El bosque infinito de Tona

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COLECCIÓN INFANCIAS



1. Salí al jardín a jugar con mis amigos. Se podría decir que es un jardín infinito, para juegos que nunca terminan. Mis amigos siempre se ponen felices de ir a retozar al bosque de mi abuela. Antona me llamo, pero me dicen Tona. Era un día espléndido, luego de varias tardes de lluvia. De las hojas tintineaban aún gotas vacilantes. Los rayos de sol iluminaban los hongos que parecían plateados, o quizás fuesen mis ojos que los veían así porque estaban bajo los efectos de una noche de lectura sin pausa.


El libro que no me había dejado dormir era una historia conocidísima: la de un pedazo de madera que cobra vida de niño. El texto es largo y lleno de desventuras, mucho más desesperanzado que la película de dibujitos que hicieron con él. Cuestión que varias veces me adormecí sintiéndome Pinocho, con los peligros que conlleva estar hecho de la materia de un tronco en medio de un mundo de buenos y malos sentimientos. Es verdad, la historia transcurría en otros tiempos, donde los niños éramos solo un proyecto de adultos, entre árboles altos, verdes de todas las gamas de verdes, jugando con mis amigos a sorprendernos y a castigarnos los unos a los otros.


2. Dije que el jardín de mi abuela era interminable. Solamente sabíamos que el terreno llegaba hasta allá, allá, allá y allá, donde el césped estaba cuidadosamente cortado. Todo lo que venía después, en los cuatro sentidos, era el mundo vegetal, antiguo e ingobernable. Por supuesto, nosotros no respetábamos los límites del terreno, y cada vez nos adentrábamos más, correteando, huyendo, gritando nuestros nombres con miedo y audacia.


Y fue en una de esas escondidas que, sola, me dejé llevar por formas a las que nunca había prestado atención. Mis ojos, hasta este momento, habían visto solo amplias zonas con mazacotes verdes y líneas verticales grises y marrones. Las veían apelmazadas por no detenerme y por la ansiedad de mi mirada. Le había escapado al aturdimiento de los olores, lo tocable, lo visible y al ruido incesante de los pájaros. Ahora, de golpe, veía troncos que me guiaban, árboles que me hablaban, hojas y setas que me incitaban a conocer más de ese mundo. Y que me llevaban cada vez más lejos de los gritos “¡Tona!, ¡Tona!”.


3. Como hipnotizada, seguía deslizándome verdes adentro. ¿Corría?, ¿caminaba?, ¿retrocedía? Las formas eran todas nuevas para mí, y me invitaban a seguir a la deriva. Sabía que no era un sueño: pequeñas brisas sacudían las gotas frías que colgaban de las hojas y los frutos, y caían sobre mi rostro como agujas de relojes despertadores. Refrescantes, reanimaban mi curiosidad y abrían mis poros a nuevas texturas y olores. Todo era un misterio nuevo y peligroso, y ya no podía detenerme ante nada. Hasta que se cruzó La Nada.


4. La Nada era un gigantesco árbol de corteza azulada cuya bocaza, a la altura de mi ombligo, abría y cerraba sus labios como un cantante de rap: “Nada-Nada-Nada-Nada” profería y luego resoplaba, formando un remolino de hojas muertas. Cuando éstas caían, la boca se silenciaba. Ese movimiento dejaba un aroma que -al rato descubríera el aliento del árbol. Ya no escuchaba las voces de mis amigos. Sí el ruido de mis pies arrastrando elementos marchitos y crocantes. Y los pájaros todavía trinando cantos conocidos.


¿Me estaba pasando lo que a Alicia cuando se cayó en el hueco de la madriguera del conejo en el tronco?, ¿o tenía un destino como el de Gretel y Hansel? Como sea, dejé atrás el aliento de La Nada, aparecieron ante mí todo tipo de follajes, formas variadas y colores diversos. Insectos fabricando hojas. ¡Sí! Los insectos eran aquí una factoría de arbustos, algunas hormigas se desgañitaban organizadamente para lograr pétalos, colores y estrellas verdes. A esta altura, yo ya estaba descalza. Tontamente, me había desprendido de mis zapatillas creyendo que de esa manera sería menos peligrosa para todas esas hormigas. Y así avanzaba (creía que lo hacía) sin saber que descalza me exponía a otras experiencias nunca imaginadas.




5. Ensimismada pensaba en el trabajo de las avispas, abejas, colibríes y orugas, cuando apareció ante mí el segundo árbol. Su enorme tronco-cuerpo, como un bloque cilíndrico alisado y perfecto apenas lastimado por helechos y ortigas aéreas, tenía en su base raíces exactamente iguales a sus ramas, en espejo; solo que abajo esas ondulaciones y esfuerzos vegetales se perdían en la tierra, y arriba era un follaje semejante a una inconmensurable peluca.


El movimiento de oleaje continuo de todas esas raíces y todas esas ramas desataban un aroma salino imposible en ese bosque tan lejano del mar como yo de una niña esquimal. Di la vuelta alrededor de todo ese árbol, para ver si descubría algún truco. Giré tanto que, en mi mareo, creí ahogarme en esas olas y busqué algo a qué aferrarme. ¿Un salvavidas? No, una liana. Por un momento mis pies descansaron, y fueron mis manos anudadas desesperadamente a esas lianas movedizas las que me llevaron, como volando, ante el siguiente coloso parlante.




6. Al pisar otra vez el jardín crocante, el paisaje todo era una catedral llena de ruidos. Muchos tipos de aves, chicharras, brisas, insectos voladores, vientos, frutos que caían, el sonido era un bloque macizo donde no colaba ningún silencio. Encima, mis pies… ¡rasc-rasc! Imposible acallarlos. Entonces apareció el colosal hongo gigante. Como si fuera una nave diseñada en otro planeta, cientos de voces de distintas locuacidades, volúmenes y tonos: algunas exaltadas, otras imperiosas, y también inquisidoras, lamentosas, agudas, disfónicas, guturales, graves, imitadoras de la voz que salía de la nervadura de al lado;


todas emergían de ese fuelle que, como un acordeón, servía de base para la corona esponjosa del hongo. Me tuve que tapar los oídos y abrir bien la boca para aguantar ese poderoso sonido. Solo así pude ecualizar tantas voces para que apareciera solamente una. Ese vozarrón me decía: “Has llegado hasta aquí niña Antona, no te vas a ir, te va a gustar tanto que querrás ser de este lugar, pero para eso deberás avanzar algunos pasos más hasta el octaedro de sol y recién ahí sabremos, sabrás, si perteneces acá. Camina, corre, intégrate, avanza mientras las sombras retroceden, niña Tona”. El grito cesó, los ruidos selváticos volvieron, y yo avancé, preguntándome por qué el hongo había dicho que las sombras retrocedían.




7. A mí siempre me dicen Antona, la de pies ligeros. Ahora mismo me demostraba a mí misma el porqué de ese apelativo. Corría como si tuviera pantuflas de aire, y mis rodillas eran perfectas brazadas de remo. A veces disminuía el andar para observar alguna libación, o a contingentes de lustrosas lombrices, y hojas, hojas con formas de maravilla. Y a los castores negros de pelo mota y labios carnosos, aserrando finas lonjas de quebracho rubio. O las lluvias de piñas, sincronizadas, como el trámite rutinario de altos pinos históricos. Ya en ese tramo de mi excursión ningún cielo era visible.


De repente veo algo parecido a un panal del que emergían miles de vaquitas de San Antonio, blancas, con pintitas rojas y negras. Algunas de ellas parecían gritar, como si fuese un eco, con las voces de mis amigos que me estaban buscando mucho más atrás. Como parlantes, me advertían. Pero ya poco podía hacer yo para detener mi cuerpo desenfrenado. Así, mientras me desplazaba vi con el rabillo de un ojo una caperuza roja, algo sucia, yendo hacia el lobo; y con el otro reojo, un leñador perdido sin encontrar qué cuento le correspondía, con su figura barbada, su camisa a cuadros y su hacha. Y estaba el temita de las sombras…


8. Como cualquier persona, nunca había prestado atención al transcurrir de las sombras durante el día. Las sombras son algo así como nuestras pieles, simplemente nos acompañan, y solo acudimos a ellas cuando las necesitamos ante un sol abrasador. En mi largo trayecto hacia el final del libro descubrí algo: las sombras, en vez de ir hacia allá, como siempre, vienen hacia acá. En sentido contrario, como quien pone un disco al revés. Así andaba yo, como una sonámbula veloz y descalza, arrastrando hierbas, bichos, telarañas y gnomos; despeinada por motas de sangre


que la velocidad iba borrando. Y mis ojos tan grandes, como sandías abiertas, que escaneaban todo. Las lágrimas dejaban en mis mejillas senderos como de babosas. Yo no podía detenerme hasta que apareció, ahí, tras un arco iris de colores distintos, un árbol levitante, pesado, como una L llena de brazos imparables que bautizaban todo lo que se veía. Moviéndose con maestría iba colocando cartelitos que para cualquiera eran muy difíciles de leer, pero no para mí. Yo sí podía, aún viviendo una situación inédita, malabar y enajenada. Yo corría, pero también podía leer.




9. Como en el jardín botánico cuando nos llevó la escuela, los carteles denominadores estaban en latín. Dicen que el latín es una lengua muerta, pero ahí ellos me hablaban. Se iluminaban a mi paso, y alguno hasta me gritó “¡No me olvides, soy Ocotea Foetens!”. En esa estación del bosque pude leer que convivían los -Picconia Excelsa, muy verde -Hypericum Grandifolium, verde rojiza -Pteridium Aquilinum, verde clara -Vimus Parvifolia, verdor perecedera


-Gravillea Kobusta, verde oscura -Eriobotria Japónica, verde-verde -Arnica Montana, verde mediana -Juniperus Cedrus, marronáceo -Pinus Halepensis, azul verde -Chamaemelum Nobile, verde amarillenta -Melissa Officinalisis, verde con pintas verdes -Betula Alba, profundamente verde El último cartelito no lo pude leer. Una rama-brazo del árbol L alcanzó a sacarlo para corregir algún error tipográfico. O quizás para nombrar al próximo y definitivo ser inmenso de ese bosque: el Arbor Pellucidus. Y ahí estaba.


10. El Arbol Transparente lo mostraba todo. La circulación de su savia, todos los insectos y alimañas, sus interiores, las transformaciones vegetales, el agua acumulada, los principios de arco iris, los estallidos celulares, los sensores de las brisas y los vientos, las partes ancianas, los nacimientos permanentes, el color de los gases, los varios árboles internos, y, por si fuera poco, una estrella de mar seca incrustada entre dos ramas arriba, en la coronilla de la copa. ¿Cómo habrá llegado ahí esa estrella?


Toda esta transparencia era posible, claro, gracias a una intensa luz que llegaba desde atrás. Es decir… ¡estaba por llegar a la zona luminosa! Ahora sentía una caricia en mis talones: el florecer de dos alitas mercuriales. Ahora sí podrían decirme Antona, la de pies ligeros. Corrí, volé, levité hacia el último tramo.




11. Todo era placer. Todo goce. La caricia del viento, la cosquilla del rocío. El verde pareció serenarse, todos los verdes, y fui frenándome en dirección al haz de luz que caía oblicuo, más alto que el árbol más alto. Estaba llegando a mi sitio. La intensa iluminación remataba en un círculo de pasto que se hundía en su centro, escarbando tierra, pequeñas rocas, lombrices, todo un terreno movedizo.


Y las plantas de mis pies, al fin, se estacionaron en ese pequeño tembladeral. Las alas de mis talones se estaban transformando: hilos crecientes penetraban en el suelo y me estabilizaban. La luz dejaba de ser calurosa. Se apagaba. Mis raíces se profundizaban. Todo lo que colmaba mis sentidos cesaba. Yo entraba en un estado de paz. Estaba feliz, plantada. Era, por fin, un árbol. Una árbol.




12. Cuando empezaba a olvidar toda mi historia de niña, mis conductas, apetencias, amistades, disgustos, cuando una lenta amnesia me iba transportando a esa felicidad total de ser una árbol… Cuando ese destino vegetal empezó a invadir cada celdilla de mi conciencia. Y a hacerme olvidar los libros que leí. Y a dejar atrás todo dolor e incertidumbre.


Y a desterrar de mí todo anhelo de juego, de abuelos, de renuncia a descansar horizontalmente, de detectar la felicidad cuando se le ocurriera venir a visitarme. Estaba en eso, cuando, un instante antes de la entrega total a la eterna felicidad, escuché los gritos de mis amigos. Me venían a rescatar. Volví con ellos. Si no, ¿a quién le iba a contar todo esto?


Agradecimiento: A Mariela Mosnaim, que le pegó la última mirada y corrección al texto, en Pinamar. Rep

Rep, Miguel El bosque infinito de Tona / Miguel Rep. - 1a ed. ilustrada. - Ciudad Autónoma de Buenos Aires: Fundación Medifé Edita, 2021. Libro digital, PDF - (Infancias / 3) Archivo Digital: descarga y online ISBN 978-987-8437-12-5 1. Narrativa Argentina. 2. Literatura Infantil. I. Título. CDD A863.9282

©2021, Miguel Rep ©2021, Fundación Medifé Edita Fundación Medifé Edita Dirección editorial: Fundación Medifé Editora: Daniela Gutierrez Equipo editorial: Lorena Tenuta - Laura Adi - Catalina Pawlow - Analía Marquxz Diseño: Silvina Simondet www.fundacionmedife.com.ar - info@fundacionmedife.com.ar

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