sobre el animus y el anima forzó la admiración de su marido, por quien había aceptado retroceder en la escala social al desposarlo. El joven médico prometedor supo desde la primera vez que la vio que aquella muchacha, entonces de catorce años, sería su esposa.

43 Emma Jung y James Hillman, Anima et Animus, traducido del alemán por Béatrice Vayssière-Dumas y del inglés por Viviane Thibaudier, París, Seghers, 1981, p. 90. (Una traducción al español de este texto está disponible en línea: https://www.studocu.com/latam/document/universidad-catolica-del-uruguay-damaso-antonio-larranaga/psicologia/animus-y-anima-dos-ensayos/16812539)


Podría creerse que el pensamiento de Emma Jung resulta de una percepción subjetiva de la obra de su marido, a partir del momento en que fue su asistente en los inicios. Precisamente es esa mirada personal y, a su vez, exigente lo que forjó toda su experiencia interior de la vida, ese silencio con el cual sopesó los acontecimientos, deslizándose en una ola de secretos y acusaciones que quiso callar. Heroína a su modo, reavivar su recuerdo en este panorama de destinos en el que tiene su legítimo lugar es hacer justicia. Fue mujer de un solo hombre: cincuenta y dos años de su vida estuvieron consagrados a la genialidad de su marido y al psicoanálisis. Y si consideramos que tal compromiso pudo transformarla, ¿podemos entonces pensar que Emma fue una mujer que esperó a su Pigmalión para comenzar a existir? Su encuentro con Carl Gustav Jung es digno de un relato novelesco. Su familia, muy conservadora, habría querido para la mayor de sus dos

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hijas un matrimonio interesado, como a menudo indicaba la época para las jóvenes de la burguesía. Tuvo que suceder un golpe del destino para que, en 1892, el muchacho, entonces con diecisiete años, se cruzara con una chiquilla de once. Entre ellos nace un lazo imperceptible, que se confirma cuando Jung vuelve a verla tres años más tarde e inconscientemente se compromete con ella. Tal es la trama de una historia en apariencia sencilla, cuyos protagonistas están destinados a pertenecer a la leyenda de aquellos y aquellas que fusionaron sus vidas con sus obras, un amor único y conquistas paralelas. Schaffhouse, de donde Emma es oriunda, es una ciudad marcada por su pasado medieval. La joven heredó de su región ese matiz particular que hace sentir que la Historia, pese al paso del tiempo, ha inscrito a sus habitantes en la tradición de los valores de antaño. Cercano a Zúrich, el cantón suizo de igual nombre se abre a la industria tan pronto como se traza la primera línea de ferrocarril en 1857. Esto brinda a Johannes Rauschenbach-Vogel, abuelo paterno de Emma, la oportunidad de adquirir una fábrica relojera, a la que apenas podrá sanear de la bancarrota que la amenazaba, dado que muere un año más tarde. Será Jean, su hijo, el que le dará su momento de gran prosperidad y destinará al linaje Rauschenbach-Schenk a la alta burguesía industrial. Emma nace el 30 de marzo de 1882 en un clima un tanto irreal, en el que las mujeres han


ganado cierta consideración social, lo que no impide la pasividad a la cual las somete el prestigio de sus maridos. Aunque el lugar de las apariencias resulte prestigioso, permite instalar una atmósfera de distinguidos silencios que los ruidos de los hijos no logran romper ni alterar. Los principios son de rigor en Rosengarten, el Rosedal, morada contigua a la empresa, donde reside la familia. Pero cuando Jean decide reacondicionar la vieja propiedad de Ölberg, sin saberlo confiere a su hija un rol crucial en la familia. En efecto, el hombre está perdiendo lentamente la vista y solicita una intensiva asistencia por parte de Emma. En aquel entonces adolescente, la muchacha aprende a secundar a aquel que no puede desplazarse sin ella, aquel que, fortalecido por su autoridad, se detiene sin su mirada. Emma ya es “la mujer de al lado” cuya opinión paradójicamente resulta vital: padre e hija conversan acerca de los planos y la decoración de su nueva vivienda, y ella toma conciencia, asimismo, de que el estado de su padre se agrava. Ser mujer junto a un hombre significa una complementariedad que no excluye la potestad Su tiempo de formación habría debido ser de lo más simple una vez terminada su escolaridad a los dieciséis años, puesto que sólo el matrimonio era promesa de futuro. Pero eso sería desconocer el espíritu curioso y alborozado de Emma. De un temperamento más bien discreto, al contrario de su hermana menor Marguerite, que ostenta un carácter más afirmado, Emma da muestras de un auténtico interés por las ciencias. Aunque su pasión en realidad reside en otro ámbito: entre leyendas y filosofía, entre misterio y psicología, escribir sobre la búsqueda del Santo Grial será el desafío de su vida. Ese mito habría sido descubierto por ella en el marco de una estancia en París; se apoderó de él y nunca más lo abandonó. Cual hilo conductor, ese proyecto personal le ofreció una línea directriz en los momentos más intensos y más dolorosos de su existencia. Toda la simbólica de los motivos de la leyenda tendrá un eco en su vida de mujer, un tema que no compartirá con Jung: será su única depositaria y se vinculará con él por medio de un perturbador apego. Acaso el Grial simbolice los estudios que no pudo iniciar dado que, ante su búsqueda del saber, su padre responde con una categórica negativa. Estudia griego y latín, química y álgebra como

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masculina: filial durante los años mozos, conyugal años después.

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autodidacta. Cosa paradójica, la Universidad de Zúrich, que abría sus puertas a las estudiantes extranjeras, las cerraba para sus residentes. Veinte años antes, Lou Andreas-Salomé, llegada de Rusia, había vivido las primeras horas de la emancipación intelectual de las mujeres y, en el momento en que Emma habría podido beneficiarse de ese avance de las mentalidades, su cuna de oro constituye un obstáculo a sus ambiciones. En teoría, irse a París reemplaza su proyecto de estudios y, al tiempo que se ocupa de los hijos de los amigos que la hospedan, Emma vive “a la francesa” la vida diaria de la élite cultural, iniciándose en los placeres de la juventud parisina. La lejanía hace surgir en ella el sentimiento de pertenencia a su país. Al reencontrarse con sus raíces, sabe que la espera su destino. “Al entrar en la casa, vi a una muchacha bajo el umbral; tenía unos catorce años y lucía trenzas. Entonces supe: he aquí mi mujer. Sentí una

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profunda conmoción: la había visto un corto instante, pero enseguida tuve la certeza de que debía convertirse en mi mujer. […] Cuando seis años después pedí la mano de Emma Rauschenbach, primero obtuve un no como respuesta”.44 El joven estudiante de medicina Carl Gustav Jung dejó la Universidad de Basilea para incorporarse a la clínica psiquiátrica de Burghölzli, en Zúrich, donde transitará las grandes etapas de su carrera. En el momento en que aún debe validar su pasantía, efectivamente tiene pocos atributos para convencer a la familia de Emma. La muchacha no guarda un recuerdo embelesado de sus visitas durante sus años juveniles. Se siente prometida a un muchacho originario de Schaffhouse, que compartiría las mismas aspiraciones sociales que ella. Para Jung, la coincidencia entre ellos cae de maduro y, persiguiendo a la joven Emma con sus atenciones, garantiza a la familia el vigor de sus sentimientos. Así atestigua en sus Memorias: “Ríete tranquilo, ya verás lo que acontecerá”,45 le responde un día a un amigo que se burla de su determinación. La boda se celebra el 16 de febrero de 1903, dos años

44

Carl Gustav Jung, Ma Vie. Souvenirs, rêves, pensées, compilados y publicados por Aniéla Jaffé, trad. de Roland Cahen, Yves Le Lay y Salomé Burckhardt, París, Gallimard, col. “Folio”, 1973 (1966), p. 616. (Traducción al español. Jung, C. G. Recuerdos, sueños, pensamientos: memorias. Madrid: Seix Barral.) 45

Ibid.


después del compromiso. Emma tiene veinte años y aún ignora los sacrificios que supondrá esa unión. La personalidad del muchacho terminó conquistándola, y es dable preguntarse si Jung no la habrá seducido tanto por su obra en ciernes como por sus virtudes personales. De gran porte y altivo, en 1900 es alumno de Eugen Bleuler en Zúrich, y en 1902 de Pierre Janet en el hospital Salpêtrière de París, para una pasantía de seis meses. A través de su matrimonio, celebrado a su regreso, Jung accede a un rango social superior. Incorporarse a una familia tan prestigiosa necesariamente lo hace cuestionarse acerca de la vida que podrá ofrecerle a su joven esposa. Haber deseado a una muchacha con una dote por demás consecuente implica casarse con un apellido. Él tiene, por su parte, el orgullo de transmitirle el mundo del saber. Ambicioso, aspira al descubrimiento de una nueva aproximación al psiquismo. Zúrich es la ciudad de todos los posibles. Para Emma, será la ciudad de un exilio interior. El departamento en el que viven dentro de la clínica de Burghölzli za generosa, aunque sin comparación con la atmósfera que reinaba en la residencia de Ölberg. Allí queda el padre de Emma, cada vez más enfermo, y tal inquietud es una mancha en el marco de la nueva felicidad de la joven, que espera todo de su vida junto a aquel que, desempeñándose como médico asistente, ahora es un estrecho colaborador de Eugen Bleuler. La pareja disfruta del entorno privilegiado, lejos de la ciudad. Pero la realidad los llama al orden: sus aposentos están próximos a las habitaciones de los enfermos, cuyas quejas se hacen oír en el laberinto de pasillos. ¿Habría podido imaginar la joven novia el ambiente en el que su unión con Jung la iba a sumir? Por fortuna, Emma se gana los favores del matrimonio Bleuler, que se aloja junto a sus hijos en el piso inferior, así como del personal, seducido por el encanto de aquella muchacha distinguida y discreta. Su carisma es una auténtica virtud, y Jung lo sabe. Desde el primer año instalados allí, la convierte en una colaboradora en su descubrimiento de un inconsciente colectivo. Las investigaciones que lleva a cabo sobre las patologías durante las sesiones de observación de sus pacientes son un terreno ignoto del cual emergen nuevos interrogantes sobre los arquetipos. Emma sigue a Jung con genuino interés por la

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está profusamente decorado con objetos familiares y da a una naturale-

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vía de lo que constituirá su singularidad: el enfoque plural de los símbolos. Se muestra muy activa en el relevamiento de documentación y en la interpretación, con miras a la obra que quedará como uno de los textos mayores de Jung: Transformaciones y símbolos de la libido (1912). Pero el ejercicio en el cual se involucra en particular es el test de asociaciones verbales, que consiste en presentarle al paciente una lista de palabras a las cuales este ha de asociar una idea. Sus respuestas deben obedecer a un ritmo, de manera que toda manifestación de una emoción o de una disposición afectiva prueba la existencia de un complejo, ergo, de una parte no consciente de la psiquis. ¿Habrá necesitado Emma este tipo de experiencia para ingresar de lleno en una búsqueda de respuestas íntimas, para lo cual la introspección del análisis se impuso sin más recursos? Seguramente. Tras la tentativa de Jung de analizarla, Emma acude a Leonhard Seif, neurólogo muniqués que llega a Zúrich para aprender

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los engranajes de la psicoterapia. Los beneficios que le trajo aparejado el análisis son indiscutibles, no porque adoleciera males particulares, sino para satisfacer sus interrogantes sobre el sentido de la vida, en un mundillo cuyas seducciones y trampas está empezando poco a poco a aprender. La personalidad de Carl Gustav Jung supervisa la más mínima de sus elecciones. En la clínica, el terapeuta ganó en autoridad y en notoriedad, desde la creación de un laboratorio de psicopatología experimental en 1904-1905: allí practica sus experimentos relativos a la asociación y al efecto psicogalvánico, los cuales, relatados en Estudios diagnósticos sobre la asociación, harán hablar de él en Estados Unidos y justificarán su viaje en 1909, junto a Freud. Es justamente ese libro el que inaugura la correspondencia entre los dos especialistas en 1906. Por su lado, Emma todavía no ahonda en la investigación que tanto le importa: la leyenda del Grial siempre será objeto de toda su energía. Si aún la deja de lado es en provecho de su actividad en la clínica. Son los tiempos en que se sentirá únicamente considerada en función de su famoso marido. Emma Jung queda en las memorias como una mujer que parece desconocer las fallas que todo individuo puede efectivamente experimentar. Incluso en las horas más álgidas de su existencia, las pruebas parecieran resbalarle sin afectarla: siempre da muestras de suma


rectitud, de suma opacidad frente a la ofensa que nada trasunta. Su hermana Marguerite, con quien tenía una preciosa complicidad de niña, no evoluciona en el mismo sentido que ella: su exuberancia sólo puede equipararse con la discreción de Emma, pero no por ello deja de sentir un gran cariño por su hermana mayor, a quien visita con frecuencia en el centro psiquiátrico, un universo radicalmente opuesto a sus preocupaciones. En el invierno de 1903, Marguerite tiene veinte años y se casa con un buen partido, el hombre de negocios Ernst Jakob Homberger, quien le asegura un porvenir marcado por la seguridad. En cambio, moverse en un círculo de médicos, máxime tratándose del mundo de la psiquiatría, frente al misterio que este concita en aquella época, frente a las escabrosas manifestaciones de la enfermedad psíquica a la que Emma asiste en directo durante las sesiones de los tests de asociación, o con motivo de un simple paseo cerca de las salas de tratamiento, moverse en compañía de aquel que enseguida se le presenta como la figura todopoderosa del científico ambicioso es, búsqueda de sí misma, saliendo al encuentro de una alteridad seductora pero a veces amenazante. Su aprendizaje del psicoanálisis se vio mediado por la presencia de su marido, ya que Jung, en lugar de aunar fuerzas con ella, distinguió la prioridad de sus objetivos, atendidos por su solícita joven esposa. Emma está de pie ante los imperativos de la vida familiar, cual guardiana silenciosa de su saber, que asegura con valentía el impecable mantenimiento de un departamento donde pronto resuenan ruidos de niños. El 26 de diciembre de 1904, da a luz a su primera hija, Agathe, inaugurando largos años dedicados a la maternidad. El nacimiento interroga a la pareja en cuanto a las modalidades de su unión; en paralelo, el 17 de agosto, Carl Gustav recibe en la clínica a una joven rusa que padece una descompensación histérica. Hasta el 1 de junio de 1905, el estado de salud de la muchacha registra una evolución excepcional, al igual que el lugar que ocupará en la vida de su terapeuta. “El caso Sabina Spielrein” es, ante todo, la historia de un encuentro entre el profesional y la paciente. El primero queda subyugado por la inteligencia de esta, al tiempo que ella enseguida ve en él la imagen del

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para Emma, como ingresar en una esfera religiosa: consagrarse a una

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padre. Jung va a deslizarse por el áspero camino de la pasión extraconyugal y durante mucho tiempo limpiará su nombre, dejando creer, porque él mismo lo creyó, que la atracción experimentada por Sabina estaba fundada en intenciones terapéuticas y que la amistad que de ello había resultado se basaba en una extrema sinceridad de especialista. Sabina habría dado el primer paso: según Jung, ella fue quien reorientó la relación. Así, entre 1904 y 1909, Emma ve a su marido ceder ante el deseo, mientras que, a lo largo de aquellos años, ella gesta tres hijos de él. En febrero de 1906, nace la segunda hija, Margaretha; luego llega el turno de Franz, en 1908, quien se convertirá en el orgullo de su padre. A Emma Jung le atribuyen un correo anónimo enviado a los padres de Sabina Spielrein, advirtiéndoles de la muy singular terapia que estaba siguiendo su hija. Los padres viajan desde Rusia, escandalizados ante semejantes prácticas, siendo que confiaban en el entorno médico. Ahora

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Emma está segura de las pulsiones polígamas de su marido, las cuales serán confirmadas nuevamente en el futuro. Sólo cuenta con su pena, la colaboración entre ambos prosigue pese a todo, y ella pone buena cara en una ciudad como Zúrich, donde todo se sabe. Haya hecho o no haya hecho una transferencia paterna, Sabina Spielrein incita a Jung a la separación y le reclama un hijo. Emma no sabe nada de esto. Desde marzo de 1905, está acongojada por la muerte de su padre. A los cuarenta y ocho años, ciego, Jean Rauschenbach deja una empresa que fructificará gracias a su yerno, el esposo de Marguerite. Para su hija mayor, ha sonado el pase de mando. Carl deviene en la figura tutelar de pleno derecho que gestiona su herencia. Y más que nunca marca la vida de su mujer con una impronta de autoridad a la cual ella no se opondrá. Al contrario, Emma forma parte de aquellas y aquellos que atienden la causa del ser amado. La herencia garantiza una holgura material sin la cual jamás él habría desarrollado sus investigaciones como lo hizo, aunque más no fuera en virtud del cómodo sentimiento de no estar necesitado. Asimismo, hace surgir en ella la idea de que la familia puede agrandarse sin temor: Emma tiene un gusto por la transmisión, de manera que sus hijos serán para ella la salvaguarda contra todos los peligros a los cuales su marido los expone como pareja.


Tras el nacimiento del varón en 1908, es hora de mudarse a orillas del lago de Zúrich, a Küsnacht, donde erigen una bella residencia, grande y robusta, siguiendo los planos diseñados por Carl. Él se reserva un espacio de trabajo, un entorno de vida del cual no dudará en excluir a su esposa. “Jung waren wir / Jung hiessen wir / Der ewigen Jugend / Gehören wir” [Jóvenes éramos / Jung nos llamábamos / A la eterna juventud / pertenecemos]. En esa frase grabada en el dintel de la puerta de entrada se distingue el prestigio que Jung espera de la vida, una ambición contenida en una alta consideración de sí mismo: jugando con el sentido de su patronímico, da a entender que integra la raza de quienes permanecen eternos. Su profesión siempre será su distinción. El encuentro con aquel que habría podido ser su maestro también es concluyente, y no sólo por su intervención en “el caso Sabina”. Freud se congratula de ver llegar a Viena a aquel cuya formación junto a Eugen Bleuler y Pierre Janet lo predestina a convertirse en su delfín. Al especializarse en el estudio de las neurosis, Jung es nombrado rápioradores de la universidad. Cuando descubre las teorías freudianas en 1906, se une al equipo vienés durante cinco años. Emma tiene entonces veinticuatro. Freud siempre estuvo rodeado de mujeres cuyo rol determinante a veces prestó a confusión: amigas, pacientes, profesionales, todas fueron fuente de inspiración. Entre ellas, Emma Jung ocupa un lugar aparte. Hacía falta una interlocutora, mejor aún, una mediadora entre los dos hombres. Freud queda impactado por su temple discreto, que le confiere cierta elegancia. Cómplice de su marido, lo asiste en su labor con una devoción que no puede más que seducir al maestro de la escuela vienesa. Emma se entiende igual de bien con Martha Freud, que obedece a las mismas preocupaciones que ella. Llevar un hogar, supervisar los deseos de su marido, todo parece asemejarlas. Pero Emma también obró por trasladar la causa freudiana a Zúrich, sin que esto fuese a expensas de su esposo, quien ya a fines de 1911 concreta su imperiosa necesidad de independencia de puntos de vista. En efecto, Jung no concede el aval esperado a las tesis freudianas: la sexualidad no puede desempeñar un papel tan dominante en la comprensión de la psiquis. Amplía su campo de estudio a la “psicología de la demencia precoz”, y

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damente responsable de la clínica zuriquesa y será uno de los nuevos

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cuando Freud recibe este escrito en 1906, se cuestiona acerca de la capacidad de intuición de su colega y quiere saber más al respecto, antes de evaluar dejar el psicoanálisis en manos de ese muchacho, de treinta y un años. Cuando el 3 de marzo de 1907 recibe al matrimonio Jung en su casa, en el número 19 de la Berggasse, Emma le parece de gran respetabilidad. Martha también está rotundamente convencida. Los dos analistas se aíslan para conversar, en una noche narrada por múltiples y diversos relatos. Aquí nos limitaremos a recordar la oposición ya latente entre ellos, que se habían seducido mutuamente. Freud ve en su benjamín veinte años menor que él la oportunidad de presentar el psicoanálisis a ojos del mundo como una disciplina que no necesariamente cayera bajo la órbita de la judeidad de quienes la practican. Calvinistas pertenecientes a la buena sociedad, los Jung son en sí mismos un pasaporte imprevisto para que se admita que existen otros medios para

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sanar el mal del siglo: la cura por la palabra. A la tendencia al ocultismo de Jung, Freud opone su racionalismo y su lugar predilecto –el de maestro–, que pronto será codiciado. Agotada por los embarazos, Emma no deja de ser una auténtica colaboradora. Cuando Jung parte a Chicago y le delega sus poderes para preparar el Congreso de Núremberg de marzo de 1910, ella toma el recaudo de ver cómo la organización se desenvuelve a la perfección y se lo hace saber a quien denomina “Honrado Señor Profesor”. Después del tan esperado varón, nace una tercera niña, Marianne. Cuesta creer que la pareja haya atravesado duras tensiones que la pusieron en peligro. Pero la breve correspondencia que Emma mantuvo con Freud lo certifica. Sus cinco cartas son un paréntesis de diplomacia. Entre el 8 de marzo de 1910, cuando se preocupa por saber dónde ubicar la ponencia de Freud en el marco del citado congreso, y el 24 de noviembre de 1911, Emma es la artífice del jungismo. Asimismo, el 6 del mismo mes y año, cuando Carl Gustav ya oficia de hijo rebelde, emite una voz sumamente sabia y prudente. Le pide a Freud que considere a su marido “un hombre que debe cumplir con su propia ley”, que renuncie a sus sentimientos paternales y le aconseja: “No se enoje”. Pero una semana después se retracta, reprochándose haber tomado a Freud por una figura de padre


demasiado poderosa. En su última carta conocida, el 24 de aquel mes, le confiesa su temor de haberle desagradado y su desánimo por no poder crear relaciones genuinas que le pertenezcan, sin ser tomada al mismo tiempo por “la mujer de…”: Por lo general, estoy totalmente de acuerdo con mi destino y veo perfectamente la suerte que tengo, pero cada tanto me tortura el conflicto, cómo ponerme en valor al lado de Carl, siento que no tengo amigos, que todos aquellos que nos frecuentan sólo vienen en realidad por Carl, excepto algunas personas por demás aburridas que me resultan carentes de interés. Todas las mujeres naturalmente se enamoran de él, y a mí los hombres me descartan de manera inmediata por ser la mujer del padre o del amigo. Así y todo, tengo una fuerte necesidad de ver gente, y Carl también me dice que ya no debo, como hasta ahora, concentrarme únicamente en él y en los niños, ¿pero cómo debo proceder?46 Frente a la presencia dominante de su marido, Emma se queja de significante. Jung ya le había confesado a Freud su romance con Sabina Spielrein. La carta que le dirigió el 27 de marzo de 1909 reveló a un hombre ambiguo, que al hablar de su relación con la joven rusa, sin nombrarla, reconocía su capacidad para engañar a su mujer. Sus componentes polígamos, como él mismo escribió, no disculpan empero su adulterio. Aquello a lo que él llama “el diablo” adopta en esa época los rasgos de Sabina, y luego serán los de Toni Wolff. Ergo, el episodio abre la senda a una doble vida a la cual Jung jamás renunciará, y a Emma le tocará acomodarse a esa realidad. Tras reconocer su falta, ¿cómo no admitir que la presencia de su mujer lo colma? Reconocimiento social, confort económico, hogar amoroso, Jung es el afortunado beneficiario de todo lo que Emma estaba dispuesta a ofrecerle a un esposo. Pero eso no le impide considerar al matrimonio como un estado de incompletud si excluye las relaciones extraconyugales. Freud percibe en Jung un poder de seducción que sabe que el hombre buscará ejercer. Desde 1906,

46

Emma Jung a Sigmund Freud el 24 de noviembre de 1911, en S. Freud y C. G. Freud, Correspondance, op. cit., p. 225.

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reflejar una imagen que dista mucho de la realidad, desdibujada e in-

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lo había alentado a hacerse cargo de la cura de Sabina Spielrein, quien le interesaba por su “histeria psicótica”. En su carta del 27 de octubre, planteaba la hipótesis de un autoerotismo anal ligado a la figura del padre, admirado por la violencia que ejercía sobre sus hijos. Por lo demás, Freud no puede sino saludar la dignidad con la que Emma enfrenta la situación. Sabina lo coloca en una posición relativamente incómoda: Freud comprende el apasionado apego que ella siente por su terapeuta, sabe sobre todo las flaquezas de Jung, quien por sí mismo no romperá, entonces le aconseja con firmeza a la joven que abandone sus proyectos personales y haga el duelo de su relación con su terapeuta. Esto se traducirá en su partida de Zúrich. Para todos los protagonistas de este melodrama muy real, Freud es el padre imaginario cuyo juicio quisieran respetar. Pero en vano. Durante medio siglo de vida común, Jung impondrá a su mujer una

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segunda compañera a pesar de su sufrimiento. El III Congreso Internacional de Psicoanálisis en Weimar, en 1911, congrega a los discípulos fieles a Freud: ocho mujeres están sentadas en primera fila. Sabina Spielrein es la gran ausente. Emma se involucró plenamente en la preparación de ese congreso. Pero el recibimiento reservado a su marido no es muy cálido. Las relaciones con Freud ya están claramente deterioradas: Jung no acepta ser un discípulo rebajado al grado de paciente, el “hijo esclavo”. Presiente que su obra Transformaciones y símbolos de la libido terminará de separarlos y se sincera con Emma: el padre fundador jamás tolerará en el capítulo “El sacrificio” su interpretación del significado psíquico del incesto. Sin embargo, excluir la cosa sexual en provecho del símbolo es innovador. La libido percibida como energía psíquica se opone a toda aproximación sexualizante. Jung ve allí una energía de valor a la que cabe vincular con fuerzas cósmicas. El ser armonioso y equilibrado sería aquel cuya libido estuviera distribuida en cantidades convenientes en los diversos campos de actividad. El desequilibrio vendría no de un trauma, sino de una falta de aplicación. Emma intenta tranquilizarlo. Ha verificado la etimología de los vocablos latinos, es la mano derecha indispensable para los trabajos de aquel a quien guía, haciendo de chaperona para no perder la estima del maestro. El psicoanálisis debe


permanecer vivo y todo compromiso no puede sino servirle. Emma trabaja en ese sentido junto a su esposo, nombrado en 1910 presidente de la Asociación Psicoanalítica Internacional. La mujer le reconoce a Freud la “amplitud de sus visiones”, escribe Jung en sus Memorias, no iba a sacrificar a su discípulo por una diferencia de enfoque. Y sin embargo... Freud finalmente admira el trabajo de Jung más de lo que lo refuta, pues atiende la causa común a ambos. Pero la última carta del terapeuta suizo antes de su partida a los Estados Unidos en marzo de 1913 Freud le dice que es un interesado. El 27 de marzo, el psicoanalista le revela a su colaborador berlinés Karl Abraham que Jung trabaja en mayor medida para él que para el psicoanálisis. Su apreciación, plasmada en Contribución a la historia del movimiento psicoanalítico, es clara: Freud legitima su autoridad en virtud de su antigüedad, sus quince años de experiencia. Él es el psicoanálisis, y construir otras teorías es señal de oposición personal. En realidad, la disidencia se va preparando tras las conferencias en sus Memorias demuestra la evolución de la relación. Este atribuye una razón científica al desencuentro. Desde su adhesión hasta su partida, Jung se siente dividido entre la independencia intelectual y la sumisión al maestro. Recuerda el llamado de atención que le hiciera Freud: nunca abandonar la teoría sexual. En el IV Congreso de Psicoanálisis, que tiene lugar el 7 y 8 de septiembre de 1913, el grupo de psicoanalistas está escindido: los zuriqueses se enfrentan con los vieneses, Jung se enfrenta con Freud. La ruptura, inmediata, es la culminación de ese vínculo filial. Jung será reelecto a la presidencia de la Asociación Internacional de Psicoanálisis y en octubre de 1913 renunciará a ese cargo, así como a su misión como jefe de redacción del Jahrbuch für psychoanalytische und psychopathologische Forschungen [Anuario de investigaciones psicoanalíticas y psicopatológicas]. En abril de 1914, deja de ser miembro de la Asociación. Uno de los grupos más importantes de la causa freudiana acababa de implosionar. Zúrich ya no sería un puerto de amarre. Marianne, la tercera hija de la pareja, nació en 1910. Los Jung ya se han ido de la clínica de Burghölzli y están instalados en Küsnacht, en el

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dadas en Estados Unidos en 1909. El capítulo que Jung dedica a Freud

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cantón de Zúrich, símbolo de un nuevo punto de partida. Emma asumirá una cantidad importante de responsabilidades en esa casa, que simbolizará la obra de la vida de ambos: el psicoanálisis y los hijos. En 1914, nace la última niña, Hélène, rodeada al igual que sus hermanos por la madre y la hermana menor de Jung, Émilie y Trudi, que acuden en ayuda de Emma un sinnúmero de veces, cuando los viajes de su marido colocan a la familia ante una enorme carga de trabajo. Emma sigue siendo la perfecta ama de su hogar. Pero irrumpe una intervención del destino. Antonia Wolff, hija dilecta de un padre fallecido demasiado pronto, sale en 1910 del consultorio de su terapeuta con la aureola de una leyenda: “Toni”. Al consultar a Jung para curar la depresión que sobreviene a aquella trágica muerte, le narra su infancia feliz en una respetada familia de notables de Zúrich. Nacida el 18 de septiembre de 1888, asiste a las clases de Heinrich

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Rickert sobre filosofía de los valores, de inspiración neokantiana, que delimita la frontera entre las ciencias de la naturaleza y las ciencias del espíritu. A su análisis durante tres años sucede un silencio absoluto con su terapeuta. Pero Jung queda admirado frente a esa muchacha culta en materia de religión y filosofía, dotada de una comprensión por demás fina de la práctica terapéutica que él está impulsando: la imaginación activa. Este método trata de establecer un nexo entre las imágenes desbordantes procedentes del inconsciente y la participación consciente del yo. Jung le propone entonces ir al encuentro de la congregación de los analistas, en Weimar. Toni es la mujer de mirada perdida e inquietante de la foto del III Congreso de Psicoanálisis, al lado de Emma, resplandeciente de vida y frescura. El esplendor del encuentro, como sucedió con Sabina, actúa en Jung como un vector de reconocimiento: la admiración que Toni Wolff le profesa es una convocatoria para hacerse amar. Una vez más, Jung no distingue a la mujer de la paciente. Le pide que se afinque en Küsnacht y, en 1919, la relación erótica toma la posta del intercambio profesional. Apasionada por la historia de las religiones y la mitología, Toni desarrolla lo que Emma jamás tendrá la dicha de hacer en su búsqueda del Santo Grial: involucrarse enteramente al servicio de aquel que la curó y que la condiciona a sucumbir a sus deseos y a sus ideas. Paciente talentosa, terapeuta de alma, Toni habría podido


seguir la vía de Sabina. Pero Jung la transforma autoritariamente en su “segunda mujer”. A lo largo de treinta años, se instaura en Küsnacht una vida muy peculiar. A Emma la discreta se opone Toni Wolff la altanera. La bondad natural de la primera se cruza con la frialdad de la segunda. Si Emma apoya a su esposo en su lucha por encontrar su camino, también se codea con Toni en la cena familiar. Allí todavía lo respalda a costa de su silencio, de su esfuerzo de indiferencia. En aquella época, en un medio en el que la abnegación se antepone al amor por el marido, la mujer ha de seguir siendo una esposa. Emma tiene ante todo la sensación de cumplir a diario con su deber y de alcanzar la plenitud en su amor de madre. Luego del nacimiento de Hélène en 1914, la pareja decide dormir en cuartos separados. Una forma muy común de sustraerse a una eventual gestación. Es difícil imaginar la mirada de los niños sobre aquel ménage à trois: es entendible que jamás hayan tolerado a esa extraña en su espacio cotidiano. Küsnacht, residencia de la felicidad familiar recobrada ne en sitio de la traición, donde sólo se cruzan seres solitarios: Emma ve evolucionar la relación y se obliga a tolerar la presencia de la rival, demasiado lúcida para ser despedida. La ruptura con Freud condujo a Jung a un profundo cuestionamiento y él necesita de ella para que su obra avance. Las dos mujeres se sientan a ambos lados de él durante los seminarios en Küsnacht, luego cada una retorna a sus aposentos. ¿Cómo adquirir una mayor envergadura profesional cuando una joven se entromete en todos los proyectos que habrían debido ser suyos? Sobrecargada por sus obligaciones familiares, Emma no acompaña a Jung en sus viajes. Más adelante, él se alejará con su nueva protegida a Bollingen, a la “Torre”, como le dice, sin duda para superar una delicada toma de conciencia, la de no poder hacerse cargo de una doble vida con aparente indolencia. Toni encarna la complicidad intelectual, el avance en la comprensión del alma, mientras que Emma es la matriz de su pensamiento. Jung elabora sus ideas junto a su íntima colaboradora y lo cuestiona a expensas de su vínculo afectivo con su mujer. Después de Sabina Spielrein, Toni sería “la mujer anima” que Jung buscaba. Guía espiritual sin la cual no habría percibido su propia faz oculta, la femenina,

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tras “el episodio Sabina” y símbolo de la madurez profesional, devie-

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ella es la mujer de los fluidos, de las sombras masculinas que provocan turbación en su mirada de niño inconsolable: a Jung le gustó codearse con esa persona elegante con un cigarrillo siempre encendido. Como de igual a igual, ve en ella a la interlocutora de sus pacientes, con la cual forma la pareja de terapeutas indispensables para la sanación. En tanto asistente a partir de los años 1920, Toni se encarga del discurso personal de los analizantes, a fin de que su maestro lo confronte con su propio análisis de los arquetipos. Decidirá permanecer en las sombras de su maestro y, si bien da conferencias en Zúrich e Inglaterra, se negará a publicarlas. No obstante, descubrimos una rigurosa exégesis de la teoría jungiana en las Formas estructurales de la psique femenina (1934), así como en El proceso de individuación de la mujer, ensayos reunidos en la obra titulada Estudios sobre la psicología analítica de C. G. Jung (1955). La teoría de Jung recu-

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pera sus fundamentos filosóficos sin verse necesariamente referida a los mitos o a los cuentos, con el fin de que despunte la sustancia propia del discurso terapéutico. Al firmar el prefacio del volumen, Jung ensalza el “genio” de la inteligencia y sensibilidad psicológica47 de su expaciente. En Küsnacht existe una geografía del saber: la oficina de Jung linda con la biblioteca. Dispuesto a recibir a sus pacientes, las más de las veces mujeres, oriundas en ocasiones de Alemania, Inglaterra e inclusive de Estados Unidos, Jung focaliza todas las miradas en él. Promueve encuentros, cenas y, sobre todo, el análisis exitoso de aquellos que se convertirán a su vez en terapeutas. Después de Toni Wolff, podemos citar a Marie-Louise von Franz, quien desempeñará un papel preponderante cuando su antecesora se aleje de la esfera íntima del matrimonio Jung, cuya extraña historia finalmente dictará el tono de la vida social de Zúrich. El doctor Jung es conocido por su estudio de la psicología analítica, pero también por la singularidad de su vida personal, a la que arrastra a su esposa. ¿Será por tal motivo que Emma es tan apreciada? Nunca actuando como víctima, es una mediadora atenta, que organiza la práctica terapéutica de su esposo, el contenido y la frecuencia de las sesiones. La creación del Club Psicológico es un nuevo punto de partida 47

Emma Jung, Studien zur analytischen Psychologie C. G. Jungs, Zúrich, Rascher Verlag, 1955.


y, a su vez, una consagración, una evidencia para Jung, quien a fin de cuentas siempre buscó conciliar vida familiar, vida profesional e impulsos de libertad. De algún modo, fue para subsanar ese entrecruzamiento de los destinos que, con un espíritu federativo, quiso poner en presencia a todos aquellos y aquellas que participaban en la puesta en práctica de su teoría. Jung accedía a ver a sus pacientes por fuera del análisis, esas mismas personas que, a la salida de una sesión, se iban conociendo entre sí. Al contrario del círculo de Viena, en torno al análisis se creó un auténtico grupo social, guiado por la figura tutelar de Jung. Emma y Toni llegaron a codearse, pues, en un contexto más establecido, manteniendo una relación de respeto mutuo para poder dejar en suspenso cualquier posible sentimiento de hostilidad. Entregadas y buscando equilibrar sus divergencias, se dedicaron a sus nuevas responsabilidades en pos de la causa jungiana. El Club Psicológico de Zúrich abre así sus puertas el 26 de febrero de 1916, gracias al financiamiento de Edith Rockefeller McCormick, entonces con Jung en Zúrich, donde vivió hasta 1923. Pero ya el 17 y 18 de enero de 1913 había habido reuniones preparatorias en el restaurante Seidenhof, para sentar las bases de la estrecha colaboración entre los participantes. El 10 de julio de 1914, quince votos contra uno deciden la separación del grupo de Zúrich de la Asociación Internacional de Psicoanálisis. La nueva formación se da el nombre de Sociedad de Psicología Analítica, con Jung como presidente. Cuando en 1916 los esposos Jung y McCormick, así como Toni Wolff, fundan el Club para reunir a todas las personas que hubieran hecho la experiencia del análisis, Emma es nombrada su presidenta, hasta 1920. Hélène, su última hija, ya va a la escuela; es hora de retomar las riendas de su destino. Aquel espacio protegido será el lugar al que Jung se acerque a leer sus trabajos y compartir el avance de sus teorías. Sólo dos boletines relatan las actividades del Club, las reuniones de valoración de distintos casos de análisis, así como las veladas o excursiones organizadas a Schaffhouse, a lo de la madre de Emma… En septiembre de 1927, se plantea la cuestión del financiamiento de la edición de las obras de Jung en ruso y en francés, siendo que el alemán y el inglés son las dos lenguas

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hija de John D. Rockefeller. La adinerada estadounidense se analizaba

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oficiales. Toni, de temperamento introvertido pero muy activa, según dicen, se convierte en la presidenta del Club entre 1928 y 1948. Apoyo indefectible, comparte ese espacio de trabajo e intercambio con Jolande Jacobi, que impulsará la creación del Instituto Carl Gustav Jung el 24 de abril de 1948. Emma, siempre involucrada en el consejo de administración, reflexiona junto a sus colegas en cuanto a la formación de los analistas. En 1936 y 1937, acompañó a su marido a la costa este de Estados Unidos y saboreó el rotundo éxito que cosechó. Jung está en deuda con ella por el apoyo que le brindó siéndole fiel y sin responder a ningún convencionalismo. Emma tiene la vocación de mejorar a aquel con quien decidió compartir su vida. En calidad de vicepresidenta del Instituto en 1950, asiste a Jung, entonces enfermo, y resulta ser cada vez más activa en el seno del círculo jungiano. Desde el verano de 1933, lo acompaña siempre a Eranos, pequeña localidad situada cerca de Locarno. Allí, es

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testigo del impacto de la “psicología de las profundidades” ante eminentes personalidades como los escritores Thomas Mann, Hermann Hesse o el historiador de las religiones Mircea Eliade, y es igual de honrada que su esposo. El Instituto de Zúrich es su gran creación, por haber ofrecido un marco a la teoría de su iniciador, quien con la edad desea transmitir las claves de su savoir-faire. A partir de los años 1930, Jung deriva a Emma sus primeros pacientes, cambiando así la imagen de la madre de sus hijos: ser analista trazaría una progresión hacia una mayor libertad. Un largo trabajo sobre sí misma la llevó a tolerar el esquema conyugal que le fue impuesto y, al presidir el Club de Psicología Analítica hasta 1920, se gana sus títulos de nobleza a ojos de los colaboradores de Jung. ¿Qué habrán pensado de ella al oírla pronunciarse en el marco de una conferencia titulada Schuld, palabra a la que no se sabe si traducir por “falta” o “culpa”? Porque ¿cuál es el sentido de la culpa si no el de saber restaurar, contra el sino, el propio instinto de vida y libertad? Corresponde a cada uno saber deshacerse de sus cadenas, asumir el resultado de sus elecciones, hayan sido estas buenas o malas. El sentimiento de culpa sólo invade a aquel que no ha cumplido con el objetivo de su búsqueda: hallar en sí la paz para levantarse ante la falta. Su reflexión sobre el Grial, que la atraviesa desde sus años de juventud, sustenta este tema que parece


ser eco de una necesidad inconsciente de justificarse a los ojos de una asamblea familiar que desconoce sus talentos. El tiempo juega a favor de Emma, quien impone sus deseos frente a los de Toni. Dispone de una oficina para recibir a sus pacientes en el mismo piso que su marido. Jung se encarga de la primera y de la última sesión, encomendándole a ella el trabajo entretanto. Comparten la misma sala de espera, los pacientes no parecen excesivamente desorientados y permanecen confiados, con la esperanza de que Emma los conduzca hacia la sanación. La duración y frecuencia de las consultas todavía son variables, como en Viena, y Jung se apoya en su mujer para fijar el importe de sus honorarios. Emma es conocida por su empatía y por la fineza de su interpretación en los encuentros cara a cara, y esa actividad la lleva a contemplar de otra manera la tríada que integra. Toni es el pilar seguro del pensamiento jungiano y habrá que esperar hasta 1944 y hasta el accidente cardíaco de Jung para que la relación de ellos se marchite poco a poco. La “segunda mujer” queda afectada velando por él día y noche, entre febrero y junio de 1944. Jung también ha cambiado: ha rozado la muerte, está seguro de eso, de manera que se cree perdido. El encuentro con Marie-Louise von Franz lo alienta a sumirse en la redacción de Psicología y alquimia, un campo un tanto ajeno a Toni, que se negó a seguirlo por esa vía. En aquella época, Toni es una analista muy solicitada y se ve obligada a vivir de forma autónoma. El capítulo de la historia entre ambos se cierra con un cariño que en Jung perdura, aunque atenuado. Toni finalmente le habrá dedicado su vida, sin reemplazarlo por ningún otro hombre, y se entrega como asistente a la causa de las enfermeras reclutadas durante la Segunda Guerra Mundial. Permanece activa hasta el fin de su vida, pese a una artritis severa. Muere súbitamente el 21 de marzo de 1953, víctima de una hemorragia cerebral. Emma es quien acudirá a su funeral, conmovida al ver desaparecer a la mujer y a la terapeuta por quien sintió, después de la amargura, un profundo afecto. Guiada por su bondad natural, Emma siempre supo que la presencia de Toni en la vida de su marido se había convertido en una absoluta necesidad para la evolución de la causa jungiana. A su manera, Toni tuvo su participación.

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y, a su vez, acepta su destino: Emma ha recobrado su lugar de esposa,

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La obra de Emma es la expresión de su compromiso, e incluso de su fe en los trabajos y el destino de Jung. Se las ingenió para encontrar su camino, que estaba en ciernes antes de conocer a su futuro esposo. De regreso de París, con la idea de escribir sobre la leyenda del Grial, buscó en ese tema la respuesta a un proyecto íntimo que hunde sus raíces en el mito y en la historia de las religiones. Pese a sus impostergables responsabilidades, Emma hallará la ocasión para escribir sobre el tema y dejará varios capítulos del volumen que Jung reclamará a Marie-Louise von Franz tras el fallecimiento de su mujer en 1955. Se interesó por las tres versiones de la leyenda: la de carácter novelesco en Chrétien de Troyes, sagrado en Wolfram von Eschenbach y cristiano en Robert de Boron. Puso de relieve el nexo entre lo caballeresco y lo religioso: la alquimia deviene en pasarela para comprender mejor al recipiente como elemento de transformación. Y allí es donde la escritura

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de Emma exhibe a Jung el espejo de una interpretación fiel de su obra: la alusión a los tres autores mayúsculos de la leyenda no significa que la crítica será literaria; Emma contempla el relato desde la perspectiva de la psicología analítica: “A imagen de la alquimia medieval y de sus extrañas producciones simbólicas, tales creaciones de la imaginación poética y su simbolismo ilustran procesos inconscientes que emanan de las hondas capas del alma”.48 Esa vuelta a las fuentes esclarece el mundo moderno. En línea directa con el pensamiento jungiano, Emma adhiere a las innovaciones de la técnica analítica, la cual, por oposición a Freud, no se funda en la cuestión sexual. En el séptimo capítulo, titulado “El Grial y la piedra”, por medio de la voz de Marie-Louise von Franz, escribe: Hoy en día, la psicología de las profundidades ha redescubierto semejante posibilidad, utilizando las manifestaciones inconscientes de la psiquis como una copa, a fin de incorporar sus contenidos. Se trata del método de la imaginación activa, que Jung define como “una activa evocación de imágenes interiores secundum naturam”. Esto no consiste en dejar ir la imaginación al azar, sin objetivo, sino en intentar captar el significado de la realidad interior con ayuda 48 Emma Jung y Marie-Louise von Franz, La Légende du Graal, trad. de Marc Hagenbourger y Anne Berthoud, París, Albin Michel, “Avant-propos”, 1988, p. 9. (Traducción al español. Jung, E. y von Franz, M-L. La Leyenda del Grial: Desde una Perspectiva Psicológica. Madrid: Editorial Kairós.)


de imágenes mentales reproducidas fielmente. Ese método exige, pues, un verdadero trabajo del pensamiento y de la imaginación, ya que hace surgir relatos y diálogos simbólicos con una contraparte interior que personifica al inconsciente. La confrontación que de ello resulta conduce a una aproximación y a una síntesis de las partes conscientes e inconscientes de la personalidad. Y prosigue: El hombre se torna semejante a una copa que recibe los contenidos inconscientes. Este deviene en la matriz de la renovación y del renacimiento espiritual del hombre.49 Al igual que el recipiente, símbolo de fecundidad, el hombre es el cimiento de un conocimiento de sí, de una reinterpretación de la meta de su existencia, con miras a una mejor afirmación de su libertad como sujeto. surgimiento del inconsciente colectivo no hace más que reforzar la convicción de la importancia del retorno a la armonía universal del individuo. Emma adhiere plenamente a los postulados de Jung sobre el principio de individuación. Nacimiento y totalidad constituyen en él el pasado arcaico del ser humano. Fue en 1912, en Transformaciones y símbolos de la libido, que Jung determinó el origen filosófico y la naturaleza del principio de individuación, en virtud del cual intenta situar al ser humano en el universo del que está separado. Define su “forma de proceder” mediante “la compensación inconsciente de una situación neurótica”: o dicho en otros términos, los elementos inconscientes incorporados a la realidad consciente del enfermo pueden serle saludables. Durante el análisis, la individuación resulta de una confrontación de la consciencia con el inconsciente. El ser aprende a estar atento al contenido de las manifestaciones inconscientes, es conducido desde la dispersión hasta un recentrarse hacia la unidad de su personalidad (el sí). Jung desarrollará en

49

Ibid, capítulo VII: “Le Graal et la pierre”, pp. 113-114.

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¿Cómo hallar el camino que conduce a uno mismo? En la tesis jungiana, el

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192050 el tema de la individuación, concediéndole un alcance sociológico: forma una unidad como indispensable proceso de diferenciación, siempre y cuando el ser humano también aprecie las normas colectivas, indispensables para la cohesión del conjunto de los individuos en sociedad. El retorno a la totalidad es entonces sinónimo de sanación. Jung inclusive considera que el proceso de individuación crea un individuo psicológico, una unidad autónoma e indivisible, una totalidad. En ello reside el fundamento de la psicología analítica, echando luz a la singularidad de la concepción jungiana del inconsciente. El inconsciente no sería el depositario de experiencias infantiles. Su origen se remonta a un pasado ancestral. Jung distingue el inconsciente personal (recuerdos olvidados o reprimidos), que pertenece a la especie arraigada en su historia y es un estrato del inconsciente colectivo. Durante el análisis, el paciente toma contacto con una realidad olvida-

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da que, lejos de serle personal, es producto de la especie toda. Determinados partidarios de esta perspectiva reconocen que Jung amplía el inconsciente freudiano. El inconsciente jungiano es un contenido en mutación permanente, que supera toda tentativa de formalización. Es el depósito constituido por la experiencia ancestral. Nuestra individualidad sigue siendo parte interesada de una historia colectiva antigua, cuyos rastros se inscriben en nosotros. Por ende, el inconsciente colectivo es la sumatoria de imágenes, símbolos, arquetipos que existen en cada uno, base de la psiquis individual y patrimonio simbólico propio de la humanidad. A raíz del proceso de individuación, el ser humano puede construirse una identidad diferenciada tras haber conocido la solidaridad grupal. El símbolo humano de la individuación es el sí del ser individual y de la humanidad entera, la cual, en Jung, excluye el aislamiento egoísta. La individuación deviene en lo contrario del individualismo: la oposición entre lo individual y lo colectivo liga al hombre con su entorno, en lugar de separarlo de él. Jung distingue entonces dos tipos de actitud, la introversión y la extraversión: se pone el acento en la antítesis sentimiento/

50 C. G. Jung, Types psychologiques, trad. de Y. Le Lay, Ginebra, Georg, 1993, pp. 450-451. (Traducción al español. Jung, C.G. Tipos psicológicos. Madrid: Trotta)


pensamiento, a la cual se añade la de la sensación e intuición. De cada uno de esos cuatro tipos se desprende un aspecto extrovertido y un aspecto introvertido. Emma habría estimado que su tipología psíquica era la sensación introvertida, comparándose con una película de fotografía, por sus cualidades de observación y de silencio, sin dejar traslucir ni un ápice de su capacidad para sacar provecho de lo ganado a partir de esa aparente pasividad. Jung era consciente de la aptitud de ella para conservar un gran dominio de sus sentimientos. Es cierto que la vida que llevaban la puso lo suficientemente a prueba como para que él lo supiera, solicitando de ella esa cuota de animus, espejo del anima, presente tanto en Jung como en todos los hombres. El ensayo de Emma sobre Anima et Animus dimana de la reflexión jungiana sobre el contenido de los géneros, sobre el sentido espiritual de la sexualidad como energía psíquica vital. Su autora lo da a conocer bajo la forma de una comunicación que propone al Club Psicológico: “Contridel alma (1941). Seguirá luego el ensayo sobre “Las representaciones míticas del anima” en los años 1950, publicado en la obra colectiva dedicada a Jung. Emma retoma allí los tres principales arquetipos jungianos: el animus (parte masculina inconsciente en la mujer), el anima (parte femenina inconsciente en el hombre) y el sí (esbozo de la personalidad global, resultado del trabajo analítico). Lo que ella denomina “la personalidad interna” hace eco, por oposición, a la “personalidad exterior consciente”. De cierto modo, Emma Jung reflexiona acerca de aquello que consolida la diferencia entre los sexos: ¿las mujeres pueden dar rienda suelta a la parte masculina en ellas, a esa parte animus del logos, o sea, del discurso que podría fomentar su emancipación? ¿O, al contrario, deben acallarla? Cada uno ha de incorporar su realidad psíquica, a fin de que esta entre en armonía con la realidad exterior y la complemente. Así pues, Emma arroja un puente hacia el debate sobre la condición femenina. Bajo su pluma, la mujer es reducida a su incapacidad para dedicarse a la creación: el espíritu creador, o sea, el animus, es aquella parte intelectual que ella misma desatiende en beneficio de su función biológica “en tanto madre, […] como compañera, como educadora, como ama de casa o bajo otra

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bución al problema del animus”, en 1931, publicada por Jung en Realidad

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forma cualquiera. Las relaciones ocupan un gran lugar en la organización de la vida y realmente es en ese campo donde se ejerce mejor el poder creador de la mujer”.51 El anima, a la cual asocia con el agua, los sueños, la fecundidad, prima sobre la parte masculina. Sin duda, Emma hizo de esto su ley. Sus hijas no cursaron estudios superiores, contrariamente a Franz, que fue arquitecto, pero todos honraron la memoria de sus padres y contribuyeron a la perennidad de la obra jungiana. Emma muere el 27 de noviembre de 1955, sin jamás haberse quejado de los síntomas de un insidioso cáncer desde 1953. Con poco más de setenta y tres años, deja a su marido el recuerdo de una “reina”, aquella sin la cual no habría podido alzar su imperio: una familia de cinco hijos y diecinueve nietos, un saber sobre el Hombre, cuya ejemplaridad adivinó y alentó. Emma se ciñó a los contornos del pensamiento jungiano a costa de su propia evolución intelectual. Poco después de su muerte,

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el psicoanalista manda grabar en piedra un último homenaje extraído de un texto sagrado que recuerda la búsqueda de su vida: el Grial cobró para ella la apariencia de un “recipiente insignia de devoción y obediencia”. Una copa compartida entre el sol y la luna, que refiere a la alegoría de la abnegación a la cual estaba destinada ella, en busca de una plena completud con la existencia. Una pared de la torre de Bollingen recibe esa piedra de talla perfecta: el lugar del cual Emma había sido excluida en una época de su vida acoge su recuerdo para la eternidad. Compensación post mortem de un hombre que vivirá seis años más que ella, sumido en la congoja y el recogimiento. Habría podido decirse que Emma Jung siguió siendo “la mujer de al lado”, la que sacrificó por la realización su marido todas sus ambiciones, comenzando por su libertad de mujer. Recordemos que todas las mujeres que rodearon al maestro de Zúrich, irónicamente llamadas las Jungfrauen (“mujeres de Jung”, Jungfrau también significa “virgen”), permanecieron solteras, sin hijos, y que el único objetivo, también para ellas, fue el de servir al pensamiento jungiano, del cual fueron en verdad las fundadoras. En ningún caso desarrollaron una reflexión autónoma.

51

E. Jung y J. Hillman, Anima et Animus, op. cit.


Emma, a la cabeza, estaba colmada de sentimientos de amor por su hogar. Su identidad de madre le permitió conservar su dignidad cuando se sentía expulsada hacia las penumbras, rozando lo impensable. Mujer de un solo amor, eligió quedarse, a expensas de un silencio forzado. Mujer de honor, profesó a su marido un respeto admirativo por la obra consumada, consciente de su rol de vanguardia. En sus inicios, fue la obrera lúcida y sigilosa; se convirtió en la acompañante de sus nuevas tesis y de sus primeras hazañas. Testigo de su disidencia freudiana, le permitió echar vuelo con suma independencia. Pensarla como una mera alumna equivaldría a endilgarle un sentimiento de inferioridad que no traduciría el trabajo silencioso y no menos eficaz realizado para preparar la obra de su marido. Supo permanecer en su lugar, inclusive en medio del disenso. No tenemos ningún testimonio concluyente sobre la mirada que necesariamente arrojó a las controvertidas posiciones de Jung con motivo del advenimiento de la Alemania nazi. Emma Jung queda en las memorias como la silueta altiva y bondadosa cuya producción finalmente fue decisiva para el avance de la reflexión jungiana sobre lo masculino y lo femenino. Si la vida la alejó de su marido durante un tiempo, el saber volvió a acercarlos: la simbólica de los mitos fue el hilo de Ariadna que persiguieron juntos.

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intelectual, aunque reducida a sus intervenciones en el seno del Club,

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Anna Freud dedica su libro El yo y los mecanismos de defensa a Marie Bonaparte (con la amable autorización de la Sociedad Psicoanalítica de París).


Anna Freud En el nombre del padre

En muchos sentidos, es cuando lo atacan que el psicoanálisis mejor está.52

¿Cómo alguien puede ser asimilado a una corriente de ideas? Aquel 3 de diciembre de 1895, una estrella más brillante que las otras ¿habrá anunciado en el cielo el nacimiento de una niña que iba a marcar su tiempo? Recién acababa de llegar a las librerías Estudios sobre la histeria, de Sigmund Freud y Josef Breuer, que sería un hito como texto fundador del psicoanálisis, contemporáneo del Proyecto de psicología científica, cuya redacción Freud comenzó ese mismo año. La Viena de fin de siglo se familiarizaba con la historia de pacientes cuyos síntomas histéricos y tratamientos por la palabra eran narrados por los autores. Bertha Pappenheim, alias Anna O., constituyó el primer mito relevante. Al ponerle ese nombre a su hija, Freud sentía cierto orgullo de haber dado un envoltorio corporal a sus ideas. Claro que Anna no sabía que estaba destinada a cauterizar las heridas de su padre. En la estación de Londres, adonde llega en 1938, la mujer luce una boina que le oculta el rostro y exhibe una sonrisa por la ventana del tren. Está sosteniendo a su padre, cuya barba y cuyas canas nos alejan de la frondosa imagen del joven médico con el cigarro que reivindicaba el nacimiento de una ciencia del inconsciente, destinada a revolucionar el enfoque médico del humano, y que debió luchar para lograr que

52 Anna Freud a un colega estadounidense, Lawrence Friedman, el 2 de mayo de 1979, citado por E. Young-Bruehl, Anna Freud (1991), trad. de Jean-Pierre Ricard, París, Payot, 2006, p. 438.


se reconociera su legitimidad. Irse de Viena es morir un poco. Marie Bonaparte no había exagerado el panorama: había que resguardarse de la amenaza nazi, pero fue un desgarro. Para Anna, la ruptura con la infancia signó el inicio de su consagración en tierra extranjera. Mujer del exilio, finalmente obtuvo de Inglaterra lo que sin duda no habría realizado en su país si la Historia hubiera decidido en otro sentido. El alejamiento coincide con nuevas esperanzas de conquista: la corriente de Melanie Klein ya ha dejado su impronta en la Sociedad Británica de Psicoanálisis. Pero Anna debe eludir, sobre todo, el obstáculo de no ser médica. ¿Cómo lograr el reconocimiento de sus pares al practicar el análisis, para lo cual no ha sido formada? Ser la hija de Freud no basta. Ser pedagoga sellará la diferencia. Al someter al psicoanálisis a otros enfoques, intentará conferirle un estatuto científico. La familia Freud es eyectada por los acontecimientos: la ruptura con

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Austria propulsa a Anna por el camino de una nueva vida y el fallecimiento de su padre en 1939 culmina el lento proceso de independencia que en realidad ella nunca reclamó. La imagen de Sigmund dominó su vida y su pensamiento. Dedicarse al psicoanálisis de niños la desmarca de él, al tiempo que significa su plena adhesión y, sobre todo, un amor sin fisuras, vivido desde la abnegación. Anna es la hija a la cual su padre no creyó conveniente anunciar: un varón urge más, una mujer definitivamente puede aguardar. Por lo demás, Wilhelm Fliess está demasiado ocupado operando a Emma Eckstein; aquel mes de diciembre de 1895, el psicoanálisis no espera. Anna es la única de los hermanos que no fue amamantada. Y por más cálida que fuera su nodriza, Josefine Cihlarz, la niña ve a su pesar que su madre abandona el domicilio familiar por unos días para tomarse vacaciones sin sus seis hijos, tras un embarazo difícil. Anna no es una hija esperada, sino más bien soportada. Menor que Mathilde (1887), Martin (1889), Oliver (1891), Ernst (1892) y Sophie (1893), es el bebé que debe permanecer en las sombras. Demasiado pequeña, demasiado frágil para participar en las excursiones que hacen los demás, Anna espera a que regresen, admirando a sus hermanos por su independencia, a sus hermanas por su femineidad. A lo largo de toda su vida, estará al acecho de una mirada bondadosa. De ser un estorbo, se convierte


en la chiquilla desobediente que busca así legitimar la razón por la cual se siente dejada de lado. Se impone a través de sus negativas, de las disidencias que la singularizan: no tiene la belleza de Sophie ni la inteligencia de Mathilde, ¿pero de qué servía eso? Hay que encontrar otro modo de distinguirse, y ciertamente no serán las labores de tejido que su madre Martha comparte con sus otras hijas. Muy temprano, Anna se mueve en el entorno inmediato de su padre, y es ahí donde el zapato aprieta. La hija no deseada deviene en la muchacha de los años de la vejez, que enseguida resultará indispensable. Cuando nace, Freud tiene treinta y nueve años y decide poner término a su vida íntima con Martha. Es un giro en su vida de hombre, una carencia que colmará mediante una relación exigente y exclusiva con aquella de la que ya no podrá prescindir. Cuando en 1909 Freud prepara su viaje a los Estados Unidos, Anna ya expresa su deseo de acompañarlo. Pero recién en 1913 va con su padre por primera vez. Esa estancia en Venecia irá seguida de todas que, inconscientemente, la destina a convertirse en su “fiel Anna-Antígona”. Al nombrarla así a Ferenczi aquel 12 de octubre de 1928, Freud inscribe a su hija en el sacrificio, en nombre de la causa que él representa. ¿Será conscientemente que le niega la posibilidad de preparar el examen de ingreso a la universidad, luego de haberla inscrito en la escuela secundaria? A Anna le hubiera gustado estudiar, pero cuando expresa su deseo de ser médica, su padre la disuade. Entre los hermanos, ocupa el lugar de la última, y su descaro es el modo ocasional para hacerse oír. ¿Pero acaso creerá que va a ser escuchada? No hay nada menos seguro. ¿No es esa la máscara detrás de la cual se esconde el gusto por lo sensible, la tendencia a lo trágico con la cual se deleita al leer la poesía de Rainer Maria Rilke? Su amistad con Lou Andreas-Salomé la acercará al poeta que venera. Y la música de Gustav Mahler responde a su melancolía… Todas las miradas se dirigen a su hermana mayor, Sophie. Su admiración por ella siempre fue acompañada por un entendimiento tan poco cordial, que no asistirá a su boda. Es más, en aquella época, enero de 1913, sus padres la mandan a Italia para que descanse: Anna ha perdido mucho peso. En realidad, padece una

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aquellas en las cuales la joven hallará su lugar en las sombras de aquel

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apendicectomía. ¿Será síntoma de algún otro malestar en particular? La joven deja atrás la difícil adolescencia, teniendo la impresión de no ser legítima. Rechaza todo lo que es, hasta su nombre. Freud un día la consolará, explicándole que Anna es un palíndromo: “Aunque me den vuelta toda, sigo siendo siempre la misma”.53 A ese fatalismo opondrá una voluntad de distinguirse. Llega el tiempo de elegir. Será maestra: lo decide con la anuencia de sus padres, que no ven otra salida. La guerra se aproxima y, de 1914 a 1920, sus prácticas como docente finalmente resultan salvadoras, pues hacen eclosionar un pensamiento del cual no se desmarcará. Durante aquellos años de penuria alimentaria atesora un bagaje de una gran riqueza humana, un auténtico patrimonio intelectual: la mirada de los niños la hace existir. Al inicio de sus prácticas, solo tiene dieciocho años y apenas se ha recuperado de tuberculosis. Las ganas de aprender son

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más fuertes que todo: la pedagogía será un primer reto que va a prepararla para el psicoanálisis. Sin saberlo, Anna se abre al cruce de las disciplinas y el punto de partida de ese itinerario único entre las pioneras es el hospital psiquiátrico de Viena. Julius Wagner-Jauregg, su director, le permite asistir a las conferencias que Freud da allí en 1914-1915 y también seguir al médico Paul Schilder, así como al psiquiatra Heinz Hartmann. Hasta 1918, de día Anna es maestra y de noche, residente en el hospital. Ha trazado la doble vía de su porvenir. Los años bélicos se caracterizan por el desplome del Imperio austrohúngaro, lo que supone un trauma para las familias vienesas. Anna se dedica a la asistencia de niños judíos y huérfanos junto al psicoanalista Siegfried Bernfeld; en 1918, con una de las pacientes de su padre, Kata Lévy, acompaña a un grupo de niños a Hungría. Fotografiada en medio de sus pequeños compañeros de viaje, refleja la imagen de una muchacha aislada, a quien la palabra de los más jóvenes parece reconfortar. En aquella época, Anna vive sola con sus padres, dado que sus hermanos ya han dejado el nido familiar, y dispone de libertad para entregarse plenamente al análisis. Las reuniones de los miércoles se desarrollan bajo 53

Carta de Anna a Lou Andreas-Salomé el 12 de agosto de 1922, À l’ombre du père. Correspondance, 1919-1937, ed. de Dorothee Pfeiffer, Daria Rothe y Inge Weber, trad. de Stéphane Michaud, París, Hachette Littératures, 2006, p. 59-60.


secreto, y ella es la presencia indiscreta y muda a la cual el círculo de los colaboradores se acostumbrará. Tan pronto como finaliza su formación, Freud la lleva al Primer Congreso Internacional, que se celebra en Budapest. Mientras que en esa ocasión el análisis personal se instituye como condición indispensable para el ejercicio de la profesión, Anna se presta al ejercicio con su padre durante dos años y se deja convencer de colaborar en la edición de los textos psicoanalíticos: el Internationaler Psychoanalytisch Verlag alza vuelo y ella se involucra con fervor. Freud se alegra de ver a su hija trabajar en sus sombras, pero muy pronto se topa con el escollo del vínculo demasiado íntimo que los liga. Cuando Anna decide trabajar a su lado, expresa el deseo de colocarse frente a él. Sin embargo, Martha se opone esa distribución de los escritorios. El psicoanálisis, al que califica como una “forma de pornografía”, no encuentra apoyo alguno en ella, y el hecho de que Anna lo convierta en su oficio simboliza de cierta manera la ruptura radical con las raíces maternas, en provecho de un afán por la figura del padre. En 1923, Anna sensación de interpretar un papel secundario, en tanto analista está en primer plano. Y su apoyo recién comienza. De su primer contacto con Inglaterra durante el verano de 1914 quedará un recuerdo de repercusiones inesperadas para la alianza que forma con su padre. Anna tiene diecinueve años cuando conoce a Ernest Jones, de quien Freud desconfía; teme ver a su hija ceder a sus avances. Porque el británico le resulta interesado por la mediación de la joven para poder llegar hasta él. Pero en realidad, Anna solo tiene ojos para la amante de Jones, Loe Kann. Primer pretendiente rechazado, Ernest Jones le confesará al final de su vida que siempre estuvo enamorado de ella. En 1920, cuando Anna acompaña a su padre al VI Congreso Internacional de Psicoanálisis en La Haya, conoce a Hans Lampl, amigo de su hermano Martin, a quien más de una vez le hubiera agradado aislarse de Freud para conversar con ella. Pero este se opone a esa unión e incluso consigue persuadir a Anna, entonces en análisis con él, de la paranoia de su joven amigo. Ningún hombre al fin y al cabo es lo suficientemente bueno para ella. Las barricadas autoritarias que erige el padre alrededor de su hija la recluyen en el islote del saber psicoanalítico,

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y Freud compartirán la misma sala de espera. Si bien como hija tuvo la

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que aún permanece yermo para ella. En busca de su femineidad, Anna parece no sentirse agraviada por aquel embargo sobre su vida afectiva. En cambio, está persuadida del acierto en sus elecciones, cuando en el congreso oye hablar a Hermine von Hug-Hellmuth sobre el análisis de niños. Su presencia junto a su padre vale como entronización entre los especialistas. Entonces Freud toma conciencia de que Anna le es indispensable: es la hija cuyo nacimiento aquel día invernal de 1895 ahora entiende. Anna debe estar ahí puesto que Sophie acaba de morir. La hija tan amada, la hermana tan celada sucumbe en 1920 a una fulminante epidemia de gripe que se cierne sobre el norte de Alemania. El dolor, ligado a la pérdida de su hija, aterroriza al padre entre llantos. La pulsión de muerte existe de veras, tal como explica en Más allá del principio de placer, que representa un hito. ¿Cabe ver allí el deseo de reparar lo no dicho, a menudo sustituido

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por las declaraciones de buenos sentimientos? Anna contempla adoptar a Ernst, el hijo de Sophie, con quien podría desarrollar una mejor relación que la que había tenido con su hermana, una relación digna del obligado amor fraternal. Los niños que tuvo a su cargo durante la guerra se reflejan un poco en ese chiquillo de seis años. El hermano menor de Ernst, Heinz, fallece en 1923, año en que se confirma el cáncer de Freud. Para Anna, los acontecimientos son las señales de un destino que ahora le atañe como propio. Pero persisten tantas dudas… Entre 1918 y 1920, Freud la recibe en análisis, pero tiene la sensación de que la palabra terapéutica no puede desprenderse de una afectividad demasiado grande: Anna no se libera de aquello que la carcome, de aquello que la hace cuestionar. Además, Freud debe rendirse ante algo obvio: su hija tiene tendencias homosexuales. Luego de aquella intervención de Lou Andreas-Salomé, Anna prosigue su análisis con ella, de 1922 a 1924. El vínculo que la une con la gran amiga de su padre simboliza su búsqueda de un modelo femenino que no juzgue ni obstaculice su naturaleza. Cuando el 18 de mayo de 1922 le confiesa haber tenido un sueño diurno que la ponía en presencia de un personaje femenino en situación amorosa y haber recibido de Freud el consejo de olvidar el episodio, Lou Andreas-Salomé le contesta de forma indirecta, y en varias cartas, que siempre hay que anhelar que los sueños se convier-


tan en realidad. Ese análisis epistolar, cuya profundidad y generosidad quedan confirmadas por unos pocos encuentros en Göttingen entre 1919 et 1937, brinda a Anna una amistad inquebrantable: la espléndida femineidad de Lou Andreas-Salomé, aun siendo mayor, lejos de inhibirla le resultará protectora . Lou encarna esa potencia de vivir y de amar que ella también posee y debe poner a disposición de todos sus emprendimientos. Anna hereda de aquella hermana mayor maternal, que la escucha y la aconseja, el don de ver la vida con belleza y liviandad. El 6 de abril de 1923, Lou le escribe: hay que abordar cada instante desde la obviedad de lo que es y debe ser. La muchacha siempre le estará agradecida por aquellas palabras liberadoras y le enviará todas las señales afectuosas que tanto echa de menos su vieja amiga en su refugio de Göttingen. Lou relee ante todo el primer ensayo de Anna, “Fantasías de flagelación y sueño diurno”, que arroja una nueva luz sobre la fantasía como fuente de placer a la vista de la violencia sufrida por otro. Ese ensayo es objeto de una conferencia en el Congreso de Berlín, en la parte personal sea juiciosamente incorporada al análisis didáctico del tema de la fantasía: el cimiento mismo de la reflexión de Anna es el ensayo de su padre “Pegan a un niño”, publicado un año antes. Al ser admitida como miembro de la Sociedad Psicoanalítica de Viena en 1922, inicia años de responsabilidad al servicio de la causa psicoanalítica y de presencia continua junto a su padre. Annus horribilis, 1923 acumula las malas noticias: detectan el cáncer de Freud. Una operación desafortunada e inútil termina debilitándolo aún más y confronta a Anna con lo evidente: su presencia es indispensable para su padre. Al transcribir sus manuscritos, ejerce una actividad sostenida en el seno de la Sociedad, lo que poco a poco la impone como lectora y exégeta confirmada del psicoanálisis freudiano. “Con ayuda de Anna y de la máquina”, escribirá Freud a Lou Andreas-Salomé el 10 de mayo de 1925, él hace frente a todas sus obligaciones epistolares. Tan vital como la técnica, Anna se convierte en mirada cuando los ojos de su padre flaquean, en escriba para alivianarlo de su reflejo de escribir. La enfermedad, además de la muerte de su nieto, vencen al anciano. Pero Anna está allí para levantarlo y proseguir su obra en simultáneo.

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mayo de 1922. Lou Andreas-Salomé ayuda a Anna a trabajarlo, para que

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Con la publicación de “Un síntoma histérico en un niño de dos años y tres meses” en la revista Imago, la joven se impone en el mundillo, reemplazando también a su padre en los distintos congresos a los que ya no se encuentra en condiciones de asistir. A los casi treinta años de edad, Anna Freud necesita alejarse de la sombra paterna: al elegir tratar a los niños como se procede con los adultos, inicia una nueva era del psicoanálisis, inaugurada antes que ella por Hermine von Hug-Hellmuth y, en la misma época, cerca de allí, por aquella que se transformará en su acérrima rival, Melanie Klein. Lou Andreas-Salomé presiente en su joven amiga la dudosa tentativa de dedicarse plenamente al psicoanálisis sin hacer abstracción de su formación como maestra. La pone en contacto con August Aichhorn, quien desde 1918 dirige una casa para jóvenes delincuentes. Miembro de la Asociación Psicoanalítica de Viena, Aichhorn es junto con Siegfried Bernfeld uno de los impulsores de

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los cursos de psicoanálisis para docentes. La cosa es nueva: enseñar la ciencia de los sueños seduce de inmediato a Anna, que soporta de lleno la fuerte influencia de esas dos personalidades del círculo freudiano con grandes ventajas para su evolución profesional y que se distinguen de los demás miembros del grupo al dar intervención a la pedagogía. El eco que esto aporta al pensamiento freudiano también la inscribe en una corriente autónoma con sed de novedad, que muestra todos los recursos que contienen esas ideas susceptibles de ser colocadas al servicio de la juventud. Anna sabe que ha encontrado su vocación. Asimismo, su encuentro con Dorothy Burlingham supone un giro feliz para sus días. Dorothy Burlingham llega de los Estados Unidos con sus cuatro hijos en busca de un especialista para el mayor de ellos, Bob, que padece ataques de angustia y de cleptomanía. Desde el inicio del tratamiento en el otoño de 1925, Anna se encariña con el niño y pronto, con toda la familia; tan es así que con Dorothy, hermanas gemelas vestidas con iguales ropajes, trabarán una amistad amorosa que la primera negará toda su vida. En realidad, la historia que las une es contemporánea a la entrada de Anna en la comunidad psicoanalítica, donde sienta las bases de su práctica con los niños Burlingham. Es más, muy rápido, en 1926-1927, comienza a enseñar en el Instituto de Viena y a dar las conferencias


sobre técnica del psicoanálisis del niño que conformarán la primera parte de su primer libro, El tratamiento psicoanalítico de los niños. Publicada en Alemania en 1927, la obra sobreentiende una oposición a las tesis de Melanie Klein, profesional ya reconocida en Europa Central que acaba de incursionar en Londres. El juego del niño sería el equivalente de la libre asociación en el adulto: los británicos quieren explotar esa tesis vanguardista. Tras la lectura de las conferencias de Anna Freud que enfrentan al análisis kleiniano, la Sociedad Británica de Psicoanálisis organiza un simposio sobre psicoanálisis infantil, durante el cual Melanie Klein responde a tal oposición: su ponencia, “Coloquio sobre el análisis de los niños”, representa asimismo un primer balance de sus propios años de experiencia como psicoanalista, años recargados por las tragedias de su vida personal. Así comienza lo que será una de las disputas más largas y sinuosas entre escuelas psicoanalíticas. El texto de Anna no encuentra traductor para una edición en inconsagrado entre sus colegas al mismo nivel que su adversaria. La reacción de Freud es virulenta y va directamente dirigida a Ernest Jones, quien, según él, habría valorado a Melanie Klein en desmedro de su hija. Cuando Klein fomenta la independencia de sus pequeños pacientes, Anna juzga que el superyó de los menores depende del de sus padres. La oposición entre ambas mujeres se entiende al leer las siguientes líneas: “El analista reúne en su persona dos tareas difíciles y en el fondo contradictorias: tiene que analizar y educar, es decir que debe al mismo tiempo permitir y prohibir, desatar y volver a atar”.54 Anna Freud camina tras los pasos de su padre al interpretar los sueños diurnos de sus pacientes, así como sus dibujos. Pero desresponsabiliza completamente al niño de su compromiso ante el analista, puesto que cae de maduro que son los padres los autores del encuentro. Sin la ayuda de estos, la terapia no puede llegar a término. La presencia de ellos entre el niño y el analista es tal, que ostentan todo poder de 54 Anna Freud, Le Traitement psychanalytique des enfants (1951), trad. de Anne Berman, París, PUF, 1981, p. 71. (Traducción al español. Freud, A. Psicoanálisis del niño. Buenos Aires: Editorial Paidós.)

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glés en la Biblioteca Internacional de Psicoanálisis, lo cual la habría

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decisión e impiden inconscientemente que el niño proceda a asociaciones libres que el juego podría fomentar. En efecto, Anna reconoce a Melanie Klein el haber introducido las actividades lúdicas en el análisis, pero su interpretación de las reacciones difiere por completo: mientras que esta última revela un apego arcaico del joven paciente a su madre, Anna Freud se basa en la influencia de la realidad parental, y por lo tanto, educativa; dice continuar esa palabra pedagógica, siendo que el niño no está en condiciones de buscar ni el sentido ni el objeto de su intercambio con el analista. La transferencia resulta, según ella, imposible, contrariamente a lo que postula Melanie Klein, que focaliza su acción en la suplencia del rol materno. Tras la guerra, Anna matizará su posición: el analista ya no es un educador, como afirmaba en 1926. En el prefacio de la edición de 1946, minimiza su discurso pedagógico para valorar el aporte psicoanalíti-

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co. El apego del niño a su célula familiar, con sus padres en el centro, es el factor insoslayable del éxito del análisis, pero también una forma de obstáculo para la plena emancipación de su palabra. Cuando más adelante Anna aluda a “la educación psicoanalítica”, hallará un consenso entre sus primeras posiciones y su revisión posterior sobre la función del analista. En El niño en el psicoanálisis, que reúne sus escritos de 1949 a 1968, añade a uno de sus escritos fundadores, Normalidad y patología en la niñez (1965), para explicar precisamente lo mucho que el análisis significa en la prevención de la neurosis. El medio familiar prepara el terreno para el malestar psíquico, de ahí la importancia del mensaje educativo que allí se transmite. Tal criterio “ambientalista” plantea al niño como un sujeto dependiente al que convendría emancipar. Mediante la observación de sus hábitos, de su actitud, de sus reacciones, Anna establece una psicología del sujeto y le aporta una aproximación psicoanalítica, buscando las causas de su malestar y contemplando al adulto que será. ¿Cómo venir en su ayuda para salvar su equilibrio? Ese será el meollo de su compromiso como analista infantil. La desenvoltura finalmente se adueña de esa muchacha un tanto tosca, cuyo futuro sus progenitores no sabían contemplar. Entregada a su padre, concilia su vida familiar con las estrechas relaciones


que mantiene con los colaboradores de la Sociedad y se involucra en la edición de las obras completas de Freud, las Gesammelte Schriften, terminada en 1924. Desde su encuentro con Dorothy Burlingham, Anna Freud encontró un sentido a su vida personal. La estadounidense vive en un departamento ubicado arriba del de la familia Freud y adquiere un lugar privilegiado junto a la pareja que forman padre e hija. Los acompaña de vacaciones, convirtiéndose en la amiga indispensable con la cual Anna concreta el proyecto de comprar una granja cerca de Viena. De Austria a Inglaterra sus destinos están sellados. La presencia de las mujeres es pregnante en la vida de Anna. Se hace amiga de Eva Rosenfeld, madre de una de sus pacientes, y juntas crean en su residencia, siempre en compañía de Dorothy, un espacio para recibir a niños en análisis; entre otros, allí ejerció Erik Erikson. La actividad de Anna la convierte en la mensajera de otra imagen del psicoanálisis: ligada al esfuerzo de educar al joven sujeto, es otra la mirada que se tiene. Ofrece a los niños de familias desfavorecidas la posibilidad vo de psicoanálisis. En 1929, apunta a los barrios obreros, donde los educadores necesitan ser formados en ese nuevo enfoque del niño y el adolescente. Más adelante, en 1937, su apoyo se dirigirá también a las madres que trabajan como empleadas domésticas, que hallan en la guardería Jackson –llamada así por su rica mecenas, la psicoanalista americana Edith Jackson– un espacio solidario para dejar a sus hijos. Allí, Anna Freud no escatima en visitas ni consejos en cuanto al desarrollo y bienestar de estos pequeños pupilos de un día. En paralelo, Freud se apoya definitivamente en su hija, sobre todo en atención a la evolución política del país. 1933 marca el comienzo de otra era. Segunda adjunta del presidente de la Asociación Psicoanalítica de Viena, directora del Instituto de Enseñanza Psicoanalítica de Viena, vicepresidenta de la Asociación Internacional, Anna Freud acumula responsabilidades que la convertirán en la destacada personalidad del psicoanálisis freudiano. Desarrolla aspectos primordiales, poniendo en entredicho la transferencia del paciente con el analista como obstáculo para la terapia, así como duda de la capacidad del niño para practicar la libre asociación de los hechos y las ideas. Cuando

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de consultar a un terapeuta en el ambulatorio de Viena, centro acti-

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en Austria, en 1936, y en Londres, un año más tarde, publica su obra principal El yo y los mecanismos de defensa, libro regalo que obsequia con motivo de los ochenta años de su padre, Anna se pronuncia en contra de la práctica inglesa y prepara el terreno para las grandes controversias que salen a la luz en 1941. El volumen inaugura nuevas tesis sobre los modos de defensa que el individuo (el yo) adopta en contra de su naturaleza pulsional, contenida en lo que Freud llama, a partir de la segunda tópica, el ello. La actitud esquiva, la agresividad o, al contrario, una generosidad demasiado altruista, son posibles reacciones a los conflictos que plantea la vida exterior. Si hay una edad de las torpezas y los titubeos, esa edad es la adolescencia. Corresponde al analista la delicada labor de relacionar los síntomas de defensa, el contraataque del yo y el efecto producido en las asociaciones del paciente. Al enumerar entonces los distintos mecanismos de defensa, la

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obra se impone en los Estados Unidos entre los representantes de la Ego Psychology. Las entrañas del inconsciente no serán accesibles, a menos que se pase por una “psicología de la conciencia”. Anna Freud es una de las primeras en tener una aplicación psicológica de los datos del psicoanálisis y, en ese sentido, provoca una apertura de la teoría freudiana y su adaptación a un mundo en movimiento. El 12 de marzo de 1938, el Anschluss cae como un hacha sobre los proyectos de cada uno. El 22, Cuando Anna es arrestada por la Gestapo, Freud se percata de que el peligro se está propagando como una mancha de aceite. Él, que se había negado al exilio, se retracta: ha llegado la hora de ponerse al resguardo de la amenaza nazi. Del 9 al 10 de noviembre, los judíos alemanes serán deportados, asesinados, saqueados por miles durante la Noche de los cristales rotos. Los Freud se sobreponen a las dificultades y parten de Viena el 4 de junio, con ayuda de Marie Bonaparte y William C. Bullitt, el embajador de los Estados Unidos en París. La llegada al barrio londinense de Hampstead inicia un período que aún no tiene los acentos trágicos que se podían entrever. La casa de Maresfield Gardens 20, con sus muros de ladrillos rojos, parece formar una muralla para el clan que representan los Freud una vez reunidos. Esas sonrisas en las fotos amarillentas no revelan en apariencia la tribulación relativa al exilio. Un anciano


encorvado se dirige a Anna, busca su hombro para hallarle un sentido al viaje. La llamó una última vez, para decirle lo insoportable que le estaba resultando el dolor. ¿Para qué seguir viviendo? A regañadientes, Anna sabe que debe avenirse a la decisión de su padre, quien muere el 23 de septiembre de 1939. Anna se convierte en el pilar de la familia, en una presencia indispensable para el movimiento psicoanalítico y en la garante de un legado. Sin embargo, los años de la guerra y de la posguerra son sumamente difíciles. Lo que Anna sabe de los Estados Unidos es que el psicoanálisis alemán está amordazado. Si quiere hacerse un lugar entre los anglosajones, entonces debe aceptar la lucha con los kleinianos. Su seminario de psicoanálisis del niño se reanuda, pero no es acompañado por sesiones de análisis. Sus ansias de crear guarderías según el modelo de las de Bernfeld siguen vigentes. El Anschluss ha impedido el desarrollo de las guarderías Jackson. También recuerda el hogar Baumgarten, orfanato mixto que, en 1919, instauraba para los nipor la teoría marxista. Su nueva vida en Londres significa obligatoriamente una revisión del proyecto iniciado en Viena: con Dorothy crea las Hampstead Nurseries, que hasta 1945 cobijan a los niños víctimas de los bombardeos. Anna dirige allí tres centros infantiles, recibe y tranquiliza a las madres obligadas a dejar a sus hijos. En un relato de “casos” (Niños sin familia, 1944), expone el destacado papel de cada “madre coraje” que, en ausencia del padre, asume la educación de su hijo, vence sus miedos durante los raides aéreos, al tiempo que sale a trabajar a la fábrica de armamento. El niño se le presenta en la miseria de su desamparo, acompañado por su peluche, ya sea un muñeco o un trozo de tela que le recuerde el calor del cuerpo de su madre. Donald Winnicott sabrá retomar ese “objeto transicional” que consuela al niño del amor que la madre ausente, y a veces deficiente, todavía siente por él. Anna Freud explica haber comprobado la terrible culpa que invade al niño, que se cree indirectamente causante de su aislamiento. Luchar contra ese sentimiento de exclusión es todo el trabajo que compete a las niñeras y los terapeutas. Asimismo, a Anna se le ocurre reunir a los niños en grupos de cuatro, de ahí el nombre de “agrupamiento

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ños judíos un enfoque psicoanalítico, sin autoridad pero influenciado

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familiar”: una madre sustituta responde a las necesidades de sus protegidos. Anna tiene el don de saber manejar el sufrimiento del otro: después del dolor de su padre, el de los niños anónimos –que acaso le recordara el propio–. Martha, su madre, nunca le dio muestras de una genuina complicidad; muy por el contrario, su mirada siempre fue tajante a la hora de corregir a su hija, aun siendo adulta, en cuanto a su vestimenta o a su función de analista. Anna, que fue la única de las hijas que estudió, aunque no fuera la carrera de medicina, devino en el eje de una familia dislocada, la salvaguarda de la memoria freudiana y la garante de una tradición de pensamiento. Su vida se desenvuelve junto a Dorothy, quien desde 1941 se instala en su casa. El recuerdo del padre sigue siendo emotivo, manteniendo la memoria viva de los años vieneses. Cuando Martha Freud parte aquel día de noviembre de 1951, la página

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de sus años de juventud se da vuelta definitivamente. Con la creación de las guarderías de Hampstead, el niño es considerado en su íntegro malestar, tanto psicológico como físico. Anna persigue sus objetivos en pleno auge de las grandes controversias que la oponen a Melanie Klein. El año en que estas terminan, acepta poner en marcha dos ciclos de formación paralelos, uno kleiniano y uno freudiano. Así en 1945 surge una nueva revista angloamericana: Psychoanalytic Study of the Child, continuación de Journal of Psychoanalytic Education, una publicación anterior cuya redactora había sido Anna. Es entonces cuando su imagen evoluciona favorablemente en la historia del psicoanálisis: así como de joven dejaba sobrevolar la duda sobre su auténtica autonomía en relación con su linaje, del mismo modo en la adultez, tan pronto como rompe con su país y fallece su padre, participa en el renacimiento del psicoanálisis de posguerra, etapa durante la cual su exceso de responsabilidades la presentó como la guardiana del templo. El lanzamiento de esa revista, publicada en Nueva York y luego en la Universidad de Yale, prueba que el pensamiento freudiano está en condiciones de ser exportado de ahora en adelante. Otra etapa importante: la creación de los Cursos de terapia infantil de Hampstead, donde se dictan clases de psicoanálisis del niño relativas a su desarrollo emocional y a sus


habilidades cognitivas, pero también conferencias sobre educación en la Escuela Maria Montessori. Anna conocía bien a la pedagoga italiana de su época juvenil en Viena, en las Haus der Kinder, donde había aprendido la pedagogía libre sin coerciones. ¿Cómo formarse en materia de escucha, palabra y síntomas del niño? Esa era la pregunta que se planteaba en aquel centro de formación destinado al personal de las guarderías. En verdad, el mundo de la pediatría se interesa cada vez más por la influencia del enfoque psicoanalítico, al tiempo que manifiesta sus reticencias al respecto. En torno a Anna Freud, psicólogos y asistentes sociales debatieron arduamente a favor de una hospitalización del niño en presencia de su madre, dado que el alejamiento es fuente de angustias que frenan la sanación, incluso orgánica. El compromiso de la hija de Freud consiste en fomentar la toma de conciencia en cuanto al poder de la mente sobre el organismo. La rígida distinción entre ambos, que equivocadamente señalan los médicos, está importancia de la formación de los pediatras, los psicólogos y todo educador que esté en relación con el niño que sufre. En ese ímpetu agrupador, afirma un espíritu progresista que favorece el encuentro entre las disciplinas. Reconocida por los médicos, Anna Freud está lista para emprender el gran proyecto que tanto significa para ella: la creación en 1952 de la Clinica de Hampstead y su cursos de terapia infantil, que codirige con Dorothy, figura omnipresente. Esta vez, la investigación clínica sobre el niño cobra impulso realmente. El establecimiento prueba el rol de vanguardia otorgado al enfoque que tiene al niño como centro de interés: se lo somete a tratamientos tanto físicos como psicológicos, y las curas psicoanalíticas se llevan a cabo cinco veces por semana para cada paciente. Dos otros aspectos innovan en el campo del psicoanálisis infantil y convierten a Anna Freud en una pionera, pese a su rivalidad con Melanie Klein. En 1949, detiene el análisis para reflexionar acerca de la configuración que ha de tener el tratamiento del enfermo. Dentro de la clínica, acondiciona un espacio para jóvenes pacientes agobiados por la vida, sean estos huérfanos o pobres, y el enfoque psicoanalítico se pone al alcance

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comenzando a tambalear poco a poco. Anna insiste entonces en la

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de los problemas que puedan plantearse. A ese centro de análisis se agrega una clínica para los más pequeños, donde las madres pueden recibir consejos médicos y psicológicos. Sin embargo, sus esfuerzos no se detienen allí. Quiere demostrar la legitimidad científica del psicoanálisis. Por consiguiente, decide convertirlo en una disciplina sujeta a la investigación. Todo experimento analítico queda asentado en un repertorio, organizado por temas y actividades. Verificar la exactitud de las observaciones corrobora la validez del experimento. ¿Finalmente se pueden catalogar los resultados de varios análisis? ¿Se pueden indexar y comparar criterios de evaluación? Necesariamente surge la duda, cuando sabemos hasta qué punto el enfoque del analista está obligatoriamente sometido a la expresión subjetiva del malestar psíquico por parte del paciente. Anna se planta como heredera: censar y recabar es proporcionar a la teoría

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freudiana una apertura a la modernidad. Freud tenía la ambición de haber descubierto “la ciencia de los sueños”; su hija sigue su ejemplo y accede a “la ciencia del psicoanálisis”, o mejor dicho, busca convertir la disciplina en “una psicología psicoanalítica”, según su expresión.55 Si hay un lugar donde quiere proseguir la obra iniciada por su padre, ese lugar es Estados Unidos: ya desde 1949 se suceden las conferencias y los títulos honoríficos. Tendrá que esperar hasta 1972 para que Viena le otorgue la condecoración de doctor honoris causa, antes de la distinción de doctora honoraria en filosofía del Instituto Goethe de Fráncfort en 1981, tras las huellas de su padre, que había recibido el premio Goethe de literatura medio siglo antes. En 1966 apoya fervientemente la edición anglosajona de las obras completas de Freud, la famosa Standard Edition. Ella misma publica sus escritos en los Estados Unidos luego de su consagración en el Reino Unido. El psicoanálisis se exporta como nunca antes, y los países anglosajones le abren las puertas. Anna Freud se preocupa por darlo a conocer, por transmitirlo y para ello se involucra en la gestión de la comisión de enseñanza de la Asociación Psicoanalítica Internacional. 55

Anna Freud, Le Normal et le Pathologique chez l’enfant, trad. de Daniel Wildlöcher, París, Gallimard, 1968, p. 6. (Traducción al español. Freud, A. Normalidad y Patología en la Niñez: Evaluación del Desarrollo. Buenos Aires: Editorial Paidós.)


Cuando conoce a Marianne Kris, directora del Yale Child Study Center desde 1957, esta le hace una donación para su clínica que proviene de una de sus pacientes que, si bien era mundialmente conocida por sus talentos de actriz de incuestionable glamour, no por ello dejaba de ser una niña huérfana de madre que durante toda su vida había buscado aquel amor quebrado: Marilyn Monroe. Todos los niños de la guerra que Anna trató en las guarderías de Londres están en el centro de sus relatos durante su paso por Yale. ¿Acaso la infancia no es universal, sea esta trágica o dichosa? Anna es finalmente la depositaria de esquirlas de vida, cuyo análisis revela que el trauma marca al joven paciente con el sello de la imposible sanación. A su manera, restauró la palabra del niño, la tornó legítima, abarcando cada historia desde su punto de vista y no desde la visión del adulto. La consideración del sufrimiento infantil es, por otra parte, un parámetro que interesó a los jueces en el caso de las adopciones. Anna Freud instaura el uso del diagnóstico psicoanalítico hacia la esfera jurídica, tal como explicita en Solnit y Joseph Goldstein, de la Universidad de Yale. Postula la figura del “padre psicológico” que sabrá brindar al niño, tanto como un padre o madre biológicos, el amor y la protección que le son vitales. La observación de los niños de las guarderías, pero también de los cuatro hijos de Dorothy Burlingham, que asistieron al desgarro de la pareja parental, da origen a su activa participación en la inserción de un tercero en la célula familiar deficiente. La ley progresa entonces para que el niño tenga un estatuto social mejor definido, lo cual conducirá en Inglaterra a promulgar en 1975 la Children Act, ley que traza las líneas de la adopción. Si bien Anna está en contra del intervencionismo del Estado en los asuntos familiares, sí defiende su necesidad, tanto como la importancia de estudiar los casos litigiosos sin obturar la personalidad psicológica del niño que está en su centro. Mujer de compromiso, Anna Freud deja de lado el confort del consultorio del analista para ocupar el terreno social. Se inscribe en la línea de los representantes de la Ego Psychology, para quienes el hombre es parte integrante de una comunidad. La creación de los centros especializados orientó sus esfuerzos hacia la relación del niño con su

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un libro que registró mucho éxito, coescrito con los profesores Albert

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madre. Y esto es una forma de regresar a aquel eje del análisis que se le reprochó haber desatendido en beneficio de la figura paterna: el surgimiento del yo muestra la capacidad del sujeto para adaptarse a la realidad. Nombrada Comandante de la Orden del Imperio Británico en 1967, Anna Freud terminará sintiéndose adoptada por el país del exilio. Recién retornará a Berggasse 19 en 1971. Su muerte, el 8 de octubre de 1982, tres años después del fallecimiento de Dorothy Burlingham, sella definitivamente el recuerdo de los discípulos que rodeaban al maestro. Anna Freud no recogió la aprobación de todos; no obstante, ocupó el espacio del siglo del psicoanálisis, al que tuvo que erigir contra viento y marea, tras haberse impuesto como figura ineludible de la teoría freudiana. Le dio su vida a su padre y, de manera póstuma, se convirtió en su heroína. Concretó todo aquello por lo cual él había debido luchar.

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Internacionalmente conocida por su empresa de salvaguarda de la obra freudiana, propagándola más allá de las fronteras, recibiendo los honores de los Estados Unidos, estrenó el psicoanálisis en la universidad, donde devino en un saber que se enseña, un campo de investigación y de estudio. Sus textos son una faceta importante del psicoanálisis de niños, que rivaliza con su práctica activa en los centros que ella misma creó. Su reflexión sobre la función del analista, en cambio, evolucionó poco desde sus primeras publicaciones del período de entreguerras. Allí defiende su perfil de educadora, mientras que a lo largo de sus textos restaura el impacto de su palabra. Así, hace emerger otra vertiente del psicoanálisis infantil, en la cual el terapeuta juega un papel de prevención: cambiar el entorno para cambiar al niño y preparar al adulto de mañana, ¿habrá sido ese el deseo que la pequeña niña aislada de sus hermanos pronunció en su fuero interior? Los annafreudianos tendrán el vivo deseo de perpetuar su obra. Agrupados bajo ese nombre tras las grandes controversias, representan una corriente de la Asociación Internacional de Psicoanálisis que valora la dimensión social del enfoque analítico del malestar. Por más que se lo haya prohibido a sí misma, Anna se convirtió en la madre de todos los niños a los que contuvo con sus cuidados. Ella,


que tanto pensó en hacer evolucionar la vida, el sentir y la imagen de la madre en la sociedad, siempre se privó de ser maternal. Finalmente, nunca abandonó la figura protectora de su padre y sostuvo su prioridad. Enferma, envejecerá envuelta en el sobretodo de Freud.

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Las voces de la infancia



Hermine von Hug-Hellmuth Un asesinato que molesta

El análisis del niño y del adulto tienen el mismo objetivo: recobrar la salud del alma.56

Una mujer es hallada muerta, con una mordaza en la garganta. ¿Qué aconteció aquella noche del 9 de septiembre de 1924, en el señorial departamento donde ella vivía, situado en Lustkandlgasse 10? El barrio es más bien tranquilo, está cerca de la Volksoper, la ópera popular de Viena. Se han llevado dinero, han sustraído su reloj de pulsera. ¿Será obra de un merodeador o bien se trata de un crimen vil? La prensa enseguida acapara el tema y busca identificar a la víctima: “Una escritora que se dedica a trabajos científicos, sobre todo publicados en Alemania”, informa la Neue Freie Presse al día siguiente, mencionando el título de una de sus obras: Diario de una chica adolescente. El artículo periodístico precisa asimismo que esa mujer sin historia era de alta alcurnia y pertenecía a la familia Hug von Hugenstein. ¿El asesino tendría algún vínculo con aquella que se hacía llamar Dra. Hermine von Hug-Hellmuth? La policía realiza una pesquisa en su entorno y tal vez se topa con un texto firmado de su puño y letra: Análisis de un sueño de un niño de cinco años y medio. Estamos en 1911: “Tía Hermine, ¿estás despierta? ¡Tengo tanto miedo!”. Y la autora del artículo narra el sueño de su sobrino, que teme que un gran oso lo devore. Aquella noche de septiembre de 1924, el muchacho ingresa por la fuerza en el departamento y, como 56

“De la technique de l’analyse d’enfants (1920)”, intervención de Hermine von Hug-Hellmuth en el VI Congreso Internacional de Psicoanálisis en 1920, en Hermine von Hug-Hellmuth, Essais psychanalytiques. Destin et écrits d’une pionnière de la psychanalyse des enfants, trad. de Dominique Soubrenie, París, Payot, col. “Bibliothèque scientifique”, 1991, p. 197-217.


en su sueño, despierta a su tía. Para salir de la pesadilla que es su vida, la estrangula. Quiere hacerla callar. ¿Quién es Rudolf von Hug-Hellmuth, de dieciocho años entonces, cuando comete lo irreparable? Lleva dinero y el reloj con él. ¿Es realmente ese “don nadie” que describe la prensa? Es el año 1915. Antonia, la madre de Rudolf, acaba de morir. El joven queda huérfano y debe vender las pertenencias de su madre para pagarse el viaje en tren hasta Viena. Su tía va a hacerse cargo de él. Sin embargo, Antonia había hecho todo lo necesario para que Hermine Hug von Hugenstein no se ocupara de la educación de su sobrino. El día de su llegada, sufre un duro rechazo por parte de la mujer que lo recibe y será el principio de una relación autodestructiva y devastadora. Cuando Rudolf nació, Hermine juzgó escandaloso que su hermana

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se atreviera a convertirse en “madre soltera” en la Viena habsburguesa, trayendo al mundo a un niño que mancharía el honor de la familia. Esta era conocida por el servicio que el padre, Hugo Hug, caballero de Hugenstein, había prestado como capitán en el ejército austrohúngaro, antes de ser nombrado teniente coronel en el Ministerio de Guerra. La madre, Ludovika Achelpohl, murió de tuberculosis en 1883, tras vivir ocho años junto a sus dos hijas, Hermine y Antonia. La mujer es amorosa y se aplica a educar personalmente a sus hijas, razón por la cual las dos niñitas recién serán escolarizadas tras su muerte. Tiene la preocupación de prepararlas para un destino al cual no asistirá, puesto que se sabe condenada. Católica y noble por alianza, siempre estará al lado de Hugo Hug, ya padre de la pequeña Antonia cuando lo conoce. La madre del futuro Rudolf había nacido en 1864, producto de un amorío con una mujer de condición demasiado modesta para que Hugo fuera autorizado a desposarla. Pero sus padres declaran su nacimiento en 1869, con el objeto de que pase por hija legítima el fruto de su unión. Hermine ve la luz dos años después, el 31 de agosto de 1871, y su vida estará signada por la pérdida de hermanas menores de temprana edad y por la enfermedad de su madre, que fallece cuando Hermine tiene doce años. Las dos hermanas crecen atizando unos feroces celos entre sí, en lugar de un sentimiento de sostén mutuo.


La infancia de Hermine está condicionada, pues, por una historia familiar complicada y su propia evolución depende estrechamente de ello. Primera psicoanalista dedicada a los niños, parece no haber hecho otra cosa que responder a una pesada herencia. Su labor docente tampoco es una elección ingenua, pero sus primeros pasos en la universidad la llevan a abandonarla. Afectada por la muerte de su padre en 1898 –entonces ella tiene veintisiete años–, aprueba el examen de ingreso y se vuelca a la carrera de Filosofía. Su hermana le sigue los pasos, obteniendo ella también un doctorado en Filosofía. Pero lo que interesa a Hermine tiene que ver con la radioactividad, por lo que defiende un doctorado especializado en Física. ¿Acaso no fue Marie Curie la mujer que la inspiró? Investigación sobre las propiedades físicas y químicas de los depósitos radiactivos sobre el ánodo y el cátodo: ese era el título de lo que en Alemania ya se llamaba una disertación. Conceder a las mujeres el derecho a estudiar y a ser ciudadanas con todas las de la ley fue un avance mayor de las mentalidades de la época. La pasión le permite enseñar en la escuela media. La llegada de su sobrino a su vida reperfila sus proyectos, al tiempo que influye en ellos. Rudolf Otto Helmut Hug, más comúnmente llamado “Rolf”, habría podido crecer junto a su padre, Rudolf Rossi von Lichtenfels, director de la escuela que empleaba a Antonia. Sin embargo, esto no ocurre porque Hermine le presenta su sobrino a un amigo que acaba de conocer: Isidor Sadger, quien se convertirá no solo en el tutor del menor en 1919, sino en aquel que introducirá a Hermine en Freud, dirigirá su terapia y le hará descubrir el psicoanálisis. Hay quienes saben que la novela familiar se compone de esquemas semejantes: la figura del hijo ilegítimo habrá acompañado a Hermine desde la infancia: primero su hermana, luego su sobrino. Fue moldeada por tales acontecimientos, en aquella época vergonzosos y repudiables. El cuidado del niño no solo reveló en ella la aspiración a ser madre, sino que también la perturbó: con la impresión de vivir su vida a través de la vida de su hermana, se adentra en la educación de ese chiquillo desorientado, dependiente, que a su vez debe luchar por sí mismo contra un fuerte sentimiento de exclusión. De parte de ella, Rudolf soporta

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por los estudios se apodera de Hermine y la obtención de ese diploma

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una autoridad que podría haber sido suplantada por un amor más maternal. ¿Esto se debe a que es su paciente? Como mujer dogmática que es, sólo lo aloja por tiempo completo a partir de 1917, ya que antes el menor es ubicado en varias familias adoptivas, mudándose diecinueve veces en dieciocho años, bajo la tutela de cuatro personas distintas, entre ellas, el psicoanalista austríaco Victor Tausk.57 ¿Que habrá querido matar en él, qué página habrá querido dejar atrás al ejecutar a aquella que finalmente le permitió crecer acompañado? La falta de Hermine habría sido tomarlo como objeto de estudio, así lo sintió él al leer los ensayos donde ella hace referencia a sus reacciones. ¿Cómo explicar su fascinación por la violencia, siendo que a los cinco años queda atónito ante una escena de asesinato? Cleptómano en más de treinta ocasiones desde esa edad, a menudo sorprende a su tía: “El ruido más ligero me espanta, creo oír pasos en el pasillo acercándose a mi puerta, por la no-

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che me despierto con la impresión de haber oído pronunciar ‘Tía’ […]. A la espera, se agrega también la angustia de saber cuándo el monstruo va a volver a aparecer porque se ha gastado el dinero”.58 Las cartas de Hermine que Isidor Sadger presenta ante el tribunal no dejan ninguna duda acerca del clima de terror en el cual vivía la mujer, de la mutua incomprensión que la ligaba a su sobrino. Isidor Sadger la defenderá. Es un juicio que da mucho que hablar en la prensa vienesa de la época. El muchacho de dieciocho años es tanto más llamativopor que es simpático y carismático. Para gran asombro de los jurados, domina la terminología psicoanalítica, revelando así la influencia del mundillo contra el que se rebela al eliminar a su tía. Es condenado por unanimidad por el cargo de robo, por mayoría por el cargo de homicidio. Al pronunciarse el veredicto, lo esperan doce años de calabozo. Cada 8 de septiembre, se sume en la oscuridad de su celda para conmemorar el día aniversario del drama. Cuando el 1 de octubre de 1930 se beneficia de una reducción de pena y sale de la cárcel, su primer reflejo es solicitar ser resarcido por la Asociación Psicoanalítica de 57 Viktor Tausk, discípulo abnegado e incomprendido de Freud, amante de Lou Andreas-Salomé, paciente de Helene Deutsch, se suicida en 1919. 58 Hermine von Hug-Hellmuth. Essais psychanalytiques. Destin et écrits d’une pionnière de la psychanalyse des enfants, op. cit., p. 259-260.


Viena: ¿acaso no ha hecho avanzar la ciencia al haber sido su objeto de estudio? También acude a Helene Deutsch para que lo tome en análisis, lo cual prueba su estado de extravío. En 1907, cuando el psicoanalista Isidor Sadger dirige el análisis de Hermine von Hug-Hellmuth, ella se entusiasma con las tesis de Freud a tal punto que abandona la docencia. Jubilada de manera prematura, tiene toda la libertad para dedicarse al psicoanálisis, lo cual se concreta con su entrada en la Asociación Psicoanalítica de Viena en octubre de 1913, tras la ruptura con el grupo jungiano. Es la cuarta mujer que ingresa, después de Margarethe Hilferding, Sabina Spielrein y Tatiana Rosenthal. Sus trabajos sobre la psicología del niño la diferencian de inmediato de los demás miembros: los “juegos de niños” están en el centro de la discusión del grupo el 11 de febrero de 1914, tras varios encuentros en los cuales ella participa con asiduidad. Hermine se hace conocida por dos trabajos esenciales, hoy resucitados pero controvertidos.

ediciones internacionales de psicoanálisis, dirigidas por un grupo de discípulos cercanos a Freud, están destinadas a dar a conocer los Escritos fundamentales sobre el desarrollo del alma en una colección única. La editora que prologa el texto detalla que la vida narrada de Grete Lainer es absolutamente fiel, hasta en la más mínima anécdota, y que no ha sufrido ninguna alteración. Una carta de recomendación de Freud, fechada del 27 de abril de 1915, abre la primera edición para ponderar las virtudes del análisis, claras y estructuradas, con las que el autor aborda la psicología de una joven muchacha prepúber, “una alhaja”, escribe. Es la historia de Grete, cuya madre enferma fallece cuando la joven tiene catorce años, dejándola sola con su hermana Dora, que no deja de recordar a Antonia. Se despliega luego el relato de una muchacha que aprende de la vida, de las cosas del amor, para dejar la infancia y alcanzar la edad adulta no sin obstáculos. Las pequeñas naderías de la vida diaria adolescente encuentran su lugar en un estilo de tal sinceridad que en ningún momento hay margen para la duda. Ilustración de una melancolía propia de fin de siglo, donde lo

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En 1919, “una editora” publica el Diario de una joven adolescente de once a catorce años y medio bajo una identidad anónima. Las

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fútil prevalece sobre la gravedad de los instantes, aquel relato fascina a la crítica de la posguerra. Recibe el elogio de Stefan Zweig, de Lou Andreas-Salomé59 y convence al público vienés. Así, se prevé una segunda edición en 1920, una tercera en 1923, y muy rápido una traducción inglesa en 1921 y francesa, aunque parcial, en 1928, a cargo de Clara Malraux. En los círculos psicoanalíticos, se adivina, sin que genere contradicción, que quien ostenta la autoría del texto es la única especialista entonces en niños, Hermine von Hug-Hellmuth. La cuestión de la escritura narcisista se plantea ya en el autonanálisis, nutre el discurso autobiográfico que sirve de soporte a los primeros escritos psicoanalíticos. Los detractores de Freud, trátese del grupo disidente de Alfred Adler o de la Sociedad Británica de Psicoanálisis, creen reconocer en el texto la pluma de un escritor confirmado, una sucesión de episodios ficticios muy inspirados en la realidad. Esta si-

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tuación obliga a Hermine von Hug-Hellmuth a firmar un tercer prefacio, en el que declara ser autora del relato verídico de una muchacha que se sinceró con ella. Al disimularse detrás del discurso analítico, Hermine comienza a aparecer como una falsificadora. ¿Será más bien que es víctima de sí misma, de una vida a menudo trágica sobre la cual experimentó la necesidad de hacer un repaso? Su texto es claramente un auténtico diario psicoanalítico que, en aquella época, no podía ser concebido así. ¿Qué sucede con la verdad en los estudios de caso? ¿Cuál es la parte de ficción en la escritura analítica? Frente a las acusaciones, Freud se ve en la obligación de retirar el libro del mercado. Además, le haría sombra a su hija Anna, que está comenzando a sentar las bases de su pensamiento psicoanalítico, libremente inspirado, en particular, en las tesis de su antecesora. Pero con la muerte de Hermine von Hug-Hellmuth, los fieles del círculo freudiano harán poco caso a esa polémica, elogiando el texto como “documento 59

En una carta del 15 de julio de 1915, Lou Andreas-Salomé confiesa a Freud estar impresionada por la erudición de Hermine von Hug- Hellmuth. Véase Lou Andreas-Salomé, Correspondance avec Sigmund Freud. Seguida de Journal d’une année, trad. de Lily Jumel, París, Gallimard, 1970, p. 41. Su informe sobre la obra de Hermine von Hug-Hellmuth es publicado en Das Literarische Echo (1920), el de Stefan Zweig el 20 de octubre de 1920 en la Neue Freie Presse. (Traducción al español. Andreas-Salomé, L. Aprendiendo con Freud. Diario de un año 19121913. Prólogo y notas de Ernst Pfeiffer. Barcelona: Laertes)


humano de gran valor y, para sus enemigos, objeto de odiosas agresiones y dudas detestables”.60 Del 8 al 12 de septiembre de 1920, Hermine von Hug-Hellmuth presenta en el VI Congreso Internacional de Psicoanálisis de La Haya una ponencia que marca un hito: “Contribución a la técnica del análisis de niños.” Anna Freud y Melanie Klein la escuchan trazar las líneas del tratamiento infantil: comenzar solo a partir de los siete u ocho años de edad y conceder un lugar capital al juego. Quien dice análisis remite también a la educación. Nunca el analista debe ser un padre o madre, como fue el caso del “pequeño Hans”, analizado por su progenitor bajo la supervisión de Freud. El analista conserva su dosis de extrañeza, al tiempo que se torna lo suficientemente familiar como para ganarse la confianza de su joven paciente. Acondiciona para él un marco cálido o incluso acude a su domicilio para que el menor no se sienta desorientado ni abandonado, mientras que también conversa con los padres. Para que la transferencia pueda llevarse a cabo, no duda en poner en escena realidad es un deseo de la familia, el niño aparece con toda su fragilidad durante la primera sesión, cuando lo implícito determina la flagrancia del dolor que lo habita. Como Françoise Dolto más adelante, Hermine von Hug-Hellmuth destacará más las oposiciones del niño que su consentimiento para ser analizado. Saber decir “no” es mucho más portador de enseñanza que la aprobación de los adultos. Cómo “recobrar la salud del alma y restablecer el equilibrio psíquico”, tal es el meollo de su demostración. Su ponencia en el congreso es 61

tan comentada que, por invitación de Karl Abraham, acepta ir a Berlín en agosto y septiembre de 1921 para dictar un ciclo de cursos titulados “Psicoanálisis y educación”. Allí reitera que el análisis infantil es ante todo un análisis del carácter, una educación, como pudo comprobar a lo largo de sus consultas desde 1915. Entre práctica y conferencias, cuenta con la confianza de sus pares. No le quedan más que tres años 60

Joseph K. Friedjung, “Hommage de la Vereinigung”, Internationale Zeitschrift für ärztliche Psychoanalyse, 20 de octubre de 1924, p. 334, citado in Hermine von Hug-Hellmuth, Essais psychanalytiques, op. cit., p. 247-248. 61

“De la technique de l’analyse d’enfants (1920)”, ibid., p. 197.

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su discurso y en comportarse con simpatía. Sabiendo que la cura en

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de vida. Hermine von Hug-Hellmuth inaugura un ámbito inédito del psicoanálisis, un campo fértil que Anna Freud y Melanie Klein se preparan para hacer fructificar si no fuera por la enemistad personal que allí reina. Efectivamente, con la llegada de la hija de Freud al círculo en 1923, Hermine adivina en ella a una rival y se hace a un lado. Así y todo, encabezará la primera consulta para niños en el dispensario psicoanalítico de Viena. A Anna Freud, le inspira la idea del papel educativo del terapeuta y la edad límite para iniciar el análisis, a lo cual Melanie Klein se opondrá. En cambio, esta se acercará a la teoría de la utilización del juego y de las ambiciones del analista: analizar y no educar. Una critica a la otra, en una relación en la cual Hermine tercia como mediadora no autoritaria: sus jóvenes colegas retomarán por cuenta propia una argumentación caída en el olvido, que se revelará como un trampolín para las reflexiones que las colocan en calidad de psicoanalistas de vanguar-

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dia. Pese a los desacuerdos, Melanie Klein reconocerá el rol fundador de su antecesora en el psicoanálisis del niño,62 no así Anna Freud, que permanecerá silenciosa. Sin embargo, la acción de Hermine von Hug-Hellmuth a favor de la infancia tiene motivos para impresionarlas. De 1912 a 1921 publica siete artículos en el centro de una sección de Imago, cuyo título, “De la verdadera esencia del alma infantil”, la consagra como especialista de los niños, la única que los analiza desde 1916. La aprehensión del espacio, –donde el cuerpo fantaseado del niño se choca con la realidad– y la concepción del tiempo – en la que los recuerdos de infancia constituyen un bagaje al servicio de la memoria, que muy rápido se borra a expensas del adulto en devenir– expresan la singularidad de estos textos a los cuales la época no está acostumbrada. Finalmente, se termina aceptando hablar del niño en igualdad de condiciones que el adulto. En vísperas de su muerte, Hermine von Hug-Hellmuth se introduce plenamente en los círculos berlineses y vieneses, donde a raíz de la creación de un ambulatorio, en mayo de 1922, es nombrada responsable de los cursos de formación. Esas clases dan lugar a una serie de conferencias, publicadas 62 Melanie Klein, “Colloque sur l’analyse des enfants (1927)”, Psychanalyse d’enfants, trad. de Marguerite Derrida, París, Payot, 2005, p. 49-108, en particular p. 51-55. (Traducción al español. Klein, M. El Psicoanálisis De Niños. Buenos Aires: Editorial Paidós.)


en 1924 bajo el título programático Nuevas vías para la comprensión de la juventud. Conferencias psicoanalíticas dirigidas a padres, docentes, educadores, médicos escolares, maestras jardineras y asistentes sociales. Huelga aclarar que el público frente al cual la psicoanalista se siente útil para explicar “El juego del niño” o “Las cuestiones de educación” es vasto. Con un lenguaje simple, didáctico y abierto a las experiencias innovadoras, se identifica con “la genial teoría de Freud” y confirma sus propias tesis desarrolladas desde sus comienzos, ubicándose en el núcleo de una dinámica social: el psicoanálisis puede ser objeto de un planteo progresista. Cuerpo y alma, sadismo y masoquismo, masculino y femenino, amor de objeto y narcisismo, pulsión y represión conviven en el análisis del juego del niño, escindido entre la felicidad y la importancia de crecer. Corresponde a los adultos colocar al alcance de este las claves de su evolución. ¿Pero acaso son capaces de ser garantes de ello? “Las más de las veces, en la educación se dan pasos en falso que, en lugar de atenuar de forma artificial. Ora una gran severidad, ora una ternura demasiado grande, y casi siempre una educación sin lógica, dan origen a daños que luego sufren padres e hijos en igual medida. Antes que los niños, son los padres los que deberían analizarse; entonces, sin duda menos niños necesitarían hacerlo”.63 Las palabras de Hermine von Hug-Hellmuth parecen responder a las Cartas de niños,64 que muestran qué tanto el soporte epistolar puede obrar por la comprensión del alma infantil: quejarse del entorno, reclamar la presencia de un padre deficiente, relatar las tonterías del día expresan el sufrimiento de sus jóvenes autores. Esas cartas, sostén del análisis al mismo nivel que la verbalización de los males, exhiben la búsqueda de lo íntimo en la que analista y analizados están comprometidos. Viniendo de una mujer que conoció la maternidad por interpósita persona y que por ella morirá, es por demás perturbador constatar su viva escucha del deseo del paciente. Según ella, la transferencia positiva

63

“De la technique de l’analyse d’enfants”, in Essais psychanalytiques, op. cit., p. 217.

64

Publicadas en 1914, ibid., p. 122-143.

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una propensión negativa o una experiencia nociva, las ponen en valor

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con el analista compensa ampliamente la deficiencia de los padres, que a su modo están pidiendo reparación. El niñito que llamaba por la noche a su tía Hermine finalmente no tuvo otra alternativa que matar ese amor materno que siempre se le había negado. El destino de Hermine von Hug-Hellmuth siguió la vía tradicional que se ofrecía a las colegas de los círculos psicoanalíticos, salpicada por las dificultades inherentes al hecho de ser mujeres. El compromiso de todas ellas para finalizar un doctorado y ejercer una profesión, las más de las veces a expensas de sus vidas personales, fue un auténtico reto. Pero el asunto del Diario turba en cierto punto el retrato de una analista no médica que inspiró a sus colegas posteriores, sin que estas titubearan a la hora de desacreditar la novedad de sus tesis. Con todo, “el alma infantil” jamás había atravesado semejante exégesis. A través de su trágica relación con su sobrino, su muerte violenta parece castigarla

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por haber querido ser sincera consigo misma, acaso por primera vez.


Melanie Klein Cómo curarse de la infancia

Una buena relación con nosotros mismos es una de las condiciones para dar testimonio de amor, tolerancia y sabiduría hacia los demás.65

Melanie Klein muere el 22 de septiembre de 1960 sin haberse reconciliado con su hija Melitta. ¿No es el colmo para quien fue la fundadora del psicoanálisis de niños, frente a la cual las generaciones futuras se reconocieron en deuda pese a las desavenencias? Como iniciadora del kleinismo, una de las grandes corrientes renovadoras del freudismo, ¿habrá vivido Melanie Klein con independencia su labor de analista y su itinerario de mujer sufriente, su derrotero de madre de la incertidumbre? Desde sus comienzos, su pensamiento asombra, e incluso molesta: le otorga al niño pequeño el lugar necesario para la comprensión del adulto; ese recién nacido devenido en un extraño, del cual no enaltece sus bienaventuradas sonrisas sino más bien sus pulsiones agresivas. Nacida en Viena, radicada en Budapest y luego en Londres, jefa no médica de la escuela inglesa de psicoanálisis, Melanie Klein prefigura un cosmopolitismo indispensable para la emancipación de la mujer moderna. Es un reto encarar su destino. Solo un homenaje humilde estará a la altura de su memoria, noble pero embarazosa. ¿Habrá sido el psicoanálisis la válvula de escape salvadora de sus heridas de la infancia para que se haya visto llevada a crear su propio templo? ¿Cómo explicar 65 Melanie Klein, “L’amour, la culpabilité et le besoin de réparation (1937)”, L’Amour et la Haine, trad. de Annette Stronck, París, Payot, col. “Petite Bibliothèque Payot”, 1982, p. 73-150, p. 149. (Traducción al español. Klein, M. Amor, culpa y reparación. Otros trabajos (1921-1945) Buenos Aires: Editorial Paidós.)


los antagonismos ligados a un recorrido incomprendido por su propia familia, tratándose de ella, la teórica del niño? ¿Qué más normal, lamentablemente, que ser la hija no deseada de una pareja en discordia? Su madre Libussa es la figura despótica con la cual deberá medirse toda su vida. Aquella que le dio la vida el 30 de marzo de 1882 le exigirá permanentemente que justifique su presencia. El fallecimiento de unos deja un espacio abierto al dolor de los sobrevivientes: Sidonie, una de sus dos hermanas mayores, muere de tuberculosis cuando Melanie apenas tiene cuatro años. A los dieciocho, se encuentra sola frente a su madre, aplastada por el deceso de su padre, antes de que su hermano Emmanuel fallezca también. Ningún hombre reemplazará a aquel por el cual experimentó fuertes sentimientos, a menudo ambiguos. Mujer de una época sin concesiones para con aquellas que se empecinan en acceder al saber, Melanie abandona sus proyectos

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de ser médica y luego psiquiatra. Un año después de la muerte de su hermano, en 1903, se casa con su amigo Arthur, recibiendo de él el apellido que iba inscribirla en la posteridad: se convierte en Melanie Klein. Moriz Reizes es el nombre de su padre, judío polaco de Galitzia que se afincó en la localidad vienesa de Deutsch-Kreutz como médico generalista, en lugar de obedecer a la tradición y ser rabino. Forzado a casarse una primera vez, se divorcia rápidamente para desposar en 1875 a Libussa Deutsch, veinticuatro años menor que él, quien mantiene en alto la tradición judía de los eslovacos en la Viena católica. Mujer bella y culta, toca el piano, habla en francés, es el modelo de sus tres hijas, Émilie, Sidonie y Melanie. Independiente y original, administra una tienda de plantas y reptiles para hacer frente a los problemas económicos de la pareja. Recurre a su hermano abogado, Hermann, para que instale a la familia en un suntuoso apartamento donde Reizes acondiciona su consultorio de dentista. Como figura dominante, no da demasiada rienda suelta a la calidez materna. El corazón de Melanie más bien la reemplaza por Sidonie, quien le enseñará a leer y a contar. La configuración familiar podría explicar las fases depresivas de la última hija, acentuadas por el fallecimiento de su hermana. Durante mucho tiempo, Melanie tendrá la sensación de deber sustituirla. En esa vida que no parece pertenecerle, su temperamento permanece confiado y persuadido


de que la mujer tiene un rol que desempeñar. De su infancia guarda el recuerdo de años felices, pese a la frialdad de su padre, al que sin embargo admira. Era un hombre de una gran cultura al que ella habría apreciado igualar en francés, idioma aprendido junto a sus institutrices, quienes finalmente le brindan toda la atención que él, ya con cincuenta años cuando ella nace, no está en condiciones de ofrecerle. El hombre no carece de ambiciones respecto de esa hija, pese a su preferencia por Émilie, la mayor. Es sin duda para honrarlo que Melanie decidirá estudiar y su madre no se opondrá. Ambos forman una pareja consolidada en torno a los silencios de la mesa familiar, observando por tradición la confesión judía y conscientes de que sus hijas podrían desear algún día convertirse. Idea que se cruzó por la cabeza de la pequeña Melanie, cuando a los ocho años vio a unos niños católicos correr hacia el cura y besarle la mano. Su padre también le da la mano para que regresen juntos a casa después de su trabajo. Melanie busca esas demostraciones de amor y las conserva arraigadas en lo más profundo de su ser. Prefieafirma con éxito y malicia. Su hermano admira en ella su afán de progresar, mientras que él se entrega a sus veleidades. Así y todo, Melanie le profesa una infinita admiración. Lo sigue por el mundillo bohemio de Viena, en el cual él trabaja su gusto por la escritura. Ambos aman leer a Arthur Schnitzler, Karl Kraus y Nietzsche. Su pasión mutua tiene sus raíces en una relación casi gemelar, un amor que la crueldad de la vida afianzó. Emmanuel padece una enfermedad cardíaca a raíz de una escarlatina que contrajo a los doce años. Se inscribe en la facultad de Medicina, luego en Letras, pero termina renunciando a sus proyectos de estudios superiores. Sabe que está condenado. Escribir es vivir; se aleja y se sincera con su hermana, interlocutora privilegiada de sus sueños y deslices. Sabe que ella frecuenta a uno de sus amigos y primo menor de Libussa, Arthur Klein, un joven estudiante en química de la Alta Escuela Técnica de Zúrich, con quien rápidamente acepta casarse. Libussa se alegra por esta unión y, siendo una mujer con un sentido de practicidad nato, le pide a Melanie que vaya a vivir a casa de sus futuros suegros, para poder alojar en la casa a Émilie, entonces embarazada, y a su marido, Leo Pick, quien se

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re exhibir una expresión voluntariosa: la escuela no la intimida y allí se

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hará cargo de la cartera de pacientes de Moriz a la hora de su muerte. Así pues, Melanie buscará hacerse su lugar aislada de su familia y no integrada aún en la familia de su marido: prefiere abandonar la idea de estudiar, sin dejar ver ningún sentimiento de desasosiego. Está esperando a Arthur, que viajó a Italia y los Estados Unidos para formarse como ingeniero. Se casa con él al día siguiente de sus veintiún años, el 31 de marzo de 1903; en simultáneo, llora la muerte de su hermano tan amado, acaecida en Génova el 1 de diciembre de 1902. Con veinticinco años, ¿será su corazón el que habrá gritado su derrota, se habrá desgastado a fuerza de drogas y experiencias duras? Emmanuel nunca había aceptado la boda de su hermana, pese a que la alentaba a casarse. Melanie, su “tesoro”, era la amiga, la confidente y una dinámica de celos inconfesable se había instaurado entre ellos. El destino de ella será el de editar los escritos de Emmanuel. ¿Será para redimirse de su

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matrimonio que ese mismo mes de primavera escribe a la revista Neue Freie Presse solicitando entrar en contacto con el gran crítico danés, Georg Brandes, amigo de Lou Andreas-Salomé? Seguirán trece cartas hasta marzo de 1906 para que este acepte redactar el prefacio del libro póstumo de su hermano. Así, la muerte acompaña el inicio de su vida de mujer y también de madre. Porque la época no disocia los roles. La noche de bodas fue entonces el momento de impronunciables interrogantes: “¿Así es como tiene que ser? ¿La maternidad ha de comenzar por la repugnancia?”, le hace decir a uno de sus personajes novelescos, Anna, en un texto con ecos autobiográficos.66 La obra literaria va a ayudar a Melanie a superar los síntomas de la depresión hasta 1920. Unos treinta poemas y cuatro relatos ponen en escena a personajes femeninos, cuyo monólogo interior delata la búsqueda de un equilibrio tanto sexual como moral. Tal identificación inconsciente la ayuda a sobrevivir a las pruebas que la vida va a hacerle soportar. Enseguida da a luz a Melitta, el 19 de enero de 1904, y elige amamantarla, al contrario de lo que hiciera su madre. A las fases de depresión 66 Selon Phyllis Grosskurth, Melanie Klein, son monde et son œuvre, trad. de Cédric Anthony, París, PUF, 1990, p. 61. (Traducción al español. Grosskurth, Ph. Melanie Klein. Su mundo y su obra. Buenos Aires: Editorial Paidós.)


se suceden algunos días mejores, pero a pesar de la llegada de su hijo Hans el 2 de marzo de 1907, sigue sin encontrarle ningún sentido a la vida. Cuando se muda de Rosenberg, ciudad natal de Arthur Klein, a Krappitz, localidad hoy polaca, hospeda en su casa a Libussa, factor de crispación para todos. Su madre obstruye su vida y persigue la más mínima de sus acciones. ¿Acaso le estaba haciendo pagar alguna falta inconsciente para acorralarla así e imponerle la vida que había decidido para ella? ¿No era Libussa la que deseaba ante todo un varón para su hija? Incluso llega a desviar el correo, para que marido y mujer entren en contacto lo menos posible. La pareja no sobrevive a esa presencia y Melanie se ve en la obligación de viajar en dos oportunidades a Suiza para internarse en una clínica. Sus nervios se agotan. El traslado de Arthur Klein a Budapest será entonces determinante para paliar una vida de frustraciones: allí Melanie comenzará a analizarse con Sándor Ferenczi, muy probablemente en 1912. Accede a él gracias a la intermediación del hermano de este último, a quien Arthur Klein había code círculos intelectuales ilustrados en los que anida el psicoanálisis, y Ferenczi ya desempeña un papel federativo entre Freud y Hungría. Efectivamente, en 1908, dio un ciclo de conferencias en la Asociación Médica de Budapest, antes de acompañar al fundador del psicoanálisis a los Estados Unidos junto a Jung. Participará en el proyecto de Freud de crear una asociación internacional cuyos poderes serán delegados a diversos centros europeos, fundando el 19 de mayo de 1913 la Sociedad Psicoanalítica Húngara. Es muy posible que Melanie Klein haya asistido en 1914 a las reuniones de los cinco miembros que la conforman en aquella época. El encuentro con Ferenczi es el feliz –y difícil– presagio de su destino, puesto que durante el verano de 1913, el húngaro se cruzará en el camino de Ernest Jones, a quien tomará en análisis y será miembro honorario de la Sociedad Psicoanalítica Británica antes de ayudar a Melanie. Nada ni nadie la orientan hacia los Estados Unidos por el momento. El 1 de julio de 1914 da luz a Erich, su tercer hijo, al que encomienda a una nodriza. Siempre tributaria de la mirada de Libussa, el 6 de noviembre la despide con un último adiós y vive una terrible recaída depresiva. Un amor posesivo y destructivo acaba de apagarse

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nocido en la empresa comercial que dirigía. Además, Budapest rebosa

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para ceder lugar al arrepentimiento por no haberse entendido, acaso al remordimiento por haberse odiado. Tuvo que acaecer la muerte de aquella a la que temía igualar para que Melanie pudiera consumar su destino, que cobra forma el 28 y 29 de septiembre de 1918, en el V Congreso de la Asociación Internacional de Psicoanálisis en Budapest. En presencia de su hija Melitta, entonces de catorce años, escucha explicar a Freud, también él acompañado por su hija Anna, “Las nuevas vías de la terapéutica psicoanalítica”. La suerte está echada: Melanie será analista. Sin ningún diploma, redefinirá el inconsciente freudiano y desarrollará un novedoso pensamiento sobre el niño como sujeto ligado desde el nacimiento al “objeto” materno. Ya en 1914, durante su encuentro con Ferenczi, había descubierto Sobre el sueño de Sigmund Freud: ¿habrá presentido una esfera disciplinaria de la que jamás se hastiaría? “Me acuerdo con suma nitidez lo impresionada que es-

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taba, escribe, y cómo aquella impresión afianzó mi deseo de dedicarme al psicoanálisis”.67 ¿Qué habrá querido resolver en ella esta mujer de infancia sufrida, marcada por la muerte de seres queridos, que mira a sus tres hijos vivir sin conocer la clave para saber amarlos mejor…? Ferenczi, para quien el psicoanálisis del niño renovará el del adulto, la alienta a analizarlos; es más, en una carta del 26 de junio de 1919, advierte de ello a Freud: “La Sra. Klein (que no es médica)” habría seguido su formación. Melanie presenta una ponencia en la Sociedad Psicoanalítica de Budapest, a la cual ingresó en 1919.68 sobre el análisis de un tal Fritz, de cinco años: las cuestiones relativas al nacimiento, la diferencia anatómica, el papel de los padres están muy presentes. Lo más asombroso es la introducción que estima pertinente añadir en la tercera versión del trabajo: el niñito sería un allegado y, a través de la obediencia a la madre, Melanie afirma tener todo poder sobre su educación. Se trata claramente de su hijo, Erich, que a los tres años ya es sujeto de análisis y quien no tendrá recuerdo de haber jugado con su madre. A cambio de eso, lo analizaba cada noche durante una hora antes de acostarlo. Madre o terapeuta, ese es 67 68

Citado por P. Grosskurth, ibid., p. 101.

Melanie Klein, “Eine Kinderentwicklung”, Imago, 1921. “Le développement d’un enfant”, Essais de psychanalyse (1921-1945), trad. de Marguerite Derrida, París, Payot, 1968. (Véase traducción al español en Klein, M. 0. Buenos Aires: Editorial Paidós).


el quid de su identidad en presencia de sus hijos. Mientras que los dos mayores quedaron principalmente al cuidado de sus abuelos, Melanie mantendrá con Erich una relación exclusiva y la educación que le dará estará estrechamente ligada a su compromiso profesional. Todo interrogante puede tener una respuesta en análisis, o al menos renovar un cuestionamiento: una educación fundada en la franqueza respecto de la sexualidad permite evitar la represión y estimular intelectualmente al niño. Por caso, despidió a una niñera que le había explicado a su hijo que a los niños los traía la cigüeña. Cómo abordar la concepción y el nacimiento, esas son las nuevas preguntas, entre muchas otras por venir, sobre las cuales Melanie Klein va a dejar su impronta. Inscribiéndose en la línea del texto fundador de Freud, “Análisis de una fobia en un niño de cinco años (1909)”, en sus comienzos no será otra cosa que una madre-analista ilegítima, que coloca su experiencia personal al servicio del avance de la reflexión psicoanalítica. En ese sentido, nos recuerda sin rodeos las motivaciones autoanalíticas que fundan El diario de una sobre la información consciente, Melanie se ve obligada a pronunciarse sobre la materia inconsciente del paciente niño. Utiliza entonces el simbolismo contenido en el juego de sus hijos como cimiento de la terapia: las historias imaginarias, los “haz de cuenta que” abarcan tantas interpretaciones posibles como los sueños y las libres asociaciones. Se estrena así “la educación con carácter analítico”, quela contrapone a Hermine von Hug-Hellmuth: “En aquella época, la Dra. Hug-Hellmuth practicaba el análisis de niños en Viena, pero con una óptica muy limitativa. Evitaba completamente toda interpretación, por más que hiciera cierto uso del material proporcionado por el juego y los dibujos. Nunca logré hacerme una idea de qué es lo que hacía exactamente; por lo demás, no analizaba a niños de menos de seis o siete años. No creo mostrarme demasiado pretenciosa al decir que fui yo la que introdujo en Berlín las bases del análisis de niños”.69

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Fragmento de su autobiografía citado por P. Grosskurth, Melanie Klein, op.cit, p. 127.

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adolescente de Hermine von Hug-Hellmuth. Pero a fuerza de trabajar

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En el VI Congreso de La Haya en 1920, la psicoanalista austríaca le da un frío recibimiento, pues adivina en ella a una potencial rival. Es cierto que padece oposición suficiente para que se admitan sus tesis sobre el análisis infantil. Solo le queda un año de vida. En aquella oportunidad, Melanie también conoce a Karl Abraham. Gracias a él, Berlín cuenta con su propio instituto, y ella se siente muy tentada de unirse a esa institución. Para entonces, ya se ha ido de Budapest, porque la situación obligó a los Klein a exiliarse: mientras su marido se radica en Suecia como asesor técnico de una fábrica de papel y obtiene la nacionalidad sueca, Melanie, acompañada por sus hijos, decide acudir a casa de sus suegros en Rosenberg, Eslovaquia, de abril de 1919 a diciembre de 1920. Detrás deja un país que se ha vuelto antisemita tras el fin de una guerra que brilla por sus derrotas, la caída del Imperio austrohúngaro y el fracaso de la revolución comunista dirigida por Bela

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Kun. Austríaca de nacimiento pero de origen húngaro y eslovaco, casada con un austríaco nacionalizado sueco, hablante de húngaro, ídish y con un dominio del alemán tanto como del francés, Melanie Klein representa, por su trayectoria de vida, los sobresaltos de la Historia. Pero tarda en encontrar su lugar, su auténtica identidad bajo la cual su destino llegará a buen puerto. Por eso, el proyecto de viajar a Berlín le dará un impulso inesperado, aunque no podrá realizarse sin sacrificios. En efecto, la capital alemana recibe a Melanie en 1921 sin dos de sus hijos: Melitta se queda en Rosenberg en casa de sus abuelos y Hans entra en un colegio pupilo. Sí la acompaña Erich, pues gracias a él se dibuja su destino de analista. Se le reprochará, por otra parte, trabajar demasiado sobre la angustia inconsciente de sus pequeños pacientes: Rita, de tres años y nueve meses; Ruth, de cuatro años y tres meses; Erna, Dick y Richard serán los protagonistas involuntarios de un análisis único del niño. Los colaboradores de la Sociedad Psicoanalítica de Berlín le encomiendan su prole. Miembro asociado en 1922, miembro de pleno derecho en 1923,70 Melanie Klein interviene activamente en los debates del VII Congreso de Psicoanálisis para discutir la tesis freudiana del Edipo: el

70 “Zur Frühanalyse”, Imago, 1923, traducido por “L’analyse des jeunes enfants” [El análisis de los niños pequeños], Essais de Psychanalyse, op. cit., p. 110-141.


niño estaría sujeto a una percepción desdichada de sus relaciones con el otro desde muy temprano, de lo que podría derivar un malestar neurótico al aproximarse a la madurez adulta. ¿Y si el bebé sintiera que la muerte existe? Efectivamente, ya en las primeras semanas, el niño está sometido a tal percepción fantasmática que pueden surgir conflictos. No obstante, la hipótesis de la existencia de una pulsión de muerte en el recién nacido divide a la comunidad. Melanie Klein solo la interpreta en términos estrictamente psicológicos al no contar con una formación en biología. La vida pulsional no es otra cosa que un deseo dotado de una orientación inherente a la naturaleza del paciente. Ese año publica su primer artículo, “El desarrollo de un niño”, en el International Journal of Psychoanalysis. Aliviar la angustia y el sufrimiento del niño es el objetivo terapéutico del psicoanálisis. Así las cosas, en 1923, Melanie reúne a toda su familia en Berlín, dado que su marido y sus dos hijos mayores están con ella. La esperanza de fundar de nuevo un núcleo unido se materializa en el barrio de se hace conocida por sus análisis de niños, comenzando por el de Melitta, una joven inmersa desde siempre en los encuentros psicoanalíticos y ávida lectora de todos los libros de la biblioteca familiar. La muchacha pronto se casa con un amigo de Freud, Walter Schmideberg, y su independencia interpela a su madre: ese mismo año, Melanie se separa de Arthur Klein, quien finalmente nunca le aportó un equilibrio que fuera fuente de paz. Él morirá en 1939 en Suiza, tras haberse vuelto a casar y sin dejar a su primera esposa el recuerdo feliz del primer amor que funda una vida. De él, ella solo conservará una carta. Melanie se entregará de lleno a la especificidad del trabajo que la hizo famosa en los círculos de especialistas: la técnica del juego. Como analista no médica, asombra e incluso impresiona a través de los casos de niños, para quienes el juego es factor revelador de sufrimiento y hasta de traumas que, sin análisis, habrían permanecido mudos, desembocando en una vida adulta neurótica. La variada y abundante vida fantasmática del paciente adquiere el estatus de material clínico. Melanie Klein abandona rápidamente el análisis a domicilio y acondiciona en su casa una sala cuyo decorado está dedicado al niño: juguetes,

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Dahlem, pero la pareja no reanuda ninguna relación amorosa. Melanie

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personajes de madera, cubos, trenes y aviones, masa y cordeles; toda una riqueza de objetos propios del universo infantil que atrae al menor hacia gestos y hábitos sintomáticos de su malestar. Angustia, culpa, trauma se expresan a través de su manejo de los objetos, y lo que estos representan cobra entonces sentido. Cinco veces por semana, Melanie escucha y observa los silencios de Rita, los juegos tiránicos de Erna, el miedo de Richard ante otros niños y las inhibiciones de todos los demás pequeños forjadores de su futuro renombre. Pero la ausencia de diploma sigue siendo una tara en el mundillo tan cerrado de los analistas obligados al análisis didáctico. A Hanns Sachs, Otto Fenichel, Sándor Radó, Franz Alexander, Hans Liebermann, Ernst Simmel, Michael Balint, que apoyan la empresa de los fundadores Abraham y Eitingon, se añadirán Karen Horney, Paula Heimann y la británica Sylvia Payne. El interés por los niños va a convertirse en un proceder sospechoso, tanto

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más incomprendido tras la muerte de Hermine von Hug-Hellmuth, que arroja un manto frío y se duda de la validez de la terapia infantil. Melanie continúa su propio análisis con Karl Abraham, luego de su experiencia con Sándor Ferenczi. La terapia, iniciada a comienzos de 1924, culmina en abril de 1925, cuando Abraham enferma. El 25 de diciembre de 1925 se entera de la noticia de su muerte, “una gran congoja” frente a la cual ha de reaccionar. Mientras él vivía, nadie se había atrevido a atacar el arrojo de Melanie Klein y, más de una vez, ella había seguido sus pasos. Abraham había planteado la tesis de que el niño afirma una doble actividad bucal, chupar y morder, y que la segunda destruye lo que la primera ha incorporado. De allí derivan dos clases de relaciones de objetos, de modo tal que la adultez, al reencontrarse con esa ambivalencia, dejará emerger distintos trastornos del yo. Los estadios precoces de la oralidad y la analidad del niño como fuente de placer representan un formidable avance en el enfoque de su identidad sexual. Pero en el VIII Congreso de Salzburgo, el 22 de abril de 1924, suenan voces disidentes. Es allí donde, bajo influencia de Abraham, Melanie Klein presenta una contribución sobre la técnica del análisis infantil que sería el segundo capítulo de El psicoanálisis de los niños. La analista pone en tela de juicio la datación del complejo de Edipo, al cual sitúa, ante una asamblea escéptica, a los dos años según sus observaciones. Ernest Jones, presente,


le brinda su apoyo contra los ataques que recibe. La Sociedad Británica de Psicoanálisis está al alcance de la mano. Ya nada la retiene en Berlín, solo le hace falta una mediadora entre los dos países. Desde septiembre de 1924, Abraham también había tratado a la futura psicoanalista inglesa Alix Strachey, con la cual Melanie debía disfrutar de las delicias nocturnas de Berlín. Cabe decir que en aquella época, liberada del yugo de su pareja, se deja llevar por las aventuras, y sus amores son reflejo de la vida con la cual siempre había soñado: anticonformistas. La seduce un hombre casado, más joven que ella: C. Z. Klötzel, periodista en el Berliner Tagesblatt, le permite esperar una relación de verdad. Pero eso sería desconocer las vueltas del destino. Él se aparta de ella71 y Melanie ve resurgir aquel sentimiento de abandono que la invadió en cada ruptura, habiendo sido la muerte de su hermano Emmanuel la más dolorosa de todas. Sin embargo, sabe salir fortalecida de las pruebas y sacar partido de la casualidad de los encuentros, aun cuando la adversidad está a la orden del día. Eso es lo que sucede el 17 es llevada ante aquella sin la cual su trayectoria no habría sido lo que fue: Anna Freud. Se abre entonces el debate: ¿qué hay del psicoanálisis infantil? ¿Ha de inmiscuirse allí la pedagogía, como sugiere la hija heredera? El encuentro entre ambas inaugura varias décadas de divergencias, máxime porque el destino las orientará hacia Londres. Alix Strachey se acuerda de la imagen que su amiga daba a la asamblea: una mujer nerviosa, de habla rápida, a menudo sin necesidad de recurrir a notas, por lo que se la acusaba de ser más artista que científica. No obstante, sus análisis en el Jardín de infantes de Nelly Wollfheim, quien será luego su secretaria, son el espacio de experimentos que siguen un riguroso principio: en lugar de deducir un diagnóstico sobre el niño a partir de los datos propios de la estructura psíquica adulta, conviene basarse en los hechos concretos de su análisis. Y Melanie narra episodios que divierten a las asambleas. La única vez que estuvo en presencia de Freud, muy probablemente en el Congreso de Berlín en 1922, no 71

La ruptura es áspera, pero Klötzel recordará a su amante berlinesa cuando ella se instala en Londres en 1926. Los sucesos de 1933 lo incitarán a emigrar a Palestina, donde ejercerá su oficio de periodista en el Jerusalem Post. Morirá en 1952.

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de diciembre de 1924 en la Asociación Psicoanalítica de Viena, cuando

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consiguió exponerle directamente sus tesis, por la presencia de Otto Rank, secretario y mediador de tiempo completo. Habría podido, sin embargo, entablar conversación con este último, ya que si bien su libro El trauma del nacimiento (1924) lo destierra lentamente de la comunidad freudiana, también presenta interesantes puntos en común con ella, en particular, sobre la separación del bebé de su madre, factor de angustia y proceso de alejamiento que dura toda la vida. En el momento en que se le brindó a Melanie la ocasión de acercarse al padre del psicoanálisis, Freud la escuchó con un oído distraído. Cuando el marido de Alix, James Strachey, toma conocimiento de la ponencia vienesa que dará la terapeuta, pide a su mujer que anote todo lo que podría interesar a la Sociedad Psicoanalítica Británica y solicita a Melanie que esclarezca lo relativo a la relación edípica del pequeño con sus padres y a la transferencia positiva respecto del analista. El 25 de

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octubre, en la capital inglesa, el psicoanálisis infantil ya ha despertado interés, a raíz de la comunicación de Nina Searl, “Un punto de técnica en el análisis de niños en relación con el complejo de Edipo”, que versa sobre la cuestión de descubrir la parte consciente o inconsciente durante la elaboración de la fase edípica. Desde el mes de enero de 1925 hasta su partida en julio, Melanie toma clases de inglés con Alix, siempre cómplice, a fin de prepararse para la serie de seis conferencias que la invita a dar Ernest Jones, que suscitarán tal recepción que la analista pensará en radicarse en Londres. Pero el deseo de terminar su análisis la retiene. Necesita fraguar su entrada en el círculo de los psicoanalistas de la capital británica. Apadrinada por Alix Strachey, quien vigila tanto su acento como la originalidad de su sombrero, Melanie Klein se pronuncia ante los veintisiete miembros asociados de la Sociedad Británica de Psicoanálisis en una conferencia trasladada a Gordon Square 50, que no es ni más ni menos que las altas esferas del grupo de Bloomsbury, con Adrian Stephen a la cabeza, el hermano de Virginia Woolf. Sylvia Payne, Joan Riviere, Ella Sharpe, así como Edward Glover y Ernest Jones brindan a su huésped un recibimiento del que ella dirá que fue “uno de los momentos más felices de su existencia”.72 El espíritu de curiosidad 72

Citado por P. Grosskurth, Melanie Klein, op. cit., p. 185.


y creatividad de los británicos torna propicia la novedad intelectual. Corteses e interesados, hallan en Ernest Jones al abogado de Melanie ante el padre del psicoanálisis: “Melanie Klein ha causado en cada uno de nosotros una impresión extraordinariamente profunda y se ha ganado nuestra más alta estima, tanto por su personalidad como por su trabajo”, le escribe a Freud el 17 de julio de 1925. Todos los testigos de esa serie de ponencias quedan impactados por las sonrisas entusiastas y la restaurada quietud de una mujer herida, que se acicala con más esmero, deseosa de agradar. Sentirse viva, ese es claramente el desafío que ella está actuando en Londres. Tras aquella prometedora entrada, por fin acepta la invitación de Ernest Jones: pasar un año en Inglaterra durante el cual analizará a niños. En septiembre de 1926, su instalación en Notting Hill signa el inicio de una oposición entre escuelas. En efecto, Melanie se siente muy rápidamente investida de una misión que no había podido cumplir ante sus colegas berlineses: el análisis del niño ha de fundarse esencialmente en dirigidas hacia el cuerpo de ella: si el niño expresa su enojo, es para morderla, para devorarla mejor. Las ansias orales y anales que le manifiesta resultarían del aprendizaje forzoso de la continencia. También podrían caer bajo la órbita de su educación, con el fin de que se sienta plenamente libre de sus deseos. Corresponde al analista desempeñar el papel de madre idealizada. Esto se menciona por primera vez en el informe del 17 de noviembre de 1926, con motivo de una comunicación sobre el análisis de Peter, un niñito de cinco años. La clínica de psicoanálisis londinense va a registrar un verdadero apogeo entre 1926 y 1931: Melanie Klein encuentra un alhajero para sus teorías, siempre respaldadas por Ernest Jones, quien más adelante tomará conciencia de la incomodidad de su rol mediador. Cuando en septiembre de 1927 Melanie expone “Los estadios precoces del conflicto edípico” en el X Congreso Internacional de Innsbruck, alude al desarrollo psicosexual de los varones y las mujeres, poniendo fuertemente en entredicho la datación y la evolución del complejo de Edipo freudiano: el niño frustrado por el destete comienza a desarrollar tendencias edípicas al comienzo del segundo año; el aprendizaje de la continencia es lo que las afianza con una frustración

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la relación precoz con la madre. Las primeras pulsiones sexuales están

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adicional, la frustración anal. El avance de la investigación kleiniana sobre el análisis infantil impacta y confirma audaces posiciones que anteriormente habían sido objeto de disputa con Anna Freud. Al publicar a comienzos de ese mismo año “Iniciación a la técnica del análisis de niños”, presentada el 19 de marzo de 1927 en la Sociedad de Berlín, la hija del padre del psicoanálisis sostiene que el análisis del niño expresaría en realidad el propio malestar de los padres. ¿Necesita el lector ser iniciado al respecto, cuando ya hace casi diez años que Melanie Klein está trabajando en esa área? El ataque contra sus teorías es directo y la discordia entre ambas mujeres irá amplificándose. La psicoanalista británica, aún miembro de la Sociedad Alemana, envía a sus colegas berlineses una carta que estos no leerán en reunión. Quien se coloca en primer plano entonces es la figura de Freud, cuya distracción al escucharla había sido para ella una humillación sin precedentes. Freud refuta

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la idea de un complejo de Edipo precoz y, más aún, sus raíces maternas. Pero los orígenes de la discrepancia se concentran en mayor medida en su hija, cuyas ideas son objeto de críticas el 4 y 18 de mayo, durante el simposio sobre análisis infantil, organizado precisamente por la propia Melanie Klein en la Sociedad Británica de Psicoanálisis. Anna Freud quiere afirmarse en el mundillo psicoanalítico y atribuye a la llegada de su rival a Londres su desavenencia con la institución. Argumento fácil, si no está respaldado por un auténtico trabajo de fondo: sus conferencias ante el Instituto Vienés de Psicoanálisis en 1926, así como en el X Congreso Internacional de Innsbruck en septiembre de 1927, se plasman en un libro, El tratamiento psicoanalítico de los niños, que la International Psychoanalytical Library se niega a editar en inglés, porque juzga que su trama de reflexión no es lo suficientemente sólida. Freud se alza contra el informe que la Internacional Review publica y achaca la responsabilidad a Ernest Jones: el discípulo inglés se rebela contra él, con la cortesía que lo caracteriza, y pone en valor las tesis de Melanie Klein como prolongación de la teoría freudiana. Corresponde a Freud entablar una discusión en torno a sus divergencias: “Deseo refutar a la Sra. Klein en torno al punto que considera el superyó de los niños tan independiente como el de los adultos. Me parece que Anna tiene razón al insistir en que el superyó de los niños permanece bajo influencia directa de los


padres”.73 ¿Qué podemos efectivamente distinguir en cada una de ellas? El ensayo titulado “Coloquio sobre el análisis de niños”, sobre el cual versó la comunicación de Melanie, constituye un breviario del pensamiento kleiniano. Para Melanie Klein, el análisis infantil forma parte de la educación del niño, siempre y cuando se considere a este un sujeto de pleno derecho, cuya confianza ganará el analista sin tener que engatusarlo. Anna Freud obstaculiza tal posición, ponderando los beneficios del análisis únicamente en caso de neurosis. La transferencia de la figura materna con el analista termina separándolas. Melanie Klein valora la técnica del juego como vía privilegiada de acceso al inconsciente del niño. Ese método analítico conduce irremediablemente al complejo de Edipo, del que ella subraya la precocidad e importancia en la formación del carácter y la sexualidad adulta. La ausencia de pene no es en la mujer la única razón de su fijación con el padre: ser privada del pecho de su madre afianza el apego paterno, entonces librado de la angustia que (vagina, pene del padre) es una forma de sobreponerse al miedo del superyó materno. Fiel a la interpretación de Karen Horney, Melanie defiende la idea de situar los orígenes del complejo de castración en esta situación edípica, así como la de un autoerotismo decepcionante para la niña, que resulta más gratificante para el varón. Al igual que Helene Deutsch, corrobora la tesis de un desplazamiento de la libido oral hacia la libido genital para que la mujer conozca allí un desarrollo logrado. Estas tres mujeres analizadas por Karl Abraham secundan la postura freudiana del complejo de castración determinante para la evolución psicosexual de la niña, pero niegan la pasividad a la cual quedaría sometida la mujer: “Activa a través de la recepción que confiere al hombre”, escribía Lou Andreas-Salomé ya en 1899, en La humanidad de la mujer. Melanie Klein busca junto con Karen Horney rebelarse contra esa condición de sujeción. Por ende, la sexualidad femenina también está en el centro de las disputas entre psicoanalistas, tanto como es un último punto de desacuerdo con Freud. Melanie pone en tela de 73

Respuesta de Freud citada en ibid., p. 228.

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la criatura traslada a su madre: poseer todo lo que contiene su cuerpo

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juicio la teoría freudiana de la creatividad: en lugar de ser una sublimación de la pulsión individual, el arte es reflejo de nuestras relaciones con el otro y, prioritariamente, con la madre. Crear tiene motivaciones inconscientes ligadas a esa figura primordial, que “repararían” la realidad deficiente. Freud no acepta esa relectura de su teoría. Contra esta, como contra las demás, Anna Freud se organiza y reúne en Viena a sus colaboradores de las sociedades de Budapest y Praga. Desde aquel año 1927, se instituye la Conferencia Anual de los Cuatro Países. Pero allí donde Melanie habría podido caer, sus ideas ganan notoriedad ante sus pares y el 2 de octubre de 1927, es la primera psicoanalista europea en ser electa en la Sociedad Británica de Psicoanálisis. Nueva tierra de elección, Inglaterra parece sentarle bien. Así como Anna Freud sigue la senda de su padre y adquiere el renombre digno de una heredera, así también su rival convence por la

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originalidad de sus tesis y por la singularidad de su personaje. No se sabe si hay que amarla o rechazarla. Mientras la primera mezcla psicoanálisis con pedagogía, la segunda se esmera por alcanzar el núcleo de la cuestión terapéutica. En 1931, Melanie practicará el análisis de adultos con los médicos Clifford W. Scott, canadiense, y David Slight, estadounidense, cuyos primeros trabajos con niños supervisará. La época es exigente, y la Academia Británica de Medicina reclama que los pasantes profanos obtengan su título de psicoanalista una vez culminados los estudios de medicina o, al menos, tras pasar por la formación freudiana dictada por el Instituto de Psicoanálisis. Los años 1930 signan la plenitud de Melanie Klein, con la publicación de la obra que la convierte en la gran fundadora del “psicoanálisis de niños”: bajo ese título, su libro escrito en inglés y publicado simultáneamente en alemán deviene en 1932 en la insoslayable referencia de la literatura analítica, que arroja luz sobre el psiquismo infantil. “Un suceso memorable en la historia del psicoanálisis”, le escribe Jones el 9 de noviembre. Esto pone término a dos décadas de esfuerzos destinados a darse a conocer y lograr la aprobación por su originalidad. Pero una singularidad demasiado pronunciada la excluye justamente de los círculos de la ortodoxia freudiana. El principal reproche que le hacen refiere a lo endeble de su teoría, por oposición a su incuestionable


estudio clínico. Su ensayo, derivado de las clases impartidas en Londres y del examen de los resultados obtenidos con los niños, da pie a una literatura psicoanalítica de vanguardia, que divide a la comunidad y finalmente continúa interrogando. Su estilo más ampuloso que el de sus colegas y su enfoque conocido como intuitivo son objeto de ataques por parte de aquellos que ponen en jaque su pensamiento: objetan su interpretación de los trastornos del niño, a los que ella vincula con una vida fantasmática precoz. También se asombran de que revise el concepto de pulsión de muerte en su relación con el organismo, lo cual conforma el preámbulo de la teoría que Melanie va a desarrollar en 1934 y la prolongación de la interpretación freudiana expuesta en 1920 en Más allá del principio de placer. Cabe apuntar que esta década anuncia una marea de cambios y controversias en las cuales lo profesional se entremezclará con lo privado. Los acontecimientos trágicos se atropellan entre sí, y Melanie halla en la escritura un espacio de quietud. Europa cambia de rostro: la precaria exilios a Inglaterra; Paula Heimann formará parte de ellos. La muerte de Ferenczi el 22 de mayo de 1933 abruma a Melanie Klein, tanto como el exilio a Palestina de Klötzel, a quien no volverá a ver. Al mudarse al barrio de Saint John’s Wood, se abre una nueva página de su vida. La relación con Melitta está en mejores términos y nada habría permitido vislumbrar su deterioro, excepto por el completo influjo que tiene la madre sobre la vida de su hija. Sin embargo, Melitta le siguió los pasos al preparar una tesis de medicina y comenzar a analizarse con Karen Horney no bien retornó a Berlín en 1929, tras haberse atendido un tiempo con Max Eitingon. Bien respaldada, bien aconsejada, Melitta realiza aquello a lo cual su madre se había negado: hacer estudios superiores. De regreso a Londres, expuso sus trabajos en la Sociedad Británica de Psicoanálisis cual digna heredera del pensamiento kleiniano. En 1933, tan pronto como es nombrada en el Instituto de Psicoanálisis, publica un ensayo, “El análisis por medio del juego de una niña de tres años”, que constituye una crítica abierta a las teorías de su madre, las cuales, según ella, excluyen demasiado la figura del padre. Una forma indirecta de recriminarle haber reproducido con ella la actitud tiránica de su

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situación de los analistas judíos en Alemania genera una gran ola de

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propia madre, Libussa, sin vacilar a la hora de intervenir en sus elecciones de vida. Junto a Edward Glover, su analista de entonces, Melitta declara una guerra abierta a quien se transformó en su rival. Pero el trágico accidente de Hans, su hijo mayor, en abril de 1934 en los Tatras checos, agobia a Melanie Klein a tal punto que no puede asistir al funeral en Budapest. Accidente o suicidio, el acontecimiento cataliza todo el sufrimiento reprimido de una mujer que desde la infancia debió luchar contra sus silencios: la muerte de su hermana modelo, de su hermano adorado, de su madre odiada y un amor por un compañero que jamás le concedió el sosiego de saberse amada. La niña en ella se despierta cuando escribe acerca de lo que será un hito en su obra: “la posición depresiva” del joven paciente, que efectivamente sufre un miedo traumático de perder a su madre. ¿Cómo superar la angustia debida a ese apego arcaico a quien le ha dado la vida? El pe-

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cho que el bebé chupa, muerde y manosea primero fue objeto de todos los temores, y el niño puede pretender eliminarlo; a esto Melanie Klein denomina “la posición paranoide”. ¿Qué siente el bebé que repentinamente pierde el pecho tan odiado, pero a su vez tan reconfortante? Bajo la dirección de la pulsión de muerte, atraviesa esa fase destructora: en el cuarto mes de vida, puede vivir en un estado de temor que, aunque se aplane poco a poco, volverá a surgir en la adultez. Así, tendrá una vida interior más o menos traumática, según sus relaciones con los demás. Melanie Klein siempre se opuso a Freud, quien considera a la pulsión con independencia de la relación de objeto. Para ella, el superyó aparece a partir de los primeros objetos incorporados: el niño interioriza no bien nace las relaciones de amor-odio, concentrándose en el pecho de su madre, lugar de todas las fantasías y apogeo del sadismo oral: morder, desgarrar, quemar el interior del cuerpo materno dejan brotar la fase destructiva que el adulto olvidó, y que sin embargo es inherente a cada uno. En caso de no conseguir saciar esa libido sobre su objeto elegido, se desata un “instinto” destructor contra sí mismo. El análisis puede ayudar a moderar el rigor del superyó, a fin de disminuir la angustia, e incluso la culpa por haber afirmado tanta agresividad. La tesis kleiniana finalmente reflexiona sobre el fracaso del niño cuando no sobrepasa sus miedos. Será en Lucerna, en agosto de 1934, que Melanie


dará la conferencia “Contribución al estudio de la psicogénesis de los estados maniacodepresivos”, que trazará un giro en la elaboración de su pensamiento: la posición depresiva al fin y al cabo suplanta el complejo de Edipo que ha de ser superado. Recién en 1946 agregará que el paso de la posición conocida como “paranoide-esquizoide” a la posición depresiva marca la transición de un estado arcaico de psicosis a un estado normal del paciente. Aquel congreso también asiste a la división de los grupos en el seno de la Sociedad Británica de Psicoanálisis. Glover le reprocha a Melanie Klein participar en el análisis de adultos sin ser médica y teniendo como única experiencia su trabajo con niños. Por su parte, su cómplice Melitta Klein continúa oponiéndose a su madre, que se ha convertido para ella en una figura de decepción. Analista también, pone en duda tanto su amor filial como el visto bueno sobre las tesis kleinianas. Tal es el caso en 1936, cuando toda la comunidad se reúne con motivo del ochenta aniversario de Freud: al lado de Robert Wälder, uno de los apoJoan Riviere por sostener la tesis de la posición depresiva. Ella, que no tiene hijos, proyecta sobre su madre un antagonismo igual al amor que le habría gustado compartir con ella. Cuando Melanie es operada de la vesícula biliar en julio de 1937, se instala provisoriamente a en la casa de su hijo Erich, casado y futuro padre. Con la inminencia de la guerra, primero parece preocupada por la escalada de las enemistades dentro de la Sociedad Británica: los refugiados berlineses y vieneses, entre los que figura la familia Freud, que huye del nazismo, alteran la hegemonía que finalmente ella ha conseguido. Ernest Jones se retira para ceder su lugar a Edward Glover. Se abre así la puerta para las polémicas y la era de las grandes controversias: ¿qué escuela está en todo su derecho de representar el pensamiento de Freud? Se forman dos grupos, uno en torno a Anna, que se inscribe en la línea de su padre; el otro en torno a Melanie Klein, partidaria de un psicoanálisis no ortodoxo y de una clínica más moderna. Melitta, por fuera de cualquier grupo pero manteniendo firme su oposición a su madre, es alentada por su analista: Glover publica un libro incendiario (The Investigation of the Technique of Psycho-Analysis) sobre Melanie Klein,

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yos de Anna Freud, Melitta enfrenta abiertamente a Melanie Klein y a

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que descalifica tanto su personalidad como su pensamiento. Estamos en 1940 y la guerra se desata en la Sociedad Británica hasta 1944. Europa se baña en sangre y fuego, mientras que las dos analistas continúan encabezando una severa pugna. Melanie se alejó de Londres en octubre de 1940, pues su casa había sido bombardeada, y solo su práctica profesional motivará las idas y vueltas a la capital. No recibe ningún apoyo de Ernest Jones, quien deja de tomar partido a fin de no desagradar a Anna Freud. La renuncia de Glover evita la completa desintegración de la Sociedad Británica. Los debates atentan contra el kleinismo, así como contra el annafreudismo: la imagen idealizada de la madre reflejada en el analista, la posición depresiva precoz, la formación de los analistas son, entre otros, los grandes temas que separan a los grupos. Cuando la Sociedad menciona la idea de incluir la teoría kleiniana en los programas de enseñanza, Glover tira la toalla, Melitta se exilia a Nueva York y

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Anna Freud renuncia al comité. Pero la historia colectiva prevalece por sobre los intereses individuales, y el fin de la Segunda Guerra Mundial llama a todos a la sensatez: el protocolo propuesto por Anna Freud, que aúna los objetivos de cada escuela, es finalmente adoptado en 1946. En adelante, tres tendencias compondrán la Sociedad Británica: los partidarios de Melanie Klein, los partidarios de la hija de Freud y el grupo de los independientes. Melanie Klein se congratula del desenlace de aquellos pleitos viscerales que habrían podido conducir a la escisión brutal del grupo británico, y continúa imponiendo sus visiones. En cuanto a la partida de su hija a los Estados Unidos, supone una ruptura que resultará definitiva. Melitta espera hallar una renovación de la causa psicoanalítica, pero el exilio americano terminará defraudándola: a sus ojos, la ausencia de reglas freudianas en el núcleo de las psicoterapias genera cierta confusión. Volverá a ver a su madre en el Congreso de Zúrich en 1949. En esa oportunidad, Melanie Klein ubica en el centro de la terapia la figura de la madre: el fin de la cura reactiva la angustia del paciente ligada a la pérdida de esta. Y fue en aquella ocasión también que rechazó la amistad de Paula Heimann, quien afectivamente había suplantado a Melitta desde la muerte de su hijo Hans. Paula, discípula y sostén en los momentos álgidos de su existencia, se emancipa en ese momento de la


tesis kleiniana de la contratransferencia y afirma que los sentimientos provocados por el analista en el paciente pueden tener un valor terapéutico. Para Melanie, el vínculo tanto con su hija biológica como con su hija adoptiva es un espacio para todo tipo de cuestionamientos: el trabajo sobre la figura materna ¿acaso no es el trampolín de un interrogante sobre su propio derrotero, sobre las ansias de una mujer del siglo xix

que deseaba abrazar su tiempo sin adherir a las asperezas identita-

rias que le había endilgado su propia madre? ¿Cómo conservar la estima de sí en un círculo patriarcal, si no justamente poniendo el acento en la relación antagónica que une, tanto como separa, a la madre con su hijo? A través de esa temática, Melanie Klein permitió que las mujeres psicoanalistas hicieran evolucionar la lectura de las tesis freudianas, juzgadas demasiado ortodoxas. Su último caballito de batalla es el tema de la envidia, presentado en el Congreso de Ginebra de 1955. Allí, la Asociación Internacional de Psicoanálisis ve discurrir a una mujer de setenta y tres años de un diKlein confirma las pulsiones agresivas del niño de temprana edad hacia el cuerpo de su madre y lo que este contiene, experimentando al respecto una “envidia” tal que la angustia y la culpa pueden ser insostenibles. Así, la pulsión de muerte halla una dimensión nueva: los componentes destructivos de la envidia implican un dualismo amor/odio del cual Melanie Klein deriva la idea de gratitud en 1957. ¿Pues no es ese acaso el sentimiento dominante en el paciente feliz por el éxito de su intercambio con el terapeuta, una vez librado de los temores que aún exhibía al entrar en su consultorio? La ambivalencia del ser humano permanece en el centro de los interrogantes de la analista y la cría del hombre es vector absoluto de ella. Pero no hay que olvidar que el niño no pide entrar en análisis puesto que él no se siente enfermo. Solo sus padres, por lo general, se lo imponen. Melanie Klein defiende entonces un punto de vista conocido como “antiambientalista”: el niño, como el adulto, es portador de un sufrimiento. Según ella, toda la elaboración de la transferencia está ligada a la capacidad del terapeuta para hacer emerger los síntomas de ese dolor, siempre y cuando aleje a los padres, que turban la independencia del pequeño analizante al cargar con

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namismo intacto. En su “Estudio sobre la envidia y la gratitud”, Melanie

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sus propias resistencias el trabajo analítico. La importancia concedida a las angustias precoces y a las dos posiciones, depresiva y paranoide, encuentra un complemento en la interpretación de la transferencia negativa, tan importante como la positiva, dado que es el medio para abordar el sadismo inherente al mundo fantasmático del niño y para sobrepasar la severidad del superyó. El primer resultado del análisis es, sin embargo, una mejoría de la relación afectiva con los padres. Menos conocido, el texto que Melanie Klein presenta el 27 de julio de 1959 en el Congreso de Copenhague se titula “Sentirse solo”. La pena, la depresión inervan todas las decisiones de una vida: el sentimiento de soledad surge brutalmente cuando la unidad formada por el niño y su madre resulta rota. ¿Cómo recobrar ese confort ideal, cómo paliar la dolorosa pérdida de esa fusión de los cuerpos y las almas? La pregunta sigue siendo universal.

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Melanie Klein legitimó el sufrimiento del niño al crearle un espacio que lo convirtiera en un sujeto con todas las letras. En sus palabras, buscó una respuesta a las dudas de su pasado. Mejor abuela que madre, cuando el cáncer de colon la debilitó, vivió rodeada de los hijos de su segundo hijo y continuó la supervisión del análisis llevado a cabo por sus pacientes. Una mala caída terminó haciéndole entender que la edad vencería su obstinación. Porque permaneció eternamente lúcida y combativa para defender aquello en lo que tenía fe. Paula Heimann, Eva Rosenfeld, Donald Winnicott, Clifford Scott y Wilfred Bion a veces fueron víctimas de su carácter, que resultaba despiadado si se topaba con una oposición a su trabajo. La personalidad de Melanie Klein no generó una aceptación unánime: la fuerza de su pensamiento se superponía con una autosuficiencia que sus detractores siempre le recriminaron. ¿Qué fue lo que motivó las críticas en contra de esa mujer menuda, a quien muchas veces se la veía llegar con la cabeza inclinada, pronunciando una palabra nítida y una exigencia radical? El carácter se forja ante la contundencia de las pruebas que hay que enfrentar: no cualquiera puede ser la mujer de un siglo en ruinas, cuyos modelos de pensamiento había que reconstruir, cuyos futuros hombres había que criar; ella encontró otro modo de hablarles. Cuando unos ponderaban su autoridad, otros recordaban su inédita capacidad de escucha. Odiada –por no


decir injuriada–, impresionaba a quienes admiraban la manera en que había edificado un sistema de pensamiento a partir del psicoanálisis freudiano, creando en su seno una corriente independiente. La fundación del Melanie Klein Trust Fund en 1955 para perpetuar sus trabajos revela la relación exclusiva que tenía con su obra. Melanie Klein estaba habitada por el deseo de perpetuar una teoría ligada a un saber clínico que pudiera engendrar una escuela y dejar huellas. Tuvo respecto de la escritura los deseos creadores que habría podido tener al dar a luz a sus tres hijos, encaminándolos por una vía superior a la suya. sin embargo, a su hija, en lugar de pasarle el relevo de su pensamiento, la sumergió desde que nació en el baño psicoanalítico y, basándose en el modelo de los antagonismos que analizó, temió descubrir en ella a una rival. Entre las dos se había instalado el silencio. Las botas rojas que Melitta se calzó el día del entierro de su madre expresaban tanto su arrepentimiento inconsciente como su gusto por la provocación, tanto su odio como su amor. A su modo, valoraba la obra de una vida: la de su madre.

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Dedicatoria de Sophie Morgenstern a Marie Bonaparte (con la amable autorización de la Sociedad Psicoanalítica de París).


Sophie Morgenstern La olvidada

Si el psicoanálisis no despertara resistencias, ya no sería psicoanálisis. El inconsciente es peligroso.74

Sophie Morgenstern es la olvidada de la historia del psicoanálisis, en beneficio de Françoise Dolto, a quien inspiró. Esta joven polaca nacida el 1 de abril de 1875 comparte un destino común con todas aquellas que decidieron abandonar su patria para perfeccionarse en Europa. Siguiendo los pasos de Sabina Spielrein, Sophie se va de Grodno para radicarse en Suiza, adonde llega en 1906 para iniciar estudios de medicina. Pero fue en Rusia donde obtiene su diploma con miras a ejercer. Como su país está ocupado por los rusos, a partir de 1915 se desempeña como asistente ad honorem de Eugen Bleuler en la clínica Burghölzli de Zúrich, donde conoce al psiquiatra francés de origen polaco, Eugène Minkowski. Este está a punto de trasladarse a Francia, donde tendrá un papel preponderante en la creación del grupo de la revista L’Évolution psychiatrique. En 1924, Sophie elige dejar su puesto de médica asistente en el manicomio de Münsterlingen y se reencuentra con Minkowski en París, que se convierte para ella en una tierra menos hostil de lo que fuera para Eugénie Sokolnicka. Comenzará a analizarse con su compatriota tan pronto como llega. Se dedica entonces a la comprensión del niño e incorpora otras herramientas terapéuticas: la cura se construye sobre el dibujo, a veces el juego y las figuras moldeadas, terreno que 74

Frase de Sophie Morgenstern a Françoise Dolto, en Françoise Dolto, “Ma reconnaissance à Sophie Morgenstern”, Le Silence en psychanalyse, bajo la dirección de J.D. Nasio, París, Rivages, 1987, p. 29-41, p. 34.


mejor propicia las asociaciones libres. Así pues, Sophie Morgenstern propone a los padres la idea de involucrarse en la sanación de sus hijos, pensando en la relación que establecen con ellos. Georges Heuyer depositó en ella su confianza al contratarla como asistente ad honorem en la clínica anexa de neuropsiquiatría infantil del hospital de Vaugirard, a partir de 1925. Su servicio, llamado “El Patronato”, es el único servicio de neurología y psiquiatría infantiles de París. Consta de veinte plazas y cada niño tiene su habitación, aislada mediante cerrojos y rejas. Durante las comidas, delincuentes, anoréxicas, fugitivos se reúnen entre tantos otros niños desamparados. La presencia de Sophie Morgenstern es apreciada: es atenta, receptiva y, detrás de un temperamento entrañable, sabe sopesar la desesperación de su paciente a fin de establecer un diagnóstico diferente. “La escucha y la observación, desprovistas de todo a priori normativo y derivadas

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de la actitud silenciosa, cálida y humana de la Sra. Morgenstern –escribe Françoise Dolto–, permitían que el niño fuera otra cosa que aquel objeto que representaba para todos aquellos médicos, educadores y psicólogos obstinados y activistas en sus tratamientos. Como todos los colaboradores del servicio, la Sra. Morgenstern estaba encargada de entrevistarse una o dos veces en el lugar con cada paciente recibido en observación ambulatoria o en internación. Aquella pequeña anciana que no tenía ningún saber dogmático referido al niño, ninguna prueba a la cual someterlo, ningún cuidado que hacerle sufrir, que lo recibía por sí mismo, aquella abuelita a veces hacía milagros, y los niños lograban hablarle y regresaban a menudo a verla”.75 Cuando Françoise Dolto la conoce en 1934, la edad respectiva de ambas es 26 y 59 años. Dos generaciones de mujeres se confrontan y un solo anhelo las une: salvar al niño de la incomprensión de la cual era víctima por parte de los adultos. Sophie Morgenstern no toma notas, contrariamente a la joven analista francesa, que deja constancia de todo acontecimiento. Si su labor escrita es secundaria, su palabra, o mejor dicho su escucha, es notoria. No tiene ningún tratamiento que administrar, ningún diagnóstico que establecer, de manera que cuando el niño sale de su 75

Ibid., p. 30-31.


oficina transformado, a veces curado, sus colegas médicos permanecen incrédulos y escépticos. ¿Cómo explicar entonces que el profesor Heuyer haya continuado enviándole pacientes? La obra de Sophie Morgenstern demuestra que existía una neuropsiquiatría infantil por desarrollar. Su libro Psicoanálisis infantil76 (1937) está precedido por artículos del mismo talante: “Un caso de mutismo psicógeno” en 1927 y “Algunas visiones generales sobre la expresión del sentimiento de culpa en los sueños de niños” en 1933. Aquel año, la analista se dedica a la enseñanza de un estudio sobre las neurosis infantiles en el instituto de la Sociedad Psicoanalítica de París. Primera en Francia en relatar una cura infantil en su ensayo de 1927, Sophie Morgenstern imagina todos los ardides posibles para hacer hablar al pequeño Jacques, de nueve años y medio, en silencio desde hacía cuatro meses y fijando su mutismo en particular sobre su padre. Ilustrando sus angustias mediante dibujos, nada lo hace transgredir su ley del silencio, ni siquiera el encierro en un pequeño calabozo ¡ni el chantaje para acceMorgenstern instaura una relación transferencial con el niño, que toma consciencia del punto muerto en el cual lo ha encerrado su silencio. Poco a poco, la palabra recobra forma a través de la necesidad de reencontrarse con su analista. Esta consiguió reconstituir, como sostiene Anna Freud, el escenario inconsciente de la neurosis que condujo al desequilibrio psíquico del niño, sin retornar a los estratos más conflictivos de su psiquismo. El tratamiento de un malestar es contemporáneo de su surgimiento. Psicoanálisis infantil anuncia la tesis de doctorado de Françoise Dolto, Psicoanálisis y pediatría (1939); y si la segunda es mundialmente conocida, Sophie Morgenstern exige ser rehabilitada. Aunque prologado por Georges Heuyer, su libro se hace eco de un imaginario infantil como fuente de felicidad del niño y como terreno fértil primordial para su sanación cuando el malestar psíquico se torna demasiado pesado. El sueño, el símbolo, el pensamiento del niño conocido como “mágico”,

76 El subtítulo anuncia el carácter vanguardista de su análisis: Simbolismo y valor clínico de las creaciones imaginativas en el niño, París, Denoël, 1937.

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der a una tableta de chocolate! Al expresar ese superyó sádico, Sophie

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el potencial creador paliativo del dolor son los diversos enfoques que Sophie Morgenstern inscribe en la línea de Anna Freud. Ningún testimonio prueba el nexo que habría podido trabar con Carl Jung a raíz de su paso por Burghölzli, pero su aprehensión del psiquismo infantil, al que emparenta con el psiquismo adulto, muchas veces recuerda la singularidad del pensamiento jungiano. El niño no es un paciente-objeto, es una persona que ha de considerarse en su integralidad, por medio de la observación de sus síntomas y la instauración de una transferencia a menudo problemática. Así y todo, los éxitos de Sophie Morgenstern en el tratamiento de jóvenes desconocidos no lograrán compensar los dolores que le inflige la existencia. Su trágico destino prueba que la escritura no curó sus heridas. Su obra está dedicada a Laure, su hija, víctima de las secuelas de una operación de la vesícula biliar. Georges Parcheminey escribe77 al respecto

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que la muchacha se encaminaba hacia un bello porvenir en el campo de la historia del arte. Falleció de manera brutal y dejó a Sophie, ya viuda de Abraham Morgenstern, en la más absoluta desazón. Su compromiso con sus niños enfermos le permite paliar “el vacío irreparable” causado por tal pérdida, con “una grandeza de alma pocas veces vista”. Recobrar el gusto por vivir fue para ella un desafío que enfrentar. Judía emigrada, miembro de la Sociedad Psicoanalítica de París y autora de la Revue française de psychanalyse, no por ello deja de ser una mujer puesta a prueba por la vida. Junto a Eugénie Sokolnicka, su compatriota, tienen en común la lucha por la supervivencia. Si la primera pudo generar cierta incomprensión a su alrededor, Sophie Morgenstern logró el consenso: los testimonios dejan el recuerdo de una mujer discreta, comprometida y respetada por sus posiciones en el mundo psicoanalítico. Françoise Dolto cuenta en Autobiografía de una psicoanalista que la visitaba cada semana en el consultorio de “La Porte” para exponerle el caso de niños enfermos y recibir su asesoramiento. Nota en aquella época que la mujer está en “una situación interior dramática”78 y le propone

77 78

Reseña publicada en L’Évolution psychiatrique, 1947, 1, p.12-13.

Françoise Dolto, Autobiographie d’une psychanalyste 1934-1988, París, Seuil, 1989, p. 137. (Traducción al español. Dolto, F. Autobiografia De Una Psicoanalista. Buenos Aires: Siglo xxi.)


alejarse de París con ella. Es 1940 y no se puede excluir de su tragedia personal el riesgo de ser judía. Su familia, que había quedado en Polonia, ha sido exterminada. Sophie Morgenstern rechaza la oferta de su colega. El 14 de junio de 1940 ve a los nazis entrar en París. Parcheminey menciona de forma lapidaria las “escasas razones” que tenía ella para temerles. No esperará a ser humillada y decide poner fin a sus días el 16 de junio. Sola. Como Eugénie Sokolnicka. El exilio fue para ellas dos una etapa transitoria de gran riqueza. Sophie Morgenstern vivió sus años de ejercicio en el mundo hospitalario acorde con el compromiso por los niños y con un diálogo colmado de paciencia y humanidad. Ella, que era una “dulce y generosa mujer”.79

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Françoise Dolto a Marie-Lise Lauth el 29 de mayo de 1985, en Une vie de correspondances. 1938-1988, París, Gallimard, 2005, p. 786.



Françoise Dolto Otra voz

Entrada desesperada, salida alegre.80

“Es un deber para los psicoanalistas entregar lo que puedan de sí mismos, por más que eso esté muy manchado de narcisismo. De un narcisismo, ¿cómo decirlo…? Tramposo” ¿Y si ser niño también fuera mentir? ¿Y si para el pequeño que se está construyendo tal cosa fuera evadirse de un mundo de prohibiciones? A través de sus juegos, de sus volteretas, el niño sin duda ha entendido que el destino de todos y cada uno es trágico, y que a él le toca zarandearlo para ser feliz. Ser niño, escribe Dolto, es saltar en los charcos y salpicar; ser niño es decir que tus dientes están limpios cuando el cepillo está seco. Ser niño es escribir en tus manos y piernas para que la vida deje huellas. Allí donde todo luce jocoso reside la esencia misma de la existencia. Los textos autobiográficos81 de la primera psicoanalista del niño en Francia trazan un panorama inédito de su vida y hacen retumbar más lejos una voz singular de la infancia. Si el narcisismo indispensable al relato de uno sobre uno mismo se respeta, paradójicamente está impregnado de una generosidad que sirve de puente entre la niña que ella fue y la escucha atenta de los niños que trató. Curiosamente, Françoise Dolto da la palabra a esa niña que fue, apodada “Vava”, y vuelve a emplear su sintaxis, de forma tal que el lenguaje se torna infantil.

80 En Lettres de jeunesse. Correspondance, 1913-1938, (París, Gallimard, 2003, p. 5), Catherine Dolto recuerda en un emotivo prefacio el epitafio que Françoise Dolto se había atribuido “para reírse”. 81

Françoise Dolto, Autoportrait d’une psychanalyste, op. cit., p 15. Recomendamos en particular Autoportrait, obviamente, pero también Enfances (París, Seuil, col. “Points”, 1986). (Traducción al español. Dolto, F. Infancias. Buenos Aires: Libros del Zorzal)


Françoise Marette nació en París el 6 de noviembre de 1908 y su infancia está signada por la polivalencia y el placer de aprender: violín, dibujo, tecnología y lectura se agregan a las labores de costura y bricolaje. La familia Marette está dominada por siete niños; Françoise es la cuarta. Jacqueline (1902), Pierre (1904), Jean (1906), Philippe (1913), André (1915), Jacques (1923) son los nombres de una época dichosa pero solitaria. A una familia de la gran burguesía parisina corresponde dejar el legado de valores clásicos, dentro del respeto de la más pura tradición. ¿Qué madre podría prodigar un amor igual a cada uno de sus hijos? La nodriza irlandesa está allí para paliar las posibles deficiencias, pero como cada tanto consumía drogas fue despedida. Cuando Françoise, con apenas seis meses de, padece una bronconeumonía mortal, su madre pasa toda la noche abrazada contra ella. Ese pecho le sirve al bebé de lugar de reposo, es depositario de su origen, el cuerpo

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deseado y deseable de aquella que la trajo al mundo. Dos cuerpos que ya solo forman uno, se trata de ese “piel a piel” que las madres de los niños enfermos podrán practicar en el hospital Trousseau, donde ejercerá Françoise Marette cuando adopte el apellido Dolto. Durante aquel intenso momento del tacto, solo el amor guía a la madre que se ofrece a su hijo para responder a su necesidad de reencontrarse con la carne de sus orígenes. Suzanne Marette, madre de todos los ultrajes, en aquel momento salvó a su hija pese a todo. Y su hija, una vez adulta, recordará aquel instante de sacrificio. Françoise es buena alumna, pero siempre es castigada. Deja un costado de su cama libre para su ángel guardián, así le relata el balance del día. La lectura deviene en un refugio: al mirar a su madre peinarse, ¿qué más natural para una niña de diez años que leer el diario, máxime si es L’Action française?82 Cuán terrible puede ser el recuerdo: entrada en años, la psicoanalista evocará las restricciones de la guerra, el fallecimiento de Pierre Demmler, su tío amado, el 6 de julio de 1916, con quien tanto le habría gustado casarse; la muerte anunciada de su hermana, el 30 de septiembre de 1920 por causa de un cáncer de huesos. La pequeña

82 Periódico nacionalista y realista francés fundado en 1908 y prohibido tras la Liberación en agosto de 1944 [N. de la T.].


Françoise se siente entonces culpable de ser la que se queda, teniendo presente el rostro rubiecito con ojos azules de Jacqueline, la predilecta. Para salvarla, tendría que haber rezado más. Desde aquel día, vive a través de ella su vínculo con su madre, Suzanne Demmler, miembro de una rica familia de industriales. Si toca el violín, es porque Jacqueline dejó el suyo; si quiere cursar el bachillerato y se recibe, que sepa que no será candidata para casarse. En medio de aquella atmósfera crítica, por no decir restrictiva, la joven Françoise, influenciada por su lectura de La interpretación de los sueños, elige para su bachillerato orientado en filosofía una opción poco común: el psicoanálisis. Cuando más adelante le entregue a su madre un ejemplar de su tesis de doctorado, lo encontrará un día manchado de grasa, pues Freud era considerado “un señor malo”. Tras diez años de estudios y veinte de malentendidos, el amor está deformado por gestos, por palabras, pero no está aniquilado. La correspondencia publicada de Françoise Dolto contiene cartas de un gran cariño, de un respeto por sus dos progenitores que la educación “No guardo ningún rencor de mi vida de niña, nada, nada de mi difícil juventud, al contrario. Creo que, por una parte, fui muy, muy desdichada, nunca quisiera revivir mi vida entre mis doce y mis treinta años; pero creo que eso fue una extraordinaria escuela para comprender las diferencias, las incomprensiones entre los seres que más se quieren, que tendrían todo para amarse si pudieran comprenderse, respetarse tal y como son, y que no lo logran por complejos motivos, de rivalidad inconsciente, de ideas preconcebidas, de juicios a priori”.83 En resumidas cuentas, esa mirada retrospectiva de Françoise Dolto sobre su infancia se mantiene discreta respecto de varias etapas increíbles que debió atravesar. Infancias… ¿Cabe inferir de ese título el interrogante de una adulta sobre una juventud plural? Dolto narra sus veinticuatro primeros años que pasó “sin moverse”, escribe, sumida en la total abnegación de sus deseos para afrontar los comentarios de su madre. Con gran benevolencia, comprende que de aquella familia conservadora y tradicionalista surgió toda su personalidad: descolocó todo lo que le imponía la 83

Enfances, op. cit., p. 118.

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de la época no quebrantaba.

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exigencia materna. Lo no dicho sentó las bases de su relación con su madre, quien la acusaba de aquello de lo cual ella era incapaz. El malentendido que dio lugar al compromiso de Françoise con un hombre, por ejemplo, revela hasta qué punto las jóvenes en aquella época estaban excluidas de las cosas de la vida. Cuando Françoise y Edmond D., su compañero de vacaciones, festejaron su futura alianza el 22 de septiembre de 1931, la madre dio por sentado de que mantenían relaciones íntimas. Françoise solo aceptó aquel noviazgo para salir de su círculo familiar, donde vivía “en cocción dentro de una olla”. Acataba lo que se exigía de ella y, al mismo tiempo, percibía de que nunca estaba acorde con las expectativas. Decían que era cerebral, que frente a ocupaciones conocidas como “femeninas” ella prefería la lectura de científicos como Lucien Lévy-Bruhl, o de los clásicos y demás autores en boga: Lautréamont, Shakespeare, Zola, Paul Bourget y Maeterlinck se codeaban con

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Jean Cocteau, André Gide y Colette en la biblioteca paterna a la cual tenía libre acceso. Durante tres años, los domingos con Edmond se caracterizaron por el aburrimiento, de modo tal que el asombro de Françoise fue rotundo al ser tratada de “puta” por su madre cuando abandonó al novio defraudado. Suzanne Demmler ignoraba que su hija era completamente hermética a las palabras cariñosas del muchacho. La psicoanalista cuenta retrospectivamente el trauma que suscitó semejante insulto por parte de su madre, peor aún que su exclusión de la familia. Apoyada por su padre, Henry Marette, egresado de la Escuela Politécnica, capitán de artillería especializado en la fabricación de obuses, la joven Françoise consiguió cursar su bachillerato en 1925, con la firme intención de hacer estudios universitarios. Su meta, ser médica, permanece secreta para su madre, que se niega a que su hija gane autonomía económica, lo que le abriría la puerta a su vida adulta y a su libertad de mujer. Si hay que ser costurera con el fin de pagarse los estudios, Françoise está dispuesta a hacerlo. Finalmente es autorizada a seguir una formación en enfermería. Dotada de semejante aval materno, cruza la primera etapa de su emancipación. El acceso al saber psicoanalítico no es meramente libresco: creer en la posible existencia del inconsciente, escribe Dolto, atañe a un “sentimiento instintivo”. Ir hacia la humanidad del paciente, ¿acaso no es ese el desafío de todo


médico? Poseer una llave que abra paso a su interioridad es un reto del que se adueña entonces como herramienta racional de su obra venidera y que desarrolla en la tesis de doctorado Psicoanálisis y pediatría. El título anuncia su destino. Con todo, los estudios de costura la entretienen durante varios años, de 1925 a 1929, al mismo tiempo que se convierte en la perfecta muchacha de buena familia al servicio de sus hermanos menores, destacándose en música y acuarela. En 1930 se compromete con su vocación de enfermera, o mejor dicho, de “monitora de vendajes”, en la escuela de la Cruz Roja, etapa que la forma en el contacto con el enfermo, según dirá luego. Asistente de los médicos, la psicoanalista Françoise Dolto ya está en ciernes en cada uno de sus gestos para vencer el sufrimiento de sus pacientes. Recibe su diploma el 6 de junio de 1930 y cuando su hermano Philippe comienza a estudiar medicina, por fin se ve autorizada a seguirlo por esa senda. Ambos se inscriben el 24 de noviembre de 1931 para obtener un PCN, certificado de estudios de para los estudios médicos. El 1 de julio de 1932, ambos son admitidos. Françoise tiene veinticuatro años y el 3 de noviembre ingresa en primer año de Medicina. Tras romper su noviazgo con Edmond el 11 de febrero de 1934 y sufrir la ira de su madre, el 17 acude a ver a René Laforgue, el analista de su hermano. El análisis se convierte en el marco dentro del cual todo vuelve a su lugar: la joven cura los traumas de su infancia y previene aquellos de la adultez. A su padre, que fue quien le aconsejó recurrir a esa terapia, le escribe el 22 de julio: “Jamás olvidaré las palabras que me dijiste ese año, en el mes de febrero. Y en aquel momento, si no te hubiera tenido para que me obligaras a hacerme tratar –¿quizá no lo sabes? –, nunca habría tenido por mí misma el coraje de realizar la más mínima cosa (menos aún una terapia psicoanalítica) para salir de mi desconsuelo. Mi mayor deseo ahora es encaminar este penoso tratamiento hasta el final porque sé que la mejor manera de agradecerte es convertirme en una mujer –en todo el sentido de la palabra– de la cual puedas estar orgulloso”.84 84

Lettres de jeunesse, op. cit., p. 382.

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ciencias físicas, químicas y naturales, equivalente a un año preparatorio

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Las repercusiones de la ruptura de su noviazgo son dolorosas. Henry Marette hace las veces de mediador entre su mujer y su hija, quienes viven el episodio en medio de una incomprensión absoluta. Así y todo, incentivada por una respuesta reconfortante, el 26 de julio Françoise le envía a su madre un mea culpa que expresa su tristeza por haber sido para ella una fuente de decepción, aunque no por eso se retracta de su decisión. Son palabras cariñosas, elegidas, pero firmes y orientadas hacia su porvenir como mujer. La respuesta de su madre al día siguiente puede sorprender: “Gracias por tu carta, mi querida niña. […] Estoy intentando cumplir con mi deber de comprender y, con la edad, convertirme en una persona más indulgente. Pero más allá de lo que yo sea, no intentes imitarme. Tienes que continuar la evolución que has comenzado, buscando en el fondo de tu ser tu verdadero ‘tú’. Será un tanto semejante a mi ‘yo’, pues

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la herencia y la educación, las tradiciones nos acercan, pero debes ser tú misma. Eres mucho más talentosa que yo en muchos aspectos. Tenemos cualidades distintas. Debes seguir siendo tú misma y permanecer sólidamente aferrada a lo que estimas que es tu personalidad”.85 La efusión de amor conduce de modo inevitable a los errores de juicio, y la joven Françoise se opuso de forma prioritaria al influjo de la educación sobre el destino de las hijas. Su madre debió dominar tanto su pena por haber perdido a su primera hija como su esperanza de ver a la segunda obedecer los códigos de la época. Pero pese a las discrepancias, sabe la necesidad que tiene la mujer de permanecer fiel a sí misma. Esa certeza la carcome, puesto que entiende que le está dando a su hija el poder de alejarse de ella y librarse de las coerciones que ella misma le impone. Echada de su casa y con el respaldo económico de su padre, Françoise se instala durante su externado en una pequeña habitación. Tocar a los enfermos, curarlos, hallar el lenguaje adecuado para captar mejor el dolor son sus reflejos de enfermera que la enorgullecen. La soledad no la espanta, al revés, la renueva. De día, se desempeña como externa en el hospital; de noche, como auxiliar de enfermería y anestesista. Intuye que 85

Ibid., p. 386.


sus elecciones se perfilan: lo suyo es la medicina infantil. Vive entonces una experiencia decisiva al acercarse al desamparo psicológico del manicomio. ¿Qué es la locura? El hombre lleva una máscara y así se protege del vacío que habita en él. Lo que es irreversible en el adulto puede prevenirse en el niño. Al decidir analizarse con René Laforgue, ¿no estará buscando ocuparse de la niña que fue? En el umbral de aquel consultorio, deposita un montón de lágrimas acumuladas desde la muerte de su hermana y encuentra una explicación a la dureza de su madre, que le hacía creer que era ella la causa del malestar familiar. Frente a su paciente sin dinero, Laforgue baja sus honorarios y, aunque debe endeudarse, Françoise siente la necesidad de ir hasta las últimas consecuencias de su proceso personal, para desgracia de su madre, que intuye en su hija a la mujer adulta erigiéndose más allá de la culpa infantil, eliminando por fin la densidad de ese duelo irreversible que recubrió a la familia. El mismo enfoque psicoanalítico subyace en su relación con los niños: Françoise Dolto conservará el estilo espontáneo de pequeña narradora, de modo esa parte de su infancia ensombrecida. Su misión se delineó en el círculo familiar: si la muerte de Jacqueline la sensibilizó en cuanto a que el ser mortal puede salvarlo la medicina, el nacimiento de su hermano Jacques a sus quince años la hizo descubrir la psicología del niño. ¿Cómo guardar dentro de uno la vivacidad de la juventud, cómo continuar abriendo los ojos de asombro? He aquí la misión de todo adulto. En aquel entonces, la joven hace sus múltiples prácticas de medicina en el área de pediatría. De 1934 a 1940, una seguidilla de circunstancias favorables a su pasión por el niño va a colocarla en la vía del éxito, y su entereza y su alegría le hacen olvidar las humillaciones que habrían podido abatirla. En mayo de 1935, al final de su análisis, ingresa como externa en el servicio de cirugía infantil dirigido por el profesor Leveuf. También se acerca al mundo adulto al comenzar un reemplazo en el hospital psiquiátrico de Maison-Blanche, en Neuilly-sur-Marne, el 14 de diciembre. El año 1936 asiste a la eclosión en todos los frentes. El 9 de abril participa por primera vez en un congreso de psicoanálisis en Nyon, Suiza, al que le suceden los encuentros de la Sociedad Psicoanalítica de París. El 5 de mayo inicia su segunda pasantía como externa en el servicio

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que a través de cada anécdota en apariencia anodina, se reconcilia con

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de neuropsiquiatría infantil a cargo del profesor Heuyer. Allí se le hace presente la desesperación de unos pequeños seres aislados, endebles, que tropiezan con su propia desgracia. Sophie Morgenstern, entonces psicoanalista asociada al servicio, le transmite que un niño que se niega a dormir, a alimentarse, está enviando un mensaje. Entonces hay que escucharlo, y tan solo escucharlo, sin juzgarlo ni endilgarle de inmediato un diagnóstico. Porque el contexto familiar a menudo encierra la respuesta a su llamada. Después del hospital de Vaugirard, entra en 1937 en el hospital Enfants malades,86 en el servicio de consulta previa a la internación. Toma conciencia de que un niño puede ser víctima de una exclusión potenciada y no subsanada por el adulto. En aquel momento, Sophie Morgenstern la recomienda ante Édouard Pichon, quien está buscando una asistente para dirigir las psicoterapias infantiles en el hospital Bretonneau. Su última sesión de análisis tiene lugar el 12 de

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marzo de 1937. De allí en adelante, alivianada de las cargas de su primera juventud, se siente lista. Está a dos pasos de su entera y comprometida dedicación al niño: los seminarios del Instituto en la Sociedad Psicoanalítica de París, que en aquel entonces preside Pichon, la colocan en presencia de Sacha Nacht, Rudolph Löwenstein y, en 1938, de Daniel Lagache y Jacques Lacan. El 20 de junio es electa miembro de la Sociedad Psicoanalítica de París. En esos tiempos, encuentra en los textos las claves para dilucidar las etapas que obstruyen el discurso de un niño: su neurosis nunca es gratuita, sino que remite a la neurosis familiar que la nutre y la fomenta. Fue en el transcurso de una reunión de la Sociedad en 1949 que expuso los casos de Bernadette y Nicole, cuya cura llega a buen término por medio de la “muñeca-flor”, objeto chivo expiatorio sobre el cual cada niña proyectó su sufrimiento. El juguete como soporte de la transferencia deviene en una herramienta corriente del tratamiento, liberadora de la agresividad, válvula de escape de un amor parental en espera. “La imagen inconsciente del cuerpo” es una teoría que Françoise Dolto va a elaborar en el desarrollo de sus investigaciones.87

86 87

En español, hospital de niños enfermos [N. de la T.].

El libro con el mismo título será publicado por Seuil en 1984. (Traducción al español. Dolto, F. La imagen inconsciente del cuerpo. Buenos Aires: Editorial Paidós.)


Una vez defendida su tesis en 1939, al año siguiente abre un consultorio en el hospital Trousseau, que mantendrá durante treinta y seis años. Se convierte en el otro médico, aquel que escucha al niño antes de curarlo, aquel que en verdad lo escucha para curarlo. Su vínculo con su madre no evoluciona. La mirada materna sigue a veces culpabilizándola, y más indignada aún se muestra cuando en la Nochebuena de 1941 Françoise se atreve a alterar la calma de la familia, tradicionalmente reunida en lo de la abuela materna, al aparecer acompañada por un médico fisioterapeuta llamado Boris Dolto, que tiempo atrás le había derivado un paciente. A Suzanne Marette, aquel extranjero que había seducido a su hija le resulta inaceptable. No tiene nada en común con ese amigo que indirectamente le había impuesto a Françoise como novio al presentárselo. “El tártaro”, sobrenombre que le había dado su padre, era oriundo de Crimea y allí había pasado toda su juventud. Naturalizado francés, fue movilizado en 1940. Mucho más allá de un amigo íntimo, Françoise les presenta a un médico gracias al cual va a conocer la Esa ósmosis profesional es determinante; Françoise lo tenía decidido desde su más tierna edad. Del matrimonio entre ambos el 12 de febrero de 1942 nacerán tres hijos: Jean-Chrysostome, Grégoire y Catherine. La implantación del psicoanálisis en Francia es impensable sin la presencia de Françoise Dolto, quien se dejó guiar por su destino para convertirse en “médica de la educación”. La expresión representaría casi un pleonasmo, dado que educar recae en su función de especialista. Las dificultades con que las mujeres se topan durante la primera mitad del siglo xx para realizar estudios médicos no solo atañen al medio social o familiar. Françoise Dolto cuenta cómo llegó al psicoanálisis. Sus textos autobiográficos son asombrosos, pues en ellos se percibe una búsqueda de verdad, una búsqueda del sentido de sí misma. A través de ellos, la autora legitimó el discurso íntimo, el discurso de una mujer sobre su tiempo, el discurso de una médica sobre un mundo al cual no debía tener acceso: psicoanálisis y literatura se encuentran en la confluencia del lenguaje, el cual, para ella, ha de concebirse en su función simbólica. Si el sujeto no se reduce al lenguaje hablado, si es lenguaje pese a todo, el reto del analista es claramente el de significar lo

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felicidad de amar a alguien que también la enriquece intelectualmente.

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humano, esclarecerlo, nombrarlo. Los textos permiten pensar la experiencia vivida, intentar hallarle un sentido. Los de Françoise Dolto son la ilustración de un pensamiento nuevo y único, donde el psicoanálisis se codea con la pediatría y la consolida. No cualquier especialista sabe escuchar al niño, y esa es la urgencia. Al tiempo que la Sociedad Psicoanalítica de París se radicaliza y plantea estrictas condiciones a los analistas en el ejercicio de sus funciones, Françoise Dolto se aproxima a Lacan, cuyo inconformismo aprecia. Congenia con su deseo de tener una palabra libre, sin hacer demasiado caso a algunos de sus textos, que no siempre comprende, dice ella. Está buscando su estilo propio y lo encuentra por oposición a quienes la precedieron, al oírlas durante su participación en el Congreso Mundial de Psiquiatría de París, en 1950. Anna Freud y Melanie Klein están presentes en la sala. Las dos representantes mundiales del psicoanálisis del niño escucharán

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a aquella que aún no tiene el halo que adquirirá con posterioridad, pese a sus consultas en Trousseau y en el centro médico-psicopedagógico del liceo Claude-Bernard desde 1946. El compromiso de Françoise junto a Lacan le procurará una fuerte identidad. Más tarde, reconocerá que la alianza entre ambos era indispensable para una mujer cuya soledad en aquel mundillo habría sido un obstáculo. Lo sigue a partir de la escisión de la Sociedad Psicoanalítica de París para fundar la Sociedad Francesa de Psicoanálisis. Los no médicos obtienen allí una mayor legitimidad, y es en nombre de aquella libertad de ejercer que en 1953, en Roma, tras la intervención de Lacan en el Congreso de Psicoanalistas de Lenguas Romances, Françoise Dolto pronuncia un discurso que corrobora la idea lacaniana de que el lenguaje es símbolo: no hay necesidad de palabras para expresarse. El abrazo espontáneo que le da el psicoanalista en público sella la pertenencia a una corriente de pensamiento desligada del conformismo de los analistas presentes en el recinto. Dolto reclama el mismo margen de maniobra. Cuando es interrogada por la comisión de investigación encargada de decidir la afiliación de la Sociedad Francesa de Psicoanálisis a la Asociación Psicoanalítica Internacional, su carisma la distingue y la aísla. El asunto culminará en 1961, y una vez dictada la negativa, Dolto y Lacan son poco a poco apartados de la Sociedad, y definitivamente excluidos en 1963. A la escisión de diciembre sucede


la fundación de la Escuela Freudiana de París en junio de 1964, donde bajo la égida de Lacan se congregan los analistas deseosos de ejercer su profesión sin obedecer a la ortodoxia de la Asociación Psicoanalítica Internacional. Entre ellos, se encuentra la segunda mujer que abrirá a Françoise Dolto el campo de un ejercicio libre de toda limitación, luego de Sophie Morgenstern durante los años de formación. En el centro del proyecto común reside un solo actor: el niño. Esa mujer es Jenny Aubry. A la cabeza del servicio de pediatría de la policlínica del bulevar Ney, Aubry le pregunta a su colega si desea abrir un consultorio de psicoanálisis infantil. El año 1955 se caracteriza por los esfuerzos de Françoise por independizar al psicoanálisis de la psiquiatría. Hay algo emotivo en la trayectoria de estas mujeres comprometidas al servicio del niño en situación de desamparo. Estamos lejos de creer que el mundo médico dispone de todos los medios para alivianar el dolor. ¿Acaso los prematuros no eran operados, todavía hasta hace unos años, sin que se sospechara su sufrimiento? La búsqueda de los en estado de supervivencia. Si el malestar psíquico era ocultado, ¿qué podía detectarse entonces del padecimiento moral del niño que permanece postrado, que se calla, que parece esperar a alguien, o que a veces ya no espera más nada de la existencia? Ese fue el intolerable espectáculo al que asistió Jenny Aubry cuando, nombrada en la dirección del servicio de pediatría del hospital Ambroise-Paré, abrió la puerta de la fundación Parent-de-Rosan, adonde llegaban los niños huérfanos durante la guerra. El psicoanálisis debe entrar en pediatría, se promete a sí misma. Lo había descubierto tardíamente, recién en 1948, ya que a raíz de su formación en neuropsiquiatría había sido la segunda mujer en ser designada médica de hospital, en 1939. Anticipa la carrera de Françoise Dolto al codearse durante sus estudios médicos con Sophie Morgenstern en el hospital de Vaugirard. Resistente durante la Segunda Guerra Mundial, obligada a disimular su origen judío, continúa ejerciendo la medicina poniendo en riesgo su vida. El encuentro con Anna Freud en 1948 en Londres, en el marco del Primer Congreso de Neuropsiquiatría Infantil, es decisivo. Comienza a analizarse entonces con Michel Cénac, luego con Sacha Nacht, condición indispensable para la

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centros antidolor hizo avanzar el modo de tratar a esos pequeños seres

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comprensión de la estructura psíquica de los jóvenes pacientes a los cuales desea consagrarse de allí en adelante. A diferencia de Françoise Dolto, que se emparenta con los grupos psicoanalíticos y se acerca a Lacan, Jenny Aubry mantiene una mirada clínica sobre el niño: la medicina sigue siendo el cimiento de su diagnóstico. Esto no le impide hacer uso de esas mismas armas terapéuticas para evaluar el malestar psíquico en relación con el trastorno orgánico: el dibujo, el juego, la palabra. El desafío de las sesiones es similar: hallar el modo de paliar las carencias parentales de orden afectivo y educativo que conducen a deterioros psíquicos e imposibilitan la construcción y el crecimiento del niño. Jenny Aubry se distinguió de su colega, cuya palabra creativa celebra, pero a quien le reprocha no siempre explicar por medio de la teoría el núcleo de sus análisis. Efectivamente, Françoise Dolto prescinde de los conceptos que estructuran cada caso: “La práctica de ese estilo

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me resulta únicamente posible –escribe Jenny Aubry– si se dispone de un toque de genio, cosa que Françoise posee, de eso no cabe duda. La admiro mucho, usted sabe. Le digo, el punto con el que discrepo es su creencia mística”.88 La personalidad de Jenny Aubry se relaciona en mayor medida con un enfoque más racional y con la preocupación por la atención material del paciente. Ella misma reconoce que la meta de Dolto es “oír lo arcaico”, y para ello cabe apelar a la modernidad. Los años 1960 y 1970 son en Francia los “años Dolto”. En 1960, la analista se distingue por su discurso sobre la sexualidad femenina en el Coloquio de Ámsterdam, organizado por la Sociedad Francesa de Psicoanálisis. Su reivindicación del ser mujer consciente de los atributos de su sexo trae aparejados argumentos relativos al placer de la mujer como objeto de amor. Françoise Dolto recuerda a una tal Lou Andreas-Salomé, para quien el erotismo convocaba a ambos amantes al encuentro de una felicidad ideal. Pero está lejos de las aspiraciones filosóficas de su antecesora. Habla de “renovación” en la conmoción que siente cada miembro de la pareja en el momento del coito. Y precisa en términos “orgánicos” la felicidad del orgasmo. “Atrevida” ¡le habría dicho Lacan!

88

Jenny Aubry, “À propos de Françoise Dolto”, Psychanalyse des enfants séparés. Études cliniques, 1952-1986, París, Flammarion, col. “Champs essais”, 2010, p. 451.


Hace apenas quince años que la mujer francesa tiene derecho a votar, y tendrá que esperar hasta 1965 para obtener el derecho a abrir una cuenta bancaria sin solicitar autorización a su marido. El aborto y la anticoncepción están prohibidos por varias leyes represivas. Así, a través de una puerta secreta, las mujeres acuden al consultorio de la doctora Marie-Andrée Lagroua Weill-Hallé, creadora en 1956 del movimiento “La maternité heureuse”.89 ¿Quién iba a osar entonces hablar de placer femenino? Huelga aclarar hasta qué punto Françoise Dolto se sitúa a la vanguardia de una crítica de su tiempo. En verdad, ese discurso plasma una reflexión paralela para acceder a un mejor conocimiento del niño, puesto que la mujer que se destina a ser madre ocupa innegablemente un lugar mayúsculo en la organización psíquica de la familia. En 1963, Françoise se aleja de Jenny Aubry, quien se hace cargo de un servicio en el hospital Enfants malades, y se coloca al frente de su propio consultorio en el hospital Trousseau. Asimismo, se dedica a los seminarios de psicoanálisis de niños en el marco de la Escuela Freutono. Efectivamente, la historia de Dominique Bel, de catorce años y diagnosticado psicótico, revela otro modo de escucha. Sus silencios, sus gestos habitan el decorado poco habitual del análisis; Françoise Dolto centró su palabra desordenada, inadecuada para el momento, pero tan simbólica del peso perturbador. El chico “deshabla”, escribe ella, al tomar conciencia de la alteridad de la analista, sin por ello responder con precisión a las preguntas que esta le hace. El cuerpo domina por medio de todas las señales sintomáticas que refleja, comenzando por el mutismo. Al estar a la escucha de lo que el joven pide, Dolto explica tanto la dificultad como la necesidad de separar la neurosis del niño de aquella de sus padres, a fin de que las trayectorias de vida dejen de chocar entre sí, en detrimento del niño en formación. El diálogo pone en valor un “hablar verdadero”. La palabra del niño es legitimada por una escucha responsable y respetuosa del analista. En 1969, en las ondas radiofónicas de Europe 1, la gente se pregunta quién podrá esconderse detrás del pseudónimo “Doctora X”, personaje 89

En español, la maternidad feliz, asociación que propicia el control de natalidad [N. de la T.].

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diana de París. El caso Dominique es publicado en 1971 marca un nuevo

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que responde a las preguntas de unos oyentes muy jóvenes. En 1976, Françoise Dolto les habla a los padres, esta vez por France Inter y bajo su propio nombre, y contesta a sus correos. ¿Reclamarían ellos tantas respuestas como sus hijos? Eso es lo que empieza a creer la época. Y no hay nada como las ondas radiales, es claramente la primera vez que las cosas de la vida que implican la esfera íntima se abordan en ese espacio. El año 1963 es un punto de inflexión para la radio, cuando la ORTF90 se instala en la Maison de Radio France. France Inter devino en la gran estación nacional, y es poco decir hasta qué punto Dolto vive en armonía con su tiempo. La fuerza del lenguaje transmitido por aquel medio de comunicación asombra, atrae, seduce y también choca. La voz es clara, el tono firme, y la combinación de ambos restalla con certeza; el flujo de palabras es rápido y su poder de persuasión se ve así reforzado. Si en aquella época Françoise Dolto sabe que es conocida por su discurso

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atípico, también refleja la imagen de una persona que, con autoridad, da la impresión de querer cambiar el mundo del niño y mejorar el mundo de los adultos. Su hablar franco se encuentra con el hablar verdadero de sus pacientes, quienes en ese espacio de autenticidad sienten menguar sus miedos. El pequeño ser sabrá con una palabra, con un gesto, expresar lo arcaico que guarda en él, antes de ser corrompido por las experiencias de una vivencia demasiado pesada para cargar. Hablar para prevenir, ciertamente, ¿pero acaso cualquiera puede escuchar? Escuchar al niño y considerar su personalidad es saber ser padre, es dar a cada uno un lugar legítimo. En 1979, se crea La Maison Verte en París, con el propósito de solidarizarse con los miedos y las experiencias de la familia: “Ni un centro maternal, ni una guardería, ni un instituto de cuidados, sino una casa donde madres y padres, abuelos, niñeras, paseadoras son recibidos […] y donde los pequeños se encuentran con amigos”, reza la placa del lugar. Cuando uno entra, nadie le da la bienvenida de inmediato. Quien determina el espacio que nos corresponde y nos toma de la mano es un niñito que se dirige con suma naturalidad, no sin temor, hacia los grupos de pares, pasando por encima de almohadones desperdigados y mesas especialmente preparadas, para 90

Oficina de Radiodifusión-Televisión Francesa [N. de la T.].


acercarse a unas actividades pensadas para él. Sillas y sillones esperan a los padres, quienes traban relaciones o no, ya que a la asombrosa diversión de los menores a menudo responde la soledad de una madre. “El psicoanálisis –escribe Dolto– no está para explicarlo todo, sino para ayudar a quienes han quedado atascados en la repetición, por represión de sus deseos: ayudarlos a salir del surco en el que está girando el disco de sus vidas, en falso. Está para que la vida recupere sus derechos. Si uno se analiza, o lleva a su hijo a ver a un psicoanalista, es porque uno sufre o porque el niño está detenido en su desarrollo”.91 Pero en ese parentesco del malestar, el psicoanalista no interviene ni para educar a su paciente, ni para suplantar a los padres –en esto Françoise Dolto se distingue de Anna Freud, quien defendía la palabra del analista-educador–. Menos aún se trata de un modelo parental. El terapeuta es “solo” aquel que escucha y dispara la verbalización del síntoma. El niño, mediante su palabra y también mediante sus silencios, deviene como contrapunto en el psicoanalista de sus padres. Es el deque a menudo cree ser el culpable. El relato de los casos tratados por Dolto revela en qué medida corresponde al analista afrontar la expresión del sufrimiento. La terapeuta cuenta la visita a su consultorio de una bebita de nueve meses, a quien hizo tomar conciencia de su falta de deseo de vivir: no alimentarse era sintomático de las falencias de su madre ausente. Le pidió que llevara a la siguiente sesión una piedra, como pago simbólico, que fuera la expresión de su propia voluntad de estar allí, frente a ella, y aceptar el análisis. Al dibujo, al modelado y al juego se agrega la palabra. A los nueves meses, fue el llanto lo que liberó a la paciente de su sentimiento de abandono. Todos los escritos de Dolto están inervados de anécdotas más concluyentes unas que otras, con miras a dar testimonio de la toma de conciencia del deseo infantil. Si bien no fue una profesional lacaniana estricta, encontramos en ella las intuiciones de su colega. Lacan no fue su maestro; no más que Freud en todo caso. Dolto fue esa figura amable e insumisa a cualquier dogma

91 La Difficulté de vivre, París, ed. de la Seine, 1986, p. 9. (Traducción al español. Dolto, F. La dificultad de vivir. Madrid: Gedisa.)

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positario del malestar de estos, y lo transmite con desmesura, puesto

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que le impidiera ser la mujer y la científica que proyectaba ser. A Lacan, confiesa en su “autorretrato de una psicoanalista”, lo había frecuentado más por su interpretación “al mismo nivel” de la realidad, más por los efectos terapéuticos de su práctica que por su teoría. Es más, se siente ajena al estadio del espejo que el psicoanalista desarrolló en 1936 en el Congreso de Marienbad: según ella, el niño cultiva una estima narcisista en la relación simbiótica con su madre, pre y posnatal. Su propia imagen puede luego afianzarla, o no. La aptitud para oír los tormentos del joven paciente, sordos o violentos detrás de la banalidad de la vida cotidiana, es una misión que redunda en lo imposible para ciertos analistas que se niegan a tratar a los niños, no así a los pacientes adultos. Françoise Dolto reclama del terapeuta una ética: la palabra del niño es central. Su cuerpo, lo no dicho, tanto como sus dibujos también son lenguaje:

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“Ese lenguaje mudo a veces puede ser conmovedor como un grito, como un canto, como un poema, como una sinfonía, como una presencia humana. ¿Qué viene a ser conmovedor? Que se derriben los ejes de nuestro sentir y se generen otros modos de dinamismo emocional que aquellos aportados por el lenguaje hablado”.92 ¿Qué adulto soportará oír un sufrimiento susceptible de despertar el suyo? El analista –de ahí la necesidad de ser analizado– ha de responder al menor honrándolo, como si se tratara de un interlocutor con todas las letras. En el cénit del éxito, la vida no olvida ser cruel. Boris Dolto muere en julio de 1981, Lacan en septiembre. Un año antes, este había disuelto la Escuela Freudiana de París, a lo que Françoise Dolto se había opuesto. Pero aviniéndose a aquella decisión, se negó a adherir a ninguna otra Sociedad. Hasta el 25 de agosto de 1988, fue la abogada del niño, ese adulto del mañana al que juzgaba en peligro. El trabajo de su vida es grandioso si consideramos su variedad y duración. Entre sus escritos teóricos, autobiográficos y su actividad clínica, Françoise Dolto es un pilar cuya obra no puede ser resumida en

92

Fragmento de “Introduction au dessin d’enfant”, La Vie médicale, citado en Françoise Dolto. Archives de l’intime, bajo la dirección de Yann Potin, París, Gallimard, 2008, p. 192.


unas pocas páginas. Humanizar la palabra del niño y reconocerlo como sujeto de su deseo la condicionaron en su práctica a respetarlo una vez pasada la puerta de su consultorio. Dolto no es tan solo ese rostro conocido por todos, atravesado por una sonrisa, que parece transformar la desgracia de los más pequeños. También es esa niña que en llantos le daba la mano a su madre, esa muchacha curiosa por la vida que debía esperar a que llegara su hora para desprenderse del peso de su educación. En busca del psicoanálisis de lo verdadero, mostró qué tanto la palabra del niño finalmente era universal y fue para siempre una analista que guardó en ella un agudo sentido de la libertad.

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Las conquistadoras



Eugénie Sokolnicka Un misterio francés

Recorriendo todos los caminos del alma, tan tortuosos y enmarañados en toda dirección […] todo eso con el fin de disciplinar las pasiones y su violencia.93

¿Habrá querido suicidarse de niña, al saltar en una tina de agua hirviente? Eugénie Sokolnicka da cuenta de ese episodio en una sesión de análisis en 1920, ante el psicoanalista húngaro Sándor Ferenczi. Ningún documento atestigua sus años vividos en Polonia. ¿Tal vez finalmente no fuera una niña dichosa, ni tan siquiera una mujer propensa a la felicidad? Años después vive el distanciamiento con Freud como una afrenta, como una humillación: efectivamente, ya no podía pagar las sesiones, ¿pero valía la pena interrumpir su análisis cuando casi había concluido? En su carta del 11 de febrero de 1921, Sándor Ferenczi le confiesa al padre del psicoanálisis que Eugénie habría intentado envenenarse a raíz de esa relación abortada. Marcada por el destino, por la imposición de una muerte prematura, Eugénie Sokolnicka pasó su vida buscando su lugar. Tiene algo de la heroína de la tragedia griega: dominada por el hado al cual no puede resistir, quiere decidir su propio fin. Del 2 al 23 de mayo de 1934, debe inaugurar el Instituto de Psicoanálisis de París con una serie de conferencias sobre el “psicoanálisis de carácter”. ¿Qué sucedió? ¿Qué temió? ¿La progresiva falta de pacientes? ¿Su rechazo por parte del mundo médico? Aquel 19 de mayo de 1921, el gas invade el departamento donde vivía, y su cuerpo yace allí sin vida. Édouard Pichon, su amigo y expaciente, su sostén de siempre, no puede hacer nada. El texto de homenaje es claramente una forma de conmemorar el

93 “Quelques problèmes de technique psychanalytique”, Revue française de psychanalyse, nro. 1, 3º año, 1929, p. 1-49, p. 49.


recuerdo de una desconocida que sin embargo jugó un rol fundador en la historia del psicoanálisis. Una fotografía acompaña aquel ensayo póstumo que la muestra de perfil: el cuerpo se desvía, pero su rostro parece responder a una llamada. Bajo su cabello marrón cortado a la garçon, su mirada lejana, evasiva, sugiere la expresión de una duda que jamás la abandonó. Un rictus apenas se dibuja sobre sus labios bien subrayados. Un gran collar de perlas blancas le confiere un aire de aristócrata, pero contrasta con la modestia de sus manos cruzadas delante de su cuerpo. Eugénie Kutner nunca olvidó nada de Francia, país de todas las posibilidades. Allí comienzan su vida de mujer y su destino de psicoanalista. Siguiendo los pasos de su madre, Paulina Flejszer, que había luchado por la independencia de su país, en aquella época dividido entre Rusia, Prusia y Austria-Hungría, no tendrá como ella el honor de un funeral nacional. Pero sí será la heredera de los insurrectos de una época que

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erigió nuestra modernidad. Nacida el 14 de junio de 1884 en una Polonia bajo dominio ruso, también hereda el pasado militante de su familia paterna: su abuelo fue oficial durante la revuelta de 1830 en Varsovia, su tío, durante la insurrección de 1863. Crece entonces en un país en donde ser polaco de religión judía no priva de derechos, a pesar de la hostilidad que la iglesia ortodoxa rusa y los polacos católicos manifiestan frente a esa colectividad, que impone sus prerrogativas al mismo tiempo que la enseñanza se imparte en la lengua del zar Alejandro II. Su corazón permanecerá arraigado a la Polonia de sus ancestros, quienes se destacaron brillantemente en la historia de su país. Su familia de notables, como su padre apoderado del sector bancario, le garantiza crecer en un mundillo protegido y culto, para el cual el idioma francés simboliza el prestigio de la clase dominante. Su institutriz es quien le brinda acceso a ese idioma y a una cultura que Eugénie domina cada vez mejor. La elección de estudiar en Francia resulta entonces sumamente natural. En realidad, Francia le aporta más que un mero diploma. Siendo bachiller en pleno corazón del París de los años 1900, la joven es seducida por el prestigio de la Sorbona, donde convalida una licenciatura en Ciencias: la biología es el fundamento de su aprendizaje, y eso no es poco en tiempos en que los psicoanalistas ya se distinguen por su formación. Los no médicos no tienen el mismo crédito a ojos de Freud,


quien tendrá el recaudo de homologar sus propios descubrimientos por medio del saber científico. Eugénie conoce a Michal Sokolnicki en 1901, cuando este asiste a la Escuela Libre de Ciencia Política. Los separan solamente cuatro años, y entre ellos existe un reconocimiento inmediato: a principios del siglo xx,

dos extranjeros en París pueden sentir las mismas ansias de amor.

Michal conserva el recuerdo de una ciudad signada por el encuentro con aquella cuyo divorcio aceptará más adelante, pero que llevará su apellido para siempre. La boda, celebrada en Varsovia el 27 de octubre de 1903 en la parroquia católica romana de Saint-Alexandre, es promesa de felicidad. Michal estudia luego en Berlín, antes de defender su doctorado en Suiza en 1908. Como universitario, es autor de un libro en francés, Los orígenes de la emigración polaca en Francia (1910); luego se desempeña como diplomático, en línea con sus antepasados militares. Embajador de Polonia en Turquía de 1936 a 1945, guardará de su esposa la imagen de una mujer entregada a su vida conyugal y feliz en las terLas clases de Pierre Janet, titular de la cátedra de psicología en el Collège de France, motivan a Eugénie a ahondar en el conocimiento del ser humano y la afianzan en su elección: el análisis del psiquismo es uno de los retos del nuevo siglo y será su propio desafío. Pero desde 1895, luego de creer que Freud podía afortunadamente cruzarse por la senda de los profesionales franceses y trabajar en una dirección común con ellos para explicar las enfermedades nerviosas, la oposición a Janet se torna más virulenta. Las escuelas de psiquiatría se declaran una ardua batalla, pero Eugénie permanece fuera de esos conflictos internos. Es contemporánea de Carl Gustav Jung, a cuyos seminarios asiste en Zúrich. Pero fue con Freud, tras el diferendo entre ambos hombres en 1913, que se involucró genuinamente en una cura de un año, aunque no padecía ningún síntoma. En el momento en que estalla la Primera Guerra Mundial en 1914, ella es la primera mujer en presenciar las reuniones de la Sociedad Psicoanalítica de Viena. Por consejo de su analista, se instala aquel año en Múnich, donde habría analizado a Felix Boehm, psiquiatra y psicoanalista alemán, futuro miembro del Instituto Göring, comprometido con la nazificación del psicoanálisis en Alemania.

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tulias mundanas.

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La guerra la obliga a retornar a Varsovia, donde habría enseñado ciencias, como testifica un manual escolar de su autoría.94 Pero los combates se encienden y, frente a la amenaza tanto alemana como prerrevolucionaria por el lado ruso, se va de su país en 1916 para radicarse nuevamente en Zúrich. Allí es miembro de la Sociedad Psicoanalítica y electa miembro de la filial vienesa el 8 de noviembre de 1916, lo que señala la confianza equivalente que deposita en el psicoanálisis freudiano. El fin de la guerra es también el fin de su matrimonio. ¿Aquel divorcio será resultado de una toma de conciencia, una elección de vida, la ausencia de hijos? No conocemos los pormenores. Lo cierto es que las dificultades económicas que advienen de esa separación colocan término a su estancia en Viena y a su relación con Freud. Eugénie tiene un tenaz rencor contra él, según se sincera con Ferenczi en análisis. ¿Habrá interpretado que esa distancia que tomaba Freud era una forma de acusación? Experimentará

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un arrepentimiento “tardío aunque fugitivo”95 por haberse separado de Michal Sokolnicki. Al perder a su marido, pierde asimismo a aquel que sigue siendo a sus ojos “un pensador y explorador genial de una ciencia nueva”,96 el único analista tanto más decisivo cuanto que le permitió “existir a ella misma como analista”.97 En aquella época, Otto Rank le habría despertado sentimientos inconfesables. Cuando él se casa en 1920, el acontecimiento hace aflorar nuevamente los dolores de su vida de mujer, desdichada y no realizada. El alejamiento de Viena vale como ruptura con Freud en tanto figura paterna, con Rank en tanto amor imposible. Sintiéndose abandonada, cree volver a hallar en sus raíces la fuerza para vivir y encontrar su camino. Así es como sus esfuerzos por fundar una Asociación Psicoanalítica en Polonia restauran un poco la imagen de la mujer complicada que le había dejado a Freud. Con todo, es un fracaso: al no ser médica, le es difícil imponerse tanto en Varsovia como en París. 94 Información brindada por Claudine Geissmann, Histoire de la psychanalyse de l’enfant (1992), París, Bayard, 2004, p. 165. 95

S. Freud, S. Ferenczi, Correspondance 1920-1933, trad. de I. Meyer-Palmedo, París, Calmann-Lévy, 2000, carta de Ferenczi a Freud nro. 846 del 4 de junio de 1920, p. 26. (Traducción al español. Freud, S., Correspondencia (t.V): 1926-1939, el Ocaso de una Epoca, los últimos años. Madrid: Biblioteca Nueva) 96

“Quelques problèmes de technique psychanalytique”, art. citado, p. 2.

97

Correspondance, op. cit., carta de Ferenczi a Freud nro. 864 del 11 de febrero de 1921, p. 55.


Eugénie Sokolnicka deja en efecto el recuerdo de una mujer de trato agradable, pero de difícil acceso. Si bien para Freud es una “horrible persona”,98 desde luego con un innegable talento psicoanalítico, hay un público que no se equivoca y con el cual no es sencillo hacer trampa: los niños. ¿No resulta un tanto curioso que Eugénie haya tenido éxito en el análisis de un niño de diez años, mientras que su vida se está deshaciendo en jirones, sola en una Europa que se está desangrando, deseosa de darse a conocer en un círculo de ideas que hasta entonces la rechazó en París, Varsovia, Viena? En 1919, cuando todos parecen perder interés en ella, el encuentro con aquel muchachito oriundo de Minsk colma indirectamente las carencias de una vida llena de fracasos y aleja el vacío de una relación amorosa con el hijo que nunca tuvo. Aquel joven paciente, judío polaco como ella, tiene padres que contrariamente a los suyos no se inscriben en una revuelta contra el enemigo bolchevique, sino que más bien lo sufren, puesto que el padre y el abuelo se fugan, mientras que la abuela es enviada a la cárcel. Eugénie entablará con to, lo cual sugiere a Édouard Pichon que, lejos del análisis tradicional, ella debió trabajar durante seis semanas sobre las fuentes oníricas y las reacciones espontáneas del paciente. Como psicoanalista, presintió que debía conciliar su enfoque clínico con su mirada de pedagoga. Cuando relata este caso en 1920 en El análisis de un caso de neurosis obsesiva infantil,99 expone claramente su tentativa de acomodar los procedimientos analíticos al comportamiento de su paciente: un día, el niño entra en un estado de rabia casi histérica, sometiendo a su madre a sus deseos sistemáticos de ser alimentado y vestido por ella, según un ritual bien ordenado y tiránico. Eugénie decide entonces hacer salir a la mujer para reemplazarla y hacerle frente al niño, desestabilizándolo cuando este se aprestaba a descargar toda su violencia sobre ella. Sin imitar la complacencia de la madre, la terapeuta lo agarra con firmeza y le impide moverse. El temperamento compulsivo del niño es venci98 99

Ibid., carta de Freud a Ferenczi el 16 de enero de 1921, nro. 861, p. 51.

Traducido al inglés en 1922, al ruso en 1924, hay que esperar hasta 1968 para ver este artículo traducido al francés por Michel Gourevitch en la Revue de neuropsychiatrie et d’hygiène mentale de l’enfance.

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aquel chico una relación terapéutica basada en la confianza y el afec-

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do por una vuelta de lo reprimido a lo consciente: sabiendo que había llamado a su madre, que estaba afuera, el niño debía tomar conciencia de sus obsesiones y entregarse a ellas solo, si tanto le importaban, sin forzar a nadie a soportarlas. A través de esa transferencia, para que por fin no haya que hacerse cargo de él, el muchachito debía percatarse de la dependencia en la cual colocaba a su madre y, a su vez, a su padre, de quien rechazaba toda manifestación afectiva. Tras hacerse “muy buenos amigos”, como escribe Eugénie, analista y analizado pudieron entonces adentrarse por la vía del intercambio. Al conceder a la palabra –una palabra normalizada y hasta banalizada– todo el peso necesario para la sanación, Eugénie Sokolnicka es una terapeuta activa que explica, interroga y esclarece a su paciente, suplantando a la madre en su autoridad de educadora. Dirigiendo esa corta cura con un sujeto joven como si se tratara de un adulto, participa en el surgimiento del

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psicoanálisis infantil, al mismo tiempo que Melanie Klein (Estudio sobre el desarrollo de una niña, 1919), Hermine von Hug- Hellmuth (Contribución a la técnica del análisis de niños, 1920) y Sophie Morgenstern, a quien formará (Un caso de mutismo patógeno, 1927). Enriquecida por esa experiencia como analista y sin quedarse con el fracaso de su relación con Freud, en 1920 viaja a Budapest para conocer a Ferenczi, una cita capital, pues ese encuentro no solo prosigue el análisis iniciado con el maestro, sino que también es garante de una relación profesional de calidad, construida sobre la confianza. Su introducción en el círculo psicoanalítico húngaro abre un prometedor espacio: Eugénie no domina el idioma del país, aunque sigue la formación de la Sociedad Psicoanalítica de Budapest, que se imparte en alemán en su honor; ¿pero resulta esto suficiente para compensar la frustración de no poder tener una cartera de pacientes? Se siente lista para aplicar los fundamentos de una técnica analítica que está probando con Ferenczi. Tiene treinta y seis años y es su segundo intento. A pedido de él, redacta una observación “corta pero muy linda”, resultado del análisis del pequeño paciente de Minsk, efectuado el año anterior. Ferenczi le reconoce una sobresaliente perspicacia, aun si al conocerla mejor su temperamento le parece un tanto peculiar: Eugénie sigue el itinerario de una mujer en el exilio, sinónimo de un desplazamiento impregnado


de los colores de la adopción, el encantamiento, la fascinación ante la proximidad de una tierra nueva. El psicoanálisis es el descubrimiento de ese nuevo mundo al cual no estaba predestinada. Seguramente Freud haya intuido ese desfasaje que comentó a Ferenczi en un correo, en el cual Eugénie aparece con su peor cara. Pero aquel mes de junio de 1920, el húngaro le expresa su temor de verla poner fin a su existencia. Efectivamente, Eugénie puede dar muestras de un carácter extremadamente duro, tanto para con los demás como para consigo misma: él diagnostica una neurosis obsesiva infantil, que se manifiesta por medio de distintos trastornos de irritabilidad e inhibición. La relación con sus padres está en el centro de su malestar y pone en entredicho a todos los hermanos: a su padre le reprocharía, en particular, la llegada de una hermana menor. Al cabo de un año de análisis, Eugénie se comporta de modo cada vez más exigente, reclamando sesiones durante el verano. Freud desaconseja fuertemente a Ferenczi que la trate en el transcurso de las vacaciones. La correspondencia entre ambos analistas revela que su vez, es incapaz finalmente de sustraerse del análisis de su paciente. Al mismo tiempo, en el asilo psiquiátrico más importante de Budapest, el servicio del jefe de médicos, el Dr. Hollös, repara en ella por la pertinencia de sus interpretaciones. Para esa fecha, agosto de 1920, Ferenczi orienta a Eugénie hacia la preparación del VI Congreso Internacional de Psicoanálisis, que se celebrará en La Haya en septiembre de ese año, para que exponga El diagnóstico y la sintomatología de las neurosis a la luz de las doctrinas psicoanalíticas.100 La teoría freudiana vuelve a otorgar a la noción de síntoma el papel indispensable para la explicación de las neurosis: el discurso clínico altamente coherente de Eugénie Sokolnicka contrabalancea las vanas tentativas de los científicos. Aunque preeminente, su ponencia no termina de confirmar su lugar en los círculos psicoanalíticos, y Eugénie expresa la necesidad de reunirse con su hermano en París. Ferenczi, fiel a su compromiso con ella, quiere respaldarla y piensa que recomendarla ante las ediciones Payot y ante el traductor de Freud, Samuel Jankélévitch, podría favorecer su 100

Internationale Zeitschrift der Psychoanalyse 1920 (6), p. 398-399.

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el húngaro se siente tironeado: se ve tentado de abandonar la cura y, a

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entrada en el mundo parisino. Freud interpreta ese ímpetu de solidaridad como una señal de sentimientos inesperados hacia la paciente. Si hay contratransferencia, le responde Ferenczi, está inscrita en un marco profesional: “el talento analítico fuera de lo común” que reconoce a su paciente el 7 de febrero de 1921 no justifica que experimente por ella una atracción erótica. A la inversa, sí es una buena razón para querer reconciliarla con el padre fundador del psicoanálisis: Freud no habría hecho las cosas como corresponde; él, en cambio, supo encontrar cómo descargar a la mujer de sus trastornos paranoicos y ayudarla a soportar mejor sus vínculos con terceros. De allí debe ella extraer los beneficios que contribuyan a su pleno desarrollo y no prestarse a la incesante duda acerca de la evolución que se siente incapaz de imprimir a su existencia. Cuatro días más tarde, en su última carta a propósito de Eugénie Sokolnicka, Ferenczi desempeña cabalmente su rol de media-

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dor. La carta a modo de balance recuerda las tentativas de suicidio de su paciente, su desesperanza disimulada tras un carácter autoerótico compulsivo, que palía serias inhibiciones respecto del sexo masculino. ¿Qué hacer por ella, si no comprometerla a interrumpir un análisis sin fin y “lanzarse a la vida”? Un año y dos meses entre 1920 y 1921 habrán bastado a Ferenczi para que ella también sintiera la necesidad de todo analista de aplicar con paciencia la misma enseñanza. La corta terapia del muchachito fue la prueba de ello. Con motivo de una breve visita en febrero-marzo de 1921, donde conversan acerca de sus perspectivas profesionales y privadas, Freud por fin convalida su deseo de retornar a París. La vida de Eugénie cobra forma entonces. Sándor Ferenczi es un analista de una notable empatía, quien con suma lucidez en cuanto al carácter difícil de su paciente siempre temió que consumara el acto. Ella lo comparaba a menudo con Freud, sin vacilar a la hora de proferir un comentario displicente para rebajarlo. Hermético a todo insulto, él cumplió con su deber de terapeuta, con el don natural de la entrega. ¿Cómo esa niña de Polonia, que vivió una relación de amor-odio con su país, sin saber si debía abandonarlo o instalarse allí, logrará afincarse en un lugar que ya la había expulsado? ¿Le quedará algún recuerdo feliz? Su marido, devenido en diplomático, había vuelto a casarse el 10 de mayo de 1920 con Irena Podoska, pues parece haber obtenido la


nulidad de su matrimonio religioso con Eugénie. ¿Qué le queda a ella finalmente de su juventud? La elección de Francia se da con suma naturalidad, tras el fracaso que su patria le inflige a través de su marido. Nadie es profeta en su tierra: sus proyectos de fundar una sociedad psicoanalítica en Varsovia no habían sido bienvenidos. Pero a sus ojos, París tiene crédito. Muy a su pesar, allí podrá conjugar una doble identidad. Psicoanalista, no médica, alumna de Jung y analizada por Freud, se establece en un país que tarda en conocer y legitimar las tesis vienesas. El destino primero la coloca en el camino del grupo de la Nouvelle Revue française: André Gide, Jacques Rivière, Roger Martin du Gard, Gaston Gallimard y Jean Schlumberger desfilan por su departamento durante las veladas dedicadas a las nociones freudianas y los distintos aspectos clínicos o teóricos del análisis. Quienes en su casa dicen pertenecer al “Club de los expulsados” ven en Eugénie Sokolnicka no a una sacerdotisa de novedosa prédica, sino a la “doctora Sophroniska” que consiguió curar a un niño de neurosis. Incluso la infructuosa tentativa el porvenir de su personaje Boris, que apuesta todo a la ruleta rusa en Los monederos falsos (1925). Gide la convierte en una marioneta, en una muñeca de ideas malgastadas porque de repente el psicoanálisis está de moda: la crème de la crème parisina está hablando de eso y Eugénie, que aspira a que se la tome en serio, aparece como un personaje fantoche. No obstante, gracias a ella, así reconoce Pichon y con razón, París se da cuenta de que ya es hora de sacar partido de todos los recursos del freudismo. Pero el retrato de Eugénie Sokolnicka estaría incompleto si excluyéramos una de las dos esferas en las cuales se movió con máxima libertad. Sin literatura, no hay análisis; sin análisis, no hay novela, y su vida toda es una novela. Para ella, el intercambio con aquel círculo de escritores es el modo de creerse protagonista de esa historia. En el marco de una serie de conferencias en la Escuela de Altos Estudios en Ciencias Sociales en 1922-1923, conoce a Paul Bourget, quien la pone en contacto con Georges Heuyer, fundador de la primera cátedra de neuropsiquiatría infantil e interino en el servicio de enfermedades mentales del hospital Sainte-Anne. Así, antes de la llegada de Henri Claude como titular de la cátedra, Eugénie tiene acceso al mundo hospitalario,

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de Gide de analizarse durante seis semanas lo incita a metamorfosear

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donde el psicoanálisis está tímidamente haciendo su ingreso en el área de psiquiatría. Durante tres meses, asiste a las reuniones de estudios de caso: conoce a René Laforgue y a Georges Dumas, jefe de médicos del laboratorio de psicopatología. Las preguntas de este último la incomodan. Se siente burlada, cuando en realidad Dumas solo le marca la ausencia de título. Los esfuerzos de Heuyer por concretar el encuentro entre psiquiatría y psicoanálisis se enfrentan con las posiciones radicalmente opuestas de Henri Claude, quien en su momento no acepta la introducción de psicoanalistas no médicos. A su juicio, darle cabida a Eugénie Sokolnicka no tiene ningún sentido. Abandona entonces sus visitas al hospital, creyendo que frente a un desacuerdo tan profundo es imposible armonizar las respectivas miradas sobre el paciente. Más adelante, se percatará de que es el universo médico el que la rechaza y manifestará a Heuyer: “Creía más sensato diseminar las ideas freudianas en los mundillos que me eran

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accesibles y hacer entender que, según Freud, el psicoanálisis pertenecía a la psicología y no a la medicina”.101 Una manera indirecta y tardía de responderle a Henri Claude, personaje exclusivo como Dumas, que proyectaba reservar el uso del método psicoanalítico a los médicos, únicos profesionales aptos para practicar el análisis. En aquella época comienza la conquista de los psicoanalistas y la conformación del grupo francés. Eugénie conoce al yerno de Pierre Janet, el muy controvertido Édouard Pichon. A Laforgue le bastaron unos meses de análisis didáctico con ella; Pichon, por su parte, se implicará durante tres años en una terapia con aquella frente a la cual no va a flaquear. Al análisis de Laforgue sucede el de su mujer, Paulette Erikson, que debe sobreponerse al drama de no poder ser madre. Esos encuentros permiten creer a Eugénie que su vida es en París y que su lugar está entre el muy cerrado círculo de los psicoanalistas franceses. Así pues, conoce a una joven polaca, judía también, que participará en la fundación de la clínica anexa de neuropsiquiatría infantil de la Salpêtrière con Georges Heuyer: Sophie Morgenstern, primera médica que se especializó en el psicoanálisis de niños. 101

Citado por Gourevitch, “À propos d’une source méconnue des Faux-Monnayeurs”, L’Encéphale. Journal de neurobiologie, de psychiatrie et de médecine psychosomatique, (1959) LIX, año 59, p. 67-80.


Eugénie Sokolnicka todavía debe atravesar el último episodio de su existencia, el más trágico. 1926 es una fecha importante. Podría haber encabezado el movimiento psicoanalítico francés y con tal propósito recibe el respaldo de Freud, quien no quiere que René Laforgue acceda a tan alta responsabilidad: en su carta del 15 de enero de 1924, Freud le comenta a su contraparte francés que Eugénie Sokolnicka es su “representante legítima”. El francés reconocerá treinta años después en su Diario que aquella elección fue mal vista. Rank se lo confirma, mientras que Marie Bonaparte lo ayuda a “defenderse de la pobre Sokolnicka, empujada por su neurosis a jugar a los dioses únicos y a avasallar todo aquello que pudiera existir a su alrededor”.102 Eugénie no tenía el talante de la princesa Marie: rechazada por el mundo médico y sin relaciones políticas, representa, empero, una mediadora necesaria para la implantación del psicoanálisis en Francia, complementando a su modo el apoyo de René Laforgue. Freud necesitaba ese doble respaldo. Pero tan pronto como Marie Bonaparte toma las riendas de la organización francesa del Freud se desdibuja, por más que el 4 de noviembre de 1926, día de la fundación de la Sociedad Psicoanalítica de París, es nombrada vicepresidenta de la institución por dos años. Especialista en didáctica y psicoanalista innovadora que interviene en terapias conocidas como “activas” y preferentemente cortas, como experimentara junto a Ferenczi, Eugénie es aquella a quien acudirá Pichon en busca de consejo. ¿Quizá habría podido ganarse la confianza de una cartera de pacientes amable, que paliara la soledad que experimentaba de forma cada vez más acuciante? Francia es una tierra de adopción donde Eugénie siente que su destino llega a buen puerto. Obtiene la nacionalidad francesa al final de su vida y, paradójicamente, el sentimiento de no tener más raíces la sume en una honda depresión que no será aliviada por el apoyo de Laforgue ni de Pichon. Los pacientes recurren en mayor medida a los médicos. El 3 de junio de 1929, su ponencia en Sainte-Anne ante la IV Conferencia de Psicoanalistas de Lengua Francesa

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Revue internationale d’histoire de la psychanalyse 1993 (nro. 6): diario con fecha de 27 de julio de 1954.

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psicoanálisis, el lugar de Eugénie Sokolnicka en la correspondencia de

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sobre Algunos problemas de técnica psicoanalítica refleja de ella la imagen de una investigadora activa, y leer esas líneas cinco años antes de su muerte resulta bastante perturbador. Allí se presenta fiel al linaje de la escuela freudiana, reconociéndole al maestro el prestigio de su práctica y el avance que esta permite para la comprensión de la psiquis. “Uno tiene la impresión de planear sobre toda la obra psíquica de la cultura humana, tanto en su pasado olvidado, renegado y reprimido como en su elaboración, a través de sus progresos y sus frenos, sus postulados y sus desvíos”, escribe para exponer “la formidable obra de Freud”.103 Eugénie prevé la evolución posible del paciente, contemplándolo según distintos ángulos de exploración y ubicando en el centro los efectos de la libido. La duración de la cura, determinante para su evolución, conlleva la desaparición de los síntomas si es breve y una auténtica liberación de todos los nudos psíquicos conflictivos si es más larga. La intervención del te-

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rapeuta es vital para explicar los beneficios de la “cháchara” y la armonización verbalizada de las asociaciones libres. Se exponen los grandes ejes de la teoría freudiana, el complejo de Edipo, las perversiones y las neurosis, el trabajo, el carácter, la masturbación, las relaciones psicosomáticas. Aquella conferencia tiene el valor de un balance tanto personal como disciplinario: Eugénie Sokolnicka parece hallar una respuesta a sus cavilaciones al presentar el psicoanálisis como ligado a la modificación del carácter, con miras a reconstruir la personalidad del sujeto enfermo. A través de todo su discurso, exhibe a ojos de una asamblea y un lectorado atentos, y hasta convencidos, los fundamentos científicos de su método de analista. Cuando acepta analizar a René Laforgue y a Édouard Pichon, en paralelo los forma en materia de análisis didáctico. Dedicarse al análisis sin ser médica es claramente lo que la diferenciará y aquello que padecerá. Su singularidad, ser pionera en psicoanálisis infantil, no le impide ser apartada del mundo médico. Disimula con dificultad sus cambios drásticos de humor, un temperamento susceptible, signos anunciadores de una depresión que la invade desde 1931. El 22 de mayo de 1933, se entera de la muerte de Sándor Ferenczi, el único que realmente la trató y apoyó. Ese año, el nacionalsocialismo confirma su 103

“Quelques problèmes de technique psychanalytique”, art. citado, p. 49.


advenimiento en Alemania; una página sombría de la Historia se dispone a abrirse en Europa, y pronto en todo el mundo. Pichon, conocido por sus convicciones nacionalistas y antisemitas, permanece junto a Eugénie y la ayuda a atravesar sus dificultades económicas, colocando un departamento a su disposición. Sophie Morgenstern toma la posta del psicoanálisis del niño por unos años más, en París, pero será con Marie Bonaparte que el psicoanálisis francés continuará cobrando impulso para ganarse un lugar en la Asociación Internacional de Psicoanálisis. Eugénie fracasó en conducir el movimiento francés, e incluso pagó con su vida el destino de ser mujer en un mundillo médico donde pocos reconocieron sus innovaciones en el enfoque del niño enfermo. El 19 de mayo de 1934, todos la esperan en el Instituto. Un sufrimiento inextinguible la lleva a dejar que el gas invada la residencia de Édouard Pichon. Iba a cumplir cincuenta años. 245 Isabelle Mons


Carta de Marie Bonaparte al psicoanalista Pierre Luquet (con la amable autorización de la Sociedad Psicoanalítica de París).


Marie Bonaparte Un encuentro inesperado

El análisis es la cosa más ‘atrapante’ que yo haya hecho. Ich bin, como se dice en alemán, gepackt.104

Cuando Freud se entera del auto de fe del que eran objeto sus libros, al igual que las obras de Stefan Zweig y de Arthur Schnitzler, cree estar en bastante buena compañía entre tantos otros autores denostados por los nazis. Ver la obra de su vida volatilizarse constituye un funesto presagio para un hombre envejecido y gravemente enfermo. La “ciencia judía” no es fructífera en la Alemania hitleriana. Imaginemos por un instante que Freud se hubiera quedado en Viena, de donde siempre se alejó rezongando porque su nombre estaba inextricablemente ligado a la capital austríaca, símbolo de una Mitteleuropa en vías de desaparecer. No solo habría sufrido el trágico final de las millones de víctimas de Hitler, al igual que Anna Freud, que jamás habría seguido los pasos de su padre en Inglaterra, sino que es dable preguntarse quién habría asumido la responsabilidad de trasladar su obra única a la posteridad. Marie Bonaparte es una paciente más cuando conoce a Freud. Su título de princesa de Grecia y Dinamarca no otorga a ojos del analista ningún derecho particular, y este espera oírla una primera vez para definir las condiciones de la cura analítica por la cual ella lo ha contactado. Finalmente, la mujer participará en la más sagaz comprensión de su propio malestar y se convertirá en la amiga que intuye que el viento 104

Como se dice en alemán, ¡estoy atrapada!”: Marie Bonaparte a René Laforgue el 10 de octubre de 1925, citada por Célia Bertin, Marie Bonaparte, París, Perrin, 1999, p. 265. (Traducción al español. Bertin, Célia. Marie Bonaparte. La discípula de Freud que exploró la sexualidad femenina. Barcelona: Tusquets)


está cambiando en la Europa extremista de los años 1930, en la jefa de filas del psicoanálisis francés, en la defensora de la causa freudiana contra viento y marea. En 1938, orquestó sabiamente la llegada de la familia Freud a Londres, poniendo su fortuna a disposición: los nazis recibieron de ella el equivalente a ochocientos mil euros (4.824 dólares de aquel entonces) para permitir que el padre del psicoanálisis saliera de Austria, privado de todos sus bienes.105 De camino a Inglaterra, Marie lo alojó en su hôtel particulier de Saint-Cloud y, con el dinero que él le devolverá, se dedicará a la edición de una labor insoslayable pese a las controversias: Gesammelte Werke de Sigmund Freud, obras completas de un pensamiento revolucionario en su tiempo. Marie Bonaparte nace en Saint-Cloud el 2 de julio de 1882, en el momento en que Lou Andreas-Salomé conoce a Nietzsche. Más de una vez, Freud se verá en apuros a la hora de disociar a estas dos mujeres a

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las cuales profesa igual estima y amistad. Sin embargo, cada una juega un rol bien distinto: si Lou Andreas-Salomé es la artista que se acerca al psicoanálisis, también es, escribe Freud a Marie Bonaparte el 14 de diciembre de 1925, “un espejo –no tiene ni vuestra virilidad, ni vuestra sinceridad, ni vuestro estilo–”. Ese estilo, la princesa va a forjarlo a fuerza de soledad y tragedias personales. Cuatro días antes, había apuntado en su diario que quería adquirir la técnica analítica. Si su predecesora germánica viaja de capitales europeas a tierras de exilio e irradia aires imperiales sobre la intelligentsia literaria y científica hasta su muerte, Marie, que tiene sangre de alto abolengo –como descendiente de los Bonaparte–, debe luchar contra sus fracturas íntimas, las parálisis que el análisis ayudará a superar. Marie va a tener que creer en esa aptitud para la felicidad que constituye el orgullo de Lou Andreas-Salomé y jamás teñirla de los síntomas de su hondo malestar. Todo comienza con su decisivo encuentro con Gustave Le Bon, conocido por Psicología de las multitudes (1895). Médico y filósofo francés cuyas obras registran un éxito atronador pero controvertido, Le Bon recibe a Marie en su casa en 1909, en uno de sus famosos salones donde se 105 Véase Élisabeth Roudinesco, Histoire de la psychanalyse en France. Jacques Lacan, París, La Pochothèque, 2009, pp. 432-433. (En español, véase Roudinesco, E., Jacques Lacan. Esbozo de una vida, historia de un sistema de pensamiento. Madrid: Anagrama)


codean artistas y personalidades del mundo político. El hombre tiene setenta años y el carisma del padre afectuoso que ella nunca tuvo. Para Marie, la necesidad de hallar un padre ideal es una fuente de sufrimiento, una esperanza siempre codiciada, de manera que el encuentro con Freud y con el psicoanálisis pareciera ser la respuesta del destino a una niña solitaria y taciturna en busca de un amor admirado y admirable. El 17 de julio de 1904, redactó una carta que nunca envió, destinada a Tolstoi, expresándole su pasión por sus obras maestras: Marie la insignificante se reencarna en Anna Karenina y se dirige a aquel que dio un sentido a su existencia a través de la literatura. Antes de Freud, el encuentro con Gustave Le Bon se inscribe, pues, en la continuidad de esta primera tentativa por establecer un vínculo con un posible suplente de su padre. Gustave es un hombre fantasioso y se preocupa por reunir a su alrededor mentes brillantes, que dan a la muchacha el gusto por el pensamiento superior, la capacidad de discernir entre los seres dogmáticos y aquellos que van hasta las últimas consecuencias de sus convicciones, escribe con fines de ser publicada, destreza lexical106 que demuestra la abnegación intelectual a la cual se siente dispuesta. Marie ya es madre de un hijo, el príncipe Pierre, cuando el 10 de febrero de 1910 da a luz a la princesa Eugénie. Soñando con recibir en su salón a la élite cultural, desde el mes de abril y por mediación de Gustave Le Bon, que seguirá siendo su amigo hasta su muerte, organiza “deliciosas” cenas semanales durante las cuales la inteligencia de la palabra y la lucidez de la mente congregan a sus invitados políticos. La halaga saber agradar a personalidades de tan alto rango. Un día, la entrada de Aristide Briand altera el curso de su vida. Con una fuerte personalidad, el cabello desgreñado y un espeso bigote, su aspecto no hace mella a su calidad de gran hombre de estado, diputado en 1902, ministro de Instrucción Pública, Bellas Artes y Cultos en 1906, luego de Asuntos Exteriores, momento en que le presentan a Marie el 22 de noviembre de 1913, en casa de la marquesa de Ganay. La relación entre ambos se escalona a lo largo de varios años de sombra y duda en la 106

Relatada en Célia Bertin, Marie Bonaparte, op. cit., p. 180.

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aún a riesgo de su reputación: por él, Marie se entusiasma, por él, lee y

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Francia de los años 1910, que atraviesa tanto el asesinato del director de Le Figaro, Gaston Calmette, a manos de la Sra. Caillaux, esposa del ministro de Finanzas, como el de Jean Jaurès, puntuando así el inicio de una Primera Guerra Mundial homicida. Marie Bonaparte no tiene una cabeza política, su interés se focaliza en mayor grado hacia su vida íntima, escrupulosamente anotada en sus cuadernos nunca editados. Sus amores se suceden entonces, y no siempre fueron amantes. Pero Marie Bonaparte se preocupa por su ausencia de placer. No hay duda de que es enamoradiza, pues vive relaciones adúlteras que encara con fuerza, para desgracia de la sociedad de la época, que habría podido humillarla por sus “imprudencias”, uno de sus términos favoritos. Ahora bien, la cuestión sexual no la satisface y duda del placer al cual su cuerpo no quiere entregarse. Puede abandonarse a la pasión sin que esta sea carnal, lo cual no es el caso con X,107 médico de alta alcurnia mantenido en

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el anonimato, casado, que será un sostén amoroso cuando muera su padre, el príncipe Roland, en 1924. Aquel año, Marie publica en la revista Bruxelles médical, bajo el pseudónimo masculino A. E. Narjani, un ensayo titulado Consideraciones sobre las causas anatómicas de la frigidez de la mujer, en el cual explica los beneficios de la cirugía para acercar el clítoris a la vagina. Asociar los placeres que el propio cuerpo puede ofrecerle se torna para ella en una obsesión. Un día, sentada al pie del lecho de su padre, Marie leyó un libro traducido por Samuel Jankélévitch de un tal Sigmund Freud: La introducción al psicoanálisis. Estamos en 1923. A partir del 29 de noviembre, Le Bon y Briand ceden paso en sus libretas al Dr. René Laforgue. Mediador ideal entre París y Viena en virtud de su natural bilingüismo –nació en Alsacia el 5 de noviembre de 1894 y estudió medicina en Berlín, París y Estrasburgo–, Laforgue se desempeñaba entonces como joven asistente en psiquiatría y el profesor Claude lo nombra al frente de una consulta psicoanalítica en el hospital Sainte-Anne. Acaba de defender su tesis sobre Afectividad de los esquizofrénicos desde el punto de vista psicoanalítico y entra en contacto con Freud, cuya Interpretación de los

107 Se trata de Jean Troisier (1881-1945), médico biólogo, jefe de servicio en el Instituto Pasteur en 1939.


sueños leyó en 1913. Analizado en aquella época por Eugénie Sokolnicka, se compromete ante las ediciones Payot para supervisar la traducción de las obras de Freud, que integrarán la futura colección Bibliothèque psychanalytique. El año 1923 puede ser considerado un cambio mayor en las elecciones de Marie Bonaparte. Mantiene una estrecha correspondencia con René Laforgue y una noche de febrero de 1925 lo invita a su casa, en compañía de un joven psicoanalista que estaba de paso por París: Otto Rank. Hace dos años que la relación de este último con Freud atraviesa algunas tensiones, a raíz de la publicación de su obra El trauma del nacimiento. El hijo espiritual del maestro, a quien le habían atribuido la responsabilidad editorial de Imago y la redacción de la revista de la Asociación, decidió en 1924 partir a los Estados Unidos, donde iba a radicarse de forma provisoria dos años más tarde. Es conocido por su amorío con Anaïs Nin, a quien por otra parte frecuenta en París, al igual que a Henry Miller. La comida en lo de “la princesa Georges de Grecia”, como la llama Laforgue, es para Rank un signo de reconoparte a Freud al respecto. Así, el 9 de febrero de 1925, es Laforgue quien alerta a Freud sobre los proyectos de Marie Bonaparte: iniciar una cura psicoanalítica. El maestro austríaco jamás tuvo la costumbre de aceptar a las mundanas de su época. Entonces Laforgue, que ya le había concedido algunas sesiones, hace de garante de la nueva paciente. ¿Está dispuesta a abandonar su lengua materna y expresarse en inglés y en alemán? En su respuesta del 14 de abril a Laforgue, Freud aclara que el análisis se desarrollará en las mismas condiciones que para cualquiera. Eso es algo que podemos apreciar de él: el título de su futura paciente no lo impresiona en absoluto, ni tampoco sus “razones didácticas” para entregarse a una cura. Todo indica que la mujer desea adquirir “la técnica analítica”, como anota en su diario el 10 de diciembre de 1925. Por consiguiente, la intransigencia será de rigor a partir del 30 de septiembre, fecha en que Marie llega a la estación de tren de Viena. La sobrina bisnieta de Napoleón Bonaparte tiene cuarenta y tres años y entabla en esa oportunidad el segundo capítulo de su vida, que la convertirá en una pionera del análisis en Francia. El alemán y el inglés son efectivamente los idiomas testigos de una amistad incipiente y de

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cimiento de lo más selecto del mundo parisino, pero decide no darle

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un notable afecto entre el maestro y su discípula: la cura se desenvuelve por tramos sucesivos de 1925 a 1938, primero cinco a seis meses, luego uno a dos meses por año. Ya en su primer encuentro, Marie Bonaparte queda subyugada por “esa gran suavidad que en él se alía con una fuerte potencia”. Su testimonio sobre un hombre que estaba por cumplir setenta años prosigue: “Uno intuye que tiene simpatía por toda la humanidad, a la que supo comprender y de la cual no somos más que un trozo imperceptible.”108 El flechazo amistoso se impregna de un cariño que excluye el más mínimo rumor tendiente a modificar la naturaleza del vínculo. Freud adolece desde 1923 de un cáncer de mandíbula, que lo debilita mas no lo disuade de dedicarse a lo que fue su vida: difundir la ciencia del alma, trabajar en aras de su extensión y delegar su autoridad a especialistas de confianza. Asimismo, a estos, desde la segunda generación, los obliga a realizar un análisis didáctico indispen-

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sable para el ejercicio de la cura. Las largas conversaciones del brazo de Freud quedaron reservadas a Lou Andreas-Salomé, allá lejos y hace tiempo. ¿Tal vez ahora Francia sabría congeniar con los países vecinos? Desde la fundación de la Asociación Internacional de Psicoanálisis en 1910, se crearon sociedades extranjeras en Estados Unidos y en Rusia.109 René Laforgue, cuya candidatura a la Sociedad Psicoanalítica de Viena es aceptada, piensa en implantar la teoría freudiana en Francia y acude a un joven neurólogo formado en el Instituto de Psicoanálisis de Berlín, Rudolph Löwenstein, quien se instala en París por Marie Bonaparte; en 1925, es su confidente, se transformará luego en su amante. Cuando Marie emprende una cura por la palabra, ¿se espera a que la intimidad más extrema dé pie a la confidencia? Su Diario de análisis inédito valida la técnica: “Es indudable que el análisis no puede cambiar el carácter, le declara Freud, usted conservará siempre, por ejemplo, el conflicto esencial de su vida. Lo masculino y lo femenino junto, en

108 Marie Bonaparte a René Laforgue el 30 de septiembre de 1925, en Marie Bonaparte et la psychanalyse à travers ses lettres à René Laforgue et les images de son temps, presentado por J.-P. Bourgeon, Ginebra, Slatkine, 1993, p. 70. 109

La Asociación Americana de Psicoanálisis es creada en 1911, mientras que Rusia acoge las tesis freudianas a partir de 1914 dentro de las cuatro Sociedades más destacadas: Moscú, Petrogrado, Odessa y Kiev.


usted. Pero el análisis puede poner de lado las apariciones enfermizas de ese conflicto y liberar las fuerzas psíquicas para una obra útil. Eso esclarece, enseña a dominar”.110 Su búsqueda está fundada en la frigidez que dice aún padecer, y las razones de tal obstáculo para el placer van a emerger lentamente, a discreción de las sesiones. Freud, en la figura del padre protector, es el analista bondadoso y se va a convertir en el amigo cuya enseñanza será una lección de vida. La elección del exilio que hará ella en su nombre, por así decirlo, es la expresión de la gratitud que le correspondía manifestarle, pero también del ascendente que adquirió sobre él. En 1929, Marie recibe a los pacientes que la consultan en su propiedad de Saint-Cloud, tejiendo a croché durante sesiones que la habilitan a semejante desenfado, al igual que su colega Lou Andreas-Salomé, que prefería tejer con agujas… La escucha no por ello es menos aguda. La confianza que Freud depositó en ella es única. Sin juzgar que su análisis era interminable, considera el mal que sufre Marie según el modo del relato, al igual que con todos sus demás pacientes, aunque no menos infeliz. Recién nacida, en apariencia muerta, la pequeña Marie entra en la vida como por la fuerza. Su madre, Marie-Félix Blanc, tuberculosa, muere un mes más tarde. Era hija de François Blanc, promotor de la Sociedad de Baños de Mar del principado de Mónaco, quien amasó una fortuna destinada más adelante a ella. Cuando a los cuatro años Marie escupe sangre, su entorno cree que está condenada. Se anuncia entonces una juventud dividida entre sueños, fantasías y negación de la realidad. La niña domina el alemán y el inglés, idioma que utiliza junto con el francés para narrar su infancia en sus libretas íntimas, las Tonterías, que escribe entre los siete años y medio y los diez años de edad. Esos Cinco cuadernos que le llevará a Freud son una auténtica alhaja de su historia. Allí idolatra a su padre, quien sin embargo no tiene demasiado poder frente a su abuela. También tendremos los Cuadernos negros, un diario íntimo inédito que relata de 1925 a 1939 su análisis y su relación con el maestro. 110

Journal d’analyse, Cahier IV, Domaine de l’analyse, p. 11, en Célia Bertin, op. cit., p. 263.

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pero sabe que la clave se halla en una primera infancia excepcional,

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Roland Bonaparte es nieto de Lucien Bonaparte, hermano de Napoleón, a quien este condujo al poder por medio del golpe de Estado del 18 Brumario. También es hijo de Pierre Bonaparte, quien debió renunciar a sus privilegios reales, siendo que esa rama fraternal del emperador devino en una familia civil por decisión de Napoleón III. Roland Bonaparte tendrá como objetivo restaurar los títulos y privilegios imperiales de la familia, y así es como accede a cierto reconocimiento luego de realizar brillantes estudios en la escuela de Saint-Cyr, de la cual egresa como oficial. Pero su linaje principesco le prohíbe hacer carrera en el ejército. Se otorga el título de alteza imperial y termina volcándose a la botánica y la antropología, disciplinas por las cuales siente una genuina pasión. Sus hijos pagarán el costo de tal ahínco, y con frecuencia Marie se sentirá muy sola en presencia de aquel padre geógrafo, claramente descollante pero poco atento. Su abuela, Justine-Éléonore, había arre-

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glado para su hijo un matrimonio de interés con Marie-Félix, cuya gran riqueza conocía. Por consiguiente, ella es quien vela por la educación de su nieta, despidiendo a las institutrices ante el menor paso en falso. Así, “Mimi” no tiene la suerte de ser consolada durante aquellos años de infancia solitaria por padres amorosos y solícitos: la muerte de su madre la marca con un profundo trauma que solo la presencia de su tierna niñera le permite compensar. ¿Dónde encontrar cuarenta años más tarde alguna causa que explique su ausencia de placer? La lectura de Freud de los Cinco cuadernos corrobora un recuerdo que aflora en las sesiones de análisis: reaparece entonces el personaje de Pascal, el criado presa de deseo por la joven niñera, quien le concedía sus gracias delante de la cuna de la niña. Si a los seis meses Marie tenía los ojos medio cerrados, a los cuatro años engullía jarabe de Flon con el fin de dormir la siesta necesaria para la libertad de los amantes, que se entregaban a sus arrebatos en su cuarto. Durante todos esos años, el amor físico habría dejado una impronta en la pequeña, espectadora de primera fila. Freud cree haber hallado en el resurgir de aquel acontecimiento inconsciente la causa de su malestar. Pero Marie Bonaparte no queda satisfecha con ese diagnóstico. Su cura podría aparecer como el capricho de una mundana. Prueba de ello es que se somete a una intervención quirúrgica en 1927, a cargo del profesor Halban, con


el propósito de reducir el espacio entre el clítoris y la vagina y así desplazar la zona de placer y alcanzar el orgasmo vaginal. En 1931, debe renovar la operación. No obstante, hace seis años que se analiza con Freud, quien intenta disuadirla. Durante su infancia, su entorno siempre le hizo creer que era potencial víctima del más ínfimo incidente, dada su frágil salud. Solitaria, se muda de Saint-Cloud a la avenida Iéna, en París. Instruida junto a preceptores e institutrices, busca su propia senda. En 1894, Francia se prepara para enfrentar uno de los mayores escándalos políticos: el caso Dreyfus.111 Marie descubre la intolerancia y toda su vida sentirá un profundo odio por el antisemitismo. La huida organizada de la familia Freud es una respuesta disfrazada a aquel episodio de la adolescencia, durante el cual vio oponerse a su padre con su abuela, presintiendo que tendría un papel que jugar en la defensa de valores universales avasallados en los cuales quería creer. Todavía soltera, en 1900, piensa que solo el matrimonio puede darle sentido a sus días. En 1905, le confirman que encuentros y novedades. Un oscuro asunto de chantaje con el secretario de su padre, el corso Antoine Léandri, le revela la concupiscencia con la que puede mirarla un hombre, pero la historia dura poco. Tendrá que esperar hasta 1906 para conocer al hijo del rey con quien soñaba en sus lecturas juveniles. ¿Será que los cuentos de hadas se hacen realidad? El príncipe Jorge de Grecia y Dinamarca, hijo del rey Jorge I, a quien conoce en 1907 por iniciativa de sus respectivos padres, no responde a sus deseos y Marie dista de la idea de desposarlo. Es más, ¿qué sería de su vida junto a un hombre que desprecia la literatura, tan amada por ella, y que prefiere orientarse hacia amores masculinos? Porque efectivamente Jorge abriga una pasión homosexual por su tío Valdemar de Dinamarca. Así y todo, la boda se celebra el 12 de diciembre de 1907 en Atenas, según el régimen de separación de bienes. Marie es la única titular de su fortuna, a la que sabrá poner a disposición de las causas que más le signifiquen. Comienza entonces para ella un destino escindido entre la 111 Conflicto social y político sobresaliente que aconteció en Francia a fines del siglo xix. De neto corte antisemita, el caso se desató a raíz de una acusación de traición hecha al capitán Alfred Dreyfus, francés de origen alsaciano y judío [N. de la T.].

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está curada de tuberculosis. Por fin se pone a añorar una vida llena de

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felicidad de haber recobrado su rango y su vida de mujer sobre la cual se cuestiona. Casi no le extraña que su matrimonio no la satisfaga. Por otra parte, conoció al príncipe Valdemar y hasta podría entender que su marido se haya encariñado con él: tan carismático y cortés es el hombre, que irá con ellos de luna de miel… Ese tercero acompañará a la pareja de Marie Bonaparte hasta su muerte en 1939. El príncipe Jorge, que deja pasar la corona en 1917 en provecho de su sobrino, Constantino I, rey de Grecia, es un personaje atípico que formará con su esposa una pareja insólita. Con la singularidad que los caracteriza, ambos son garantes de una tradición que concibe a la nación como un Estado de derecho. Gracias a él, Marie Bonaparte sin duda realiza muchas cosas, a pesar de su gran soledad afectiva. Las mujeres conocidas como “frías” deben su frigidez a la torpeza de los hombres: Marie Bonaparte nunca habría podido suscribir ese

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“ocurrente dicho” de su contemporáneo Sacha Guitry, pues se culpa a sí misma de ser ajena a todo placer, y lo sufre. Al mismo tiempo, ganó una soltura en la palabra que desentona con los discursos autorizados y que la cultura judeocristiana no pudo contemplar ni por un instante. Marie Bonaparte, heredera y víctima de la moral de otro siglo, deviene en la mujer moderna de su época. Cuando conoce a la psicoanalista Ruth Mack con motivo de los Encuentros de los miércoles, ambas comparten asombrosas confesiones sexuales y se entretienen informando secretamente a la otra del método masturbatorio más eficaz. El análisis con Freud se interrumpe momentáneamente el 17 de diciembre de 1925, pero ella olvida su alianza en el hotel Bristol donde se había hospedado y su vuelta a Viena se torna obligatoria. Esta sucede el 5 de enero de 1926, para culminar lo que emprendió: una inevitable toma de conciencia, sin la cual el porvenir no tendría costo alguno, ni su matrimonio fantoche, ni su vínculo con sus hijos, críticos para con a una madre distante y demasiado ocupada. El segundo viaje signa el inicio de un itinerario profesional que conducirá a Marie Bonaparte al primer plano de la escena psicoanalítica. La capital austríaca se convirtió en una ciudad adoptiva, familiar a sus distintos proyectos dentro de los círculos médicos: asiste a las consultas que el profesor Wagner-Jauregg ofrece en la clínica psiquiá-


trica del hospital general de la ciudad, al igual que a las reuniones de los Miércoles de la Sociedad Psicoanalítica. En esa ocasión fue que conoció a Helene Deutsch y a Anna Freud, ya comprometida con el análisis del niño. La razón de ser de su presencia no es tanto su participación directa en los encuentros, sino más bien su total inmersión en un mundillo en el que operará de forma activa. Sin ser médica ni psicoanalista, acompaña a quienes hicieron la historia de las ciencias. A su modo, quiere ganarse la confianza de interlocutores a quienes desea probarles su seriedad. Finalmente se distinguirá de todos a través de una realización única: la traducción del libro Un recuerdo de infancia de Leonardo da Vinci, que para la obra freudiana es una pasarela entre Austria y Francia. Y eso es solo el comienzo. Firmará la autoría de otras ocho traducciones hasta Metapsicología en 1940, un año después del fallecimiento de Freud.112 Esta contribución mayúscula no se detiene allí. La “colaboración diligente”, que el psicoanalista describe a René Laforgue el 5 de febrero de 1926 va todavía más lejos. De regreso a funda la Sociedad Psicoanalítica de París (SPP). El grupo se reúne alrededor de ella el 9 de marzo, en casa del presidente de la institución, René Laforgue. La segunda mujer no médica es Eugénie Sokolnicka. Pero la iniciativa de estas dos fundadoras del psicoanálisis freudiano en Francia no tiene comparación, dado que Eugénie no posee la espalda familiar o económica que le abre las puertas de la buena sociedad. Con todo, en ese período de entreguerras, ambas prefiguran a la mujer moderna. En aquel entonces, no bastaba con cortarse el pelo a la Louise Brooks y dejar de lado el corsé para dar paso a la ropa interior, envuelta en un blazer de Chanel, personificando así un nuevo género femenino: estas dos representante prueban el avance difícil, pero posible, de las mentalidades:

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Un souvenir d’enfance de Léonard de Vinci (1928), Ma Vie et la psychanalyse (1930), Le Mot d’esprit et ses rapports avec l’inconscient (1930), Délire et rêve dans un ouvrage littéraire : “La Gradiva” de Jensen (1931), Essais de psychanalyse appliquée (1933) y Métapsychologie (1940) son publicados por Gallimard, que se convierte así en una editorial de vanguardia, adelantándose a Denoël et Steele, que saca en 1932 L’Avenir d’une illusion y en 1935 Cinq Psychanalyses, en colaboración con R. Löwenstein. La Revue française de psychanalyse plasma en sus columnas Contributions à la psychologie de la vie amoureuse (1936).

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París un mes después, Marie Bonaparte vive un momento crucial: se

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“El 4 de noviembre de 1926, Su Alteza Real la Sra. Princesa Georges de Grecia, de soltera Marie Bonaparte, la Sra. Eugénie Sokolnicka, el Profesor Hesnard, los Dres. Allendy, A. Borel, R. Laforgue, R. Löwenstein, G. Parcheminey y Ed. Pichon fundaron la SPP. Esta Sociedad tiene por objeto agrupar a todos los médicos de lengua francesa en condiciones de practicar el método terapéutico freudiano y brindar a los médicos deseosos de ser también psicoanalistas la oportunidad de someterse al psicoanálisis didáctico, indispensable para el ejercicio del método de Freud”.113 Aquel estatuto de la Sociedad establece de modo claro los objetivos científicos de la reunión oficial de los representantes franceses del freudismo. Los hombres son todos médicos psiquiatras: Angelo Hesnard, fundador con Laforgue de La evolución psiquiátrica, tribuna de los psicoanalistas franceses, René Allendy, médico y analista de Anaïs

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Nin en 1932, el lingüista Édouard Pichon, entonces en análisis con Eugénie Sokolnicka y yerno de Pierre Janet, el psiquiatra Adrien Borel, el germanófono Georges Parcheminey, que encabezará la SPP en 19301931, y el secretario tesorero Rudoph Löwenstein. Las reuniones no están exentas de tensiones, ya que constituye un reto que un país todavía antisemita adscriba a la causa freudiana. Desde entonces, se sabe que la línea política de Édouard Pichon era juzgada demasiado dogmática y paradójica, afín tanto a Mauras114 como a Dreyfus. Frente a él está René Laforgue, cuya inclinación Marie Bonaparte ignora: ¿se inclina más por un psicoanálisis francés o por una adhesión total a las reglas técnicas de la Asociación Internacional? Freud tenía toda la intención de implantar el psicoanálisis en Francia, que hacía caso omiso a la llamada de las sociedades psicoanalíticas partidarias de su teoría. En un país de tradición –¿acaso no fue ante Jean Charcot que el joven Freud tomó clases?–, la psiquiatría está meditando acerca del avance de la ciencia

113

Citado por Alain de Mijolla, Dictionnaire international de la psychanalyse : concepts, notions, biographies, œuvres, événements, institutions, París, Calmann-Lévy, 2002, vol. II, p. 1677. (Traducción al español. de Mijolla, A. Diccionario internacional de psicoanálisis. Madrid: Ediciones Akal.) 114 Charles Mauras fue un escritor y político francés que tomó partido en contra de Dreyfus en el momento del resonante caso [N. de la T.].


“extranjera”, donde la participación de los judíos es dominante, y en verdad da muestras de cierta reserva. Por su parte, los intelectuales de la Nouvelle Revue française se involucran en la “ciencia de los sueños”. Entre ellos, André Gide congenia con Eugénie Sokolnicka, mientras que André Breton deviene en el símbolo de un surrealismo desconcertante junto al escéptico Jules Romains. Marie Bonaparte se impone en el mundillo por haber aunado las fuerzas intelectuales de aquellos pioneros ineludibles, pese a las controversias ligadas a sus nombres. Ella cree en un psicoanálisis francés fiel a la causa freudiana. ¿La SPP acaso no es la “sección francesa de la Asociación Psicoanalítica Internacional”? La Revue française de psychanalyse (RFP), lanzada en 1927, también es un proyecto que significa mucho para ella, mientras se mantienen las conferencias de los psicoanalistas de lengua francesa, iniciadas en agosto de 1926, y se conforma una comisión lingüística para la unificación del vocabulario psicoanalítico francés. El tono queda definido con la primera de esas conferencias, cado en aquella ocasión por la RFP, se refiere a una labor que persiga la verdad, eso es lo que quiere su directora, Marie Bonaparte: “Todo aquel que tenga curiosidad frente a las cosas intelectuales puede abrir nuestra revista sin temor a toparse con un dogmatismo obtuso: trabajar tomando como base la admirable obra de nuestro maestro Freud no implica en absoluto abdicar las ideas personales de cada uno. Por lo tanto, aquí encontraremos opiniones diversas: la dirección solo tratará de admitir trabajos sinceramente inspirados en el amor por la verdad”.115 Como traductora respetuosa de las raíces mismas del lenguaje freudiano, Marie pasa por la discípula más “adoctrinada”: plantea la dificultad de concordar con el lenguaje psicoanalítico, pero sigue la línea de conducta dictada por el maestro, lo que le vale el apodo de “Freud dijo”. La Sociedad y la revista son las primeras etapas fundamentales a las cuales se dedica en cuerpo y alma. Cual ángel guardián, ciertamente excéntrico e inesperado, Marie Bonaparte interviene más en el destino 115

Revue française de psychanalyse 1927, nro. 1, editorial, agosto 1926.

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que tiene lugar en Ginebra del 2 al 7 de agosto de 1926. El editorial, publi-

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de la teoría freudiana que en aquel de su familia. El príncipe Georges, que continúa pasando cada verano con su tío Valdemar, le enrostra no cumplir con su deber de madre y la conmina a cesar todas sus actividades ligadas al psicoanálisis. Celoso del involucramiento de su esposa, poco a poco aprenderá a apreciar a Freud, sin por ello comulgar con sus ideas. Cuando pierde a su madre, la reina Olga, en junio de 1926, su mujer está a su lado, antes de llevar a sus hijos a Viena y luego a Semmering para reunirse con la familia Freud. Su hijo Pierre llega a trabar amistad con el hijo del profesor, Martin Freud, signo de una entera aceptación de la presencia de la familia Bonaparte, más allá de las generaciones. Marie Bonaparte tiene una visión romántica de la ayuda que puede brindarle a su amigo. Él sabe tranquilizarla, ella lo protege: la imagen de Freud de anciano es una fotografía en blanco y negro que ella misma tomó, poniendo en escena los últimos días felices de quien supo

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darle un sentido a su vida. Coleccionista de preciadas antigüedades, Freud recibe de su parte objetos de un valor inestimable, que ella le encuentra en los mercados de Atenas, cigarros que él sigue fumando a pesar de su cáncer de mandíbula, pero que ella cuida de que estén exentos de nicotina. La adicción de ella es el psicoanálisis. Se siente detentora de un poder de transmisión hacia las generaciones venideras. Divulgadora del saber freudiano, ¿qué más lógico que recibir en 1929 el anillo que poseían únicamente los miembros del comité secreto, insignia de un apoyo indefectible? La idea misma de estudiar medicina tuvo asidero durante un tiempo, pero su labor comprometida y su análisis le quitan todo su tiempo, a expensas de sus hijos. Además, el debate en torno a los analistas no médicos es álgido y la hace titubear: a la primera conferencia son invitados Laforgue y su esposa, Hesnard y Pichon, entre otros. Paulette Laforgue es analista no médica, al igual que Theodor Reik, Anna Freud y tantos otros. La cuestión del análisis profano los afecta de cerca, y Freud les es favorable. Si la condición del análisis didáctico ya se ha formulado diez años antes, a comienzos de la institucionalización del psicoanálisis, hoy se impone. Marie Bonaparte defiende entonces el análisis profano y prueba a través de sus vastas contribuciones en la RFP que puede asignar un lugar específico a la literatura psicoanalítica sobre temas que la apasionan y sobre los


cuales está en condiciones de plantear una mirada didáctica: la mujer asesina en El caso de la Sra. Lefèbvre y la tragedia del huérfano en La identificación de una niña con su madre muerta. Estos escritos inician la serie de unos cuarenta ensayos y artículos redactados en esa misma revista hasta su muerte en 1962. Estrechamente relacionados con su autoanálisis, la mayoría de ellos no puede existir con independencia de su trabajo analítico con Freud y su trayectoria personal. En 1929, Marie Bonaparte estima haber finalizado su análisis. ¿Pero cómo prescindir de la amistosa presencia de Freud? Sus idas y vueltas a Viena son una necesidad. Le confiesa a este que el Amigo, denominado X en sus libretas, manifiesta celos frente a su relación con su joven amante, Löwenstein. Este último es su enlace con el mundo médico, lo cual le impide romper. Su hija Eugénie también tiene problemas de salud; en cuanto a Pierre, aquel año elige ser etnólogo, tras haber probado suerte en la facultad de derecho. Asimismo, Marie pone al tanto a Freud de sus numerosos trabajos, entre los cuales figura su libro Edgar Poe, su campo del estudio analítico, uniendo al psicoanálisis con su amor por la literatura. En ese sentido, el prólogo redactado por Sigmund Freud es esclarecedor: “En este libro, mi amiga y alumna Marie Bonaparte ha proyectado la luz del psicoanálisis sobre la vida y obra de un gran escritor con tendencias patológicas. Gracias a su trabajo de interpretación, se entiende ahora cuántos caracteres de la obra se vieron condicionados por la personalidad del hombre, y también podemos ver que aquella personalidad era el remanente de potentes fijaciones afectivas y dolorosos acontecimientos que databan de su primerísima juventud. Tales investigaciones no pretenden explicar el genio de los creadores, sino que revelan aquellos factores que provocaron el despertar y qué suerte de materia le fue impuesta por el destino. Es una tarea particularmente atractiva el estudiar las leyes del psiquismo humano relativas a individualidades sin igual”.116

116 Marie Bonaparte, Edgar Poe, sa vie, son œuvre. Étude analytique, en 3 vol., París, PUF, 1958 (1933), prólogo.

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vida, su obra, que le procura un placer por demás particular: allí abre el

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Marie Bonaparte trabaja sobre la obra literaria del autor como si se tratara de un material verbal aportado durante la cura. Según las imágenes, va reconstruyendo el inconsciente de Poe de forma escrupulosa, no desprovista de subjetividad. Ese método psicobiográfico demostró sus peligros de interpretación, pero es acertado ver en aquel escrito de 1933 una primera lectura importante del texto literario a la luz del psicoanálisis. Los años 1930 inauguran nuevos vientos. Ya el 29 de octubre de 1929, René Laforgue le comenta a Freud que la cuestión del análisis profano y de la dependencia del grupo francés respecto de la Asociación Internacional es problemática; Laforgue abandona entonces la presidencia de la Sociedad Psicoanalítica de París. Gustave Le Bon muere en el otoño de 1931, Aristide Briand lo sigue el 6 de marzo de 1932. ¿Dónde ha quedado la liviandad de antaño? En el marco del Congreso Internacional de

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Wiesbaden, Marie Bonaparte pronuncia una ponencia por primera vez. Nota entre los participantes la inquietud frente a las posiciones nazis contra la “ciencia judía”. El exilio a los Estados Unidos ha comenzado, al igual que los autos de fe en Alemania y Austria. Freud le confiesa a su amiga el 26 de marzo de 1933 que, a pesar del inicio de la persecución de los judíos, “la situación no debería llegar demasiado lejos en Austria”. Si eso es así, ¿por qué no se reúne con ella en Córcega? Lamentablemente, un viaje es inviable. Marie no llega siquiera a saborear la culminación de su estudio sobre Edgar Allan Poe. A partir de esa época, intuimos que su búsqueda personal desembocó en un mejor conocimiento de sí misma gracias al análisis. Domina las peculiaridades de su personalidad, las torpezas de las exigencias que impone a su entorno, las sombras de sus recuerdos, y entabla la redacción de lo que se convertirá en La sexualidad de la mujer. El aporte de Marie Bonaparte a la teoría freudiana se aferra a ese llamativo título, que revela un pensamiento vanguardista: ¿qué ocurre con la mujer que reivindica conocer su cuerpo, que reclama el acceso al placer? Freud le hizo saber más de una vez su desaprobación frente a las operaciones mediante las cuales mutilaba su cuerpo en favor de un placer más intenso: acercar el clítoris a la vagina no la convirtió en una mujer sexualmente más plena. Sus amores con X terminarán a raíz de


la muerte de este en 1945, en medio de un gran cariño que ofrecía un hombro como consuelo. El amor físico que su esposo no le había brindado fue vivido con pasión con otros compañeros, a veces con el dolor de dar sin recibir, cuando no al límite de un deseo permanentemente restaurado y no saciado. ¿Qué más lógico que ver en aquellas reivindicaciones los caprichos de una insatisfecha? Pero con qué coraje lo expresó, en el momento en que la mujer, ese “continente negro”, debía silenciar su demanda de existir a través de las audacias que su cuerpo le permitía. Cuando Marie Bonaparte describe el destacado rol del clítoris, cuya función “fálica” ubica a la mujer en igualdad con el hombre, está obrando en aras de disminuir la diferencia entre los sexos. Siempre atareada, funda el Instituto de Psicoanálisis en el número 137 del bulevar Saint-Germain, cerca del Barrio Latino, inaugurado el 10 de enero de 1934 por el profesor Claude, Laforgue, Borel, Löwenstein, Parcheminey y Pichon. El lugar se convertirá en las altas esferas de reunión de los partidarios de la causa freudiana, para la cual Marie de enero, la necesidad de una formación de tres años, uno de los cuales exclusivamente consagrado al trabajo analítico sobre casos, tras los dos años de enseñanza teórica. Además, continúa asumiendo los compromisos propios de la realeza, escribiendo e interesándose por nuevos campos, entre ellos, la antropología y la etnografía, con Bronislaw Malinowski, Marcel Griaule y Geza Roheim, ámbitos que para Freud son una ampliación disciplinaria indispensable para la evolución del psicoanálisis. Es más, su hijo Pierre será rotundamente influenciado por aquellos contactos de su madre, puesto que en 1935 ingresa a estudiar antropología con Malinowski en la London School of Economics. Su encuentro con una plebeya rusa, Irène Ovtchinnikova, con quien finalmente se casa en 1939, va a distanciarlo de sus padres; él elegirá explorar lejanas latitudes y se dará a conocer por sus trabajos sobre la poliandria y el mundo tibetano. A pesar de las relaciones conflictivas, su madre jamás rompió definitivamente su vínculo con él. ¿Qué habría sido de la obra freudiana sin la intervención de Marie Bonaparte? El 30 de diciembre de 1936 compra las cartas que Freud intercambiara con su cómplice y colaborador de juventud Wilhelm

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Bonaparte reclama, ante los ciento cincuenta primeros auditores el 25

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Fliess, cuando el librero que las había recibido de manos de la mujer de Fliess se aprestaba a venderlas a los Estados Unidos. Descubre entonces con estupor las etapas entre 1887 y 1902 del nacimiento del psicoanálisis, título que luego dará a la correspondencia preparada por ella misma y publicada en francés en 1956. Depositadas en una caja fuerte en Viena y luego transportadas hasta París, esas cartas enseguida le resultaron de un valor inestimable, un testimonio histórico sobre el cual los investigadores de todos los tiempos estaban destinados a indagar. Porque ¿cómo comprender a Freud en sus últimos años sin fundarse en la hazaña que fue el descubrimiento de un nuevo modo de exploración de la psiquis? “La felicidad más grande de mi vida es haberlo conocido, haber sido vuestra contemporánea”, le escribe ella el 6 de septiembre de 1937. No hace falta otra declaración para entender la energía y la inteligencia con las que se hizo cargo del destino de Freud tras el Anschluss el 12 de

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marzo de 1938. Contacta de inmediato a Dorothy Burlingham en Viena y a Ernest Jones en Londres: Freud debe aceptar irse. La princesa llega a Austria el 17 de marzo, Anna es arrestada el 22 por la Gestapo. Para su padre ya es demasiado, la decisión está tomada. Entre aquel día de primavera y el 5 de junio de 1938, fecha en que espera a la familia Freud en la estación Gare de l’Est, Marie Bonaparte ha ultimado absolutamente todo, ha anotado, consignado, buscado a veces en una cesta de papel una carta que Freud hubiera juzgado útil descartar: alejarse de la Berggasse la invitó a trazar la retrospectiva de una familia condenada a desaparecer, de la cual sin embargo inscribiría para la posteridad una memoria desordenada por la inminencia de la partida. El orden volvió una vez que los Freud se despertaron en Maresfield Gardens. Todo el contenido del departamento vienés fue transportado a Londres. Marie incluso solicitó la intervención de su sobrino, el rey de Grecia, para poder trasladar el oro de la familia Freud a Londres. La intrusión del poder político le pareció aprovechable siempre y cuando se lo utilizara con tino. El 12 de diciembre no duda en presentarle al presidente Roosevelt su idea de encontrar un estado, en Baja California o en otra parte, para que los judíos perseguidos pudieran instalarse. A Freud le divierten aquellos “planes coloniales”. Acaba de ser nuevamente operado y prefiere no verla en su estado de extrema debilidad.


En la Sociedad Psicoanalítica de París se forman clanes que dividen a Marie Bonaparte y Löwenstein de la alianza intelectual formada por Laforgue y Pichon. Desde la ponencia que diera en 1936 en el Congreso de Marienbad sobre “el estadio del espejo”, Jacques-Marie Lacan se ha dado a conocer sin concitar opiniones unánimes. Así y todo, es admitido en diciembre de 1938 como miembro titular del Instituto de Psicoanálisis de París, con miras a desempeñar un papel decisivo, aunque Marie Bonaparte aún lo ignora. Ella brega por la defensa de los analistas amenazados por el poder nazi. Sus pensamientos se dirigen hacia Londres, adonde acude a reconfortar a Freud, muy decaído, del 6 de julio al 6 de agosto de 1939. Unas dos semanas más tarde, es abuela por primera vez; nace Tatiana, hija de Eugénie y Dominique Radziwill. Esa delicia de la vida la salvará de la tragedia en la cual Europa está hundiéndose. El 23 de septiembre, Freud, el amigo, el sostén a quien debe el sentido de su vida de mujer y de intelectual, fallece. Marie se atribuye más que nunca la misión de mantener en alto el estandarte del psicoanálisis freudiano. De allí en adelante, las épocas discurren una tras otra y las tragedias quedan por superar. La guerra prosigue, el análisis se reanuda, pero cada vez con menos pacientes, sobre todo entre los judíos franceses. La llegada de las tropas nazis a París aquel 14 de junio de 1940 siembra confusión en su mente. El llamamiento del general de Gaulle cuatro días después termina de dividir a Francia, y Marie sabe que ha de elegir su bando. El teniente Thouards encabeza entonces la Kommandantur: ese apellido francés es un escudo contra el odio que se debería sentir por el enemigo y suena como una invitación a solicitarle cupones para el suministro de combustible. Pero ella escoge la prudencia: el Instituto de Psicoanálisis cierra, la revista no entrega más ejemplares. Esta vez, el exilio se impone y, con él, el tiempo de las desilusiones. De Grecia a Creta, de Alejandría a Ciudad del Cabo el 8 de julio de 1941, Marie Bonaparte disfruta pese a todo de la felicidad de ser abuela, puesto que está acompañada en Sudáfrica por Eugénie, su marido el príncipe Radziwill y la hija de ambos. Ocupa su vida al ritmo de la escritura, de la lectura de Nietzsche, de quien Freud tanto le hablara; concurre a clases de psiquiatría y antropología de la Universidad del Cabo,

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Su mentor sabía que en ella había hallado “una transmisora de saberes”.

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e incluso dicta cursos de psicoanálisis. Congregando a su alrededor a psiquiatras y pacientes, termina aburriéndose y se preocupa por la situación en Europa. Su casa de la calle Adolphe-Yvon ha sido requisada por los nazis. Siempre en contacto con Anna Freud, la correspondencia entre ambas da testimonio del mundo de ayer, aquel que Stefan Zweig tanto añoró al poner fin a sus días el 22 de febrero de 1942. La princesa evoca, por lo demás, el recuerdo de aquellos desvanecidos poetas de un tiempo feliz que parece abolido. “¿Cuándo fue que conoció el análisis?” le pregunta a Rilke el 5 de agosto de 1943. ¿Las Elegías de Duino harán resonar el sufrimiento de los hombres frente a la muerte inminente? ¿Los Sonetos a Orfeo recordarán la belleza de lo terrible? Nada puede justificar la ignominia nazi. ¿Necesita ella esas lecturas para aplacar su ansiedad de ver a los seres queridos desaparecer bajo el yugo de la barbarie? El otro hijo de Freud, Oliver, escapó de lo peor. Él, que había elegi-

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do vivir en Francia desde 1933, está seguro: Laforgue lo habrá ayudado a conseguir las visas que lo autorizaran a exiliarse a los Estados Unidos en 1943. Su visión romántica de la existencia está definitivamente descartada, Marie lo sabe cuando se reúne con él en Londres el 10 de noviembre de 1944. Acompañada por el príncipe Georges, que debe operarse de la laringe, está lejos pero tranquila al saber que sus dos nietos están seguros; la princesa Eugénie había tenido un segundo hijo, Georges-André. Marie se vuelve a habituar a Europa y, con ella, a mantener viva la memoria de Freud. Se encuentra con Anna y John Rodker, el editor inglés que está trabajando en las obras completas junto a Imago. En 1944, la vuelta a París le promete una nueva vida, no sin disidencias. La Sociedad necesita otra oficina: Marie Bonaparte sigue siendo su vicepresidenta, tras la presidencia en 1946 de John Leuba, que reemplaza a Édouard Pichon, fallecido en 1940. Marc Schlumberger es el secretario, mientras que su protegido, Sacha Nacht, es miembro asesor, antes de convertirse en el presidente en 1949. La posguerra instaura una atmósfera de renovación: es oportuno formar analistas, repasar la práctica, redactar nuevos ensayos para la revista que va a renacer en 1948. La urgencia viene por el lado del Instituto. Ya en 1950, los jóvenes psiquiatras apasionados por el psicoanálisis expresan su entusiasmo de ir al encuentro de profesionales dispuestos a practicar el análisis


didáctico. Clases, seminarios, biblioteca, todo está pensado con ayuda de las subvenciones asignadas por Marie Bonaparte y la familia Rothschild, y también gracias a los fondos recaudados ante los exmiembros del Instituto de Psicoanálisis ahora radicados en los Estados Unidos, como Löwenstein. A él dirige ella una carta de descontento el 23 de enero de 1951: Sacha Nacht, presidente del Instituto de 1949 a 1953, dispuso todo con el fin de que Jacques Lacan fuera electo vicepresidente en lugar de Daniel Lagache. “Así que tendremos a ese loco de presidente después. Es repulsivo.”117 En virtud de sus análisis didácticos de diez minutos de duración, la relación con Jacques Lacan siempre será mala, le confiesa también a Löwenstein el 14 de enero de 1952. Cincuenta minutos por sesión es el tiempo reglamentario votado por la comisión de enseñanza en 1949. Según Lacan, el análisis corto es más propicio para la verbalización, y por lo tanto, para una progresiva sanación. Él, que no ha concluido su análisis didáctico, tiene un punto en común con ella: ser médico no es condición terminante para la práctica de la cura por la Instituto, que renace en el número 187 de la rue Saint-Jacques, una de las calles más animadas del Barrio Latino. La presidencia está en pugna y Marie Bonaparte se conforma con jugar allí un rol simbólico: en 1951, es nombrada presidenta de honor de la Sociedad Psicoanalítica de París. Sacha Nacht es un férreo adversario del análisis profano y reserva con firmeza el ejercicio del análisis a los médicos. A raíz de profundas discrepancias, renuncia a la presidencia del Instituto el 2 de diciembre de 1952, luego es restablecido. Tiempo después, Lacan es electo presidente de la Sociedad. Continúan formándose clanes: Lacan trabaja con los alumnos de René Laforgue, entre ellos, la joven Françoise Dolto. No promete poner término a sus sesiones cortas, aunque menciona que podría hacerlo. El malentendido que se construye a partir de ese juego de palabras siembra cizaña en el seno del grupo. El 16 de junio de 1953, día de la votación de la moción de confianza, Lacan queda en una situación engorrosa, pues solo obtiene cinco votos para conservar la presidencia de la SPP. Claudica, mientras 117

Citado por Célia Bertin, op. cit., p. 370.

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palabra. Sin embargo, su forma de analizar se opone a los métodos del

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que Lagache anuncia la creación de la Sociedad Francesa de Psicoanálisis. Así, Lacan, Lagache, Françoise Dolto y Blanche Reverchon-Jouve se abren de la SPP en lo que será la primera escisión. El Instituto, inaugurado en 1954 y dirigido por Sacha Nacht hasta 1962, termina distanciando el alcance considerable del compromiso de Marie Bonaparte al servicio de la causa freudiana. La SPP guarda a ojos de la Asociación el título de sociedad científica, sin poder de decisión en cuanto a la legitimidad de los analistas. Todas estas discordias alejan a Marie de las reuniones de la Sociedad. El 25 de noviembre de 1957, pierde a su esposo, un compañero que a su modo le fue fiel. Para ese entonces, ella tiene setenta y cinco años de edad. No obstante, los asuntos siguen preocupándola. Tiene el vivo anhelo de que el grupo lacaniano no sea aceptado dentro de la Asociación, lo que sucede en 1959 en el Congreso Internacional de Copenhague. Sus escritos se destinan a honrar la memoria de su maestro.

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Psicoanálisis y biología, Psicoanálisis y antropología en 1952, Psicoanálisis y sexología en 1956 demuestran a través de sus respectivos títulos el nuevo derrotero que adopta el psicoanálisis, siguiendo el espíritu propio de la escuela freudiana de propiciar el cruce entre las disciplinas. Temas como la masturbación, el antisemitismo, las vacunas y la pena de muerte continúan interrogándola. El destino de los grandes criminales, el veredicto de los juicios de la Historia pueden despertarla en plena noche, como durante la causa penal de Sacco y Vanzetti en 1927, o del estadounidense Caryl Chessman en 1960. Su último texto, publicado en 1962, el año de su muerte, convergerá con el interés de su predecesora rusa, Tatiana Rosenthal. Se trata de un ensayo sobre “La epilepsia y el sadomasoquismo en la vida y obra de Dostoievski”, escrito para la Revue française de psychanalyse. Esa tribuna de expresión, tanto como su biblioteca, son sus hijos y cuida de ellos. El porvenir, en cambio, le provoca inquietud. Los futuros analistas siguen un análisis didáctico cuya falta de rigor deshonra el proyecto inicial de la Sociedad. Vicepresidenta honorífica de la SPP, en 1961 asiste a la disolución de la Sociedad Francesa de Psicoanálisis, que se convertirá por un lado en la Asociación Psicoanalítica de Francia, por otro, en la Escuela Freudiana de Jacques Lacan. Marie Bonaparte fue una perfecta representante de la aristocracia francesa, encarnándola con prestancia ante las familias más prestigiosas


y ante los mayores artistas de su siglo. Trocó su corona por su atuendo de analista y se sintió igual de cómoda el 20 de noviembre de 1947 en la boda de Isabel II de Inglaterra con el príncipe Felipe, duque de Edimburgo; o cinco años más tarde, en mayo de 1952, en el almuerzo con Igor Stravinski dado por la reina Isabel de Bélgica, intelectual y gran esteta que dio origen al concurso de música que lleva su nombre. También la encontramos al lado de Margaret Clark-Williams, analista americana no médica que trabaja en París con niños, cuando el Colegio de Médicos le niega su derecho a ejercer. Williams perderá su juicio en segunda instancia y se irá de la capital. Marie Bonaparte, que la defendió, vive esa derrota con intensidad, como todo acto que atente contra la verdad, su verdad, la de una mujer de poder que puso su fortuna a disposición de causas que estimaba nobles, justas y necesarias para amparar lo humano. El psicoanálisis freudiano en particular fue la revelación de su existencia. Mujer de fuerte carácter, conocida por su extrema generosidad, atravesó instantes de duda que su “pesimismo alegre” siempre le Se enferma de leucemia y fallece en pleno verano de 1962. Sobre su mesa de luz hay un diccionario de medicina. Mujer de cualidades universales, sus cenizas descansan en la necrópolis real del paraje de Tatoi, en Grecia, junto a su esposo. Marie Bonaparte finalmente restauró la memoria de una dinastía cuyo fin su padre temía: princesa de Grecia y Dinamarca, sobre todo fue una ciudadana del mundo.

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permitió superar.

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Helene Deutsch La libertad a cualquier precio

Luchar, sí –¡y cómo!–, incluso abriéndose paso a los codazos si hiciera falta.118

En 1907, la facultad de Medicina de la Universidad de Viena cuenta con siete estudiantes inscritas. Una muchacha de porte mediano, cabello castaño y suaves ojos negros se apersona en la recepción, acompañada de un hombre mayor que ella. Presenta su Abitur,119 obtenido en su ciudad natal de Przemyśl, Polonia, pues viene a inscribirse para el examen de ingreso, cuya aprobación es indispensable para iniciar sus estudios. Helene Rosenbach tiene veintitrés años y, desafiando todas las convenciones, se toma del brazo de Herman Lieberman, diputado parlamentario en Polonia, gran orador socialdemócrata que encabeza el movimiento contestatario popular desde hace casi veinte años. El hombre está casado, y el amorío entre ellos es secreto. En Viena, la libertad de vivir esa relación al descubierto va a verse manchada por turbias desilusiones. Para ella, las clases de anatomía, fisiología y química son un sueño que por fin se hace realidad. Helene es una estudiante brillante, con pocas dotes para la cirugía, que practica sin demasiado éxito. Aún desconoce que solo el psiquismo quedará sujeto al escalpelo de su interpretación: incisiva, novedosa, incómoda. ¿Por qué no ser pediatra como Käthe Kollwitz, la escultora y amiga de Lou Andreas-Salomé? Helene Deutsch admira a las mujeres cuya fe en la vida supo cobrar forma según el vaivén de proyectos poco habituales y 118 Helene Deutsch a su marido Felix Deutsch el 18 de septiembre de 1913, carta citada por Paul Roazen, Helene Deutsch. Une vie de psychanalyste, trad. de Pierre-Emmanuel Dauzat, París, PUF, col. “Perspectives critiques”, 1992, p. 78. 119

Diploma de estudios secundarios [N. de la T.].


a expensas de incuestionables luchas. Ella será la mujer de la victoria, por más que haya que provocar esa suerte y correr el riesgo de ponerse en peligro. En la universidad solicita presentar un examen oral de medicina interna ante el profesor Chwostek, conocido por su aversión por trabajar con mujeres. Jamás habría solicitado semejante prueba si hubiera dudado de su excelencia. Y eso fue lo que agradó a Herman Lieberman cuando la conoció: su capacidad de entregarse a lo que cree justo. Con orgullo, el hombre la presenta en el Congreso Socialista Internacional de Estocolmo: Jean Jaurès, August Bebel, Karl Kautsky y, sobre todo, Angelika Balabanoff y Rosa Luxemburgo, judía polaca como ella, le causan una fuerte impresión. Frente a ella, ve encarnados todos los ideales de vida y justicia por los cuales lucha desde su adolescencia, hombres y mujeres que pagan el alto precio del sacrificio y que, sin saberlo, marcan la historia de un mundo en desbandada.

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Viena representa un sueño, lejos de una Polonia de ardientes conflictos. Lieberman es el héroe prohibido. Hoy que ella es libre de compartir su tiempo con él, duda. Tuvo que renunciar a su identidad y religión para que la propietaria de un departamento aceptara alquilarle una habitación, lo cual no le extrañó, pues sabe que existe un antisemitismo latente en aquella Viena de fin de siglo. Su morada, lindera al hospital universitario y al Parlamento, es el sitio seguro de su amor apasionado, que se está disgregando. Oye hablar de El delirio y los sueños en la “Gradiva” de Jansen, interpretación psicoanalítica que un tal Freud extrajo de su lectura de aquella novela. Comprueba que ese médico está ejerciendo una notoria influencia en la joven generación de intelectuales. Una nueva terminología se impone para referirse a un malestar psíquico que no le es ajeno en sus primeros años en la capital. La universidad propone clases de psiquiatría y ella concurre con asiduidad para desentrañar “el misterio” del ser humano, escribirá al repensar en su descubrimiento del análisis. ¿Presentirá que ha de hallar una respuesta a aquella “alma dolorida” que su compañero nómade le reprocha con amabilidad? El partido socialdemócrata de Lieberman está en pleno auge, lo cual motiva sus idas y vueltas a Polonia. Durante el verano de 1908 y luego en 1909, la inestabilidad de la situación entierra a Helene en un trastorno psicológico, al tiempo que el encanto


de un amorío ilícito se transforma con el correr de los años en un sufrimiento insuperable: no se siente reconocida por lo que vale. El matrimonio Lieberman parece más sólido que la promesa de esperar que Helene hiciera a su amante. Sus genuinos sentimientos, que él le pide que censure, comienzan a pesarle como obstáculo para su verdadero despegue. Su partida a Múnich es programada durante el invierno de 1910-1911 y Lieberman no la retiene, pese al estímulo intelectual que ella representa para él. Ella es su Halusia, como la apoda, y él presiente sus ansias de cambiar de aires. Se vuelven a reunir más de una vez, hasta el día en que el tren a Polonia es sin retorno: Helene acaba de abortar y rompe la relación. “Yo estaba sentada en la sección de los estudiantes, donde me conocían por el nombre de Rosenbachowska (versión polaca de mi apellido alemán). Él estaba junto a un médico mundialmente conocido, el profesor Friedrich Müller. Fue un coup de foudre.120 Felix consiguió que un amigo en común nos presentara. Ese fue el fin real y definitivo de es el hombre de los encuentros decisivos. Al hacerle leer La interpretación de los sueños, confirma la elección de Helene de orientarse hacia la psiquiatría, y cuando le presenta a Felix Deutsch, vestido en su ambo blanco de médico, ya no se habla de socialismo polaco ni de pareja inseparable. Diplomado en 1908, Felix ya ejercía cuando pasa un año en Múnich en el servicio del profesor Müller, tan célebre en su tiempo como Emil Kraepelin, director de la famosa clínica de la región, centro de formación psiquiátrica donde Eugen Bleuler dicta clases. La experiencia de su futuro marido la atrae muy particularmente, mientras que ella trabaja en el laboratorio de psicología experimental de la Universidad de Múnich. Su objeto de investigación es el rol de las emociones en los recuerdos por asociación, prueba de su inclinación por el sector psiquiátrico. Un amor apacible une a Helene con Felix, fundado en el respeto y exento de tironeos propensos a sembrar la duda. Al compromiso celebrado en

120 121

Flechazo, el término está en itálicas en el texto en francés [N. de la T.].

Helene Deutsch, Autobiographie, trad. de Claude Davenet-Rousseau, París, Mercure de France, 1986, p. 136.

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mi historia de amor anterior”.121 Aquel amigo neurólogo, Josef Reinhold,

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la primavera de 1911 sucede la boda el 12 de abril de 1912, en Viena. Aquel es el año de todas las alegrías, Helene se recibe de médica y se dirige de inmediato a la clínica psiquiátrica de la Universidad de Viena, para trabajar junto al profesor Wagner-Jauregg. Pero grande es su desilusión al constatar que las mujeres no pueden acceder a altas funciones en ese campo. Asimismo, las reticencias de Wagner-Jauregg hacia el psicoanálisis freudiano la llevan a alejarse de él. Tal vez la clínica muniquesa de Emil Kraepelin estuviera en mejor posición para responder a sus aspiraciones. Los tests de asociaciones verbales están a la orden del día, y Kraepelin duda en adherir a la tesis de Freud que vincula la palabra con la intuición. Es uno de los más destacados psiquiatras prefreudianos y, mediante la observación de sus pacientes, consigue poner a punto un sistema de psiquiatría descriptiva. Cuando el 8 de febrero de 1914 Helene se presenta ante él, entiende el desafío que representa su viaje. Felix

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se ha quedado en Viena, en el servicio de medicina interna, y en ese tiempo va a escuchar una de las conferencias que Freud da un sábado por la tarde en el auditorio de Wagner-Jauregg, en la universidad. No es introducido en el círculo íntimo que asiste a las reuniones de la Berggasse los miércoles por la tarde, pero le escribe a su mujer que ella se sentiría a gusto en aquel círculo de reflexiones sobre el humano, cuyo psiquismo se ha convertido en un material de experimentación con todas las de la ley. Efectivamente, Helene le escribe a Felix el 2 de marzo: “Solo existe una terapia para las neurosis: el psicoanálisis”.122 La clínica de Kraepelin habría podido convertirse en el templo del saber si su hija, velando por los intereses del médico, no se hubiera inmiscuido en cada uno de los proyectos de los integrantes. Helene Deutsch recoge entonces los legajos del trabajo efectuado con las personas sometidas a los tests y regresa a Viena para reunirse con Wagner-Jauregg, contemplando incorporarse en su servicio de neurología. Segura de haber elegido correctamente su camino, concurre al seminario del psicoanalista eslovaco Victor Tausk, discípulo de Freud y asistente regular a las reuniones de la Sociedad Psicoanalítica de Viena desde 1909. Antiguos condiscípulos en la Universidad de Viena, Helene 122

Citado por Paul Roazen, op. cit., p. 147.


Deutsch y Victor Tausk se reencuentran entonces en la primera quincena de abril de 1914, cuando la Primera Guerra Mundial está cerca de cambiar las reglas y trastocar todas las esperanzas que Felix y Helene habían fundado en su propio reencuentro. Una perspectiva permanece inmutable: el psicoanálisis es un objetivo serio. Pero es difícil encontrar pacientes, por no decir que los maestros de la neurología vienesa no demuestran demasiada simpatía por las tesis freudianas. De 1913 a 1918, Helene Deutsch adquiere notoriedad como asistente de Wagner-Jauregg en la clínica que simboliza el bastión de la psiquiatría. Ir más allá del sufrimiento del paciente que deambula por un pasillo, saber prevenir su violencia cuando exhibe una sonrisa de bienvenida, tal es la realidad de la desesperanza con la que Helene confronta durante todos esos años. Se encuentra en presencia de enfermos de cólera, familias desestructuradas por la guerra y ocupa funciones hasta entonces nunca encomendadas a una mujer: Wagner-Jauregg da testimonio de ello en un certificado de ejercicio, donde elogia su vivo psiquiátrica de mujeres. Fue en aquella época que Helene alimentó el proyecto de abrir una institución para madres solteras, donde la diferencia entre neurosis y psicosis quedara bien establecida. El sanatorio, como ella misma lo vivió, era la respuesta brindada a la melancolía femenina. Al tomar contacto con el desamparo psicológico, se imponía la distinción entre histeria y demencia precoz, y todos los estados límites no exigían el mismo tratamiento. Helene Deutsch se siente habilitada a hacerse cargo del desasosiego de la mujer, que permanece ajena al diagnóstico médico. ¿Estará diciendo algo sobre sí misma al pergeñar semejante proyecto? Ha sufrido varias pérdidas de embarazo y cuando da a luz a su hijo el 29 de enero de 1917, cumple con su deseo más preciado. Sin embargo, aquel nacimiento está rodeado de misterio, ella nunca dijo nada al respecto. La íntima relación que el matrimonio Deutsch mantuvo con el director de teatro y actor vienés Paul Barnay siembra dudas en cuanto a la paternidad de Felix. Curiosamente, el pequeño Martin se parece al artista… y su educación va a imbricarse entre la trama de silencios de una pareja y el intenso compromiso profesional que pronto no resultará suficiente a Helene.

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interés por la ciencia del alma y sus actividades clínicas en la sección

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En el decurso de la guerra, se acerca a Freud que, en 1916, le pide que haga una lectura analítica del ensayo de Lou Andreas-Salomé, “Anal y sexual”, pues le resulta puramente “superfluo y especulativo, difícil de entender y ajeno a [sus] concepciones psicológicas”.123 El orgullo narcisista de su autora le parece a Helene más que desmesurado y, aunque está al tanto de la relación que une a Lou con el maestro, conserva intacta su lucidez en cuanto a los fundamentos metafísicos de su pensamiento, con el cual no coincide en absoluto. El 13 de febrero de 1918, Helene Deutsch es electa miembro de la Asociación Psicoanalítica de Viena. Su primer estudio versa sobre los casos de melancolía estudiados a partir de experiencias de asociaciones verbales. En el otoño, Freud acepta analizarla y oye entonces a una mujer convertirse otra vez en una niña de una Polonia olvidada. Helene conserva un recuerdo desolador de su infancia en Przemyśl,

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ciudad de guarnición ubicada entre Ucrania y el Imperio austrohúngaro. Es la tercera hija de una madre autoritaria, Regina, que no tenía ningún gesto de amor para con ella. Odia a su madre. Quien le diera a luz el 9 de octubre de 1884 se muestra violenta al no entender por qué el destino no le ha dado un varón. La golpea, la aterroriza, controla el manejo de la casa a través de sus criadas y sin un ápice de bondad. Bajo su autoridad permanente, hace reinar un clima de temor. Su hija proyecta toda su necesidad de afecto en sus hermanas mayores, Malvina y Gisela, que conforman una comunidad desigual junto a su hermano Emil. Cuando ella nace, ellos tienen respectivamente once, siete y diez años. Malvina, que supo tener los gestos adecuados para tranquilizar a su hermanita de sus miedos infantiles, para enseñarle a ir al baño y a respetarse a sí misma, termina yéndose del gran departamento señorial en el que vivían para casarse contra su voluntad. De ella, Helene hereda el hábito de fabricar pequeños paquetes de golosinas que distribuye a los necesitados. La partida de su hermana la deja en territorio hostil. En efecto, el análisis hace resurgir las imágenes de una noche en que Emil intentó abusar de ella, cuando solo tenía cuatro años. El episodio se reprodujo. Tras haber sido el predilecto, el varón se convirtió para 123

H. Deutsch, Autobiographie, op. cit., p. 174.


sus padres en una fuente de decepciones, a raíz de la vida agitada que más adelante eligió llevar. En la vida de la muchacha, en cambio, se impuso el silencio, y de las entrañas de su soledad emerge una honda melancolía. Ese mundillo judío polaco, empero, está representado con dignidad a través del carismático personaje de su padre, Wilhelm Rosenbach, eminente y distinguido jurista, con su barba bien recortada, quien habló en nombre de la región de Galitzia ante el tribunal federal de Viena. En virtud de su estatus social, el especialista en derecho internacional no padece los ataques antisemitas que se desatan en su país. Su hija lo sigue hasta en la más mínima de sus gestiones, desde el imponente tribunal de Przemyśl hasta el pequeño pueblo aislado, donde un campesino pide ser defendido. La autobiografía de Helene Deutsch atestigua aquellos instantes privilegiados junto a aquel que quedará como modelo de inteligencia, compromiso y humanidad. De hecho, se le ocurre estudiar leyes, pero la facultad de Derecho está más cerrada aún a las mujeres justo medio: el psiquiatra, como el abogado, se hace cargo de la difícil comprensión de la desgracia humana y muestra sus cartas para defender y, a menudo, salvar a sus víctimas. Cuando le llega el turno a Gisela de comprometerse, la última de los hermanos decide fugarse con catorce años de edad. Se toma un tren con su diploma de fin de estudios en el bolsillo, pero al pensar en el desasosiego de su padre, se resigna y regresa. Repetirá aquella huida hasta que decide plantear a sus padres un inesperado ultimátum: que abandonen la idea de educarla para que adopte una actitud pasiva. Helene intuye que cierto ímpetu está despuntando en ella, y la hermana de su padre, su tía Frania, sabrá poner ese espíritu al servicio de la independencia de las mujeres. Como docente, Frania incita a su sobrina a convertirse en una intelectual libre en sus elecciones y le ofrece “un poder real y bienhechor”, igual que su tía R, una hermana de su abuela lectora de Schopenhauer, cuya vida sexual disoluta hacía hablar pestes de ella a toda la ciudad. Aquella mujer se comportaba ¡“como un hombre”! “Auténtica pionera” del amor libre y del placer en clave femenina, su tía “favoreció la causa de la liberación de la mujer a través de su manera de

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que los estudios de medicina. La psiquiatría representará a sus ojos un

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vivir”.124 Entonces, a sus catorce años, Helene se hace digna del legado que porta al enfrentar la femineidad más clásica de su madre: el retorno al domicilio familiar solo sucederá con la condición de que la inscriban en la universidad, comúnmente reservada a los varones. Sus escritos, publicados en las columnas de La voz de Przemyśl, constituyen una seguidilla de ultrajes al inmovilismo burgués que su madre le deparaba. Para iniciar sus estudios le falta el Abitur. Luego de asistir dos meses a una escuela privada en Łvóv, de la que se va con las manos vacías, se une a las filas de la Universidad de Zúrich, siguiendo los pasos de sus predecesoras rusas. Contrariamente a Lou Andreas-Salomé, Sabina Spielrein y Tatiana Rosenthal, que permanecieron ajenas a la condición de los refugiados políticos que habían huido del zarismo, la joven Helene en 1898 solo tiene ojos para Gueorgui Plekhanov, el revolucionario marxista líder del grupo de estudiantes, donde participa la física Vera

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Figner, activista del grupo de los narodnikis.125 Las clases de sociología del profesor Grünberg no resultan tan formadoras como aquellos contactos marginales que la joven polaca había vivido hasta entonces. Símbolos de libertad, aquellos rostros expresan un fanatismo del cual rescata las exigencias y el deseo de poner en marcha la Historia. Una vez de regreso en Polonia, toma conciencia de la diversidad de las corrientes sociales que dividen al país. Anclada de golpe en los reclamos socialistas de los trabajadores influenciados por el movimiento social en plena ebullición en Rusia, guardará durante largos años una visión romántica del furor revolucionario. Si bien las tensiones antisemitas y las fallas de los meandros de la vida política le hacen perder la ilusión de que los socialdemócratas de Przemyśl adquieran importancia, su deseo reivindicatorio no claudica. Sin pensar en la reputación de su padre, personalidad de la ciudad conocida por sus posiciones liberales, acude a una manifestación y confronta a los guardias arrojándose delante de sus caballos. Ingenuidad adolescente, fogosidad de un temperamento hostil a la injusticia, Helene escoge la vía de la rebelión.

124 125

Ibid., pp. 98-99.

Movimiento socialista agrario creado por los populistas rusos en la segunda mitad del siglo xx [N. de la T.].


Detrás de todas esas tentativas de insubordinación a su condición de mujer, hay un secreto personal. El amor de un hombre contribuye a marginalizarla a ojos de su familia, a la que le cuesta comprender su atracción por Herman Lieberman. Doctor en Derecho en 1894, abogado político y colega de su padre, es cofundador de La voz de Przemyśl y Helene lo conoce en casa de su hermana Gisela y de su cuñado Michael Oller, médico militante por el mundo obrero y excompañero de estudios de Lieberman en la Universidad de Cracovia. Ella es entonces estudiante de Historia del Arte y tiene dieciséis años. A los encuentros juguetones sucede una pasión que Lieberman quiere mantener oculta. Aquella romántica clandestinidad será el cimiento de su duración y marcará para siempre a Helene Deutsch. La ilegalidad de su relación le dejará la impronta de una existencia tan llamativa como insoportable. Durante siete años, no sabe si debe continuar esperando la consumación de un amor tan íntegro como la admiración que siente por su padre. En aquella situación edípica, la muchacha se involucra Lieberman es designado consejero municipal socialdemócrata en 1904, y Helene está a su lado durante las primeras elecciones legislativas en 1905. Cuando está a punto de obtener su Abitur, arenga a una multitud de obreras de una fábrica de Przemyśl para que organicen un paro, la primera huelga femenina de la ciudad. Hace caso omiso del que dirán, comenzando por el de su madre, que conmina al político romper con su hija. El Domingo Rojo en San Petersburgo arrastra a Polonia a un período de viva agitación revolucionaria. Aquel mismo año, Lieberman hace el duelo de su hijo de un año, y se aleja de sus proyectos de vida conjunta con Helene. Una depresión tratada en un sanatorio de Graz no consigue librar a la joven de sus sentimientos. La ópera Carmen vuelve a reunirlos, como antes de la tragedia familiar, en torno a sus gustos compartidos por la vida y sus placeres. Si él fue su Pigmalión político, ella le ofreció toda la fogosidad de su juventud, la integralidad de su compromiso social al servicio de un amor imposible. Sus destinos se aúnan cuando Lieberman es nombrado miembro del Parlamento de Viena y ella decide seguirlo. Al relatar aquellos años de formación a su analista, Helene retrata a su hombre como un héroe, aquel que podía

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en política como si desertara de un romance que no puede oficializar.

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“turbar la somnolencia del mundo”.126 En el otoño de 1919, Freud pone término al análisis: en medio de intensas rebeliones, se da vuelta la página del orden establecido; su paciente ha de ir en pos de aquello que le queda por realizar. Helene Deutsch fue admitida en la Asociación Psicoanalítica de Viena, y efectivamente hará importantes contribuciones de su parte. Pero queda profundamente afectada por la interrupción de su análisis, que continuará con Karl Abraham en 1923-1924. En verdad, Freud le pidió a ella que dirigiera en paralelo el análisis de su paciente Victor Tausk, que no fue discípulo modelo del maestro, como tampoco su hijo rebelde. En aquella época, Lou Andreas-Salomé se separa de Tausk tras un tumultuoso idilio. El análisis del psicoanalista comienza en enero de 1919 y terminará unos meses más tarde, a solicitud de Freud. En julio, Tausk se suicidará por ahorcamiento, dejando a Lou Andreas-Salomé

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perpleja y a Helene Deutsch sumida en el desconcierto por no haberlo aliviado de su sufrimiento. Con ese primer paciente, Helene aprende la subjetividad del diagnóstico del analista y la dominación de Freud sobre sus pacientes. Maestro si los hay, Freud le deja un recuerdo único: “El psicoanálisis fue mi última y profunda revolución; y Freud, considerado con justa razón como un conservador en el campo social y político, devino para mí en el mayor revolucionario del siglo. Al girarme hacia mi pasado, veo tres conmociones en mi vida: mi liberación de la tiranía de mi madre, la revelación del socialismo y mi emancipación respecto de las cadenas del inconsciente a través del psicoanálisis”.127 Se inician entonces los años 1920, “estimulantes y alegres”, que consagran a Helene por su experiencia clínica y su capacidad para en adelante establecer un diagnóstico analítico. Freud la toma como su asistente. En 1918, deja la clínica de Wagner-Jauregg para trabajar en el servicio neurológico de Johann Karplus. El padre del psicoanálisis confía plenamente en ella, reconociéndole el talento de organizar su saber y cultivar un impulso permanente hacia el enfoque psicoanalítico en pleno auge. No puede seguir analizándola, pero le deriva regularmente

126

Palabras de Freud relatadas en ibid., p. 116.

127

Ibid., pp. 163-164.


pacientes. Al ritmo de intercambios y seminarios, Helene se inicia en el espíritu de congregación tan sólido del círculo freudiano. Las disputas viscerales le serán ajenas y más tarde se congratulará de no haber tenido conocimiento de ellas. Sus años de investigación y enseñanza en Viena responden a una búsqueda personal, e incluso narcisista, que aspira a conocerse mejor. En 1920 viaja a La Haya en el mismo tren que Hermine von Hug-Hellmuth: el VI Congreso de Psicoanálisis es su primer trampolín hacia la notoriedad ante sus pares. El año anterior, su contribución sobre “Un caso que esclarece el mecanismo de la regresión en la esquizofrenia” había tenido buena recepción por parte de los miembros de la Asociación. Esta vez, penetra en la escena internacional para tratar “De la psicología de la desconfianza”, síntoma neurótico que no ha de confundirse con la paranoia. Se trata de las primeras etapas de sus estudios, que aún no se han volcado definitivamente hacia la cuestión de la mujer, y sin embargo no son menos capitales en la elaboración de un pensamiento la historia de casos siempre fue para ella una aproximación literaria al paciente, que compartía con Freud desde la redacción en 1908 del famoso ensayo “La creación literaria y el sueño despierto”. Helene traba un nexo entre la mentira patológica y “la pseudología”, autocreación de la propia existencia a expensas de la realidad, que el artista explota con excelencia a la hora de dar rienda suelta a su creatividad. Entre salud y neurosis, el individuo se libera de un pasado traumático por medio de la palabra que él vuelve a llenar con una realidad nueva. Nos acercamos así a su teoría del “como si”. El vínculo de Helene con Freud nunca fue tan estrecho como en aquellos primeros años de la década de 1920, pese al ingreso de Felix en la Asociación. Siendo director de la clínica de cardiología en el hospital de la Universidad de Viena, Felix encabeza la creación del ambulatorio psicoanalítico, pensándolo en secreto como “regalo de cumpleaños” para su esposa, confiesa ella en su autobiografía. Comprometido a su lado, la sigue en sus proyectos profesionales y, al convertirse en 1923 en el médico personal del maestro, es uno de los actores más sobresalientes de la saga freudiana. Cuando Helene decide irse de Viena y compartir con

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en el cual el análisis clínico ocupa un lugar importante. La escritura de

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él la guarda de su hijo durante seis meses, el amor casi materno de Felix por Martin la arrastra hacia dolorosos interrogantes identitarios que planteará en el marco de un segundo análisis con Karl Abraham. Berlín la recibe entonces en enero de 1923 para ayudarla a desempatar entre las ambiciones de la carrera y su vida privada. Pero su hijo Martin recordará toda su vida la rigidez de su institutriz alemana, a quien le cuesta compensar la ausencia de una madre desbordada; de una mujer que halla en el húngaro Sándor Radó, también analizado por Karl Abraham, una presencia masculina más que reconfortante. Y eso que Freud le había pedido a Abraham que cuidara del futuro de la pareja de su paciente. Helene Deutsch vive en aquella época una intensa crisis personal que la conduce a una certeza: el amor de Felix por su hijo le impide partir. Su marido, igual que otro hijo del que debiera ocuparse, se ha tornado casi tan indispensable como Martin. En análisis con Siegfried Bernfeld, Felix

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toma conciencia en Viena de la tendencia a ciertas libertades que tiene su esposa. Sabe que ella no ha concluido la labor que le incumbe dentro el círculo: además de su actividad en el ambulatorio de Viena, participa estrechamente en la enseñanza del psicoanálisis. ¿Será que la reanudación de su relación con Lieberman de repente la afianza en su deseo de consolidar la pareja que forma con Felix? ¿Será la serie de conferencias que da a comienzos de 1924 en la Sociedad de Berlín lo que ya no la hace dudar más del papel que ha de desempeñar como especialista? Ha adquirido la fama de ser una exigente especialista en didáctica y una analista carismática que, con el tono pertinente, supervisa con humanidad la introspección de su analizante. En 1924, bajo su autoridad, la Asociación Psicoanalítica de Viena crea su propio instituto de formación, que hasta 1934 estará dirigido por ella. Trabajando codo a codo con Bernfeld, el vicedirector, y con Anna Freud, que ejerce allí las funciones de secretaria, no se imagina que Freud primero se opuso a ese proyecto, sin sincerarse al respecto con su hija. Al aprobar luego su designación, se respalda en ella para la más mínima decisión. Y, detalle importante, le deriva los analistas estadounidenses deseosos de seguir una especialización con los profesionales vieneses. ¿Será una llamada del destino haber ampliado su actividad ante esos colegas que años después le abrirán sus puertas? Estados Unidos es el país donde las ideas


de Helene Deutsch sobre La psicología de las mujeres encontrarán mejor recepción. El 21 de abril de 1924, la psicoanalista presenta en el Congreso de Salzburgo su primer ensayo: La psicología de las mujeres en relación con las funciones de reproducción. Se trata del primer fruto de una reflexión muy vanguardista en la cual volverá a ahondar, en su soledad de Berlín, con El psicoanálisis de las funciones sexuales de las mujeres. Publicado en 1925 y retomado por Karen Horney y Melanie Klein, aunque para contradecirlo, este escrito es un texto de referencia que demuestra que la mujer reacciona psíquicamente a las metamorfosis fisiológicas de su ser. El parto representa el súmmum de la plenitud sexual y prepara la realización en tanto madre. Desviándose de la figura del padre valorizada por Freud, Helene otorga al “maternaje” (el embarazo, el nacimiento, el parto, el amamantamiento) una función dominante en el destino del ser mujer. La frigidez estaría ligada al masoquismo pasivo, grave ataque a la autoestima que la mujer no puede superar. Esta se identifica entonces con una imagen envilecida de la madre y, iniciativa en la pareja. Con La psicología de las mujeres, Helene Deutsch propondrá avances para esta problemática, la cual en sus primeros textos hace eco a las tesis freudianas, obedeciendo al esquema activo/ pasivo del erotismo infantil. Según Freud, esto sería determinante en la adultez. No obstante, Helene se apartará de la figura paterna. ¿La femineidad tendrá también raíces maternas? El tema de la maternidad encuentra en la terapeuta una abogada talentosa pero prudente: se niega a tratar al sobrino de Hermine von Hug-Hellmuth, liberado tras asesinar salvajemente a su tía. El muchacho no se aviene a la decisión de la analista y comienza a seguirla; Felix se ve en la obligación de contratar a un detective para proteger a su esposa. En aquella época, Felix ya no es el médico personal de Freud. Tuvo que dejar sus funciones, no sin lamentarlo, por no haberle reconocido de inmediato a su paciente que adolecía un cáncer de garganta, por miedo a provocarle un malestar cardíaco al que era propenso. Así y todo, el padre del psicoanálisis conservó un profundo afecto por él. En enero de 1925, en Bad Homburg, el IX Congreso Internacional de Psicoanálisis oficializa la existencia del Instituto Vienés y nombra a

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como mujer, se deja dominar por la presión social, que le niega toda

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Helene Deutsch a la cabeza de la comisión internacional de formación. Dos años después, en el Congreso de Innsbruck, se definen los criterios de formación de los futuros analistas. En dos años, los profesionales deben tener la capacidad de enriquecer en términos teóricos los seminarios y al mismo tiempo ejercer el análisis bajo la supervisión del instituto. Fiel a los imperativos dictados por Freud antes de enfermarse, Helene Deutsch no presta atención a los enconos que se viven en el círculo freudiano, ni a la animosidad de Anna Freud, que poco aprecia su dominio sobre el legado intelectual de su padre. Helene nunca menciona la más mínima aversión hacia la hija de Freud; muy por el contrario, valora la seriedad con la cual Anna cumple con su misión de secretaria y se apoya en su idoneidad para hacer frente a la dirección del establecimiento. Se distrae regularmente de aquella labor para dedicarse al análisis clínico, en particular, de pacientes mujeres, lo cual la

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afianza en la idea de que la maternidad obstaculiza la plenitud sexual. Helene Deutsch, “la favorita de Freud” según los dichos de Abram Kardiner, es conocida entonces por la riqueza de su enseñanza y convoca a sus seminarios nocturnos a una multitud de estudiantes dispuestos a escucharla hasta la una de la mañana. Le solicitan que siga la formación de sus alumnos como analistas y sus interlocutores la aprecian. Helene Deutsch se niega a supervisar a sus analizados. En 1937, Freud recordó en Análisis con fin, análisis sin fin, que valía la pena someter al analista a un análisis de control de duración razonable, que permitiera comprobar si había logrado la superación de sus defensas y el aprendizaje de la teoría. En un ímpetu de modernidad que no resulta incompatible con la institucionalización de la disciplina, Helene Deutsch considera que la personalidad del candidato debe ser tomada en cuenta: imposible aplicar un control a cada caso. Por su ausencia de conformismo y su simultánea lealtad a los principios freudianos, ocupa el lugar de las profesionales más destacadas. Al uniformizar la formación de los analistas, también valoró los movimientos y la posible variedad, puesto que la expresión de la fantasía, a su juicio, valía tanto como la libre asociación propugnada por Freud. Analista, conferencista, escritora, hace su entrada en la Comisión Internacional de Formación para orientar a las Sociedades miembros. El grupo vienés adquiere con ella tanto prestigio


como el de Berlín, por más que este tuviera mejor reputación. La clientela internacional legitima la fuerza de su posición al frente del centro de formación, así como su influencia para revisar la práctica freudiana sin emanciparse de ella de forma brutal. Porque Helene está ligada a ese patrimonio científico y lo hace dar fruto. Así pues, cuando recibe a los especialistas americanos durante un semestre, no vacila en pedirles diez dólares por una consulta de una hora, situación que no los desalienta de regresar para perfeccionar su formación. No es de extrañar que la inviten del 5 al 10 de mayo de 1930 a Washington para el Congreso Internacional de Higiene Mental. “Dama de honor de la corte freudiana, la Dra. Helene Deutsch acaba de llegar a los Estados Unidos. Es el primer embajador de sexo femenino en llegar aquí acreditado por rey del psicoanálisis”.128 País de todos los posibles, Estados Unidos se ofrece a través de una recepción digna de las personalidades excepcionales invitadas, nueve grandes profesores de psiquiatría y psicoanalistas, entre los que figuran Sándor Radó, Otto Rank, René Spitz velt, todos los detalles cuentan en el relato autobiográfico que Helene Deutsch hace de su llegada a Nueva York: “Los sueños de gloria de mi infancia parecían realizarse”.129 Las conferencias que brinda una tras otra en inglés y en alemán sobre la formación psiquiátrica de los trabajadores y sobre la adolescencia la ponen en presencia de una América social, en la que médicos, educadores y mujeres invierten su energía en beneficio de una gran parte de la población. Partir en busca de derechos y de recursos para formarse en un oficio y llevar una vida decente es un reto individual que Felix Deutsch va a apoyar tan pronto como se instale en ese país en 1934, y su compromiso se tornará muy popular. Pero aún no ha llegado el momento del capítulo estadounidense para la pareja, y Helene declina el cargo que el húngaro Franz Alexander le propone en Chicago. Aquel primer viaje de Helene Deutsch tiene algo interesante: las contingencias políticas la marcan profundamente, se unen a su compromiso

128

J. Simpson, “A woman envoy from Freud”, New York Herald Tribune, 3 de agosto de 1930, p. 9, 20-21, citado por Helene Deutsch, Autobiographie, op. cit., pp. 212-213.

129

Ibid., p. 212.

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de Berlín y el suizo Oscar Pfister. Barco lujoso, suite en el hotel Roose-

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de su juventud y signan un segundo exilio, otra aculturación de la cual saldrá engrandecida. Otro idioma, otra cultura, otro destino. Helene avanza en la escena internacional provista de un legado: “Yo traía conmigo la auténtica enseñanza de Freud, una experiencia clínica considerable y el orgullo consciente de ser una alumna personal del maestro.”130 El ascenso de Hitler al poder basta para confirmarle que su estadía en los Estados Unidos no será la última. Como madre atenta que es, se preocupa por el peligro que representa dejar a su hijo en Viena, máxime porque se siente culpable por desatender su educación y priorizar su trabajo. En febrero de 1934, durante los disturbios de los socialistas contra el régimen autoritario del canciller Dollfuss, Martin participa en la resistencia de los estudiantes vieneses. Tiene diecisiete años y sigue los pasos de su madre, a quien desea demostrarle que su compromiso político es muy real y no oculta ninguna historia sentimental, como

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le sucedió a ella. Aquel reproche, que apunta a la juventud de Helene entregada a Lieberman y condicionada por la carrera política de este, llega al alma de una mujer que, a pesar de su sed de reconocimiento, intentó dedicarse a un hijo invadido por el sentimiento de abandono. Su inscripción en el Instituto Técnico de Zúrich no plantea ninguna duda tras la obtención de su Abitur. Felix Deutsch, que regresó a Austria para pronunciar una serie de conferencias, se percata de lejos hasta qué punto el país está viviendo una verdadera amenaza. Freud es franco con Helene: en Suiza, país limítrofe de Austria, Martin no está lo suficientemente al resguardo de la tentación de involucrarse de nuevo en política. Luego de un año de estudios de física, él también comienza a mirar hacia los Estados Unidos, sabiendo que la calidad de la formación allí es destacada: el Massachusetts Institute of Technology le abre sus puertas a partir del primer semestre universitario, y la partida de la familia se precipita entonces. Helene Deutsch apenas tiene tiempo de despedirse de Przemyśl, “símbolo de [su] auténtica identidad y de [su] fundamental necesidad de evolución”.131

130

Ibid., p. 213.

131

Ibid., p. 216.


En septiembre de 1934, Helene y Martin se embarcan en primera clase con destino a Boston. Felix había preparado la estadía de su esposa precediendo a ambos en febrero. Incluso antes de llegar, la agenda de turnos de Helene está completa: los pacientes deseosos de analizarse se enteraron de su radicación en el país a través del psicoanalista austríaco Fritz Wittels, que había tenido la prudencia de emigrar a los Estados Unidos en 1928, así como de dos exalumnas, Helen Ross132 y la hija de James Putnam, Marian,133 ambas especialistas en psicoanálisis del niño. A cargo de distintos cursos que dicta para trabajadores sociales a los cuales su marido acude en ayuda, Helene se plantea el reto de extender el psicoanálisis europeo a un nuevo marco de trabajo. Desafiando las señales de antisemitismo que demoran la compra de su propiedad, arguyendo nuevos campos de aplicación de los conceptos freudianos, tales como la educación y la esfera social, Helene Deutsch lleva en alto la antorcha de su maestro, una de cuyas últimas cartas, justo después del Anschluss, le recuerda la necesidad de cumplir en los Con esa meta, conserva su confianza y su fidelidad para con ella.134 Seminarios, supervisión de análisis, las actividades se encadenan una tras otra para hallar un lugar en el seno de la Sociedad de Psicoanálisis de Boston. Ser vienés en los Estados Unidos supone verter en el molde americano los procedimientos de análisis europeos, así como una sensibilidad de analista frente a otros casos de neurosis. Helene es secundada por Hanns Sachs, oficialmente adscrito por Freud en 1932 al grupo americano, pero también por Erik Erikson, futuro profesor de psicología en Berkeley tras haberse formado en psicoanálisis de manera autodidacta. Helene ingresa en la Boston Psychoanalytic Society (BPS), mientras que Felix, que se reúne con ella en 1936, halla su lugar junto a Stanley Cobb, médico interesado por la medicina psicosomática dentro

132 Profesora de psicología del niño en la Universidad de Chicago, futura alumna de Anna Freud, con la cual trabajó en la clínica Hampstead de Londres. 133 Marian Putnam, ayudada por Beate Rank, era conocida por sus virtudes de discreción y humanidad en el centro infantil James Putnam de Roxbury, en Massachusetts, que acogía a jóvenes delincuentes. 134

Carta citada en Autobiographie, op. cit., p. 220.

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Estados Unidos la misma misión que desempeñara en su pasado vienés.

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del servicio psiquiátrico del Massachusetts General Hospital. La pareja se instala finalmente en un mundillo por demás abierto a la ciencia vienesa, cuyos especialistas son modelos de rigor e innovación en la interpretación de los síntomas, a imagen de Helene. La mayoría de los analistas que ejercían dentro del Instituto de Boston habían sido alumnos de la discípula de Freud. “Con la muerte del Profesor, tengo la impresión de que todo el pasado yace en ruinas. Y si no fuera por Martin y Suzanne, la vida no tendría para mí la menor lumbre de porvenir”,135 escribe Helene en septiembre de 1939. Freud tendrá tiempo de anoticiarse de la firma del pacto germano-soviético antes de exhalar el último suspiro. Su partida y la invasión de Polonia por parte de la Alemania nazi golpean a Helene en lo más hondo de su corazón. Pronto abuela en aquel sombrío otoño, apuesta todas sus esperanzas a un mañana profesional que abra nuevos

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campos de investigación al psicoanálisis. La actividad de la clínica de Cobb no deja de recordarle la institución de Wagner-Jauregg en Viena, y la influencia de su fundador va a conducirla nuevamente al claustro universitario. Los seminarios de alto nivel organizados por el Dr. Sam Gutnam, asociado a Muriel Gardner, la colocan otra vez en el centro del debate sobre la colaboración entre psiquiatría y psicoanálisis. Soporta diez horas de trabajo diarias en pos de un insólito proyecto, muy personal, que la retrotrae a sus raíces: restaurar una granja. Más americana que nunca, Helene no por ello olvida sus raíces judías. La América antisemita le recuerda aquellos oscuros años en la Viena de su juventud y reaviva el pasado de su memoria: cuando en 1944 se entera de la muerte de Lieberman, luego del fallecimiento de su madre, una vertiente de su vida desaparece para siempre. “Es en la adolescencia que uno encuentra el origen de los mayores impulsos humanos”,136 escribe ya de mayor, en 1973, evocando ese tiempo de pasión por un hombre que la había alejado de su madre. La llegada de Suzanne, su nuera, tan dedicada a sus dos hijos como a su labor de asistente social, es justamente lo que permite que la familia recupere un poco de

135

Cita de Paul Roazen, Helene Deutsch, une vie de psychanalyste, op. cit., p. 375.

136

Autobiographie, op. cit., p. 263.


vida. La propiedad Babayaga, adquirida en 1939 en Nuevo Hampshire, es el marco de reuniones familiares de las cuales Helene da testimonio con fervor en su autobiografía. Explica que ese peculiar sobrenombre le corresponde por derecho: se asemeja mucho a aquella bruja eslava, cuya leyenda cuenta que cargaba a sus espaldas tanto leña como niños. Felix acepta una cátedra de medicina psicosomática en Saint-Louis y vive la separación como una prueba. Tan pronto como regresa en 1941, se inicia para ella una época feliz, destinada a los viajes y a la escritura, con el recuerdo de un pasado digno de la protagonista de una novela. Los dos grandes textos que la convierten en la analista insoslayable de la segunda mitad del siglo

xx,

de obediencia freudiana pero de una

insolente libertad, plasman el concepto clínico “como si” y la novedosa importancia de La psicología de la mujer. En plena Segunda Guerra Mundial, su análisis se torna más teórico. ¿Cómo reconocer las personalidades “como si”? Ese escrito de 1934, revisado en 1942, anuncia la noción de estados límites, que alude a rece normal, a menudo demasiado bonachona, cuando no pasiva, en realidad el sujeto ha elaborado un “falso yo” (el falso self que Donald Winnicott desarrollará en 1962). Por lo demás, la mujer sigue siendo el tema de predilección de Helene. El primer volumen de Psicología sale en 1944, el segundo en 1945. Ligada a ese tema desde los años 1920 (con Psicoanálisis de las funciones sexuales de la mujer), la analista da pie a una reflexión innovadora sobre la evolución fisiológica y psicológica de la mujer, desde su adolescencia hasta la madurez. Es comprensible que Simone de Beauvoir se haya inspirado en ella para su libro El segundo sexo en 1949. El primer tomo de Psicología anuncia el enfoque: “Estudio psicoanalítico.” En tanto los freudianos se habían cuestionado acerca de la posible existencia de un inconsciente femenino, Helene Deutsch propone apoyarse en la teoría psicoanalítica de los instintos, en estricta línea con su maestro. La psicología de la mujer sería estrechamente dependiente de su naturaleza biológica: Helene Deutsch responde aquí a cincuenta años de estudios sobre los misterios del cuerpo femenino y la interacción con lo mental. Entre Lou Andreas-Salomé, Sabina Spielrein y Marie Bonaparte, la pregunta en realidad es qué lugar ocupa la

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la identificación del sujeto con su entorno; con una actitud que pa-

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mujer en la pareja y en la sociedad. La mujer, a quien se le recrimina ser pasiva, deviene en la mujer receptiva cuya naturaleza está volcada “hacia el interior”. Su masoquismo, surgido de su potencial culpa, remite de ella una imagen de víctima contra la cual la mujer moderna se esmera en luchar. En el segundo volumen, dedicado a la “maternidad”, el narcisismo femenino se trata sin ninguna connotación negativa cuando la necesidad de ser amado se traslada al hijo. ¿Será una alusión indirecta al hijo de Lieberman que abortó? Cuando Felix muere en 1964, Helene sufre la soledad como el infeliz desenlace de años de desavenencias. Idealizándolo como a cada hombre que contó para ella –su padre, Lieberman, Freud–, se percata de cuan indispensable le resultó su presencia para la realización de su destino profesional. A los ochenta y dos años, todavía conserva un paciente y vive su renombre como una revancha frente a la vida, que

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esencialmente destinó a la causa psicoanalítica. Hija de Polonia, analista vienesa, emigrada americana, Helene Deutsch resume en ella el destino del pueblo judío y la historia de los primeros psicoanalistas. Jamás habría sido una excelsa abogada de la mujer si no hubiera concedido tanto lugar a la presencia de los hombres en su vida. Su destino prueba la necesaria complementariedad entre los sexos, cuando estos saben hacer fructificar sus diferencias. Huyendo de la identificación con su madre tan hostil, Helene finalmente expresó “el ardiente deseo de ser amada por ella”.137 Resistiendo a toda influencia, pero sabiendo hacer uso de la suya ante los más fieles discípulos del freudismo; rechazando su dogmatismo, pero adecuándose a la memoria de su maestro de pensamiento; rebelde comprometida en contra de las huellas de inhumanidad dejadas en el mundo por la Historia, Helene Deutsch anticipó las interpretaciones modernas sobre la femineidad sin involucrar sus ideas en un discurso sociopolítico. Al igual que a George Sand, a quien admiraba, se le enrostró no haber sido lo suficientemente feminista. Reconociéndose en la autora de La Petite Fadette, también tuvo el reflejo sistemático de defender posiciones adquiridas para las mujeres; y acaso también se haya identificado con sus 137

Ibid., p. 92.


amores, Lieberman haciendo las veces de Chopin. Durante su última semana de vida, Helene Deutsch solo habló en polaco.

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Posfacio

Cuando Freud otorga un sentido a las palabras de las mujeres histéricas del hospital de la Salpêtrière, está anunciando un discurso sobre lo femenino irremediablemente ligado a un descubrimiento primordial que él relaciona con el advenimiento de una nueva era: el inconsciente y la cuestión de las mujeres definitivamente serán los desafíos del siglo

xx.

Invitar a los poetas a pronunciarse sobre el tema prueba la

incompletud de su juicio, tanto como la irónica distancia que siempre le agradaba tomar frente a los acontecimientos. En presencia de las pioneras del psicoanálisis, percibió hasta qué punto la concepción de lo femenino que ellas sostenían distaba de su afirmación de un monismo sexual. Discípulas destacadas, Lou Andreas-Salomé, Marie Bonaparte, Helene Deutsch se ciñeron a una interpretación cuya relectura presentían necesaria a la luz de las reivindicaciones de sus contemporáneas, que se negaban a una visión falócrata de las relaciones entre los géneros. Como sabio fiel al ideal de la Ilustración, Freud ciertamente hizo poco caso a los horizontes feministas y prefirió creer en la realización de la mujer dentro de una totalidad universalizante. La revalorización de la figura materna por Melanie Klein, así como del lenguaje por Sabina Spielrein y Tatiana Rosenthal, concedió a la mujer otros atributos que los freudianos se vieron obligados a contemplar. Según el padre del psicoanálisis, las analistas tenían un sentido tan particular de la escucha que


debían destinarse básicamente al psicoanálisis del niño. En tanto sustituto materno, sabían leer aquello que sus colegas hombres sin duda no veían. ¿Habrá que volver al apego preedípico a la madre para comprender mejor el don del análisis? Seguramente. Este último punto prefigura las luchas feministas que reclamaron en el siglo

xx

la emancipación

política y jurídica de las mujeres, reivindicando que si el cuerpo es el hogar de la femineidad, el alma sigue siendo universal y tiene derecho a existir en igualdad de condiciones, en una sociedad en plena mutación. Las pioneras del psicoanálisis marcaron el tono de una redefinición de los debates: así como en la posguerra El segundo sexo se interroga en Francia acerca de la diferencia entre los sexos, los siglos

xx

y

xxi

no

terminan de cerrar la distinción entre sexo y género. Ninguna de las militancias actuales habría podido existir sin el arrojo de estas primeras psicoanalistas: pacientes en análisis, fueron discípulas críticas hasta afirmar

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su autonomía de pensamiento. Si fueron objeto de controversias por su modo de vida, como en el caso de Lou Andreas-Salomé; por la ofensiva de sus tesis, como Melanie Klein y Françoise Dolto; por la ingenuidad de sus sentimientos, como Sabina Spielrein; por su trágico destino, como Sophie Morgenstern, ninguna de ellas se apartó de su itinerario, luchando contra el escepticismo de una sociedad exigente, que no contemplaba ni su libertad de mujeres ni sus planteos intelectuales empecinados en defender la causa de las minorías: mujeres y niños eran claramente los primeros que debían ser salvados de una época con una historia conflictiva, en la cual la realidad anatómica y la realidad psíquica ya no podían ser diferenciadas. Las pioneras del psicoanálisis permitieron un acceso distinto a aquel que sufre, conjugando análisis clínico con aprendizaje teórico, entrando en otras esferas de su deseo. La evolución de todas ellas al fin y al cabo fue contemporánea de una reestructuración de las mentalidades. Con coraje, fueron más allá de sus propios límites en aras de lo colectivo, sea este masculino o femenino.


Agradecimientos

Didier Le Fur tuvo la idea de este libro, que no habría visto la luz sin su preciado apoyo. Sophie Bajard me acompañó con paciencia en la escritura, brindándome su confianza sin reservas. No olvido la eficaz participación de Anne-Laure Vouillemin. Gracias a Cécile Marcoux, a Laura Cecotti-Stievenard, así como a ceso al archivo de la biblioteca Sigmund Freud. La biblioteca municipal de Viena colocó a mi disposición documentos de un valor inestimable. Les dirijo a todos ellos mi más sincero agradecimiento. Dedico un momento de reflexión especial para Laetitia.

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Denys Ribas, presidente de la Sociedad Psicoanalítica de París, tuve ac-

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Bibliografía El lector tendrá la libertad de consultar las principales obras que sirvieron a la elaboración de nuestra reflexión. Entre paréntesis se indica la primera edición francesa.

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der psychologischen Mittwoch-Gesellschaft und der Wiener psychanalytischen

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Aires: Amorrortu, 1992, vol. 21). Freud Sigmund, “La féminité (1932)”, Nouvelle suite des leçons d’introduction à la psychanalyse, trad. de Anne Berman, vol. xix, 1995. (En español: Freud, S. “La feminidad (1932)”, “Nuevas lecciones introductorias al psicoanálisis”, Obras Completas, Buenos Aires: Amorrortu, 1992, vol. 22). Freud Sigmund y Abraham Karl, Correspondance. 1907-1926, trad. de F. Cambon, París, Gallimard, 1969. (En español: Freud, S. y Abraham, K., Correspondencia completa. 1907-1926, Madrid: Síntesis, 2005). Freud Sigmund y Ferenczi Sándor, Correspondance, trad. de J. Dupont y B. This, París, Calmann-Lévy, 1992, 3 vol. (En español: Freud, S. y Ferenczi, S., Correspondencia Completa 1908-1911, Madrid: Síntesis, 2001, 2 vol.). Freud Sigmund y Jung Carl Gustav, Correspondance, trad. del alemán y del inglés por Ruth Fivaz Silbermann, París, Gallimard, 1975, 2 vol. (En español: Freud, S. y Jung, C. G., Correspondencia, Madrid: Trotta, 2012). Jung Carl Gustav, Ma vie. Souvenirs, rêves et pensées, trad. de Roland Cahen e Yves Le Lay, París, Gallimard, col. “Folio”, 1973 (1966). (En español: Jung, C. G., Recuerdos, sueños, pensamientos, Barcelona: Seix Barral, 2001). Mijolla-Mellor Sophie de (ed.), Les Femmes dans l’histoire de la psychanalyse, Le Bouscat, L’Esprit du temps, col. “Perspectives psychanalytiques”, 1999. Renders Xavier, Le Jeu de la demande. Une histoire de la psychanalyse d’enfants, Bruselas: De Boeck Université, 1991.


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Roazen Paul, Helene Deutsch, une vie de psychanalyste, trad. de Pierre-Emmanuel Dauzat, París, PUF, col. “Perspectives critiques”, 1992.

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Las pioneras del psicoanálisis marcaron el tono de una redefinición de los debates en torno al sexo y al género que luego se desplegarán a lo largo de los siglos xx y xxi. Ninguna de las militancias actuales habría podido existir sin el arrojo de estas primeras psicoanalistas: pacientes en análisis, fueron discípulas críticas hasta afirmar su autonomía de pensamiento. Si fueron objeto de controversias por su modo de vida; por la ofensiva de sus tesis; por la ingenuidad de sus sentimientos, por su trágico destino, ninguna de ellas se apartó de su itinerario, lucharon contra el escepticismo

COLECCIÓN LECTURAS ÉXTIMAS

de una sociedad exigente, que no contemplaba ni su libertad de mujeres ni sus planteos intelectuales empecinados en defender la causa de las minorías: mujeres y niños. Las pioneras del psicoanálisis permitieron un acceso distinto a aquel que sufre, conjugando análisis clínico con aprendizaje teórico, entrando en otras esferas de su deseo. La evolución de todas ellas al fin y al cabo fue contemporánea de una reestructuración de las mentalidades. Con coraje, fueron más allá de sus propios límites en aras de lo colectivo.


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